Capítulo Siete

El grupo de Jonás ocupó un sitio distinto en el Auditorio, cambiándose con los nuevos Onces: se sentaron muy delante, junto al escenario.

Estaban colocados por sus números originales, los que se les habían dado al nacer. Esos números se usaban muy poco después de la Imposición de Nombre, pero cada niño sabía el suyo, naturalmente. A veces los padres utilizaban el número cuando el hijo les irritaba por comportarse mal, como dando a entender que la mala conducta le hacía a uno indigno de nombre. Jonás siempre se reía para sus adentros cuando oía a un padre o una madre exasperados vociferar a un niño berreón: «¡Ya basta, Veintitrés!».

Jonás era Diecinueve. Había hecho el número diecinueve de los nacidos en su año. Por eso en la Imposición se tenía ya de pie y muy espabilado, y le faltaba poco para soltarse a andar y hablar. Por la misma razón tuvo una ligera ventaja durante el primer año o dos, un poco más de madurez que muchos de sus compañeros de grupo, que habían nacido en los últimos meses del año. Pero la diferencia se borró, como pasaba siempre, al llegar a Tres.

Después del Tres los niños progresaban más o menos al mismo compás, aunque por su primer número siempre se podía descubrir al que era unos meses mayor que otros del grupo. Técnicamente, el número completo de Jonás era Once—diecinueve, puesto que había otros Diecinueves, por supuesto, en cada grupo de edad. Y hoy, desde que por la mañana ascendieran los nuevos Onces, había dos Once—diecinueves. En el descanso de mediodía Jonás había intercambiado sonrisas con el nuevo, que era una chica tímida llamada Harriet.

Pero la duplicación sólo duraba esas pocas horas. Enseguida él no sería Once sino Doce, y la edad ya no importaría. Sería un adulto, como sus padres, aunque un adulto nuevo y todavía sin formar.

Asher era el Cuatro, y ahora estaba sentado en la fila de delante de Jonás. Sería el cuarto en recibir su Misión.

Fiona, número Dieciocho, estaba a su izquierda; al otro lado tenía al Veinte, un chico llamado Pierre que no le caía muy bien. Pierre era muy serio, nada divertido, y encima un angustias y un acusica. «¿Has mirado las Normas, Jonás?», se pasaba la vida murmurando solemnemente. «Yo no estoy seguro de que las Normas lo permitan.»

Casi siempre era por alguna tontería que no le importaba a nadie: abrirse la túnica si era un día de brisa o probar un ratito la bici de un amigo, sólo por experimentar la diferencia.

El discurso inaugural de la Ceremonia del Doce lo pronunciaba el Presidente o Presidenta de los Ancianos, el Jefe de la Comunidad, que era elegido cada diez años. El discurso venía a ser igual todos los años: recuerdo de la época de la niñez y el período de preparación, las responsabilidades inminentes de la vida de adulto, la profunda importancia de la Misión, la seriedad de la formación que comenzaba.

Dicho todo eso, la Presidenta de los Ancianos siguió adelante.

—Éste es el momento —dijo mirándoles directamente— en que reconocemos diferencias. Vosotros, Onces, habéis pasado hasta ahora todos vuestros años aprendiendo a adaptaros, a igualar vuestro comportamiento, a dominar aquellos impulsos que pudieran apartaros del grupo. Pero hoy hacemos honor a vuestras diferencias, porque ellas han determinado vuestro futuro.

Entonces empezó a describir al grupo del año y sus variadas personalidades, aunque sin señalar a nadie por su nombre. Mencionó que había alguien dotado de singulares aptitudes de Cuidador, otro al que le gustaban mucho los Nacidos, otro con dotes inusitadas para la ciencia, y un cuarto para quien el trabajo físico era obviamente un placer. Jonás rebullía en su asiento, tratando de reconocer en cada alusión a alguno de sus compañeros de grupo. Las aptitudes de Cuidador eran sin duda las de Fiona, a su izquierda; recordó haberse fijado en la ternura con que bañaba a los Viejos. El de las dotes científicas sería seguramente Benjamín, el chico que había diseñado importantes aparatos nuevos para el Centro de Rehabilitación.

En nada de lo que oyó se reconoció Jonás a sí mismo.

Por último la Presidenta rindió homenaje al duro trabajo de su Comité, que tan meticulosamente había llevado a cabo las observaciones a lo largo del año. El Comité de Ancianos se puso en pie para recibir los aplausos. Jonás vio que Asher bostezaba ligeramente, tapándose la boca con la mano por educación.

Y por fin la Presidenta de los Ancianos llamó al escenario al número Uno, y la asignación de misiones comenzó.

Cada anuncio era largo, porque iba acompañado de un discurso dirigido al nuevo Doce. Jonás trató de prestar atención mientras la Uno, sonriendo feliz, recibió su Misión de Auxiliar de la Piscifactoría, junto con palabras de alabanza por su infancia transcurrida allí en muchas horas de voluntariado y su evidente interés en el importante proceso de abastecer de alimento a la Comunidad.

La número Uno —se llamaba Madeline— volvió por fin a su butaca entre aplausos, luciendo la nueva insignia que la declaraba Auxiliar de la Piscifactoría. Jonás se alegraba sinceramente de que esa Misión estuviera dada; él no la habría querido. Pero dirigió a Madeline una sonrisa de enhorabuena.

Cuando la Dos, llamada Inger, recibió su Misión de Paridora, Jonás se acordó de que su madre había dicho que era muy poco honrosa.

Pero pensó que el Comité había escogido bien. Inger era una chica agradable, aunque un poco perezosa, y su cuerpo era fuerte. Disfrutaría en los tres años de vida mimada que seguirían a su breve formación; pariría bien y con facilidad; y la tarea de Obrera que le correspondería después daría ocupación a sus fuerzas, la mantendría sana y le serviría de autodisciplina. Inger sonreía cuando retomó su asiento. El trabajo de Paridora era importante, aunque no tuviera prestigio.

Jonás se dio cuenta de que Asher estaba nervioso. No hacía más que volver la cabeza para mirar a Jonás, hasta que el Jefe del Grupo le dirigió una reprensión silenciosa, una seña de que se estuviera quieto y con la vista al frente.

Al Tres, Isaac, se le dio la Misión de Instructor de Seises, que le complació y era merecida. Con ésa eran tres las Misiones dadas y ninguna de ellas le habría gustado a Jonás; y Paridora no habría podido ser en ningún caso, pensó divertido. Intentó repasar mentalmente la lista de las Misiones posibles que quedaban, pero eran tantas que renunció; además, era el turno de Asher. Jonás atendió sin pestañear mientras su amigo subía al escenario y se colocaba, azarado, junto a la Presidenta de los Ancianos.

—Todos en la Comunidad conocemos a Asher y lo pasamos bien con él —empezó la Presidenta.

Asher sonrió de oreja a oreja y se frotó una pierna con el otro pie.

El público rió por lo bajo.

—Cuando el Comité empezó a estudiar la Misión de Asher —siguió diciendo la Presidenta—, hubo algunas posibilidades que se descartaron de inmediato. Parecía muy claro que no eran para Asher. Por ejemplo —dijo sonriendo—, ni por un instante consideramos nombrar a Asher Instructor de Treses.

El público rugió de risa. También Asher se rió, con aspecto apocado, pero complacido por ser el centro de aquella atención especial. Los Instructores de Treses tenían a su cargo enseñar a hablar con propiedad.

—Es más —continuó la Presidenta de los Ancianos, riendo levemente también ella—, incluso se planteó la posibilidad de algún castigo retroactivo para la persona que hace ya tantos años fue Instructor de Treses de Asher. En la reunión en la que se habló de él se volvieron a referir muchas de las historias que todos recordábamos de sus tiempos de aprendizaje de la lengua. Sobre todo —dijo conteniendo la risa— la diferencia entre ración y sanción. ¿Te acuerdas, Asher?

Asher asintió compungido y el público rió a carcajadas. Y Jonás también. Se acordaba, a pesar de que entonces también él era Tres nada más.

La sanción con que se castigaba a los niños pequeños era un sistema graduado de azotes con la palmeta, un arma fina y flexible cuyo golpe producía un dolor agudo. Los especialistas en Cuidados Infantiles estaban muy bien adiestrados en el método de disciplina: un azote rápido sobre las manos por una falta leve de comportamiento; tres azotes más fuertes sobre las piernas descubiertas por una falta repetida.

Pobre Asher, que siempre hablaba demasiado deprisa y confundía las palabras, ya desde pequeñito. Siendo Tres, un día que a la hora del tentempié de media mañana estaba haciendo cola, esperando con avidez que le dieran su ración de zumo y galletas, dijo «sanción» en vez de «ración».

Jonás lo recordaba muy bien. Le parecía estar viendo al pequeño Asher, que brincaba de impaciencia en la cola, y recordaba la alegre voz con que había gritado: «¡Quiero mi sanción!».

Los otros Treses, incluido Jonás, se habían reído nerviosos.

«¡Ración!», le corrigieron. «¡Querrás decir ración, Asher!» Pero la falta ya estaba cometida. Y la precisión en el habla era una de las tareas más importantes de los niños pequeños. Asher había pedido una sanción.

La palmeta, en la mano del Obrero de Cuidados Infantiles, silbó al abatirse sobre las manos de Asher. Asher gimió, se encogió y rectificó al instante. «Ración», susurró.

Pero a la mañana siguiente lo volvió a hacer. Y a la semana siguiente otra vez. Y así sucesivamente, como si no lo pudiera remediar, aunque por cada error volvía a funcionar la palmeta; hasta que el castigo a ser una tanda de latigazos dolorosos que le dejaron señales en las piernas. Y por fin, durante cierto tiempo, Asher dejó de hablar, siendo Tres.

—Durante un tiempo —dijo la Presidenta, relatando la historia— ¡tuvimos un Asher silencioso! Pero aprendió.

Y se volvió hacia él sonriente.

—Cuando de nuevo empezó a hablar, lo hacía con más precisión. Y ahora comete muy pocos errores. Sus correcciones y disculpas son muy rápidas. Y su buen humor es imperturbable.

El público alzó murmullos de asentimiento. El carácter alegre de Asher era famoso en toda la Comunidad.

—Asher —la Presidenta de los Ancianos levantó la voz para hacer el anuncio oficial—. Te hemos asignado la Misión de Subdirector de Recreación.

Y le impuso la nueva insignia mientras él sonreía radiante.

Después dio media vuelta y bajó del escenario, entre aclamaciones del público. Cuando estuvo de nuevo sentado, la Presidenta bajó la vista hacia él y dijo las palabras que ya había dicho otras tres veces antes, las mismas que diría a cada nuevo Doce. Pero en cada caso sabía darles un sentido particular.

—Asher —dijo—, gracias por tu infancia.

Siguieron sucediéndose las Misiones y Jonás atendiendo y escuchando, ya con el alivio de saber que a su mejor amigo le habían dado una Misión maravillosa. Pero a medida que la suya se acercaba se iba poniendo más intranquilo. Ya todos los nuevos Doces de la fila de delante tenían sus insignias y las palpaban; y Jonás sabía que cada uno de ellos estaba pensando en la formación que le esperaba. Para unos —un chico estudioso que había sido seleccionado para Médico, una chica que iba para Ingeniero y otra para Derecho y Justicia— serían muchos años de estudio y trabajo duro. Para otros, como los Obreros y las Paridoras, el período de formación sería mucho más corto.

Llamaron al Dieciocho, Fiona, que estaba a su izquierda. Jonás sabía que tenía que estar nerviosa, pero Fiona era una chica muy serena. Había estado sentada quieta, tranquila, durante toda la Ceremonia.

Hasta el aplauso, aunque fue entusiasta, pareció sereno cuando Fiona recibió la importante Misión de Cuidadora de Viejos. Era perfecta para una chica tan suave y sensible, y en su cara había una sonrisa de contento y satisfacción cuando volvió a sentarse al lado de Jonás.

Jonás se dispuso a levantarse para ir al escenario cuando el aplauso acabó y la Presidenta de los Ancianos cogió la siguiente carpeta y bajó los ojos al grupo para llamar al siguiente nuevo Doce.

Ahora que le llegaba el turno, estaba tranquilo. Respiró hondo y se alisó el pelo.

—Veinte —oyó a la Presidenta decir claramente—. Pierre.

«Me ha saltado», pensó Jonás, atónito. ¿Habría oído mal? No. De pronto se hizo un silencio en el público, y notó que la Comunidad entera se había dado cuenta de que la Presidenta había pasado del Dieciocho al Veinte, dejando un hueco. A su derecha Pierre, con cara de sobresalto, se levantó y subió al escenario.

Un error. Había cometido un error. Pero Jonás sabía, al mismo tiempo que lo pensaba, que no era eso. La Presidenta de los Ancianos no cometía errores. No, desde luego, en la Ceremonia del Doce.

Sintió que se mareaba y no podía centrar la atención. No oyó qué Misión se le daba a Pierre y tuvo sólo una conciencia vaga del aplauso cuando regresó con su nueva insignia. Y después el Veintiuno. Y el Veintidós.

Los números siguieron por su orden. Jonás, aturdido, vio que se pasaba a los Treintas y luego a los Cuarentas, ya cerca del fin. Cada vez, con cada anuncio, el corazón le daba un vuelco momentáneo y se le ocurrían ideas disparatadas. A lo mejor ahora decía su nombre.

¿Sería que a él se le había olvidado su número? No. El siempre había sido Diecinueve. Estaba sentado en la butaca marcada con un Diecinueve.

Pero la Presidenta le había saltado. Vio que los demás de su grupo le miraban con apuro y enseguida apartaban los ojos. Vio una expresión preocupada en la cara del Jefe de Grupo.

Encogió los hombros y trató de achicarse en el asiento. Quería desaparecer, desvanecerse, no existir. Le daba miedo volverse y ver a sus padres entre la gente. No soportaría verles abochornados.

Agachó la cabeza y se exprimió el cerebro. ¿Qué había hecho mal?