V

Tras ellos caminaba el único ser viviente que compartiera su peregrinación: el perro. Y poco a poco llegaron al mar salobre. Luego, con almas bien disciplinadas llegaron a la región del norte y contemplaron, con corazones ansiosos de cielo, la imponente montaña Himavat… Lamida por el lago, en ella florecían los lirios, el cáñamo brotaba, las montañas resplandecían, las cascadas jugueteaban, la primavera era verde, blanca la nieve, azul el cielo, y los retoños de los frutos eran nubes: y él seguía sediento. Después, la nieve dejó de resplandecer; las flores de los árboles frutales convirtiéronse en nubes de mosquitos; el Himalaya se ocultó tras el polvo y él sintió más sed que nunca. Luego soplaba el lago, soplaba la nieve, soplaban las cascadas, soplaban los capullos de los frutos, soplaban las estaciones, soplaban alejándose, y él mismo se alejaba arrastrado por una tormenta de capullos, a las montañas en donde ahora caía la lluvia. Pero esta lluvia que ahora caía en las montañas no mitigaba su sed. Ni tampoco, después de todo, se hallaba en las montañas. Se encontraba entre el ganado, en un arroyo. Descansaba, con algunas jacas que, a su lado, metían las patas en frescos pantanos. Yacía boca abajo bebiendo de un lago en que se reflejaban cordilleras de albeantes cumbres, nubes que se amontonaban a una altura de ocho kilómetros detrás de la imponente montaña Himavat, cáñamos de color púrpura y un villorrio acurrucado entre las more ras. Y sin embargo, su sed seguía sin apagarse. Acaso porque estaba bebiendo, no agua, sino ingravidez y promesa de ingravidez —¿cómo era posible que bebiera la promesa de ingravidez? Acaso porque bebía, no agua, sino certidumbre de claridad— ¿cómo era posible que bebiera certidumbre de claridad? ¡Certidumbre de claridad, promesa de ingravidez, de luz, luz, luz y otra vez de luz, luz, luz!

…Estallando en su cráneo una inconcebible angustia de horripilante curda, y acompañado por una pantalla de demonios que, zumbando en sus oídos lo protegían, el Cónsul se percató de que en el terrible caso de ser observado por los vecinos, éstos difícilmente atribuirían a sus andanzas por el jardín algún inocente objetivo hortícola. Ni siquiera creerían que sólo paseaba. El Cónsul, despierto hacía uno o dos minutos en el porche, al acordarse súbitamente de todo, casi correteaba. También se bamboleaba. En vano procuró dominarse (haciendo extraordinarios esfuerzos por aparentar una indiferencia que dejara traslucir algo más que una insinuación de la majestad consular) hundiendo más hondamente las manos en los bolsillos, empapados de sudor, de sus pantalones de smoking. Y ahora, olvidándose del reumatismo, corría en verdad… ¿No podría entonces sospecharse en él, con razón, algún propósito más dramático, como el de haber asumido, por ejemplo, el impaciente coturno de un William Blackstone cuando abandonó a los puritanos para ir a morar entre los indios? ¿o el semblante desesperado de su amigo Wilson cuando con tanta majestad se separó de la Expedición de la Universidad y desapareció, también en pantalones de smoking, en las más recónditas selvas de Oceanía para nunca más volver? No, no era dable sospechar tales cosas con razón. Por lo pronto si continuara en su actual dirección hacia el fondo del jardín, una —para él inescalable— cerca de alambre, frustraría cualquier escapatoria al mundo de lo desconocido. —Con todo, no seas tan necio como para imaginar que careces de objetivo. Te lo advertimos, te lo dijimos, pero ahora que, a pesar de todas nuestras súplicas, te has metido en esta deplorable… —reconoció la voz de uno de sus familiares, débil entre otras voces mientras proseguía dando tumbos entre las metamorfosis de alucinaciones agonizantes y renacientes, como aquel que ignora que le han disparado por la espalda— …condición (prosiguió la voz con severidad): tienes que hacer algo para remediarla. Por lo tanto estamos guiándote hacia la realización de este algo. —No voy a beber —dijo el Cónsul parándose en seco—. ¿O sí? De cualquier modo, no será mezcal. —Claro que no, la botella está allí detrás de aquel arbusto. Recógela. —No puedo —objetó. —Está bien; tómate tan sólo un trago, sólo lo indispensable, el trago terapéutico: tal vez dos tragos. —¡Dios! —dijo el Cónsul—. ¡Ah! Bien. Dios. Cristo. —Y luego, podrás decir que no hay que tomarlo en cuenta. —No, en efecto. No es mezcal. —Claro que no; es tequila. Podrías echarte otro. —Gracias, así lo haré —tembloroso, volvió a llevar la botella a sus labios—. Arrobamiento. Jesús. Asilo en sagrado… Horror —añadió—. Detente. Deja esa botella, Geoffrey Firmin, ¿no ves el daño que te estás haciendo? —dijo otra voz a su oído, con tal fuerza, que tuvo que volverse. Ante sí, en la vereda, una pequeña serpiente que le pareció una rama, escurrióse entre los arbustos y el Cónsul permaneció por un momento observándola, fascinado, al través de sus gafas oscuras. Se trataba de una verdadera serpiente, no cabía duda. Y no es que le molestase algo tan simple como las serpientes, pensó con cierto orgullo, mirando de frente a los ojos de un perro. Era un perro callejero inquietantemente familiar. —‘¡Perro!’ —repitió sin que el can se moviera… ¿pero no había ocurrido este incidente, no estaba ocurriendo ahora como si fuera, por decirlo así, hacía una o dos horas?, pensó con rapidez. ¡Qué extraño! Mirando a su alrededor, dejó caer la botella de vidrio blanco corrugado (Tequila Añejo de Jalisco, se leía en la etiqueta) para hacerla desaparecer de su vista, entre la maleza. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. De cualquier modo, reptil y perro habían desaparecido. Y las voces se acallaron…

Ahora sentíase en condiciones de acariciar, por un minuto, la ilusión de que en realidad todo era «normal». Probablemente Yvonne dormía: no había por qué molestarla aún. Y gran suerte era el haber recordado la botella de tequila casi llena: ahora, antes de volver a ella tenía tiempo para acicalarse un poco, lo cual no le habría sido posible en el porche. En las actuales circunstancias, beber en el porche entrañaba demasiadas dificultades; era conveniente saber dónde echarse con tranquilidad un trago si lo deseaba, sin que lo molestasen, etc., etc… Todos estos pensamientos cruzaban por su mente —la cual, por decirlo así, asintiendo, solemne, los aceptaba con máxima seriedad— mientras permanecía contemplando el jardín. Por extraño que fuera, no le parecía tan «en ruinas» como antes. Hasta le prestaba cierto encanto adicional un caos semejante al que en él existía. Le agradaba la exuberancia sin retoques de la vegetación circundante. Mientras que, más lejos, los soberbios plátanos que florecían tan rotunda y obscenamente, los espléndidos jazmines trompeta, los perales valientes y obstinados, las papayas plantadas en torno a la alberca y más allá, el mismo bungalow blanco y de poca altura tapizado de buganvilias con su pórtico alargado como la cubierta de un barco, producían positivamente una visión de orden, una visión que, no obstante, se desvanecía en este momento para convertirse, de manera inadvertida, mientras él se volvía por accidente, en una vista subacuática dé las llanuras y los volcanes con un sol color añil que ardía con matices múltiples al sudsudeste. ¿O era acaso en el nornoroeste? Contempló todo sin tristeza, hasta con cierto éxtasis, mientras encendía un cigarrillo, un Alas (aunque repitió mecánicamente en voz alta la palabra «Alas»), y luego, brotando de su frente como agua un sudor alcohólico, empezó a caminar por la vereda que llevaba a la valla medianera entre el jardín y el parque público que, más allá, truncaba su propiedad.

En este jardín, que no había vuelto a ver desde la llegada de Hugh (cuando ocultó la botella) y el cual parecía cuidado con amor y esmero, existían por el momento algunas pruebas de trabajos inconclusos: herramientas, inusitadas herramientas —un criminal machete, un rastrillo de forma extraña, que, en cierta manera, empalaba la mente con sus puntas retorcidas y brillantes bajo la luz del sol— se hallaban reclinadas en la valla, así como algo más: un letrero recién arrancado, o tal vez nuevo, cuya faz pálida y oblonga le miraba al través del alambrado. ¿Le gusta ese jardín? preguntaba…

‘¿LE GUSTA ESTE JARDÍN?

¿QUE ES SUYO?

¡EVITE QUE SUS HIJOS LO DESTRUYAN!’

Inmóvil, el Cónsul contempló las letras negras del cartel. ¿Le gusta este jardín? ¿Por qué es suyo? ¡Expulsamos a quienes destruyan! Palabras simples, simples y terribles palabras, palabras que llegaban hasta el fondo del ser, palabras que, a pesar de que eran quizás un juicio final sobre alguien, no producían, sin embargo, emoción alguna, salvo acaso una agonía descolorida, fría, blanca; agonía tan helada como aquel helado mezcal que bebiera en el Hotel Canadá la mañana en que Yvonne se marchó.

No obstante, ahora volvía a beber tequila, sin tener una idea muy exacta de cómo había regresado con tanta rapidez ni de cómo había encontrado la botella. ¡Ah, la sutil fragancia de alquitrán y broma! Sin importarle ahora que le viesen bebió intensamente a tragos largos y después se paró, y en efecto lo había observado su vecino, el señor Quincey, que a la izquierda, más allá de las zarzas, regaba las flores a la sombra de la valla medianera —se paró una vez más frente a su bungalow. Sintióse acorralado. Se había desvanecido la pequeña visión deshonesta del orden. Sobre su casa, por encima de los fantasmas del abandono que ahora rehusaban disfrazarse, cerníanse las alas de insostenibles responsabilidades. A su espalda, en el otro jardín, su destino repetía con dulzura: —¿Por qué es tuyo?… ¿Te gusta este jardín?… ¡Expulsamos a quienes destruyan! —tal vez el letrero no quería decir exactamente eso— porque el alcohol a veces afectaba en sentido contrario el español del Cónsul (o quizás el letrero mismo, inscrito por algún azteca, no estaba correcto) pero casi era eso. Tomando de pronto una decisión, volvió a dejar caer el tequila en la maleza y regresó rumbo al parque público, esforzándose al caminar por aparentar que su paso era firme.

Y no es que tuviera intenciones de cerciorarse de las palabras del letrero, que ciertamente parecía tener más signos de interrogación de los debidos; no, lo que deseaba, y ahora lo veía con meridiana claridad, era hablar con alguien: le era indispensable: pero era, simplemente, algo más; lo que quería implicaba algo así como asir en este momento una oportunidad brillante o, más precisamente, tener una oportunidad de ser brillante, oportunidad excluida por la aparición, entre las zarzas, del señor Quincey ahora a su derecha, a quien debía rodear para llegar hasta el punto en que se hallaba. Y a pesar de ello, esta oportunidad de brillar se convertía a su vez en algo más parecido a otra cosa: en la oportunidad de ser admirado; hasta (y podía cuando menos agradecer al tequila tal honestidad, por breve que fuese su duración) de ser amado. Amado precisamente por lo que constituía una nueva interrogante: y ya que se había hecho la pregunta podía contestarla: amado por su aspecto temerario e irresponsable, o más bien por el hecho de que bajo aquella apariencia arde obviamente la llama del genio que, de manera no tan obvia, no es mi genio sino, por extraordinario fenómeno, el de mi bueno y viejo amigo Abraham Taskerson, gran poeta, que alguna vez habló con tanto ardor de mis posibilidades de joven.

Y lo que entonces deseaba ¡ah entonces! (había dado vuelta a la derecha sin mirar el letrero y continuaba su camino siguiendo la cerca de alambre), lo que entonces deseaba, pensó mirando anhelante hacia la planicie —y podría jurar en este momento que una figura cuyo atuendo, sin embargo, no pudo distinguir en detalle antes de que desapareciera, vestía algo luctuoso, permaneció con la cabeza inclinada, en actitud de máxima angustia, cerca del centro del jardín público— lo que deseas pues, Geoffrey Firmin, aunque sea sólo para que te sirva como antídoto de tus alucinaciones cotidianas, es ¡vamos, hombre! nada menos que beber todo el día, cuando las nubes te vuelvan a invitar a que lo hagas; y sin embargo, no del todo; no simplemente deseas beber, sino beber en un lugar especial de un pueblo en especial.

¡Parián!… Era un nombre que sugería los mármoles antiguos y las Cícladas barridas por los vendavales. ¡Cómo le llamaba el Farolito en Parián, con sus sombrías voces de la noche de la madrugada! Pero el Cónsul (que de nuevo dio vuelta a la derecha, dejando tras sí la cerca de alambre se percató de no estar lo bastante borracho para sobreestimar sus posibilidades de llegar hasta allá; el día brindaba demasiadas… ¡trampas! Era la palabra exacta… Estuvo a punto de caer en la barranca, merced a la cual, en una sección no resguardada de esta orilla —en este punto, el precipicio describía una curva muy cerrada hacia el camino de Alcapancingo, para volver a serpear allá abajo y seguir así la misma dirección, seccionando el jardín público— se acrecentaba su propiedad en este entronque con un quinto lado de minúsculas dimensiones. Se detuvo y, envalentonado por el tequila, asomóse por encima de la orilla. ¡Ah, la espantosa sima, el eterno horror de los contrarios! ¡Tú, abismo inmenso, insaciable glotón, no hagas mofa de mí aunque parezca que ansío caer entre tus fauces! Para esto, siempre se tropezaba uno con esta porquería, con este cachivache inmenso e intrincado que dividía la ciudad en dos y continuaba a lo largo de todo el país, en ciertos lugares simple desfiladero de unos setenta metros que se desplomaba en lo que parecía ser un riachuelo rústico durante la temporada de lluvias; pero que, ahora mismo, aunque no podía verse el fondo, tal vez volvía a asumir sus proporciones de Tártaro universal además de letrina gigantesca. Aquí no era, tal vez, tan horripilante: hasta se podría descender por él, si así se deseaba, por pequeños tramos, claro está, y echándose uno que otro farolazo de tequila en el camino, para visitar al Prometeo de las cloacas, que de seguro allí habitaba. El Cónsul prosiguió su camino con paso más lento. Llegó hasta donde volvía a encontrarse a la vez frente a frente con su casa y con el sendero que rodeaba el jardín del señor Quincey. A su izquierda, más allá de la valla medianera que ahora estaba a su alcance, los verdes céspedes del norteamericano, que regaban innumerables manguerillas silbantes, descendían siguiendo el curso paralelo de las zarzas. Ni tampoco césped inglés alguno podría parecer más suave y encantador. Abrumado súbitamente por sus sentimientos, así como por un violento ataque de hipo, el Cónsul se ocultó tras un nudoso árbol frutal cuyas raíces estaban del lado en que él se hallaba, pero cuyos vestigios de sombra caían del otro lado, y, conteniendo la respiración, reclinóse en él. De esta extraña manera imaginó escapar a la vista del señor Quincey que trabajaba un poco más lejos, pero pronto se olvidó de su vecino al quedar en espasmódica admiración ante su jardín… ¿Acontecería al fin y al cabo, y sería ésa la salvación, que el viejo Popeye llegase a parecer menos deseable que un montón de basura en Chesterle-Street, y que aquella grandiosa perspectiva johnsoniana, el camino a Inglaterra, se volviera a extender en el Océano Atlántico de su alma? ¡Y qué insólito sería! ¡Qué extraño sería el desembarco en Liverpool, volver a ver el edificio Liver al través de la lluviecilla brumosa, y aquella lobreguez que ya olía a cebaderas y a cerveza Caegwyrle: los habituales barcos de carga, bien sumidos en el agua, con mástiles armónicamente distribuidos, que, severos, seguían haciéndose a la mar con la marea, mundos de acero que ocultaban sus tripulaciones de las mujeres que, llorosas y con las cabezas cubiertas por negros chales, permanecían en los muelles: Liverpool, de donde zarparon tan a menudo durante la guerra, bajo órdenes selladas, aquellos barcos trampa, cazadores de submarinos, cargueros simulados que en un abrir y cerrar de ojos podían convertirse en almenados navíos de guerra, peligro anticuado para los submarinos, hocicones viajeros del inundo inconsciente de la mar…

—¿El doctor Livingstone, supongo?

—Hic —repitió el Cónsul desconcertado por el prematuro redescubrimiento, a distancia tan corta, de la figura alta, inmaculada, ligeramente cargada de espaldas, con camisa kaki y pantalones de franela gris, con sandalias, de pelo canoso, completa, digna, propicia para anuncios de alguna agua mineral, que llevaba una regadera y lo contemplaba con repugnancia al través de un par de gafas con montura de carey desde el otro lado de la valla—. ¡Ah, buenos días, Quincey!

—¿Qué tienen de buenos? —preguntó con desconfianza el no-galero jubilado, prosiguiendo su labor de regar aquellos macizos de flores fuera del alcance de las mangueras que giraban sin cesar.

El Cónsul hizo un ademán en dirección de las zarzas y acaso inconscientemente hacia su botella de tequila. —Lo vi desde allá… Iba a inspeccionar mi selva, ¿sabe?

—¿Iba a qué? —el señor Quincey lo observó por encima de la regadera, como si quisiera decir: ¡Lo he visto todo; lo sé todo porque soy Dios, y aun cuando Dios era mucho mayor que usted, se levantaba, sin embargo, a estas horas y luchaba contra eso, si era necesario, mientras que usted ignora si está despierto todavía o no, y aunque se haya desvelado toda la noche no está luchando para nada, como sí lo haría yo, de la misma manera en que estaría dispuesto a luchar contra cualquier cosa o contra cualquier persona a la menor provocación!

—Y me temo que sea en verdad una selva —continuó el Cónsul—; de hecho, espero que de un momento a otro salga de ella Rousseau cabalgando un tigre.

—¿Cómo dice? —respondió el señor Quincey, frunciendo el ceño como si hubiera querido decir: Y Dios nunca bebe tampoco antes del desayuno.

—Cabalgando un tigre —repitió el Cónsul.

Quedóse el otro observándole un momento Con la mirada sardónica del mundo material. —Era de esperarse —respondió acremente—. Hartos tigres. Hartos elefantes también… ¿Podría pedirle que la próxima vez que inspeccione su selva y tenga deseos de vomitar, lo haga en su lado de la cerca?

—Hic —respondió con sencillez el Cónsul—. Hic —gruñó, riéndose, y tratando de sorprenderse a sí mismo, se dio un fuerte golpe a la altura de los riñones (remedio que, por extraño que resultara, pareció surtir efecto)—. Siento haberle dado esa impresión, sólo es este maldito hipo…

—Así lo veo —dijo el señor Quincey, y quizá también él echó una sutil mirada al escondrijo de la botella de tequila.

—Y lo gracioso es —interrumpió el Cónsul—, que en toda la noche apenas tomé otra cosa que no fuera agua de Tehuacán… A propósito, ¿cómo hizo usted para lograr sobrevivir al baile?

El señor Quincey lo miró indiferente y comenzó a llenar de nuevo su regadera con el agua de una llave cercana.

—Sólo Tehuacán —continuó el Cónsul—, y un poco de gaseosa. Con lo cual debiera acordarse de sus buenos manantiales de soda ¿eh?… ¡ji-ji!… sí, he abandonado el alcohol en estos días.

El otro reasumió el riego, recorriendo, severo, la valla, y el Cónsul, sin lamentarse por tener que dejar el árbol frutal, en el que no había notado adherida la siniestra caparazón de un saltamontes de siete años, lo siguió paso a paso.

—Sí; ahora no bebo sino agua —comentó—, por si lo ignora.

—Yo diría que va a morir ahogado, Firmin —masculló con impertinencia el señor Quincey.

—A propósito, vi una de esas culebrillas hace un momento —dijo el Cónsul. El señor Quincey tosió o gruñó, pero no dijo nada.

—Y me hizo pensar… Sabe, Quincey, a menudo me pregunto si no hay en la antigua leyenda del Jardín del Paraíso, etc., algo más de lo que salta a la vista. ¿Qué tal si Adán no hubiera sido expulsado de aquel lugar? Es decir, en el sentido de que lo comprendemos… —el nogalero había levantado la vista y lo examinaba con mirada firme que, no obstante, parecía dirigirse a un punto algo más abajo del diafragma del Cónsul—. ¿Qué tal si su castigo consistiera en realidad —continuó acalorado—, en tener que seguir viviendo allí, solitario, claro está, sufriendo inadvertido, aislado de Dios?… ¿O tal vez —añadió de mejor talante—, tal vez Adán fue el primer latifundista, y Dios, de hecho, el primer agrarista, una especie de Cárdenas,… ji-ji… lo sacó a patadas? ¿Eh? Sí —y el Cónsul rió entre dientes, consciente, además, de que todo esto no resultaba tan divertido en las actuales circunstancias históricas—, porque es evidente para todo el mundo hoy en día, ¿no lo cree usted así, Quincey?, que el pecado original consistió en ser titular de una propiedad…

El nogalero asintió moviendo la cabeza, con gesto casi imperceptible, aunque no parecía estar del todo de acuerdo; su ojo realpolitik seguía concentrado en aquel mundo bajo el diafragma del Cónsul quien, al bajar la vista, descubrió que su bragueta estaba abierta. ¡Licentia vatum, en verdad! —Discúlpeme. J’adoube —dijo y mientras se abrochaba continuó riendo, y volvió a su primer tema, sin que, por alguna causa misteriosa, perdiera el aplomo por su descuido—. Sí, por cierto… Sí. ¡Y claro está que la verdadera razón de aquel castigo, es decir, verse forzado a seguir viviendo en el Paraíso, puede haber sido que el pobre diablo ¿quién sabe? aborreciera en secreto aquel lugar! Que lisa y llanamente lo aborreciera y siempre lo hubiese aborrecido. Y que el Viejo lo descubriera

—¿Me lo imaginé, o vi a su esposa allá arriba hace un rato? —preguntó, paciente, Quincey.

—…¡y no en balde! ¡Al carajo con el lugarcito! ¡Imagínese todos los alacranes y hormigas cortahojas… para no mencionar sino unas cuantas de las abominaciones que tuvo que soportar! ¿Qué? —exclamó el Cónsul, en tanto que el otro repetía su pregunta—. ¿En el jardín? Sí; es decir, no. ¿Cómo lo sabe? Que yo sepa, está profundamente dormida…

—¿Estuvo ausente bastante tiempo, verdad? —preguntó el otro con suavidad, asomándose para ver más claramente el bungalow del Cónsul—. ¿Su hermano sigue aquí?

—¿Hermano? ¡Oh! ¿quiere decir, Hugh?… No, está en México.

—Creo que acabará por descubrir que ya regresó.

El Cónsul se volvió para mirar también su casa.

—¡Hic! —repitió, breve y receloso.

—Creo que salió con su hermano —añadió el nogalero.

—Hola-hola-mira-quién-viene-hola-mi-mosquita-muerta-mi-angustia-minúscula-in-herba… —en estos momentos, el Cónsul, volviendo a olvidar al dueño del gato, saludó al animal mientras éste, gris y meditabundo, con una cola tan larga que la arrastraba por el suelo, avanzaba con paso majestuoso entre las cinias; el Cónsul se puso en cuclillas y comenzó a golpearse los muslos— hola-bicho-mi-Priapibichito, mi Edipichibichito —y al reconocer a un amigo, emitiendo un maullido de placer, el gato giró en torno de la cerca restregándose contra las piernas del Cónsul, ronroneando—. Mi Xicotengatito —alzóse el Cónsul. Silbó dos veces mientras que, a sus pies, el gato meneaba las orejas—. Cree que soy un árbol con un pájaro encaramado —añadió.

—No me extrañaría —replicó el señor Quincey, volviendo a llenar su regadera en la llave.

—Animales que no pueden comerse y que se tienen sólo por gusto, curiosidad o capricho… ¿eh?… según decía William Blackstone… ¡habrá oído hablar de él, por supuesto!… —en cierta forma, el Cónsul estaba en cuclillas, dirigiéndose en parte al gato, en parte al nogalero que se había detenido para encender un cigarrillo—. ¿O se trataba de otro William Blakstone? —ahora hablaba directamente al señor Quincey, que no prestaba atención—. Es un personaje que siempre me ha gustado. Creo que era William Blackstone. O bien Abraham… De cualquier manera, un buen día llegó a lo que es hoy, según creo… pero no importa, algún lugar de Massachusetts. Y vivió allí tranquilamente entre los indios. Al cabo de algún tiempo, los puritanos se establecieron en la otra margen del río. Lo invitaron a que se les uniera; decían que era más salubre la otra orilla, ¿sabe? ¡Ah, la gente!, ¡esa gente con ideas! —dijo al gato—, el viejo William no sentía simpatía por ellos… no, no la sentía… así es que regresó a vivir entre los indios, ¡palabra! Después desapareció por completo, ¡Dios sabrá dónde!… Ahora bien, gatito —el Cónsul se golpeó el pecho con gesto significativo, y el gato, inflando la cara, arqueado el cuerpo, retrocedió—, los indios están aquí.

—Ya lo creo que están —suspiró el señor Quincey con tono algo parecido al de un exacerbado sargento primero—, junto con todas aquellas serpientes y elefantes color de rosa y esos tigres de que hablaba.

El Cónsul estalló en carcajadas desprovistas de humor, como si aquella parte de su alma consciente de que todo esto era en esencia la parodia de un gran hombre, antaño amigo suyo, supiese asimismo cuán vacua era la satisfacción que le producía toda esta comedia. —No indios de veras. Y no quise decir en el jardín, sino aquí —y volvió a golpearse el pecho—. Sí; justamente la última frontera de lo consciente, eso es todo. El genio, según me gusta repetirse —añadió mientras se levantaba, arreglaba su corbata y, sin pensar más en ella, alzaba los hombros como para marcharse con una determinación (tomada esta vez de la misma fuente de donde provenían el genio y su interés por los gatos) que le abandonó con la misma celeridad con que la había asumido— …el genio se las arreglará solo.

En algún lugar distante repicaba un reloj; el Cónsul permaneció inmóvil donde estaba. —¡Oh, Yvonne! ¿Puedo haberte olvidado ya en este día especial? —diecinueve, veinte, veintiún campanadas. Según su reloj eran las once menos cuarto. Pero no había terminado la campana: repicó dos veces más; dos notas ásperas, trágicas: bing-bong: vibrantes. El vacío del aire se pobló de murmullos: ¡ay-las! ¡ay-las! Significaba Alas, en realidad.

—¿Por dónde anda su amigo en estos días? Nunca puedo recordar su nombre… ¿Aquel tipo francés? —acababa de preguntarle hacía un momento el señor Quincey.

—¿Laruelle? —la voz del Cónsul llegó de muy lejos. Sintió un vértigo y cerrando los ojos con hastío, se asió de la cerca para detenerse. Las palabras del señor Quincey tocaron su conciencia (o de hecho alguien tocaba a una puerta) se apagaron, volvieron a golpear con mayor fuerza. El viejo De Quincey; los toques del portón de Macbeth. Toc, toc: ¿quién es? Gato. ¿Gato qué? Gatoástrofe. ¿Gatoástrofe qué? Gatastrofísico. ¡Cómo! ¿Eres tú, mi popogato? ¡Espera tan sólo una eternidad hasta que Jacques y yo hayamos acabado de asesinar al sueño! Gatábasis a gat-abismos. Gatartis atratus… Por cierto, debió suponerlo, era éste el último momento de la retirada del corazón humano y del ingreso final de lo demoníaco, de la noche aislada, al igual que el verdadero De Quincey —auténtico opiómano, pensó al abrir los ojos y descubrir que miraba directamente hacia donde estaba la botella de tequila— imaginaba el crimen de Duncan y los demás, aislados, ensimismados en profundo síncope y suspensión de la pasión terrenal… Pero, ¿adonde se había ido Quincey? Y ¡Dios mío! ¿quién era este que se acercaba a su rescate, oculto tras el diario matutino y atravesando el césped en donde, como por obra de magia, habían dejado de chorrear las mangueras, sino el mismo doctor Guzmán?

Si no el doctor Guzmán, si no Guzmán, si no era él, no podía ser, pero era, era ciertamente ni más ni menos la silueta de su compañero de la noche anterior: el doctor Vigil; ¿y qué diablos andaría haciendo por aquí? A medida que la figura se aproximaba, el Cónsul sintió una creciente inquietud. Sin duda alguna Quincey era paciente suyo. Pero, en tal caso, ¿por qué no estaba el médico en la casa? ¿Para qué este merodeo por el jardín? Sólo podía significar una cosa: la visita de Vigil había sido, en cierto modo, planeada para coincidir con su propia probable visita al tequila (aunque los había embaucado de lo lindo tanto al uno como al otro), con el fin, claro está, de espiarlo, de obtener alguna información sobre él, alguna pista cuya índole —era muy factible— pudiera encontrarse en las páginas de este diario acusador: «Se volverá a abrir el antiguo caso del Samaritan; créese que el Comandante Firmin se halla en México». «Firmin, declarado culpable, es absuelto y llora en el banquillo». «Firmin inocente, pero lleva sobre los hombros las culpas del mundo entero». «El cuerpo de Firmin, ebrio, descubierto en un bunker». Titulares de semejantes monstruosidades formáronse instantáneamente en la imaginación del Cónsul, porque lo que el doctor leía no era sólo El Universal; era su destino; pero las criaturas de su conciencia más próxima no podían ser negadas y parecían también acompañar en silencio a aquel diario matutino, haciéndose a un lado (cuando el doctor se detuvo para mirar a su alrededor) desviando las caras, escuchando y murmurando ahora: No puedes mentirnos a nosotros. Sabemos lo que hiciste anoche. Pero ¿qué había hecho? Con toda claridad volvió a ver (mientras que el doctor Vigil, al reconocerlo, aceleraba el paso, cerrando su periódico y acercándosele) volvió a ver el consultorio del doctor en la Avenida Revolución, en donde, por algún ebrio motivo lo visitó a hora temprana, macabro, con sus cuadros de antiguos cirujanos españoles de rostros cabrunos que, extraños, surgían de gorgueras con aspecto de ectoplasma y desternillábanse de risa ejecutando sus operaciones inquisitoriales; pero ya que recordaba todo esto como un mero trasfondo intenso, aislado del todo de su propia actividad, y puesto que era casi todo lo que recordaba, apenas podía hallar consuelo al no parecer participar en todo aquello, y sin desempeñar algún papel alevoso. Cuando menos, no tanto consuelo como el que le había dado la sonrisa de Vigil, ni casi tanto como el que sintió cuando el médico, al ocupar el espacio que un momento antes abandonara el nogalero, se detuvo y, de repente, le hizo una profunda reverencia doblándose sobre la cintura; en silencio, inclinóse una, dos, tres veces, pero dándole así la enorme seguridad de que, después de todo, no había cometido crimen alguno de gran magnitud durante la noche anterior, por lo cual seguía siendo digno de respeto.

Luego, ambos gimieron al unísono.

—¿Qué t…? —comenzó a decir el Cónsul.

—‘Por favor’ —interrumpió el otro con voz ronca y llevando a sus labios un dedo cuidadosamente manicurado, aunque tembloroso, y recorriendo con mirada ligeramente inquieta el jardín.

El Cónsul asintió con la cabeza. —Por supuesto. Se ve tan fresco que estoy seguro de que usted no pudo estar en el baile ayer por la noche —añadió en voz alta y con lealtad, siguiendo la mirada de Vigil, aunque Quincey, que después de todo no podía estar tan orondo, seguía brillando por su ausencia. Acaso estaba cerrando la llave central de las mangueras, y qué absurdo había sido sospechar un «plan» cuando de manera tan clara se trataba de una visita informal y casualmente el doctor acababa de ver a Quincey trabajando en el jardín desde la calzada. Bajó la voz—. De cualquier modo, ¿puedo aprovechar esta oportunidad para consultarle sobre lo que debe hacerse en un caso leve de katzenjammer?

El médico volvió a echar una mirada inquieta hacia el jardín y comenzó a reír con discreción, aunque todo su cuerpo se cimbraba de gozo: sus dientes blancos brillaban con el sol y hasta su inmaculado traje azul parecía reír. —Señor —comenzó y, como niño, interrumpió su risa mordiéndose los labios con los dientes frontales—. Señor Firmin, por favor, lo siento, pero aquí debo comportarme como —volvió a mirar en torno suyo a la vez que aguantaba la respiración—, como un apóstol. Lo que usted quiere decir, señor —prosiguió con más tranquilidad—, es que se siente admirablemente esta mañana, como gato en llamas.

—No del todo —dijo el Cónsul en voz baja, como antes, y a su vez miró con desconfianza en otra dirección, hacia algunos magueyes que crecían más allá de la barranca como batallón que trepara una colina bajo fuego de ametralladora—. Tal vez sea una exageración. Para expresarlo en términos más sencillos, ¿qué haría usted en un caso de delirium tremens crónico, dirigido, sistemático e ineluctable?

Sobresaltóse el doctor Vigil. Una sonrisa medio juguetona se dibujó en las comisuras de sus labios mientras que, con mano más bien temblorosa, lograba enrollar el periódico hasta darle la forma perfecta de un tubo cilíndrico. —No quiere usted decir gatos… —dijo, y describió con una mano, ante sus ojos, un gesto ágil, circular, ondulante y rastrero—, sino más bien…

El Cónsul asintió jubiloso. Porque su mente se había tranquilizado. Había echado una ojeada a aquellos titulares matutinos que parecían tratar exclusivamente de la enfermedad del Papa y la batalla del Ebro.

—…progresión —con ojos cerrados repitió el doctor su gesto con mayor lentitud, sus dedos se arrastraban separados, encorvados como garras, y agitaba con un movimiento idiota la cabeza—. …‘a ratos’ y dio un zarpazo. — —dijo, frunciendo los labios y golpeándose la frente en señal de fingido horror—. Sí —repitió—. Terriblemente… Tal vez lo mejor sea más alcohol —y sonrió.

—Su médico me dice que en mi caso el delirium tremens puede no ser fatal —informó ¡al fin! triunfante, el Cónsul al señor Quincey, que en ese preciso instante se acercaba.

Y al momento siguiente (aunque no antes de que hubiera entre él y el doctor un cambio de señas apenas perceptible: minúscula torcedura simbólica de la muñeca hacia los labios, por parte del Cónsul, mientras levantaba la vista hacia su bungalow, en tanto que, por parte de Vigil, fue un ligero golpeteo producido por el movimiento de los brazos que aparentemente se extendían en el acto de estirarse, lo cual significaba en el oscuro idioma sólo conocido por los iniciados de la Gran Hermandad del Alcohol: —Sube a echarte un trago cuando hayas terminado. —No debería, porque si lo hiciera me echaría a ‘volar’, aunque pensándolo bien, tal vez vaya…) le pareció beber de nuevo de la botella de tequila. Y, al cabo de otro instante, tuvo la impresión de flotar lento y poderoso entre los rayos del sol, rumbo al bungalow mismo. Acompañado por el gato de Quincey, que en el camino seguía a algún insecto, flotaba el Cónsul en un resplandor ambarino. Más allá de la casa en donde los problemas que le esperaban estaban a punto ya de encontrar enérgica solución, el día se dilataba ante él como ilimitable y maravilloso desierto ondulante al que se iba, aunque en medio de delicias, a hallar la perdición; perderse, pero no tan enteramente como para no poder encontrar los raros charcos necesarios, o los esparcidos oasis de tequila en los que ingeniosos legionarios de la condenación, incapaces de comprender palabra alguna de cuantas dijese, agitando la mano, le animarían a seguir, a pesar de estar ahogado, hacia aquel glorioso Parián, yermo donde el hombre jamás tenía sed y hacia el cual sentíase ahora hermosamente arrastrado por efímeros espejismos, más allá de los esqueletos como alambres congelados y de los leones que merodean meditabundos, hacia el ineluctable desastre personal, siempre, por supuesto, en medio de delicias; podría ocurrir, después de todo, que el desastre contuviera cierto elemento de triunfo. Y no es que el Cónsul se entristeciese. Todo lo contrario. Las perspectivas raras veces le habían parecido tan brillantes. Percatóse por primera vez de la extraordinaria actividad que, por doquiera, le rodeaba en su jardín: una lagartija trepaba por un árbol, otra especie de lagartija bajaba por otro, un colibrí de color verde botella exploraba una flor; enormes mariposas cuyos dibujos precisos e hilvanados recordaban las blusas de los mercados, revoloteaban con indolente gracia de gimnasta (de manera muy semejante a como las había descrito Yvonne cuando la saludaron ayer en la bahía de Acapulco, tormenta multicolor de cartas amatorias despedazadas y arrastradas por el viento, más allá de las cabinas de la cubierta principal); hormigas que con pétalos o capullos escarlatas tachonaban los senderos; mientras que de arriba, de abajo, del cielo y, tal vez de bajo tierra provenía un continuo rumor silbante, un rechinido, un cascabeleo, hasta un clangor. ¿Dónde estaba ahora su amiga la serpiente? Probablemente oculta en lo alto de un peral. Serpiente que aguardaba para dejar caer sobre uno sus anillos: zapatos para putas. De las ramas de estos perales colgaban garrafas rebosantes de amarilla sustancia glutinosa para atrapar insectos, religiosamente renovadas todos los meses por el colegio local de horticultores. (¡Qué alegres eran los mexicanos! Los horticultores hacían de este acontecimiento, como de cualquier ocasión, una especie de danza: traían consigo a sus mujeres que revoloteaban de árbol en árbol recogiendo las garrafas y volviéndolas a colocar donde habían estado, como si todo aquello fuera un movimiento en algún ballet cómico, para luego tenderse durante horas a la sombra, como si el Cónsul mismo no existiese). Luego comenzó a fascinarle la actitud del gato del señor Quincey. Al fin la criatura había logrado capturar al insecto, pero en vez de devorarlo, sin dañarle aún, retenía su cuerpo con gran delicadeza entre los colmillos, mientras que las alas luminosas y bellas que seguían agitándose, porque el insecto no había dejado de volar un solo instante, sobresalían a cada lado de sus bigotes, abanicándolos. Inclinóse el Cónsul para acudir al rescate. Pero el animal saltó y se puso fuera de alcance. Tornó a inclinarse, con idéntico resultado. De esta ridícula manera, inclinado el Cónsul, bailando el gato para evitar que le dieran alcance, y con furioso vuelo el insecto en el hocico de la bestia, llegaron al porche. Por último, extendió el gato una garra preparada para el remate, abrió las fauces, y el insecto, cuyas alas no habían dejado de agitarse, escapó en repentino y maravilloso vuelo, como de hecho pudiera hacerlo el alma humana de las fauces de la muerte, ascendiendo, ascendiendo, ascendiendo, cerniéndose por encima de los árboles: y en ese preciso momento, el Cónsul los miró. Estaban de pie en el porche; los brazos de Yvonne, cubiertos de buganvilias que arreglaba en un jarrón de barro color azul cobalto. —…Pero suponte que se muestre inexorable. Supón que se oponga a ir… ¡cuidado, Hugh!, que tiene espinas, y debes mirar con atención para cerciorarte de que no tenga escorpiones. —¡Hola, tú, Suchiquetal! —gritó con júbilo el Cónsul, agitando la mano mientras que el gato, echando por encima del hombro una mirada frígida que evidentemente se traducía en: De todos modos, ni lo quería; pensaba dejarlo escapar, echó a correr humillado, y desapareció entre los arbustos—. ¡Hola, Hugh, serpiente emboscada en la maleza! ———————————————

—Luego entonces, ¿por qué se hallaba sentado en el cuarto de baño? ¿Estaba dormido? ¿Muerto? ¿Desmayado? ¿Estaba en el cuarto de baño ahora mismo o hacía media hora? ¿Era de noche? ¿Dónde estaban los demás? Pero ahora oía las voces de algunos de los demás en el porche. ¿Algunos de los demás? Sólo eran Hugh e Yvonne, por supuesto, porque el doctor se había marchado. Sin embargo, por un momento, pudo haber jurado que la casa estaba repleta de gente; pero ¡si aún era de mañana, apenas mediodía, de hecho, sólo las 12.15, según su reloj! A las once había estado hablando con él señor Quincey. —¡Oh!… ¡Oh! —quejóse en voz alta… Recordó que se suponía que estaba preparándose para ir a Tomalín. Pero ¿cómo había logrado convencer a alguien de que estaba lo bastante sobrio para ir a Tomalín? Y, de cualquier modo, ¿por qué a Tomalín?

Una procesión de ideas, cual bichos envejecidos, desfilaron una tras otra por la cabeza del Cónsul, y también su mente atravesaba ya el porche, como lo hiciera una hora antes inmediatamente después de haber visto al insecto escapar del hocico del gato.

Había atravesado el porche —barrido por Concepta— sonriendo en actitud sobria a Yvonne y estrechando la mano de Hugh mientras se dirigía al refrigerador, y, al abrirlo, no sólo supo que habían estado hablando de él sino que, de manera confusa, por aquel claro fragmento de conversación que alcanzara a oír, comprendió rotundamente su significado, como si en ese momento, al contemplar la luna nueva llevando el plenilunio entre sus brazos, se hubiera sentido impresionado por su forma íntegra, aunque el resto estuviera en sombras y sólo iluminado por la luz de la tierra.

Pero, entonces ¿qué había ocurrido? —¡Oh! —volvió a gritar a voz en cuello—. ¡Oh! Los rostros de la última hora se cernían sobre él y ahora las siluetas de Hugh, Yvonne y el doctor Vigil se agitaban y movíanse ágilmente como imágenes de alguna vieja película muda y sus palabras eran silenciosas explosiones dentro del cerebro. Nadie parecía hacer nada importante; y sin embargo, todo parecía adquirir una máxima y turbulenta importancia; por ejemplo, cuando Yvonne dijo: —Vimos un armadillo… —¡Cómo! ¿Y no había espectros tarsios? —contestó y luego Hugh, abriéndole una helada botella de Carta Blanca lanzó la corcholata efervescente al borde del pretil y escanció la espuma en su vaso, cuya contigüidad a la botella de estricnina había (era preciso admitirlo ahora) perdido casi toda su significación…

Percatóse el Cónsul en el cuarto de baño de que todavía le quedaba media cerveza con poco gas; al asir el vaso, su pulso era bastante firme, aunque torpe; bebió con cautela, aplazando con minucia el problema que pronto, cuando quedase vacío, se suscitaría.

…—Tonterías —dijo Hugh. Y añadió con impresionante autoridad consular que, de cualquier manera, Hugh no podía marcharse en seguida, al menos no para México; que hoy salía sólo un autobús, el mismo en que había venido, que ya había regresado a la ciudad, y un tren que no saldría sino hasta las 11.45 p.m.

Luego: —Pero, doctor, ¿no fue Bougainville —preguntaba Yvonne (y en realidad resultaba asombroso lo siniestras y urgentes y enardecidas que le parecían todas estas fruslerías en el baño— …no fue Bougainville quien descubrió la buganvilia? —mientras que el médico, inclinado sobre las flores de Yvonne, se concretaba a parecer despierto y perplejo, sin decir nada, sino con los ojos, en los cuales apenas dejaba traslucir que se había tropezado con una «situación».

—Ahora que recuerdo, creo que fue Bougainville. Lo cual explica el nombre —comentó Hugh con actitud petulante y sentándose en el parapeto. —Sí: puedes ir a la botica y para que no te malinterpreten, di: ‘favor de servir una toma de vino quinado o en su defecto una toma de nuez vómica, pero’… —el doctor Vigil reía entre dientes y debía de hablar con Hugh, ya que Yvonne se había escabullido a su cuarto por un momento, mientras que el Cónsul, escuchando a hurtadillas, buscaba en el refrigerador una nueva botella de cerveza… luego: —¡Oh! esta mañana me sentí tan mal en la calle, que tuve que agarrarme de las ventanas —y al Cónsul, mientras volvía: —Por favor, disculpe mi estúpido comportamiento de anoche: ¡Oh! por todos lados he hecho un montón de estupideces en estos últimos días, pero… —levantando su vaso de whisky— no volveré a beber; necesitaría dormir dos días enteros para recuperarme —y luego, mientras Yvonne regresaba, fingiendo estupendamente su papel y alzando el vaso hacia el Cónsul—. ¡Salud!: espero que no se sienta tan mal como yo. Estaba usted tan perfectamente borracho anoche que hasta pensé que se había matado con tanta bebida. Hasta pensé esta mañana mandar a un muchacho a llamar a su puerta y averiguar si la bebida no lo había matado ya —dijo el Dr. Vigil.

Extraño tipo: en el baño, el Cónsul bebía a sorbos la cerveza sin gas. Tipo extraño, buena persona, de corazón generoso, aunque a veces carente de tacto, salvo en lo que le incumbía. ¿Por qué sería incapaz la gente de llevar la borrachera con dignidad? Cuando menos, él se las había arreglado para ser deferente con Vigil en el jardín de Quincey. En último análisis no podía uno confiar en nadie cuando se trataba de beber hasta el fondo de la botella. Pensamiento éste que embargaba de soledad. Pero no cabía dudar de la generosidad del doctor. De hecho, al poco rato, y a pesar de los indispensables «dos días enteros de sueño», ya los estaba invitando a que le acompañaran a Guanajuato: propuso temerariamente que salieran esa misma noche en auto, para festejar su onomástica, después de una problemática partida de tenis con…

El Cónsul volvió a sorber la cerveza. —¡Oh! —estremecióse—. ¡Oh! —al descubrir la noche anterior que Vigil y Jacques Laruelle eran amigos, se sorprendió un poco, y cuando se lo recordaron esta mañana le resultó mucho más embarazoso… De cualquier manera, Hugh rechazó la idea de un viaje de trescientos kilómetros a Guanajuato, puesto que estaba decidido —a propósito, ¡qué sorprendentemente bien le sentaba aquella vestimenta de vaquero a su porte erguido y descuidado!— estaba ahora decidido a tomar ese tren nocturno; mientras que el Cónsul había rechazado la invitación por causa de Yvonne.

De nuevo viose el Cónsul asomado al parapeto, mirando abajo hacia la alberca —pequeña turquesa enclavada en el jardín. Sois sepulcro do, vivo, yace amor. En ella se movían los reflejos invertidos de aves y platanares, caravanas de nubes. Briznas de césped recién cortado flotaban en la superficie. La piscina estaba casi rebosante de fresca agua de la montaña que goteaba de la manguera rota y agrietada formando, en toda su longitud, una serie de surtidores centelleantes.

Allá abajo, Yvonne y Hugh nadaban en la alberca…

…—‘Absolutamente’ —dijo el doctor junto al Cónsul, en el parapeto, encendiendo con cuidado un cigarrillo. —Tengo —le dijo el Cónsul mirando hacia los volcanes y sintiendo que su desolación ascendía a aquellas cumbres en las que ahora mismo, a media mañana, el viento ululante azotaría la cara y el terreno bajo los pies sería lava muerta, residuo petrificado y carente de alma, de extinto plasma en el que ni los árboles más selváticos y solitarios jamás arraigarían—; tengo a mi espalda otro enemigo al que no puedes ver. Un girasol. Me observa y sé que me odia. —‘Exactamente’ —dijo el doctor Vigil—, le odiaría menos si dejara de beber tequila. —Sí, pero esta mañana sólo estoy bebiendo cerveza —respondió el Cónsul, convencido— como podrá verlo con sus propios ojos. —‘Sí, hombre’ —asintió con la cabeza el doctor Vigil quien, después de algunas copas de whisky (de la nueva botella), había renunciado a no dejarse ver desde la casa del señor Quincey y, audaz, permanecía de pie junto al pretil, al lado del Cónsul. —Hay —añadió el Cónsul—, mil aspectos de esta belleza infernal de la que hablaba, cada uno con sus tormentos peculiares y tan celoso como una mujer de cualquier estímulo que no sea el propio. —‘Naturalmente’ —dijo el doctor Vigil—. Pero pienso que si va muy en serio lo de su ‘progresión a ratos’, tal vez tenga que hacer un viaje más largo que este que se ha propuesto —el Cónsul colocó su vaso en el parapeto, mientras el doctor continuaba—. Yo también, a menos que nos obliguemos a no beber nunca más. Yo pienso, ‘mi amigo’, que la enfermedad no sólo está en el cuerpo sino en aquella parte a la que solía llamarse alma. —¿Alma? —‘Precisamente’ —dijo el doctor abriendo y cerrando los dedos con agilidad—. ¿Pero una malla? Malla. Los nervios son una malla como… ¿cómo se dice?… an eclectic systemë. —¡Ah, bien! —respondió el Cónsul—. Quiere usted decir un sistema eléctrico. —Pero después de mucho tequila el sistema eléctrico queda tal vez ‘un poco descompuesto’, ¿comprende? como a veces en el cine, ¿está claro? —¿Una especie de eclampsia por decirlo así? —quitándose las gafas, el Cónsul asintió desesperado con la cabeza, y al llegar a este punto, recordó que llevaba unos diez minutos sin tomar un trago; además, el efecto del tequila casi se había desvanecido. Se asomó al jardín y fue como si trozos de sus párpados se hubiesen desprendido y revolotearan dando saltos ante su mirada, mutándose en sombras y formas nerviosas, sobresaltándose con el culpable parloteo de su mente, que aún no sonaba del todo como voces, pero volvían, volvían; se le apareció una vez más una imagen de su alma como una ciudad, pero esta vez era ciudad arrasada y fulminada en el sombrío camino de sus excesos, y cerrando sus ojos calcinados, pensó en el hermoso funcionamiento del sistema de aquellos que en verdad vivían, conectados los interruptores, rígidos los nervios sólo ante el peligro real, y tranquilos ahora en un sueño sin pesadillas sin descansar, aunque en reposo: pacífica aldehuela. ¡Cristo! cómo recrudecía el tormento (y mientras tanto existía todo género de razones para suponer que los demás imaginaban que estaba divirtiéndose enormemente) de saber todo esto, y de estar al mismo tiempo consciente de todo el horrible mecanismo que se desintegra, iluminado a veces, a veces apagado, ahora con resplandor, cegador, ahora con luz mortecina, con el brillo de una espasmódica batería agonizante, de saber luego, al fin y al cabo, que la ciudad entera se sumía en las tinieblas en donde se hace imposible cualquier comunicación y el movimiento se convierte en obstrucción, amenazan las bombas, las ideas se dispersan despavoridas…

El Cónsul había terminado la botella de cerveza sin gas. Sentado, contemplaba la pared del baño en actitud que parodiaba la de alguna antigua postura para meditar. —Estoy interesadísimo en los locos —¡vaya manera extraña de entablar conversación con quien acababa de convidarlo a un trago! Y sin embargo, así había iniciado el doctor la charla la noche anterior en el bar del Bella Vista. ¿Sería acaso porque Vigil consideraba que su ojo avezado había descubierto la locura incipiente y también, al recordar los pensamientos que antes había abrigado al respecto, era gracioso esto de concebirla sólo como incipiente, al igual que quienes, habiendo observado el viento y el tiempo toda su vida, pueden profetizar, ante un cielo clemente, la tempestad que se avecina y las tinieblas que, surgidas de la nada, vendrán galopando por los campos de la mente. Y no es que se pudiera hablar de un cielo muy despejado en este caso. Y sin embargo, ¡cuánto se había interesado el doctor en alguien que sentía que las fuerzas mismas del universo lo hacían pedazos! ¿Qué cataplasmas poner sobre su alma? ¿Qué sabían incluso los hierofantes de la ciencia, de los temibles poderes del —para ellos— mal estéril? El Cónsul no habría necesitado un ojo avezado para descubrir en esta pared, o en cualquier otra, un Mene-Tekel-Peres para el mundo, comparado con el cual la simple locura era como una gota de agua en un océano. Y no obstante, ¿quién hubiera creído jamás que algún desconocido sentado, digamos, en un baño, en el centro del mundo, pensando míseros pensamientos solitarios, pudiera determinar el sino de todos, y que, aún mientras pensaba, era como si entre bastidores se tirara de ciertas cuerdas y continentes enteros estallaran en llamas, y se avecinase la calamidad, de la misma manera que ahora, tal vez en este preciso momento, con sacudida y rechinido repentinos, se hubiese aproximado la catástrofe, y sin que el Cónsul lo supiera, allá afuera se hubiese oscurecido el cielo. O tal vez no era de ninguna manera un hombre, sino un niño —un niño pequeño, inocente como lo fue aquel otro Geoffrey— el que permanecía sentado en lo alto de un desván en algún lado tocando algún órgano y que, al tirar caprichosamente de los registros, los reinos se dividieran y cayeran y las abominaciones llovieran de los cielos; un niño inocente como aquel infante que dormía en el ataúd que se ladeó al pasar junto a ellos en la calle Tierra del Fuego…

El Cónsul se llevó el vaso a los labios, y volvió a saborear su vacío; púsolo otra vez en el piso que seguía mojado por los pies de los nadadores: el irresistible misterio en el piso del cuarto de baño. Recordó que la siguiente vez que tornó al porche con una botella de Carta Blanca (aunque por alguna razón le pareció que esto había ocurrido hacía mucho, en el pasado; era como si algo que no podía precisar sobreviniese para separar drásticamente a aquella figura que regresaba, de sí mismo, sentado aún en el baño, aunque la figura en el porche, con toda su condenación, parecía ser más joven y tener más libertad de movimientos, libre albedrío, tener, aunque sólo fuera, por el hecho de asir una vez más un vaso lleno de cerveza, un futuro con mejores perspectivas), Yvonne, juvenil y bonita con su traje de baño de satín blanco, merodeaba, de puntillas, en torno al doctor, que decía:

—Señora Firmin, me siento verdaderamente decepcionado de que no pueda venir conmigo.

El Cónsul y ella intercambiaron una mirada de complicidad o que casi lo fue, y luego Yvonne estaba nadando allá abajo y el doctor decía al Cónsul:

—Guanajuato está situado en medio de un hermoso anfiteatro de escarpadas colinas.

—Guanajuato —decía el doctor— no me lo va a creer. ¡Cómo puede estar allí, cual antigua joya dorada sobre el seno de nuestra abuela!

—Guanajuato —decía Vigil— las calles. ¿Cómo resistir los nombres de las calles? Callejón del Beso. Callejón de las Ranas que Cantan. Calle de la Cabecita. ¿No resulta repugnante?

—Repelente —dijo el Cónsul—. ¿No es Guanajuato el lugar donde entierran a los muertos de pie? —¡ah! y entonces pensó en el jaripeo, y sintiendo que le volvían las fuerzas gritó a Hugh, quien se encontraba sentado al borde de la piscina vestido con los calzones de baño del Cónsul—: Tomalín está bastante cerca de Parián, es ese sitio a donde iba tu cuate. Hasta podríamos ir allí.

Y luego, al doctor: —Tal vez usted también pueda venir… Olvidé mi pipa favorita en Parián. Con suerte puedo recuperarla, en El Farolito.

El doctor dijo: —¡Ayyy! «es un infierno».

Entretanto Yvonne, que levantaba uno de los bordes de su gorra de baño para oír mejor, preguntó con humildad:

—¿No se trata de una corrida?

—No, de un jaripeo —dijo el Cónsul—. Si no estás muy cansada.

Pero el doctor, claro está, no podía ir a Tomalín con ellos, aunque esto nunca se discutió, porque en este punto una detonación repentina y terrible que estremeció la casa e hizo que las aves echaran a volar, aterradas, por todo el jardín, interrumpió con violencia la conversación. Tiro al blanco en la Sierra Madre. Antes, mientras dormía, el Cónsul lo había percibido vagamente. Nubecillas de humo flotaban en lo alto, sobre las rocas, bajo el Popo, al otro extremo del valle. Tres negros zopilotes irrumpieron entre los árboles, rozando el techo con suaves gritos roncos como los estertores del amor. Impulsados con insólita velocidad por el miedo, casi parecían zozobrar, manteniéndose juntos pero guardando equilibrio en ángulos diversos para evitar una colisión. Luego buscaron otro árbol donde aguardar, y los ecos de los disparos rebotaron al pasar por encima de la casa, ascendiendo más y más, haciéndose cada vez más distantes, mientras que en alguna parte un reloj repicó diecinueve campanadas. Las doce, y dijo al doctor el Cónsul: —¡Ah, si sólo el sueño del hechicero de magia negra en su oscura cueva, al tiempo que su mano (ése es el trozo que me gusta) tiembla en final decadencia, fuese el término de este mundo tan hermoso; ¡Jesús! Sabes, ‘compañero’: a veces, tengo la impresión de que de veras está hundiéndose bajo mis pies como la Atlántida. Abajo, abajo, hacia los horribles ‘pulpos’. Meropis de Teopompo… Y las montañas ignívomas. —‘Sí’ es el tequila —dijo el doctor, asintiendo con lúgubre cabeceo—. ‘¡Hombre! un poco de cerveza, un poco de vino’, pero ya basta de tequila. Ya basta de mezcal. —Y luego mascullaba: —Pero, ‘hombre’, ahora que ha vuelto su ‘esposa’. (Parecía que el doctor Vigil había dicho esto varias veces, sólo que cada una de ellas con diferente expresión en el rostro: Pero, ‘¡hombre!’, ahora que ha vuelto su ‘esposa’). Y luego ya se iba: —No era preciso ser curioso para saber que tal vez pudiera haber deseado mi consejo. No, ‘hombre’; como le dije, anoche, no me interesa tanto el dinero… ‘Con permiso’, la borrachera no es buena —y una llovizna de yeso cayó sobre la cabeza del Doctor. Luego—: ‘Hasta la vista’. —‘Adiós’. —‘Muchas gracias’. —Muchas, muchas gracias. —Siento que no podamos ir. —Diviértase —desde la piscina. —‘Hasta la vista’ —luego, otra vez el silencio.

Y ahora estaba el Cónsul en el baño, alistándose para ir a Tomalín. —¡Oh! —decía—. ¡Oh!… pero ¿ya ves?, después de todo no ha ocurrido nada tan horrendo. Ante todo, a lavarse —tembloroso y volviendo a sudar, se quitó chaqueta y camisa. Dejó correr el agua en el lavabo. Sin embargo, por alguna razón misteriosa estaba bajo la ducha en donde esperaba, agonizante, el impacto del agua fría que nunca llegó. Y seguía con los pantalones puestos.

Inerme, estaba sentado aún en el baño, observando los insectos de la pared colocados en ángulos diferentes, como navíos en rada. Serpenteando, una oruga comenzó a acercársele atisbando a derecha e izquierda con inquisitivas antenas. Un enorme grillo de pulido fuselaje se agarraba de la cortina y mecíala con leve movimiento a la vez que se limpiaba el rostro con un gato, en tanto que sus ojos, clavados en dos cañas, parecían girar en su cabeza. Volvióse esperando encontrar mucho más cerca a la oruga, pero también ella se había vuelto, desviando ligeramente sus amarras. Ahora un alacrán se le acercaba moviéndose con lentitud. De pronto el Cónsul se levantó, temblando de pies a cabeza. Pero no era el alacrán lo que le importaba. Sino que de súbito las leves sombras de clavos aislados, las manchas de mosquitos aplastados, las mismas cicatrices y cuarteaduras de la pared comenzaban a pulular, así que, por doquiera que mirase, a cada momento nacía otro insecto que comenzaba a arrastrarse hacia su corazón. Era como si (y esto resultaba lo más asombroso) todo el mundo de los insectos se le acercase, le arrinconase y se precipitase sobre él. Por un momento, la botella de tequila en el fondo del jardín resplandeció en su alma, y el Cónsul, dando traspiés, llegó hasta su recámara.

Aquí ya había cesado aquel terrible hormigueo visible, pero no obstante —ahora que se hallaba acostado en la cama— parecía persistir en su mente, de manera muy semejante a la anterior visión del muerto, una especie de hervidero del cual —como del persistente redoble de tambores percibido por algún monarca agonizante— se aislase de vez en cuando alguna voz sólo en parte identificada:

—¡Detente, por amor de Dios, idiota! Pisa con cuidado. Ya no podemos ayudarte.

—Quisiera tener el privilegio de ayudarle, de tener su amistad. Trabajaría con usted. De cualquier modo, me importa un comino el dinero.

—¡Cómo! ¿Eres tú, Geoffrey? ¿No te acuerdas de mí? ¿De tu viejo amigo Abe? ¿Qué hiciste, muchacho?

—¡Ja, ja! de ésta no te escapas. Tendido en un ataúd. Síí.

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

Amor mío. Torna a mí como una vez en mayo.