IV

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Releyendo la copia de su último cable (enviado esa mañana desde la Oficina Principal de la Compañía Telegráfica Mexicana, esquina San Juan de Letrán e Independencia, México, D. F.), Hugh Firmin caminaba punto menos que penosamente —tal era la lentitud y pesadez de sus movimientos— por la rampa que ascendía a casa de su hermano, con el abrigo de éste echado sobre un hombro; metido un brazo casi hasta el codo en las asas gemelas de la mochila gladstone, propiedad también de su hermano; y la pistola que, en el estuche a cuadros, le golpeaba perezosamente el muslo: ojos en los pies debo tener, así como paja, pensó al detenerse en la orilla del profundo bache, y luego suspendiéronse también su corazón y el mundo: el caballo a mitad del salto por encima del obstáculo, el clavadista, la guillotina y el ahorcado en su caída, la bala del asesino y el jadeo del cañón en España o en China se congelaron en los aires, la rueda y el pistón, inmóviles…

Trabajando en el jardín, Yvonne —o algún objeto tejido con filamentos del pasado, que se le asemejaba— producía la impresión, a pocos pasos, de estar vestida por completo con rayos de sol. Luego se irguió (llevaba pantalones amarillos) y alzando una mano para resguardarse del sol, lo miró con ojos entornados.

Hugh saltó al césped por encima del bache; librándose de la mochila, sintió una instantánea turbación que lo paralizó y cierta repugnancia en salir al encuentro del pasado. Al caer arrojada en el rústico asiento descolorido, la mochila vomitó por su tapa un cepillo de dientes calvo, una oxidada maquinilla de afeitar, la camisa de Geoffrey y un ejemplar de segunda mano de El Valle de la Luna por Jack London, comprado apenas ayer por quince centavos en la Librería Alemana frente a Sanborns, en México. Yvonne agitaba la mano.

Y él avanzaba (así como en el Ebro se retiraban) con el abrigo prestado que seguía meciéndose un poco, echado a medias sobre el hombro, y su sombrero de ala ancha en una mano y en la otra el telegrama arrugado.

—Hola, Hugh. ¡Caramba! por un momento creí que eras Bill Hodson… Geoffrey me dijo que estabas aquí. ¡Qué gusto volverte a ver!

Yvonne sacudióse la tierra de las palmas de las manos y le extendió una de ellas, que Hugh no estrechó, ni siquiera tocó al principio; luego la dejó caer, en apariencia con descuido, mientras sentía un dolor en el corazón y le invadía un leve mareo.

—¡Qué gusto! ¿Cuándo llegaste?

—Hace un rato —Yvonne arrancaba las flores secas de algunas plantas que, alineadas en macetas a lo largo de una pared baja, parecían ser de color carmesí y blanco y despedían un aroma fragante y delicado; Yvonne tomó el telegrama que por algún motivo, le tendió Hugh junto a la siguiente maceta—. Oí que estabas en Texas. ¿Te has convertido en vaquero de pacotilla?

Echándolo hacia atrás, Hugh volvió a ponerse el sombrero de ala ancha y, riendo, bajó el rostro, avergonzado por las botas de tacón alto y los pantalones ceñidísimos que llevaba metidos en ellas. —Confiscaron mi ropa en la frontera… Pensaba comprar ropa nueva en la capital pero por alguna razón no llegué a hacerlo… ¡Te ves espléndida!

—¡Mira quién lo dice!

Hugh comenzó a abotonarse la camisa, abierta hasta la cintura, que dejaba al descubierto, por encima de ambos cinturones, una piel más bien ennegrecida que tostada por el sol; bajo el cinturón inferior acarició la bandolera que corría diagonalmente al estuche de la pistola, a la altura del hueso de la cadera y pegado a la pierna derecha por una correa de cuero; acarició la correa (estaba secreta y enormemente orgulloso de todo su atuendo) y luego el bolsillo de la camisa, de donde sacó un flojo cigarro de hoja que encendió mientras Yvonne le decía:

—¿Qué es eso?, ¿el nuevo mensaje a García?

—La C.T.M. —Hugh echó una mirada al cable por encima del hombro de Yvonne—, la Confederación de Trabajadores Mexicanos envió una petición. Protestan contra ciertos enredos de los teutones en el país. Según yo, tienen razón de protestar —Hugh paseó la mirada por el jardín. ¿Dónde está Geoff? ¿Por qué está Yvonne aquí? Actúa como si nada hubiera ocurrido. ¿No están separados o divorciados después de todo? ¿De qué se trata? Yvonne le devolvió el cable y Hugh lo deslizó en el bolsillo del abrigo—. Éste —dijo, poniéndose el abrigo ahora que estaba en la sombra—, será el último cable que mande al Globe.

—Así es que Geoffrey… —Yvonne lo miró: estiró la parte posterior del abrigo (¿acaso sabía que era de Geoff?); las mangas eran demasiado cortas: su mirada parecía dolorosa e infeliz, aunque vagamente divertida: su expresión, mientras seguía podando las flores, lograba ser a la vez especulativa e indiferente; preguntó:

—¿Qué es eso que me contaron de que estuviste viajando en un camión de ganado?

—Entré a México disfrazado de vaca para que en la frontera me creyesen texano y no me hicieran pagar impuestos. O algo peor —dijo Hugh—, siendo Inglaterra persona non grata aquí, si vale la expresión, después de todo el jaleo de Cárdenas por el petróleo. Por si no lo sabes, estamos —moralmente, claro— en guerra con México… ¿dónde está nuestro rubicundo monarca?

—Geoffrey está durmiendo —dijo Yvonne. ¿No querrá decir durmiendo la mona?, pensó Hugh—. Pero ¿tu periódico no se ocupa de esas cosas?

—Depende. Es ‘muy complicado’… Mandé mi renuncia al Globe desde los Estados Unidos, pero no me han contestado… permíteme, deja que haga eso.

Yvonne trataba de empujar una rama de buganvilia que Hugh no había visto y que, obstinada, invadía algunos escalones.

—¿Supongo que te enteraste de que estábamos en Quauhnáhuac? —preguntó Yvonne.

—Descubrí que podía matar varios pájaros de un tiro al venir a México… Claro que fue una sorpresa no encontrarte aquí.

—¿No te parece que el jardín es una verdadera ruina? —dijo de pronto Yvonne.

—Me parece espléndido, sobre todo si piensas que Geoffrey no ha tenido jardinero durante tanto tiempo —Hugh logró dominar la rama… están perdiendo la Batalla del Ebro por lo que acabo de hacer… y aparecieron los escalones; al bajarlos, Yvonne hizo un gesto y se detuvo cerca del último para examinar una adelfa que parecía razonablemente venenosa y florecía aún en esta época.

—Y tu amigo ¿era ganadero o también se disfrazó de vaca?

—Contrabandista, creo. ¿Así es que Geoff te habló de Weber? —Hugh rió entre dientes—. Tengo la firme sospecha de que trafica con parque. De cualquier modo, me puse a discutir con el tipo en un antro de El Paso y resultó que de alguna manera había hecho arreglos para ir hasta Chihuahua en un camión de ganado, lo cual me pareció una buena idea, para luego poder volar hasta México. De hecho, despegamos desde un lugar con un nombre rarísimo como Cusihuriachic, y discutimos durante todo el trayecto, sabes… era uno de estos americanos semi-fascistas que estuvo en la Legión Extranjera y sólo Dios sabe qué más. Pero en realidad sólo quería ir a Parián, de modo que nos dejó aquí en el campo de aviación. ¡Vaya viajecito!

—Vamos, Hugh, ¡como todo lo que se te ocurre!

Abajo, con las manos en los bolsillos del pantalón y los pies separados como un muchacho, Yvonne sonreía. Sus pechos se erguían bajo la blusa bordada de aves, flores y pirámides; quizá se la había puesto en honor de Geoff; y al sentir un nuevo dolor en el corazón, Hugh miró para otro lado.

—Tal vez debí matar en seguida a este ‘bastardo’, sólo que el puerco era bastante buena persona…

—A veces puede verse Parián desde aquí.

Hugh sostenía el cigarrillo como si lo ofreciese al aire transparente. —¿No crees que sea inveteradamente inglés de parte de Geoff, o algo por el estilo, el estar durmiendo a estas horas? —Hugh siguió a Yvonne por la vereda—. Mira, éste es mi último cigarrillo de máquina. ¿Lo quieres?

—Geoffrey estuvo anoche en el baile de la Cruz Roja. El pobre está bastante cansado —mientras fumaban siguieron caminando juntos; Yvonne se detenía aquí y allá para arrancar de raíz un poco de cizaña, y de repente se paró para examinar con cuidado un macizo de flores al que estrangulaba con violencia una tosca parra silvestre— ¡Dios mío! pensar que éste fue un jardín maravilloso. Como el paraíso.

—Entonces larguémonos de aquí: a menos que estés muy cansada como para dar un paseo —llegó a sus oídos el rebote agonizante de un único ronquido, amargo, aunque mesurado: la voz en sordina de Inglaterra sumida en largo sueño.

Yvonne miró rápidamente en torno suyo, como temiendo que Geoff saliera proyectado por la ventana, con cama y todo (a menos que estuviera en el porche) y titubeó. —Para nada —contestó animosa y entusiasta—. Vamos —comenzó a bajar por el sendero antes que Hugh—. ¿Qué esperamos?

Inconscientemente, Hugh la había estado observando: su cuello y sus brazos morenos y desnudos, los pantalones amarillos y las intensas flores escarlatas a su espalda, el pelo castaño que rodeaba sus oídos, los movimientos ágiles y gráciles de sus sandalias amarillas en las que parecía bailar, flotar más que caminar. Hugh se apresuró para alcanzarla, y una vez más siguieron caminando juntos, esquivando un ave de larga cola que descendía sin batir las alas y luego se posó cerca de ellos como flecha que pierde vuelo.

Adelantándose y contoneándose mientras bajaba por la rampa cubierta de baches, el ave traspuso la entrada sin puerta, en donde se le unió un guajolote blanco y carmesí —pirata que luchaba por escapar a toda vela— para al fin irrumpir en la calle polvorienta. Ambos rieron de las aves, pero se abstuvieron de expresar aquellas cosas que pudieran haber dicho en otras circunstancias, como: ¿qué ocurriría con nuestras bicicletas?, o ¿recuerdas aquel café de París, con las mesas en las copas de los árboles, en Robinson?

Se dirigieron a la izquierda, alejándose de la ciudad. Bajo sus pies, el camino se inclinaba en aguda pendiente. Al fondo se alzaban colinas de color purpúreo. ¿Por qué no hay amargura en esto?, pensó Hugh, ¿por qué no la hay?, ¡pero ya la había! por vez primera tuvo conciencia de aquello otro que le carcomía, a la vez que la calle Nicaragua y los muros de las enormes residencias que dejaban atrás se convertían casi en un caos innavegable de adoquines sueltos y baches. Aquí, la bicicleta de Yvonne no habría servido gran cosa.

—Pero ¿qué estabas haciendo en Texas, Hugh?

—Cazando oklahomos. Es decir, me fui tras ellos a Oklahoma. Pensé que el Globe debía interesarse por ellos. Luego fui a ese rancho de Texas. Allí me dijeron que a esos tipos del terregal no se les permitía cruzar la frontera.

—¡Qué entrometido eres!

—Llegué a San Francisco a tiempo para lo de Munich —Hugh miró hacia la izquierda donde, en lontananza, la atalaya enrejada de la cárcel de Alcapancingo acababa de aparecer con remotas figuras que escrutaban el horizonte con binoculares.

—Sólo están jugando. A la policía de aquí le encanta parecer misteriosa, como a ti. Y ¿dónde estuviste antes? Creo que casi nos cruzamos en San Francisco.

Una lagartija desapareció entre la buganvilia que crecía a orillas del camino —buganvilia silvestre, ahora superabundante—, y luego la siguió una segunda lagartija. Bajo la loma se abría una cavidad en parte protegida, acaso otra entrada a la mina. A la derecha, los campos se precipitaban en la distancia, volcándose con violencia en cada ángulo. Y mucho más lejos, rodeada por las colmas, Hugh pudo distinguir la vieja plaza de toros y volvió a oír la voz de Weber que en el avión gritaba y vociferaba junto a su oído mientras se pasaban recíprocamente la cantimplora de habanero:

—¡Quauhnáhuac! ¡Es allí donde durante la revolución crucificaban a las mujeres en las plazas de toros y luego les echaban encima los toros! ¡Vaya cosa linda de relatar! La sangre corría por los arroyos y en el mercado hacían barbacoa de perro. ¡Primero disparan y después preguntan! ¡Carajo, tienes razón!…— Pero ahora no había revolución en Quauhnáhuac y, en el silencio, las colinas de púrpura que se alzaban ante ellos, los campos y hasta la atalaya y la plaza de toros parecían hablar, murmurantes, de paz, hasta de paraíso. —En China —dijo Hugh.

Yvonne se volvió, sonriente, aunque con mirada afligida y perpleja. —¿Qué hay de la guerra? —preguntó.

—De eso se trata. Me caí de una ambulancia con tres docenas de botellas de cerveza y seis periodistas encima, y fue entonces cuando decidí que podría ser más saludable ir a California —Hugh miró con desconfianza a una cabra que venía siguiéndolos por la derecha, precisamente a lo largo del borde cubierto de pasto entre la carretera y una cerca de alambre, y que ahora, mirándoles con desdén patriarcal, permanecía inmóvil—. No, son la forma más baja de vida animal, salvo, posiblemente… ¡cuidado! ¡Dios mío, lo sabía! —Al embestir la cabra contra ellos, Hugh sintió el violento impacto embriagador del cuerpo cálido y aterrorizado de Yvonne mientras el animal erraba el blanco, derrapaba, y resbalando seguía por la pendiente curva que a la izquierda daba el camino en este punto, por encima del puente de piedra de poca altura, y desaparecía después de haber ascendido una colina, arrastrando furiosamente su cabestro—. ¡Estas cabras! —dijo rechazando a Yvonne con un enérgico movimiento de sus brazos—. Aun cuando no haya guerras, piensa en el daño que hacen —prosiguió en medio de un dejo de enervamiento, de mutua dependencia en la alegría que los embargaba—. Me refiero a los periodistas, no a las cabras. No hay castigo en la tierra para ellos. Sólo el Malebolge… ¡y he aquí el Malebolge!

El Malebolge era la barranca, la hondonada serpeante a lo largo del campo, angosta aquí, pero su aspecto imponente lograba apartar sus mentes de la cabra. Sobre ella se tendía el puentecillo de piedra sobre el que se hallaban. Árboles, cuyas copas crecían hacia abajo, precipitábanse en la cañada ocultando con su follaje el aterrador abismo. Del fondo ascendía la débil risa del agua.

—Debe ser aquí, si allá está Alcapancingo —dijo Hugh—, por donde Bernal Díaz y su tlaxcaltecas cruzaron para derrotar a Quauhnáhuac. Soberbio nombre para una orquesta de baile: Bernal Díaz y sus tlaxcaltecas… ¿O acaso no llegaste a abrir tu Prescott en la Universidad de Hawai?

—Mn hm —dijo Yvonne contestando sí o no a la pregunta carente de significado y asomándose con un estremecimiento a la barranca.

—Según entiendo, hasta el viejo Díaz se mareó al contemplarla.

—No me extrañaría.

—No puedes verlos, pero está repleto de difuntos periodistas que siguen espiando por el ojo de las cerraduras y convenciéndose de que obran en provecho de los intereses de la democracia. Aunque me olvidaba de que tú no lees los periódicos. ¿Eh? —Hugh rió—. El periodismo equivale a la prostitución intelectual masculina del verbo y la pluma, Yvonne. Ése es uno de los puntos en que coincido completamente con Spengler. ¡Hola! —Hugh levantó la mirada al percibir un sonido desagradablemente familiar, como el de mil alfombras sacudidas al mismo tiempo en la lejanía: el tumulto parecía emanar del rumbo de los volcanes, que de modo casi imperceptible habían aparecido en el horizonte, y lo siguió en seguida el prolongado tuang-piing de su eco.

—Tiro al blanco —dijo Yvonne—. Ya empezaron otra vez.

Por encima de las montañas flotaban paracaídas de humo; durante un minuto ambos permanecieron absortos en contemplación. Hugh suspiró y comenzó a enrollar un cigarrillo.

—Tuve un amigo inglés que fue a combatir a España, y si murió, supongo que sigue allí —Hugh pasó la punta de la lengua por la orilla del papel y, después de apretarlo, lo encendió; el cigarrillo ardió con rapidez y eficacia—. De hecho, lo reportaron muerto en dos ocasiones, pero volvió a presentarse las últimas dos veces. Ya estaba allí en el treinta y seis. Mientras esperaban que Franco atacase, estaba tendido con su ametralladora en la biblioteca de la Ciudad Universitaria leyendo a De Quincey por primera vez. Aunque quizá exagero por lo de la ametralladora. No creo que hayan tenido una sola. Era comunista y tal vez haya sido el mejor hombre que he conocido. Le encantaba el vino rosado de Anjou. También tenía en Londres un perro llamado Harpo. Probablemente no te parezca muy verosímil que un comunista tuviese un perro llamado Harpo… ¿o sí?

—¿A ti sí?

Hugh puso un pie en el parapeto y contempló su cigarrillo que, como la humanidad, parecía encorvarse mientras se consumía con máxima rapidez.

—Tuve otro amigo que fue a China, pero no supo qué hacer; o no supieron qué hacer con él, así es que también fue a España como voluntario. Lo mató un obús perdido antes de que empezara la batalla. Estos dos tipos tenían una vida perfecta en su patria. No habían cometido ningún delito —Hugh guardó un silencio incierto.

—Claro que nosotros salimos de España aproximadamente un año antes de que empezara, pero Geoffrey decía que era demasiado sentimentalismo eso de morir por los republicanos. En realidad, dijo que sería mucho mejor si los fascistas ganaran y todo terminase…

—Ahora canta otra tonada. Dice que cuando los fascistas ganen, sólo habrá una especie de «congelación» de la cultura en España… a propósito, ¿es aquello la luna?… pero congelación de cualquier modo. Congelación que, es de suponerse, se habrá de derretir en el futuro cuando se descubra, ¡hazme el favor!, que estuvo en estado de interrumpida animación. Y me atrevo a decir que, hasta allí, es verdad. A propósito, ¿sabías que yo estuve en España?

—No —dijo Yvonne sorprendida.

—Oh, sí. Precisamente fue allá donde me caí de una ambulancia con nada menos que dos docenas de cervezas y cinco periodistas encima, cuando todos íbamos rumbo a París. Aquello ocurrió no mucho después de que te vi por última vez. Fue justamente cuando lo de Madrid empezaba a prepararse pero según resultó, todo pareció acabar, así es que el Globe me mandó que me largara… Y como imbécil, me marché, aunque después me enviaron nuevamente algún tiempo. No fui a China sino hasta después de lo de Brihuega.

Yvonne lo miró con extrañeza y dijo:

—Hugh, ¿no estarás pensando en regresar a España ahora, verdad?

Riendo, Hugh sacudió la cabeza: con ademán meticuloso lanzó su estragado cigarrillo a la barranca. —¿Cui bono? ¿Como parte del noble ejército de padrotes y expertos que ya volvieron a su patria para poner en práctica los pequeños escarnios con que se proponen desacreditar todos los acontecimientos en cuanto se ponga de moda no ser ya defensor del comunismo? ‘No, muchas gracias’. Y también acabé con el periodismo; no se trata de una pose —Hugh metió los pulgares bajo el cinturón—. Así, puesto que echaron a los de las Internacionales hace cinco semanas, el veintiocho de septiembre, para mayor precisión —dos días antes de que Chamberlain llegara a Godesburgo para torpedear con primor la ofensiva del Ebro— y con la mitad del último grupo de voluntarios que siguen pudriéndose en la cárcel de Perpignan, ¿cómo supones que pueda uno ir tan tarde?

—Entonces, ¿qué quiso decir Geoffrey con aquello de que «quieres acción» y todo eso?… ¿Y cuál es esa otra finalidad misteriosa para la que viniste aquí?

—En realidad es bastante aburrida —contestó Hugh—. De hecho, voy a volver al mar por algún tiempo. Si todo marcha bien saldré de Veracruz aproximadamente dentro de una semana. Sabías que como cabo de brigadas que soy, tengo un diploma, ¿verdad? Pues bien, hubiera podido tomar un barco en Galveston, pero ahora no es tan fácil como antes. De cualquier manera, será más divertido zarpar de Veracruz. La Habana, tal vez Nassau y, luego, ya sabes, bajar a las Antillas y a São Paulo. Siempre he deseado echar un vistazo a Trinidad —tal vez un día pueda salir de allí alguna diversión de verdad. Geoff me ayudó con un par de presentaciones, pero no más; no quise echarle la responsabilidad. No, simplemente estoy hasta la coronilla de mí mismo, eso es todo. Trata, bajo cualquier nombre, como lo hice yo durante cinco años o más, de persuadir al mundo de que no se degüelle, y empezarás a percatarte de que hasta tu propia conducta forma parte de sus planes. Te pregunto; ¿qué sabemos?

Y Hugh pensaba: el vapor Noemijolea, 6 000 toneladas, que sale de Veracruz la noche de 13-14 (?) de noviembre de 1938, cargado de antimonio y café, con destino a Freetown, África Occidental Británica, se dirigirá allí, por extraño que parezca, desde Tzucox, en el litoral yucateco, y también con dirección nordeste: no obstante lo cual logrará atravesar los pasos llamados del Viento y Corvo, rumbo al Océano Atlántico, en donde, después de muchos días de no ver tierra, divisará, a la larga, la recalada montañosa de Madera: desde donde, esquivando Port Lyautey y manteniéndose cuidadosamente a unas 1800 millas de Sierra Leona, al sudeste, librará, con suerte, el estrecho de Gibraltar. De donde otra vez, salvando —es de esperar ardientemente— el bloqueo franquista, proseguirá con máxima cautela al mar Mediterráneo, dejando a popa primero el cabo de Gata, luego el cabo de Palos, después el cabo de la Nao: de allí, ante las islas Pitiusas se bamboleará en el golfo de Valencia y así, seguirá rumbo al norte, más allá de Carlos de la Rápita y de la desembocadura del Ebro, hasta que, entre bao y proa, asome el rocalloso litoral de Garraf, en donde, finalmente, todavía balanceándose, en Vallcarca, a treinta y dos kilómetros al sur de Barcelona, descargará su cargamento de T.N.T. para los acosados ejércitos republicanos y probablemente lo harán volar en añicos…

Yvonne es asomaba para contemplar el fondo de la barranca; sus cabellos le caían sobre el rostro: —Sé que Geoffrey parece detestable a veces —dijo— pero coincido con él en un punto: estas ideas románticas sobre las Brigadas Internacionales…

Pero Hugh se hallaba en el timón: Fermín Patata o Colón al revés: a sus pies, la cubierta de proa del Noemijolea se extendía en el seno de dos olas azules y la espuma estallaba en los imbornales de sotavento, salpicando los ojos del marinero que reparaba un malacate: en el castillo de proa el atalaya repetía el único repique de la campana que Hugh tocara hacía un instante, y el marinero recogía su herramienta: el corazón de Hugh se hinchaba cómo el barco, tenía conciencia de que el oficial de turno no llevaba su ropa blanca, sino la azul para el invierno, pero al mismo tiempo, sentía el alborozo, la ilimitada purificación del mar…

Con gesto impaciente, Yvonne echó hacia atrás sus cabellos e irguióse. —¡Si no se hubieran metido, la guerra habría terminado hace mucho!

—«Pos síacabó la brigada» —dijo Hugh distraído porque ahora no era un barco lo que timoneaba, sino el mundo entero, al cual sacaba del Océano Occidental de sus miserias—. Si las sendas de la fama no llevan sino a la tumba (alguna vez hice tal incursión en la poesía) sea España la tumba do nos lleve el renombre de Bretaña.

—¡Papas!

De pronto, tal vez sin motivo, Hugh rió discreto: con ágil movimiento irguióse y saltó al parapeto.

—¡Hugh!

—¡Dios mío! ¡Caballos! —dijo Hugh mirando de soslayo y estirándose hasta su altura mental de un metro ochenta y ocho (medía un metro setenta y nueve).

—¿Dónde?

Apuntaba con el dedo: —Allí.

—Claro —dijo lentamente Yvonne—, me había olvidado… pertenecen al Casino de la Selva: los dejan allí para que pazcan o algo así. Si ascendemos un poco la colina llegaremos al lugar…

…En una suave pendiente, ahora a su izquierda, potros de brillante pelambre se revolcaban en el pasto. Yvonne y Hugh dieron vuelta en la calle Nicaragua para seguir por un sendero estrecho y umbroso que llevaba a un costado de la dehesa. Los establos formaban parte de lo que parecía ser una granja lechera modelo. Se prolongaba ésta detrás de los establos al nivel del suelo, en donde grandes árboles de aspecto inglés se alineaban a ambos lados de una avenida herbosa con huellas de rodadas. A cierta distancia, algunas vacas bastante grandes que, a pesar de asemejarse al cuernos largos de Texas, tenían un inquietante parecido con los ciervos (veo que ya recuperaste tu ganado, dijo Yvonne), estaban echadas bajo los árboles. Fuera del establo había una hilera de cubetas para leche que brillaban con los rayos del sol. Un olor dulzón de leche y vainilla y flores silvestres flotaba en el tranquilo paraje. Y el sol resplandecía por encima de todo.

—¿No te parece una granja adorable? —dijo Yvonne—. Creo que se trata de un experimento del gobierno. Me encantaría tener una.

—…en vez de eso, ¿quizá te agrade que alquilemos una pareja de aquellos caballos?

El alquiler de los caballos les costó dos pesos la hora por cada uno. ‘Muy correcto’. Los ojos oscuros del mozo del establo brillaron con regocijo al ver las botas de Hugh, cuando éste se volvió, ágil, para ajustar los profundos estribos de cuero de Yvonne. Hugh no sabía por qué, pero este chamaco le recordaba cómo en la Ciudad de México, si se para uno en cierto lugar del Paseo de la Reforma temprano por la mañana, de pronto toda la gente que está a la vista parece correr, riendo, bajo los rayos del sol, rumbo al trabajo, al pasar junto a la estatua de Pasteur… —‘Muy incorrecto’… Yvonne examinó sus pantalones: saltó dos veces la silla. —Nunca habíamos montado juntos a caballo, ¿verdad? —Se agachó para acariciar el cuello de la yegua cuando, oscilantes, iniciaron la marcha. Erraron por el sendero cuesta arriba, acompañados por dos potros que seguían a su madre fuera de la dehesa y por un cariñoso perro de lanas blancas y restregadas que pertenecía a la granja. Al cabo de un rato el sendero entroncó con la carretera principal. Parecían haber llegado al mismo Alcapancingo, especie de extraviado suburbio. La atalaya, más cercana, más alta, florecía por encima de un bosque entre el cual apenas distinguieron los muros de la cárcel. Del otro lado, a su izquierda, aparecía la casa de Geoffrey, casi un paisaje a vista de pájaro, con su bungalow acurrucado, minúsculo, frente a los árboles, y el largo jardín inferior que se precipitaba con violencia cuesta abajo y respecto al cual, paralelos, en distintos niveles que ascendían oblicuamente por la colina, todos los demás jardines de las residencias contiguas, cada cual con su piscina oblonga color cobalto, también descendían, hacia la barranca, mientras que a lo lejos se extendía el terreno que volvía a ascender en lo alto de la calle Nicaragua hasta el promontorio del Palacio de Cortés. ¿Sería acaso aquel punto blanco en lontananza el mismo Geoffrey? Tal vez para no llegar a un sitio en donde, por la entrada al jardín público, se encontrarían casi directamente ante la casa, tomaron al trote otro sendero que bajaba a la derecha. Hugh se alegró de ver que Yvonne montaba a la manera de los vaqueros y no, según diría Juan Cerillo, «como en los jardines». Dejaron atrás la prisión y Hugh imaginó que ambos adquirían dimensiones gigantescas en los curiosos gemelos allá en la atalaya. ‘Guapa’, diría uno de los policías. ‘¡Ah!, muy hermosa’ gritaría otro, encantado con Yvonne y relamiéndose. El mundo estaba siempre dentro de los gemelos de la policía. Mientras tanto los potros, que acaso no sabían del todo que un camino es el medio para llegar a algún sitio y no, como el campo, algo para revolcarse o para comer, siguieron descarriándose por ambos lados de la maleza. Luego, como las yeguas relincharan con ansia, llamándolos, regresaron jugueteando. Después, las yeguas cansáronse de relinchar y así, a su vez, Hugh silbó de cierta forma que antaño •aprendiera. Se había comprometido a custodiar a los potros, pero de hecho era el perro quien velaba por todos. Adiestrado a todas luces para descubrir serpientes, corría tomándoles la delantera y luego regresaba para asegurarse de que todos estaban a salvo, antes de emprender de nuevo el galope. Hugh lo observó por un momento. Resultaba difícil comparar a este animal con los perros callejeros que deambulaban por la ciudad, aquellas horribles criaturas que parecían seguir por doquier a su hermano, como si fueran su misma sombra.

—Es sorprendente lo bien que imitas a los caballos —dijo Yvonne de súbito—. ¿En dónde aprendiste eso?

—Ju-ju-ju-ju-ju-ju-ju-jujuiiiii-u —y volvió a silbar—. En Texas —¿por qué había dicho Texas? El truco se lo había enseñado Juan Cerillo en España. Quitóse el abrigo y lo puso atravesado sobre la cruz del caballo, al frente de la silla. Cuando, obedientes, los potros emergieron de los arbustos, se volvió para añadir: —Todo se debe al jiii-u. El agonizante final del relincho.

Pasaron junto a la cabra: feroz cornamenta que rebasaba el seto. No dejaba lugar a duda. Riéndose, trataron de decidir si había dado vuelta en la calle Nicaragua por el otro sendero o en su entronque con el camino de Alcapancingo. La cabra pacía a orillas de un campo y ahora, aunque inmóvil, levantaba hacia ellos una mirada maquiavélica, observándolos. Tal vez haya errado antes. Pero sigo en pie de guerra.

El nuevo sendero, pacífico, umbroso, cubierto de rodadas y, a pesar de la sequía, lleno aún de charcas que reflejaban el cielo con esplendor, erraba entre arboledas y setos destruidos que enmarcaban campos indeterminados y ahora era como si fuesen una compañía, una caravana que llevase, para mayor seguridad, un pequeño mundo de amor durante el trayecto. Más temprano el día auguraba ser muy caluroso: pero un sol tibio los calentaba, una suave brisa acariciaba sus rostros, el campo, a ambos lados, les sonreía con engañosa inocencia, un susurro amodorrado surgía de la mañana, las yeguas inclinaban la cabeza, allá estaban los potros, aquí el perro y todo es una maldita mentira, pensó Hugh: rotundamente hemos sucumbido a ella; es como si, en este preciso día del año, cuando vuelven los muertos a la vida (o por lo menos así lo informaron fuentes fidedignas en el autobús) en este día de visiones y milagros, por obra de algún destino adverso, nos fuera concedido vislumbrar por una hora lo que nunca ocurrió, lo que nunca podría ser, puesto que la fraternidad ha sido traicionada, la imagen de nuestra felicidad, de aquello que sería mejor pensar que nunca pudo ser. Otra idea surgió en Hugh. Y no obstante, jamás en la vida esperó ser más feliz que ahora. Nunca encontraré paz que no esté envenenada como estos momentos están envenenados…

—Firmin, eres un pobre tipo bonachón —la voz bien pudo provenir de un miembro imaginario de la caravana, y Hugh imaginó ver con toda claridad a Juan Cerillo, alto, montado en un caballo demasiado pequeño para su estatura, por lo cual, sus pies llegaban casi a tocar el suelo, sin espuelas, sombrero de ala ancha con un listón echado hacia atrás y una máquina de escribir en una caja que, pendiente de una correa en torno al cuello, descansaba en el pomo de la silla: en la mano libre llevaba una bolsa con dinero, y un muchacho correteaba detrás en medio del polvo. ¡Juan Cerillo! En España fue uno de aquellos raros símbolos humanos de la generosa ayuda con que México había contribuido; regresó a su país antes de Brihuega. Después de estudiar química, trabajó en Oaxaca en un banco de crédito ejidal, entregando, a caballo, el dinero para habilitar el esfuerzo colectivo de lejanos pueblos zapotecas. Asaltado con frecuencia por bandidos que criminalmente gritaban ‘¡Viva Cristo Rey!’, blanco de balas disparadas por enemigos de Cárdenas apostados en los campanarios de reverberantes iglesias, su labor cotidiana consistía, asimismo en una aventura a favor de una causa humana que Hugh fue invitado a compartir. Porque Juan le escribió una carta enviada por entrega inmediata en minúsculo sobre timbrado con coraje —los sellos representaban arqueros lanzando flechas al sol—, le escribió que estaba bien, que había vuelto a su trabajo, a no más de ciento sesenta kilómetros de distancia, y ahora, cada vez que una mirada a las montañas misteriosas semejaba un lamento por esta oportunidad perdida para Geoff y el Noemijolea, Hugh parecía escuchar la voz de su amigo riñéndole. Era la misma voz quejumbrosa que antaño, en España, le dijo refiriéndose al caballo que abandonara en Cuicatlán: —Mi pobre caballo debe estar mordiendo, mordiendo todo el tiempo —pero ahora se refería al México de la infancia de Juan, al del año en que Hugh nació. Juárez había vivido y muerto. Y sin embargo, ¿era un país con libertad de expresión, respeto a la vida, a la libertad y a la lucha por la felicidad? ¿País de escuelas ornadas con brillantes murales y en el cual hasta el más pequeño poblado de las frías montañas poseía su teatro al aire libre y en donde la tierra estaba en manos del pueblo, libre para expresar su genio nacional? ¿País de granjas modelo: de esperanza? …Era un país de esclavitud en donde se vendía a los seres humanos como ganado, y los pueblos autóctonos: yaquis, papagos, tomasa-chics, exterminados por deportaciones o reducidos a peor estado que él peonaje, perdían sus tierras en servidumbres o a manos de extranjeros. Y en Oaxaca existía el terrible Valle Nacional, en donde el mismo Juan —esclavo de buena fe con siete años de edad— vio a un hermano mayor azotado hasta morir y a otro —comprado por cuarenta y cinco pesos— morir de hambre en siete meses, porque cuando esto ocurría, resultaba más barato al propietario comprar otro esclavo que tener mejor alimentado al que moría de agotamiento al cabo de un año. Todo esto se llamaba Porfirio Díaz: ‘rurales’ por doquiera, ‘jefes políticos’ y crimen, extirpación de las instituciones políticas liberales, y el ejército, máquina de masacres, era un instrumento de exilio. Juan conoció esto en carne viva, y aún más. Porque luego durante la revolución, asesinaron a su madre. Después, Juan mató a su padre, quien al luchar con Huerta traicionó la causa. ¡Ah! la culpa y la aflicción persiguieron también los pasos de Juan, porque no era católico para que pudiera resurgir limpio del refrescante baño de la confesión. Y sin embargo, persistía esta trivialidad: que el pasado había pasado irrevocablemente. Y el hombre estaba dotado de conciencia para lamentarlo sólo en la medida en que pudiera cambiar el porvenir. Porque el hombre, cada hombre, parecía decirle Juan, al igual que México, debe luchar sin tregua por alcanzar las alturas. ¿Qué era la vida sino un combate y el paso por el mundo de un extraño? También la revolución ruge en la ‘tierra caliente’ del alma de cada hombre. No hay paz que deje de pagar pleno tributo al infierno…

—¿De veras?

—¿De veras?

Con dificultad avanzaban cuesta abajo —hasta el perro sumido en soñoliento soliloquio lanudo avanzaba difícilmente— y ahora llegaban a un río: primer paso hacia adelante, pesado y cauteloso, y luego, el titubeo; después, la marcha río adentro, la sacudida del pie firme bajo el cuerpo que, de tan delicada, producía cierta sensación de ingravidez, como si la yegua nadase o flotase en el aire portando su carga a la otra orilla con la divina seguridad de un Cristóbal en vez de ir guiada por infalible instinto. El perro nadaba por delante con importante fatuidad; detrás, cabeceando solemnes, los potros sacudían la cabeza con el agua a la altura del cuello: los rayos del sol centelleaban en el agua mansa que, poco más lejos, río abajo, donde se estrechaba la corriente, estallaba en pequeños oleajes, remolinos y torbellinos contra negras rocas cerca de la orilla, produciendo un efecto salvaje, casi como si se tratara de rápidos; a poca distancia de sus cabezas, un arrobado relámpago de aves extrañas volaba girando sobre sí y descendiendo en rizos a la Immelmann con increíble velocidad, como libélulas acrobáticas recién nacidas. Espesos bosques cubrían la otra ribera. Más allá de la orilla, ligeramente empinada un poco hacia la izquierda de lo que aparentaba ser la entrada cavernosa a la continuación del sendero, erguíase una ‘pulquería’ adornada en lo alto de sus dos puertas giratorias de madera parecidas a cierta distancia, a los galones inmensamente amplificados de un sargento del ejército norteamericano, con listones de colores vivos que se agitaban al viento. ‘Pulques finos’, decían unas letras de azul desteñido en la pared de adobe de blancura de ostión: ‘La Sepultura’. Nombre macabro, pero tal vez tema alguna acepción humorística. Un indio, sentado, y apoyando la espalda en la pared, con sombrero de ala ancha echado a medias sobre la frente, descansaba tomando el sol. Cerca de él, su caballo, o un caballo, estaba atado a un árbol, y Hugh pudo advertir desde donde se hallaban, en mitad del río, el número siete marcado en la grupa. Clavado a un tronco había un anuncio del cine de la localidad: Las manos de Orlac con Peter Lorre. En la azotea de la pulquería, una veleta de juguete de las que pueden verse en Cape Cod, Massachussetts, giraba incansablemente en la brisa. Dijo Hugh:

—Tu caballo no quiere beber, Yvonne, sino contemplar su imagen. Déjalo. No le jales el freno.

—No lo estoy haciendo. Yo también me di cuenta —dijo Yvonne con una leve sonrisa irónica.

Zigzaguearon despacio al atravesar el río; el perro, nadando como nutria, había llegado casi a la orilla opuesta. Hugh sintió que una interrogante flotaba en el ambiente.

—…eres nuestro huésped, ya lo sabes.

—‘Por favor’ —Hugh bajó la cabeza.

—…¿Quieres que cenemos fuera y que vayamos a Un cine? ¿O estás dispuesto a arriesgarte a la cocina de Concepta?

—¿Qué, qué? —por alguna razón, Hugh recordó su primera semana en la escuela de internos en Inglaterra, uña semana sin saber cómo comportarse ni qué contestar a las preguntas, semana en la que sólo lo empujaba la presión de una ignorancia compartida en salones repletos, actividades, maratones, hasta en aislamientos exclusivos, como cuando se encontró paseando a caballo con la esposa del director, recompensa, se le dijo, aunque nunca logró averiguar por qué causa se le premiaba—. No; creo que me repugnaría ir a un cine, muchas gracias —y se rió.

—Es un lugarcillo extraño… podrías encontrarlo divertido. Antes, pasaban noticieros viejos de hace dos años, y no creo que la situación haya cambiado. Y siempre vuelven y siguen volviendo las mismas películas. Cimarrón y los Buscadores de Oro de 1930 y ¡oh! el año pasado vimos un documental de viaje; Vengan a Andalucía, a manera de noticiero español.

—¡Vaya chiste! —dijo Hugh.

—Y la corriente siempre falla.

—Creo haber visto la película de Peter Lorre en algún lugar. Es un gran actor, pero la película es inmunda. Tu caballo no quiere beber, Yvonne. Se trata de un pianista que tiene un complejo de culpa porque cree que sus manos son las de un asesino o algo así, y constantemente se lava la sangre. Quizá sean en realidad las de un asesino, pero no lo recuerdo.

—Suena tétrico.

—Ya lo sé, pero no es así.

Como al otro lado del río los caballos quisieron beber, Hugh e Yvonne se detuvieron. Luego subieron por la orilla y tomaron el sendero. Ahora los setos eran más altos y espesos y en ellos se enrollaban los convólvulos. Por lo que a eso hacía, bien podían imaginar que estaban en Inglaterra, explorando alguna vereda poco conocida de Devon a Cheshire. Poco de cuanto les rodeaba contradecía esa impresión, salvo uno que otro cónclave de zopilotes aglomerados en la cima de un árbol. Después de subir la escarpada colina por un terreno selvático, el sendero se niveló. Pronto llegaron a espacios más abiertos y comenzaron a galopar. ¡Por Cristo, qué maravilloso era esto! o, mejor dicho, ¡por Cristo!, cómo quería Hugh dejarse engañar por todo esto, como tal vez debió desearlo Judas, pensó, y helo aquí de vuelta, ¡maldita sea! —si Judas tuvo alguna vez un caballo, o si se lo prestaron o, lo que es más probable, si lo robó, después de aquella ‘Madrugada’ de ‘Madrugadas’, arrepintiéndose entonces de haber devuelto las treinta monedas de plata —¿qué nos importa eso? haz lo que quieras, le habían dicho los ‘bastardos’— ahora que probablemente quería una copa, treinta copas (como probablemente las querría Geoffrey esta mañana) y tal vez aún así habría conseguido algunas a crédito, aspirando los buenos olores de cuero y sudor, oyendo el agradable repiqueteo de las herraduras del caballo y pensando: ¡cuán alegre podría ser todo esto, cabalgando así bajo el deslumbrante sol de Jerusalén! —y entregándose al olvido por un instante, de suerte que en verdad era algo gozoso— ¡qué espléndido podría ser todo si sólo no hubiera yo traicionado a aquel hombre por la noche, aunque sabía perfectamente bien que iba yo a hacerlo, qué bueno habría sido, sin embargo, sólo con que no hubiera ocurrido, sólo con que no fuera tan absolutamente necesario ir a ahorcarse!…

Y he aquí por cierto, una vez más, la tentación, la cobarde serpiente corruptora del futuro: aplástala, imbécil. Sé México. ¿No has atravesado el río? En nombre de Dios, ¡muere! Y Hugh cabalgó sobre una culebra muerta estampada en el camino como el cinturón en un pantalón de baño. O tal vez era un monstruo de Gila.

Emergieron en los linderos más remotos de lo que parecía un parque amplio y algo abandonado que se extendía cuesta abajo, a la derecha, o lo que antaño fuera un inmenso soto plantado con altos árboles majestuosos. Refrenaron sus cabalgaduras y Hugh, rezagado, siguió por un momento cabalgando solo… Los potros lo separaban de Yvonne, que miraba hacia adelante, al vacío, como insensible a cuanto les circundaba. La arboleda parecía irrigada por arroyos de riberas artificiales obstruidos por la hojarasca —aunque ciertamente no todos los árboles eran caducos y en la tierra había frecuentes charcos de negras sombras— y surcada de alamedas. En realidad su senda se convirtió en una de ellas. A la izquierda, se escuchó el sonido de una aguja de desvío; la estación no debía estar lejos, probablemente oculta tras aquel montículo por encima del cual cerníase un penacho de humo blanco. Pero los rieles del ferrocarril, que sobresalían en el terreno cubierto de maleza, brillaron a la derecha a través de los árboles; aparentemente, la vía daba un gran rodeo. Cabalgaron junto a una fuente seca, llena de ramas y hojas, que se encontraba bajo algunos escalones rotos. Hugh olfateó: un olor fuerte y crudo que al principio no pudo identificar, perfumaba la atmósfera. Entraban en el recinto indeterminado de lo que bien pudiera haber sido un castillo francés. El edificio, semioculto por los árboles, se alzaba al terminar la arboleda en una especie de patio, y cercábalo una hilera de cipreses que crecían tras de una alta muralla en la cual una imponente puerta se abría ante ambos. El polvo soplaba por la abertura. Cervecería Quauhnáhuac: leyó Hugh ahora las letras blancas, inscritas en el costado del castillo. Llamó a Yvonne agitando la mano para indicarle que se detuviese. Así pues, el castillo era una cervecería, aunque de tipo extrañísimo —de especie tal, que no se había decidido a ser un restaurante-cervecería al aire libre. Afuera, en el patio, dos o tres mesas redondas (qué, probablemente, habían sido colocadas allí para prestar servicio en las visitas ocasionales de «catadores» semioficiales), ennegrecidas y cubiertas de hojarasca, se hallaban bajo inmensos árboles que no eran lo bastante familiares para identificarlos como robles, ni tampoco extrañamente tropicales, y que acaso eran, en realidad, muy viejos, aunque poseían un aspecto indefinible de ser inmemoriales, de que hacía siglos los había plantado cuando menos un emperador, con azadilla de oro. Bajo estos árboles, donde se detuvo la cabalgata, jugaba una niña con un armadillo.

De la cervecería que, oblonga y entrecortada, tenía de cerca un aspecto diferente, y que además de emitir de pronto un clamor de molino, parecía serlo en realidad, y en la cual, semejantes a los rayos de las ruedas de molino revoloteaban y deslizábanse los del sol en el agua lanzada por una corriente cercana en donde se reflejaba la maquinaria misma, salió un hombrecillo extraño con aspecto de guardabosque, cubierto con una visera y trayendo dos tarros espumeantes de oscura cerveza alemana. No desmontaban aún cuando ya les tendía la cerveza.

—Dios mío, está helada —dijo Hugh—, pero exquisita. —La cerveza tenía un sabor penetrante, mitad metálico, mitad terroso, como arcilla destilada. Estaba tan fría, que bebería producía dolor.

—‘Buenos días, muchacha’ —Yvonne, tarro en mano, se agachó sonriendo a la niña del armadillo. El guardabosque desapareció para regresar a la maquinaria por una puertecilla que cerró, aislando así el clamor que de ella provenía, como pudiera haberlo hecho un ingeniero a bordo de un barco. La niña estaba en cuclillas abrazando al armadillo y miraba con aprensión al perro que, echado a distancia, seguía vigilando a los potros, los cuales inspeccionaban a su vez la parte posterior de la fábrica. Cada vez que el armadillo echaba a correr, como si rodase sobre diminutas ruedas, la niña lo atrapaba cogiéndolo por la larga cola en forma de látigo y lo ponía boca arriba. ¡Cuán sorprendentemente suave y desvalido parecía entonces! Luego enderezó una vez más al animal para volver a dejarlo escapar, acaso máquina destructora, que después de millones de años se veía reducida a este extremo—. ‘¿Cuánto?’ —preguntó Yvonne.

Atrapando otra vez el animal, la niña respondió con voz aguda:

—‘Cincuenta centavos’.

—No lo quieres realmente ¿verdad? —Hugh (al igual que el general Winfield Scott —pensó— después de surgir de las barrancas de Cerro Gordo) estaba sentado con una pierna echada sobre el pomo de la silla.

Yvonne asintió con la cabeza, en son de broma: —Me encantaría. Es lindísimo.

—No podrías hacer de él un animal doméstico. Tampoco lo logrará la chiquilla: por eso quiere venderlo —Hugh dio un sorbo a su cerveza—. Algo sé sobre armadillos.

—También yo —dijo Yvonne agitando la cabeza para burlarse y abriendo los ojos tan desmesuradamente como pudo—. ¡Todo!

—Entonces debes saber que si sueltas esa cosa en tu jardín, simplemente abrirá un túnel en la tierra y nunca volverá.

Yvonne seguía agitando la cabeza con gesto semiburlón y los ojos muy abiertos. —¿No es una preciosidad?

Hugh bajó la pierna y permaneció sentado con su tarro puesto sobre el pomo, contemplando al animal de nariz larga e inquieta, cola de iguana y vientre manchado e indefenso, juguete de niño marciano. —‘No, muchas gracias’ —dijo Hugh con firmeza a la niña que, indiferente, no se retiraba—. No sólo nunca regresará, Yvonne, sino que si tratas de detenerlo, luchará por arrastrarte a ti también al agujero —se volvió hacia ella con las cejas arqueadas y, durante un rato, se miraron en silencio—. Como tu amigo W. H. Hudson que, según creo, lo descubrió a costa propia —añadió Hugh. En algún lado a sus espaldas crujió, al caer, la hoja de un árbol, como repentina pisada. Hugh tomó un trago prolongado y refrescante—, Yvonne —dijo—, ¿te importaría si te preguntase sin rodeos si estás o no divorciada de Geoff?

Yvonne se atragantó con la cerveza; no sujetaba las riendas, enrolladas alrededor del pomo, y su caballo se sacudió de súbito hacia adelante y luego se detuvo antes de que Hugh tuviera tiempo de alcanzar la brida.

—¿Piensas volver con él, o qué? ¿Acaso ya volviste? —también la yegua de Hugh había dado un paso hacia adelante en señal de solidaridad—. Perdóname por ser tan brusco, pero me siento en una situación horriblemente falsa. Desearía saber con precisión cómo están las cosas.

—También yo —respondió Yvonne sin mirarlo.

—Entonces, ¿no sabes si te has divorciado o no de él?

—Oh, me he divorciado —contestó con tristeza.

—Pero ¿no sabes si has vuelto con él?

—Sí. No… Sí. He vuelto con él, eso es, eso es.

Hugh permaneció silencioso mientras caía otra hoja crujiendo, y quedaba suspendida en la maleza. —Entonces, ¿no sería mucho más sencillo para ti si me fuera inmediatamente —le preguntó con dulzura—, en vez de quedarme algún tiempo como pensaba?… De todos modos, tenía intención de ir a Oaxaca por uno o dos días…

Yvonne alzó la cabeza al oír la palabra Oaxaca. —Sí —dijo—, sí lo sería. Aunque, ¡oh, Hugh!, no quiero decirlo, sólo que…

—¿Sólo qué?

—Sólo que, por favor, no vayas a marcharte sin que lo hayamos discutido. Tengo tanto miedo.

Hugh pagó las cervezas que costaron sólo veinte centavos; treinta menos que el armadillo, pensó para sí. —¿O quieres otra? —tuvo que alzar la voz para cubrir el renovado clamor de la fábrica que repetía: mazmorras: mazmorras: mazmorras.

—No puedo terminar ésta. Acábatela tú.

Lentamente se puso en movimiento la caravana: salieron al patio, atravesaron la sólida puerta y salieron al camino que se extendía más allá. Como si fuese de común acuerdo, dieron vuelta a la derecha, alejándose de la estación del ferrocarril. Un ‘camión’, proveniente de la ciudad, se aproximaba a sus espaldas y Hugh refrenó el caballo junto a Yvonne mientras el perro pastoreaba a los potros para alinearlos en la zanja. El autobús, Tomalín: Zócalo, desapareció con estrépito al doblar una esquina.

—Es uno de los medios de ir a Parián —Yvonne apartó la cabeza para evitar el polvo.

—¿No era el autobús de Tomalín?

—Es igual; es el medio más fácil de llegar a Parián. Creo que hay uno que va directo, pero del otro extremo de la ciudad y por otro camino: el de Topalzanco.

—Parián parece tener algo siniestro.

—En realidad es un lugar aburridísimo. Claro está que es la antigua capital del estado. Y creo que hace años hubo allí un enorme monasterio. Algo como Oaxaca al respecto. Algunas de las tiendas y hasta las cantinas son parte de lo que antaño fue habitación de los monjes. Pero actualmente es una ruina.

—Me pregunto qué encuentra Weber allí —dijo Hugh. Quedaron atrás los cipreses y la fábrica. Al llegar de manera inesperada a un paso a desnivel, sin barrera, dieron vuelta a la derecha, tomando esta vez rumbo a la casa.

Continuaron de frente a lo largo de los rieles que Hugh había visto desde la arboleda y por los cuales siguieron casi en dirección opuesta al camino por donde habían venido. A cada lado se inclinaba un pequeño terraplén hasta llegar a una angosta zanja, más allá de la cual se extendía un terreno cubierto de maleza. Por encima de sus cabezas los alambres del telégrafo vibraban y gemían: ‘guitarra guitarra guitarra’, lo cual, tal vez era preferible a mazmorras. Los rieles —vía doble, aunque angosta— divagaban ahora alejándose sin razón de la arboleda y luego volvían a seguirla paralelamente. Poco más adelante, como para equilibrar la situación, tornaban a desviarse rumbo al soto. Pero en la distancia, se alejaban de nuevo, formando hacia la izquierda una curva de tales proporciones que era de esperarse lógicamente que volvería a entroncar con el camino a Tomalín. Esto era demasiado para los postes telegráficos que, erguidos y arrogantes, se sucedían en línea recta hasta perderse de vista.

Yvonne sonrió. —Te noto preocupado. En verdad, en esta vía hay un reportaje para tu Globe.

—No acabo de entender el porqué de esta maldita vía.

—La construyeron ustedes los ingleses. Sólo que se pagaba a la compañía por kilómetro.

Hugh se rió a carcajadas. —¿No querrás decir que fue construida de esta manera insensata para cobrar un kilómetro adicional, verdad?

—Es lo que dicen. Aunque no creo que sea verdad.

—Bien, bien. Estoy decepcionado. Creía que se trataba de algún delicioso capricho mexicano. Sin embargo, da que pensar.

—¿Del sistema capitalista? —y una vez más había un dejo de burla en la sonrisa de Yvonne.

—Recuerda más de un chiste del Punch… A propósito, ¿sabías que en Cachemira hay un lugar llamado Punch? (Yvonne murmuró algo, negando con la cabeza) —…Lo siento, me olvidé de lo que iba a decir.

—¿Qué piensas de Geoffrey? —Yvonne se decidió por fin a hacer la pregunta. Inclinada, apoyándose en el pomo de la silla, lo miraba de soslayo—. Hugh, dime la verdad. ¿Crees que haya alguna… vamos… esperanza para él? —las yeguas escogían delicadamente su ruta en este extraño sendero, los potros se habían alejado más que antes, y de vez en cuando se volvían para echar una mirada en la que solicitaban aprobación por su atrevimiento. El perro corría delante de los potros, aunque no dejaba de regresar periódicamente para cerciorarse de que todo estaba en orden. Atareado, olfateaba en busca de reptiles entre los rieles.

—¿Te refieres a su manera de beber?

—¿Crees que yo pueda hacer algo?

Hugh bajó la mirada para contemplar unas flores silvestres azules semejantes a nomeolvides que, de algún modo, habían encontrado lugar para crecer entre los durmientes de la vía. También estas inocentes tenían su problema: ¿qué oscuro sol horrendo es ese que ruge y fustiga nuestros párpados a cada minuto? ¿Minutos? Horas, era más probable. Tal vez hasta días: como los semáforos solitarios parecían estar alzados todo el tiempo, acaso resultara tristemente expedito hacer preguntas sobre los trenes. —Habrás oído hablar de su estricnina, como él la llama —dijo Hugh—. La cura de los periodistas. Pues bien, conseguí la mezcla gracias a una receta que me dio un tipo de Quauhnáhuac que te conoce a ti y a él.

—¿El doctor Guzmán?

—Sí. Creo que se llama Guzmán. Traté de convencerlo de que viera a Geoffrey. Pero se negó a perder el tiempo con él. Simplemente dijo que, según su leal saber y entender, no tenía nada ni nunca tuvo nada, salvo el no decidirse a dejar de beber. Creo que esto es bastante claro y me atrevo a pensar que pueda ser cierto.

Los rieles se hundieron en la maleza, que luego los cubrió, de suerte que ahora los terraplenes se hallaban a mayor altura.

—En cierto modo no es la bebida —dijo Yvonne de repente—. Pero, ¿por qué bebe?

—Tal vez ahora que has vuelto intempestivamente, deje de hacerlo.

—No pareces abrigar grandes esperanzas.

—Yvonne, escúchame. Es evidente que hay mil cosas que debemos decirnos y no habrá tiempo de que digamos gran parte de ellas. Es difícil saber por dónde comenzar. Estoy casi enteramente a ciegas. Ni siquiera estaba seguro de que te hubieras divorciado, sino hasta hace cinco minutos. No sé… —Dirigiéndose al caballo, Hugh hizo chasquear la lengua pero tiró de las riendas—. En cuanto a Geoff —prosiguió— no tengo ni la menor idea de lo que ha estado haciendo ni de cuánto ha bebido. De cualquier manera, no se sabe la mitad del tiempo cuándo está borracho.

—No podrías decir eso si fueras su esposa.

—Un momento… Mi actitud respecto a Geoffrey es la misma que adoptaría respecto a cualquier otro hermano escriba, con una curda de los veinte mil demonios. Pero mientras estaba en México me decía: ¿Cui bono? ¿Para qué? De nada serviría desintoxicarlo por uno o dos días. ¡Por Dios!, si nuestra civilización tornara a la sobriedad por un par de días, al tercero, moriría de remordimiento.

—¡Vaya consuelo! —dijo Yvonne—. Gracias.

—Además, al cabo de algún tiempo piensa uno que si alguien es capaz de soportar la bebida como él, ¿por qué no dejarlo beber? —Hugh se inclinó y acarició el caballo—. No, en serio, ¿por qué no se marchan? Fuera de México. No hay razón para que sigan aquí, ¿verdad? De todas maneras, Geoff detestaba el servicio consular —por un momento Hugh contempló a uno de los potros parado en lo alto del terraplén, cuya silueta se recortaba contra el fondo del cielo—. Dinero no les falta.

—Me perdonarás cuando te haya dicho esto, Hugh. No es porque no quisiera volver a verte. Pero traté de convencer a Geoffrey de que nos marcháramos esta mañana antes de tu regreso.

—Y fue inútil, ¿eh?

—Tal vez no hubiera resuelto nada, de cualquier modo. Ya intentamos antes ese irse y comenzar de nuevo desde el principio. Pero Geoffrey dijo algo esta mañana respecto a continuar su libro… Te juro que ignoro si sigue o no escribiendo; desde que lo conozco, no ha trabajado en él y nunca me ha dejado ver siquiera lo que ha hecho y, sin embargo, lleva consigo todos esos tomos de referencias… y yo pensaba que…

—Sí —dijo Hugh—. ¿Cuánto sabe en realidad de todos esos cuentos de alquimia y cábala? ¿Hasta qué punto le importan?

—Es precisamente lo que iba a preguntarte. Nunca he podido averiguarlo…

—¡Por Dios! No sé… —añadió Hugh saboreándose casi con fruición de usurero—, tal vez se dedique a la magia negra.

Yvonne sonrió distraída y con las riendas dio un leve golpe sobre el pomo. La vía quedó a descubierto y, otra vez, los terraplenes volvieron a caer oblicuamente. En las alturas navegaban formas escultóricas de nubes como ondulantes conceptos en el cerebro de Miguel Ángel. Desviándose de los rieles, uno de los potros erraba en la maleza. Hugh repitió el ritual del silbido, el potro se lanzó sobre el terraplén y el séquito, reintegrado una vez más, trotó con elegancia a lo largo del pequeño ferrocarril laberíntico y egoísta. —Hugh —dijo Yvonne—, al venir en el barco tuve una idea… No sé si… Siempre he soñado con tener una granja de veras, ¿sabes?, con vacas y puercos y pollos… y un establo rojo y silos y trigales y maizales.

—¡Cómo! ¿Sin gallinas de Guinea? En una o dos semanas hasta yo podría tener un sueño semejante —dijo Hugh—. ¿De dónde viene la idea de la granja?

—Bueno… pues Geoffrey y yo podríamos comprar una.

—¿Comprar una?

—¿Tan descabellado te parece?

—Supongo que no, pero ¿dónde? —como la pinta y media de fuerte cerveza que había bebido empezaba a surtir un efecto placentero, Hugh estalló de súbito en una carcajada que más pareció estornudo—. Lo siento —dijo—, no pude contenerme ante la imagen de un Geoff sobrio, cavando entre la alfalfa, vestido de mezclilla y con sombrero de paja.

—No por fuerza tendría que vivir sobrio. No soy un monstruo —también Yvonne reía, aunque sus ojos oscuros, que habían estado brillando, se tornaron distantes y opacos.

—Pero, ¿qué tal si Geoff detesta las granjas? A lo mejor lo enferma la simple vista de una vaca.

—Oh, no. En otras épocas hablábamos a menudo de tener una granja.

—¿Sabes algo de agricultura?

—No —de manera abrupta y deliciosa, Yvonne descartó la posibilidad, inclinándose para acariciar el cuello de su caballo—. Aunque me digo que podríamos contratar a un matrimonio que hubiera perdido su granja o algo así, para que administrara la nuestra, viviendo en ella al mismo tiempo.

—Nunca hubiera pensado que sería un buen momento histórico para comenzar prosperando como terrateniente, pero tal vez sea así. ¿Dónde estaría la granja?

—Bueno… ¿qué nos impediría ir al Canadá, por ejemplo?

—…¿Canadá?… ¿Hablas en serio? Bueno, ¿por qué no? pero…

—Perfectamente en serio.

Habían llegado hasta el sitio en que los rieles describían una amplia curva hacia la izquierda, y descendieron del terraplén. El bosque quedó atrás, pero a la derecha de ambos extendíase aún a lo lejos un espeso terreno selvático, en cuyo centro, en lo alto, se alzaba una vez más la señal casi amistosa de la atalaya de la cárcel. Por un instante pudo verse una vereda que seguía los linderos del bosque. Se acercaron a ella lentamente, siguiendo el curso de los empecinados postes telegráficos que murmuraban, y decidieron continuar por un arduo camino entre la maleza.

—Quiero decir, ¿por qué prefieres el Canadá a Honduras Británica? ¿O hasta Tristán da Cunha? Tal vez sean lugares un poco solitarios, aunque creo que son admirables para la higiene dental, según me han dicho. Además, está la isla de Gough, frente a Tristán. Deshabitada. No obstante, podrían colonizarla. O Sokotra, que producía incienso y mirra y donde los camellos trepaban como gamuzas… mi isla predilecta en el mar Arábigo —pero el tono de voz de Hugh, si bien divertido, no era del todo escéptico al bordar estas fantasías en parte para sí, ya que Yvonne cabalgaba por delante; era como si, después de todo, se aferrase al problema del Canadá, en tanto que hacía un esfuerzo simultáneo por presentar la situación como si para ella hubiese las más diversas soluciones extravagantes y aventuradas. Hugh le dio alcance.

—¿No te ha hablado Geoffrey en estos últimos tiempos de su gentil Siberia? —dijo Yvonne—. ¿No habrás olvidado que es dueño de una isla en Columbia Británica?

—¿En un lago, verdad? El lago Pineaus. Ya recuerdo. Pero allí no hay casa alguna, ¿o sí? Y el ganado no puede pacer con piñas de abeto y arcilla.

—No se trata de eso, Hugh.

—¿O te propones acampar en la isla y tener tu granja en otra parte?

—Hugh, escúchame…

—Pero supongamos que sólo pudieras comprar tu granja en algún lugar como Saskatchewan —objetó Hugh. Asaltó su memoria un verso idiota que coincidía con el ritmo de los cascos de los caballos:

Oh take me back to Poor Fish River,

Take me back to Onion Lake,

You can keep the Guadalquivir,

Como You May likewise take.

Take me back to dear old Horsefly,

Aneroid or Gravelburg…[9]

—En algún lugar con un nombre como Invención —prosiguió—. Debe haber un Embuste. De hecho hay un lugar como Embuste.

—Muy bien. Tal vez sea ridículo. ¡Pero por lo menos, es mejor que permanecer aquí sentados sin hacer nada! —casi llorando, irritada, Yvonne acicateó su caballo que comenzó a galopar con paso breve y salvaje, pero el terreno era demasiado áspero; Hugh tiró de las riendas al llegar junto a ella y ambos se detuvieron.

—Lo siento mucho; terriblemente —contrito, asió la rienda de Yvonne—. Estuve más imbécil y estúpido que de costumbre.

—Entonces, ¿ crees que sería una buena idea? —Yvonne se avispó un poco, logrando hasta producir una impresión burlona.

—¿Has estado en el Canadá? —le preguntó Hugh.

—Estuve en las Cataratas del Niágara.

Prosiguieron; Hugh seguía sujetándole la rienda.

—Yo nunca he estado en el Canadá. Pero en España, un tipo amigo mío, pescador franco-canadiense que estuvo con los Mac-Paps, me decía que es el lugar más extraordinario del mundo. Cuando menos la Columbia Británica.

—Es lo que también solía decir Geoffrey.

—Bueno, pero Geoffrey tiende a ser impreciso al respecto. Pero esto es lo que me dijo McGoff. Él era Picto. Supongamos que desembarcas en Vancouver, lo cual parece razonable. Hasta allí todo va bien. A McGoff no le importaba mucho el Vancouver actual. Según él, tiene cierto aspecto a lo Pago-Pago con mezcla de salchichas y puré de papa y generalmente un ambiente bastante puritano. Todos están profundamente dormidos, pero si picas a alguien, surgen de la madriguera agitando la bandera inglesa. Pero en cierto sentido, nadie vive allí. Es como si todos simplemente estuvieran sólo de paso. Minan el país y se largan. Hacen estallar la tierra en añicos, abaten los árboles y los mandan rodando cuesta abajo por el estuario de Burrard… En cuanto a la bebida, se la obstruye —Hugh rió entre dientes—, se la persigue por todos lados poniéndole trabas acaso favorables. No hay bares sino sólo cervecerías tan incómodas y heladas en las que sirven una cerveza tan débil, que ningún borrachín que se respete asomaría las narices por esos lugares. Tiene uno que beber en casa, y cuando se agota la provisión, hay que ir demasiado lejos para conseguir una botella.

—Pero… —y ambos reían.

—Pero un momento —Hugh levantó la mirada para contemplar el cielo de la Nueva España. Era un día semejante a un buen disco de Joe Venuti. Escuchó el zumbido débil, aunque continuo, de los postes telegráficos que cantaban en su propio corazón con su pinta y media de cerveza. En este preciso momento, lo mejor, lo más fácil y sencillo parecía ser la felicidad de estos dos seres en un país nuevo. Y lo que importaba parecía ser, probablemente, la rapidez con que actuaran. Hugh pensó en el Ebro. Así como era posible derrotar en sus primeros días una ofensiva meditada por largo tiempo en razón de eventualidades imprevistas a las que se había dado ocasión de madurar, de la misma manera algún movimiento desesperado y repentino podría triunfar precisamente por el número de posibilidades que destruía de un golpe…

—Lo que hay que hacer —prosiguió Hugh—, es salir de Vancouver lo antes posible. Irse a algún remoto villorrio de pescadores en una ensenada y comprar en seguida una choza en el mar para no tener que pagar sino los derechos de litoral de, digamos, cien dólares. Luego, pasar allí este invierno aproximadamente con sesenta dólares. Sin teléfono. Sin renta. Sin consulado. Apodérense de un pedazo de tierra ajena. Invoquen el espíritu de sus ancestros, los pioneros. Agua de pozo. Corten su propia leña. Después de todo, Geoff es más fuerte que un toro. Y tal vez pueda entonces sentarse a trabajar en su libro y tú volver a tus estrellas y al cambio de las estaciones; aunque a veces se puede nadar hasta en noviembre. Y aprendan a conocer gente auténtica: pescadores de red, antiguos constructores de barcos, cazadores de pieles, en suma, según McGoff, los últimos hombres libres que quedan en la tierra. Mientras tanto puedes hacer arreglos en tu isla y averiguar sobre tu granja, que durante todo ese tiempo se habrá constituido en un señuelo, si eres como pienso, y sigues deseándola…

—¡Oh, Hugh!

Era tal su entusiasmo, que Hugh casi sacudía el caballo de Yvonne. —Ya veo la choza. Se halla entre el bosque y el mar en lo alto de ásperos guijarros, tiene un embarcadero que baja al agua, ¿sabes?, cubierto de percebes y anémonas y estrellas de mar. Tendrán que atravesar el bosque para llegar a la tienda —Hugh contempló la tienda en su mente. El bosque estará empapado. Y a veces se desplomará con estrépito algún árbol. Y de cuando en cuando se levantará la niebla y esa niebla se congelará. Luego todo tu bosque se convertirá en un bosque de cristal. En las ramas crecerán como hojas los cristales de hielo. Y luego, en breve, verás el quitameriendas y entonces habrá llegado la primavera

Galopaban… La llanura plana y desnuda sustituía a la maleza y, ágiles, andaban a medio galope; por delante caracoleaban alegres los potros, cuando de repente el perro se convirtió en un vellón fugaz que agitaba las ancas, y en tanto que sus yeguas sin trabas y ondulantes llegaban casi imperceptiblemente a dar zancadas largas, Hugh se percató del sentido del cambio, del agudo placer elemental que se percibe a bordo de un barco cuando, al abandonar las aguas agitadas del estuario, se entrega al declive y al bamboleo de alta mar. Un lejano repique de campanas ascendente y descendente resonó en lontananza, como si volviera a sumirse en la sustancia misma del día. Judas había olvidado; mas no: en cierto modo, Judas había sido redimido.

Galopaban siguiendo el curso paralelo del camino desprovisto de setos y a ras de tierra; luego, el rítmico trueno de los golpes de los cascos tuvo de repente un sonido metálico y disperso: ya iban chasqueando por el camino mismo que se alejaba a la derecha rodeando el bosque en torno a una especie de saliente que se precipitaba en el llano.

—Ya estamos de regreso en la calle Nicaragua —exclamó Yvonne con alegría—, ¡casi!

Una vez más acercábanse a pleno galope al Malebolge, serpenteante barranca, aunque en un punto mucho más alejado de aquel por donde la habían atravesado; trotaron el uno junto a la otra sobre un puente bordeado por una valla blanca: luego, de súbito, se encontraron en las ruinas. Primero entró Yvonne. Las bestias parecieron obedecer menos a las riendas que a su propia decisión —acaso nostálgica, tal vez hasta obsequiosa— de detenerse. Desmontaron. Las ruinas ocupaban a la derecha un espacio considerable en la orilla del camino cubierto de hierba. Cerca de ambos se alzaba lo que antaño bien pudo haber sido una capilla cubierta de maleza que brotaba del suelo y sobre la cual brillaba aún el rocío. Por doquiera se esparcían los restos de un amplio porche de piedra con barandales bajos y derruidos. Hugh, que había perdido el rumbo, ató las yeguas en una columna rota color de roca que se alzaba distinguiéndose de toda aquella decrepitud: símbolo que, carente de significado, se desmoronaba.

—¿Qué es todo este ex-splendor? —dijo Hugh.

—El Palacio de Maximiliano. El de verano, creo. Pienso que todo aquel efecto selvático en el rumbo de la cervecería también formaba parte de sus dominios —Yvonne dio muestras, de pronto, de sentirse incómoda.

—¿No quieres detenerte aquí? —le preguntó Hugh.

—Sí. Es una buena idea. Me encantaría un cigarrillo —añadió Yvonne vacilando—. Pero tendremos que caminar un poco para llegar a la vista favorita de Carlota.

—La atalaya del emperador ha visto por cierto mejores días —enrollando un cigarrillo para Yvonne, Hugh contempló abstraído aquel sitio que parecía estar tan reconciliado con su propia ruina que no afloraba en él tristeza alguna; había aves encaramadas en las torres derruidas y en las ruinas de manipostería por donde trepaba el inevitable convólvulo azul; los potros, cerca de su perro guardián, pastaban humildemente en la capilla: no parecía arriesgado dejarlos…

—Maximiliano y Carlota, ¿eh? —dijo Hugh—. ¿Debió o no Juárez fusilar al buen hombre?

—Es una historia horriblemente trágica.

—Para acabar lo que tenía que hacer, también debió haber mandado fusilar al desgraciado de Díaz.

Llegaron a la cima y después de haberse vuelto, contemplaron el camino recorrido entre llanura, maleza, vías: el camino a Tomalín. Aquí soplaba un viento seco y perenne. Popocatépetl e Iztaccíhuatl se alzaban allá, al otro lado del valle, con suficiente paz; habían cesado los disparos. Hugh se sintió angustiado. Al venir a este país había acariciado con bastante seriedad la idea de escalar el Popo, tal vez hasta con Juan Cerillo…

—Allí está tu luna todavía —volvió a señalarla, fragmento arrancado a la noche por alguna tempestad cósmica.

—¿No eran maravillosos —dijo Yvonne— aquellos nombres que daban los antiguos astrónomos a los lugares de la luna?

—Pantano de Corrupción. Es el único que recuerdo.

—Mar de las Tinieblas… Mar de la Serenidad…

Permanecieron el uno junto a la otra, mudos; por encima de sus hombros el viento arrancaba el humo de los cigarrillos; también desde aquí el valle se asemejaba a un mar, mar galopante. Más allá del camino a Tomalín, el paisaje ondulaba y hacía restallar sus bárbaras olas de dunas y rocas en todas direcciones. Por encima de los contrafuertes de las montañas, enclavadas las cimas con abetos como botellas rotas que protegieran una barda, flotaba una blanca embestida de nubes que bien pudiera haber sido un grupo de rompientes suspendidos. Pero detrás de los volcanes Hugh podía ver que se acumulaban nubes de tempestad. «Sokotra», pensó, «mi isla misteriosa en el mar Arábigo, de donde provenían incienso y mirra, y adonde nadie ha llegado nunca».

Algo en la agreste fuerza de este paisaje, antaño campo de batalla, parecía gritarle —presencia nacida de aquel vigor cuyo grito reconoció todo su ser como algo familiar, lanzado al viento y por él devuelto (útil contraseña juvenil de valor y orgullo)— acaso apasionada afirmación (aunque casi siempre hipócrita) del alma (pensó) con su deseo de ser bueno, de hacer el bien, lo debido. Era como si ahora contemplase, más allá de esas extensas llanuras, allende los volcanes, el mismo océano ancho, azul y ondulante, sintiéndolo aún en su corazón, impaciencia ilimitada, inconmensurable anhelo.