VI

…Nel mezzco del puerco cammin di nostra vita ritrovai in… Hugh se desplomó en el sofá del porche.

En el jardín aullaban fuertes ráfagas de cálido viento. Refrescado por la natación y por un almuerzo de sandwiches de pavo, con el puro que antes le diera Geoff parcialmente escudado en el parapeto, permanecía observando las nubes que atravesaban con velocidad vertiginosa los cielos mexicanos. ¡Qué rápidas pasaban, con qué exagerada rapidez! A mitad de nuestra vida, a mitad del puerco camino de nuestra vida…

Veintinueve nubes. A los veintinueve un hombre estaba en su trigésimo año. Y él tenía veintinueve. Y ahora sabía al fin —aunque la sensación quizá lo había venido invadiendo en el curso de toda la mañana— lo que era sentir el intolerable impacto de este conocimiento que pudo haber adquirido a los veintidós, pero que no adquirió, que cuando menos debió haber alcanzado a los veinticinco, pero que no obstante, por alguna razón, tampoco alcanzó entonces: este conocimiento hasta ahora asociado con seres tambaleantes al borde de la tumba y con A. E. Housman, de que no se puede ser eternamente joven: que, de hecho, en un abrir y cerrar de ojos, ya no se es joven. Porque en menos de cuatro años que transcurrían con tal rapidez que el cigarrillo fumado hoy parecía haberse fumado ayer, tendría treinta y tres; en siete más, cuarenta: y en cuarenta y siete, ochenta. Sesenta y siete años parecía un plazo cómodamente largo, pero entonces tendría cien. Ya no soy un prodigio. Ya no tengo excusa alguna para seguirme portando de esta manera irresponsable. Después de todo, no soy un tipo tan arrojado. No soy joven. Por otra parte: soy un prodigio. Soy joven. Soy un tipo arrojado. ¿No es así? Eres un mentiroso, decían los árboles agitándose en el jardín. Eres un traidor, mascullaban las hojas de los plátanos. Y también un cobarde, añadieron caprichosas notas musicales, que eran quizá indicio de que en el zócalo comenzaba la feria. Y están perdiendo la batalla del Ebro. Por tu culpa, dijo el viento. Traidor hasta con tus amigos periodistas a quienes te gustaba denigrar y que son en realidad, admítelo, hombres valerosos. …¡Ahhh! Hugh, como para desembarazarse de estos pensamientos, hizo girar el selector de la radio a diestra y siniestra tratando de captar San Antonio. (En realidad no soy nada de esto. Nada he hecho para hacerme acreedor a esta culpa. No soy peor que los demás…), pero fue en vano. Todas sus resoluciones de esta mañana eran superfluas. Parecía inútil seguir luchando contra estos pensamientos: era mejor dejarlos en libertad. Cuando menos, por un tiempo alejarían su mente de Yvonne, aunque al fin y al cabo siempre lo volvían a su imagen. Ahora hasta Juan Cerillo le fallaba, como, en este momento, San Antonio: en ondas de diferente longitud, dos voces mexicanas se interfirieron. Porque todo lo que hasta hoy has hecho es deshonesto, parecía decir la primera. ¿Y qué hay de la manera en que trataste al infeliz viejo Bolowski, el editor de música? ¿Recuerdas su miserable tiendecilla en Old Compton Street en la vecindad de Tottenham Court Road? Hasta aquello que has logrado creer que constituye uno de tus méritos: tu pasión por ayudar a los judíos, se basa en cierta acción deshonesta que cometiste. No es de asombrarse —ya que tan caritativamente te perdonó— que le hayas perdonado sus chanchullos, hasta el extremo de estar dispuesto a sacar a toda la raza judía de la misma Babilonia… No; mucho me temo que poco de cuanto hay en tu pasado pueda acudir en tu ayuda para luchar contra el futuro. ¿Ni siquiera la gaviota?, dijo Hugh…

¿La gaviota —puro devorador empírico de carroña, cazador de estrellas comestibles— que rescaté aquel día siendo niño, cuando atrapada en una cerca del acantilado se debatía hasta morir, cegada por la nieve, y que, aunque me atacó, logré con una mano arrastrarla de una pata hasta sacarla indemne, y por un instante esplendoroso, la blandí frente a los rayos del sol antes de que se remontara a las alturas con angélicas alas por encima del congelado estuario?

En las colinas volvió a reanudarse el cañoneo. En alguna región ululaba un tren cual vapor que se acercase; tal vez era el mismo que Hugh tomaría esta noche. En el fondo de la alberca, allá abajo, ardía el resplandor de un pequeño sol que cabeceaba entre la imagen invertida de las papayas. Reflejos de zopilotes, a dos mil metros de profundidad, giraban bocabajo y desaparecían. Un ave, cercana en realidad, parecía moverse con saltos repetidos por la cima resplandeciente del Popocatépetl —de hecho, el viento se había calmado, lo cual redundaba en provecho de su puro. También la radio enmudeció y Hugh, volviéndose a acomodar en el sofá, la dejó en paz.

Ni siquiera la gaviota era la respuesta, por supuesto. Al dramatizar el episodio de la gaviota, lo había desvirtuado. ¿Ni tampoco aquel miserable vendedor de hot dogs? En aquella áspera noche de diciembre lo encontró en Oxford Street, empujando a grandes penas su carrito nuevo —el primero que vendía hot dogs en Londres— que durante más de un mes había venido empujando sin que le compraran uno solo. Y ahora, con una familia que mantener y en vísperas de Navidad, andaba a la cuarta pregunta. ¡Espectros de Charles Dickens! Tal vez lo que parecía tan terrible era lo nuevo del malhadado carrito con que embaucaron al hombre. Pero ¿cómo esperaba (habíale preguntado Hugh mientras sobre sus cabezas se cernían, incendiándose y apagándose, los monstruosos engaños y se alzaban en torno a ambos sombríos edificios sin alma envueltos por el sueño glacial de su propia destrucción, se habían detenido a la altura de una iglesia de cuyo muro manchado de hollín habían quitado una figura de Cristo en la cruz para sólo dejar cicatriz y leyenda: ¿No significa esto nada para vosotros que pasáis por aquí?), cómo esperaba vender algo tan revolucionario como un hot dog en Oxford Street? Era como tratar de vender helados en el Polo Sur. No; la solución consistía en situarse ante la puerta de una taberna en algún callejón sin salida; pero no de cualquier taberna, sino la de Fitzroy en Charlotte Street, repleta siempre de famélicos artistas que bebían hasta morir tan sólo porque sus almas desfallecían, noche a noche, entre las ocho y las diez por no tener al alcance de la mano algo semejante a un hot dog. ¡Allí le convenía ir!

Y… ni siquiera el vendedor de salchichas fue la solución; a pesar de que ya por Navidad había logrado iniciar un espléndido negocio a las puertas de Fitzroy. De pronto Hugh se enderezó, esparciendo por doquiera la ceniza de su puro. Y, no obstante, ¿no significa nada el que ya comience a expiar, a expiar por mi pasado tan inmensamente negativo, egoísta, absurdo y deshonesto? ¿No significa nada el que esté dispuesto a sentarme encima de un cargamento de dinamita con destino a los acosados ejércitos republicanos? ¿No significa nada que, después de todo, esté dispuesto a sacrificar mi vida por la humanidad, aunque no sea en pequeños detalles? ¿Nada para vosotros que pasáis?… Aunque no quedaba muy en claro qué diablos esperaba, si ninguno de sus amigos sabía que iba a hacerlo. En cuanto al Cónsul, lo creía tal vez capaz hasta de algo más temerario. Y había que admitir (y esta idea del Cónsul, tan desagradablemente cercana a la verdad, no le repugnaba) que toda la estúpida belleza de semejante decisión que alguien tomase en tal época, estribaba en el hecho de que era demasiado fútil, que era demasiado tarde, que los republicanos ya habían perdido y que si aquel alguien lograba salir con vida, nadie podría decir de él que lo había arrastrado una ola de entusiasmo popular en favor de España, cuando hasta los mismos rusos se habían dado por vencidos y las brigadas internacionales se habían retirado. Muerte y verdad podían hacerse rimar si fuese menester. También existía el viejo truco de decirle a cualquiera que se sacudiese de sus pies el polvo de la Ciudad de Destrucción, que huía de sí mismo y de sus responsabilidades. Pero le asaltó el útil pensamiento: no tengo responsabilidad alguna. ¿Y cómo puedo escapar de mí mismo cuando carezco de sede en este mundo? Sin hogar. Madero a la deriva en el Océano Índico. ¿Es la India mi patria? ¿Disfrazarme de intocable —lo cual no sería tan difícil— e ir a prisión a las islas Andaman durante setenta y siete años, hasta que Inglaterra dé libertad a la India? Pero te diré esto: al proceder de esta suerte cohibirías a Mahatma Gandhi que, en secreto, es la única figura pública por la que sientes respeto. No; también lo siento por Stalin, Cárdenas y Jawaharlal Nehru y sólo cohibiría a los tres con mi respeto… De nuevo trató de captar San Antonio.

La radio respondió ahora con venganza; en la estación tejana daban con tal rapidez las noticias de una inundación, que parecía como si el locutor mismo corriera peligro de ahogarse. Otro locutor, con voz más fuerte, se regodeaba con bancarrotas y desastres, mientras que un tercero refería la miseria que asolaba a una capital amenazada, con gente que a tropiezos recorría las oscuras callejas cubiertas de escombros, y miles de almas que se precipitaban en busca de refugio entre la oscuridad desgarrada de las bombas. ¡Cuán familiar le resultaba aquella jerga! ¡Oscuridad, desastre! Y cómo se hartaba el mundo con ella. En la guerra futura los corresponsales adquirían inaudita importancia al zambullirse en las llamas para alimentar al público con sus propios bocados de excrementos deshidratados. Desgañitándose, una voz pregonó de pronto la baja de valores, las alzas irregulares, los precios del grano, el algodón, metales y las municiones. Mientras como fondo, crepitaba eternamente la estática ¡poltergeists del éter y paleros de la idiotez! Hugh se inclinó para auscultar el pulso de este mundo que latía en aquella garganta enrejada cuya voz pretendía ahora horrorizarse ante lo mismo por lo cual se disponía a dejarse engullir en cuanto tuviese la absoluta certeza de que el proceso de deglución duraría lo bastante. Haciendo girar el selector con impaciencia, Hugh creyó oír de repente el violín de Joe Venuti, jubilosa alondrilla de melodía discursiva que se cernía en la cúspide de algún verano todo suyo por encima de toda esta furia abismal, aunque también furioso con el salvaje abandono moderado de aquella música que a veces seguía aún pareciéndole el aspecto más feliz de Norteamérica. Tal vez estuviesen transmitiendo algún disco viejo, uno de aquellos con poético nombre de Polvo de Estrellas o Flor de Manzano; y era curioso comprobar cuánto dolor sentía, como si esta música siempre fresca, perteneciese de modo irreparable a aquello que hoy, al fin y al cabo, se había perdido. Hugh apagó la radio y permaneció recostado, con el puro entre los dedos, contemplando el techo del porche.

Según decían, Joe Venuti no volvió a ser el mismo desde la muerte de Ed Lang. Éste hacía pensar en guitarras, y si Hugh llegaba a escribir algún día —como a menudo amenazaba hacerlo— su autobiografía (aunque más bien resultaría inútil, ya que su vida era de aquellas que tal vez se prestan mejor a breves resúmenes en revistas como: «Fulano de tal tiene veintinueve años, ha sido remachador, compositor de canciones, vigilante de coladeras, fogonero, marino, profesor de equitación, artista de variedades, director de orquesta, limpiador de tocino, santo, payaso, soldado por cinco minutos, y ujier en una iglesia espiritualista —de donde no debía inferirse que, lejos de haber adquirido a lo largo de estas experiencias una perspectiva más amplia de la vida, tuviera de ella una idea algo más restringida que cualquier empleadillo de banco que nunca hubiese asomado las narices más allá de Newcastle-under-Lyme»)— si algún día llegaba a escribirla, pensó Hugh, tendría que admitir que una guitarra había llegado a ser símbolo importantísimo en su vida.

Hacía cuatro o cinco años que no tocaba una guitarra —y Hugh podía tocarlas casi de cualquier tipo— y sus numerosos instrumentos abandonados con sus libros en sótanos o buhardillas de Londres o París, en cabarets de Wardour Street o detrás del bar del Marquis de Granby o del Viejo Astoria en Greek Street, que tiempo atrás había sido convertido en convento —y en donde su cuenta seguía aún insoluta—, en casas de empeño de Tithebarn Street o de Tottenham Court Road, en las que los imaginaba esperando oír durante un tiempo —en medio de todos sus sonidos y ecos— su pesado paso, y luego, poco a poco, a medida que el polvo se acumulaba sobre ellos y que cada cuerda sucesiva se reventaba, perdiendo la esperanza; cada cuerda un cable que los ataba a la evanescente memoria del amigo, estallando siempre en primer término la cuerda más aguda, estallando con ruido semejante al seco disparo de un revólver, o con curiosos gemidos de agonía, o con provocadores maullidos nocturnos, como pesadilla en el alma de George Frederic Watts, hasta que no quedaba sino la misma faz inerte de la lira enmudecida, caverna silenciosa para arañas y moscas, y sutil cuello colado, lo mismo que cada cuerda reventada había separado a Hugh, angustia tras angustia, de su juventud, mientras quedaba el pasado, silueta tortuosa, oscura, palpable y acusadora. O acaso ya para ahora, muchas veces habían robado o revendido, o vuelto a empeñar sus guitarras —heredadas tal vez por algún otro maestro, como si cada una de ellas fuese alguna gran idea o doctrina. Estos sentimientos, pensó con alegría, tal vez sentaran mejor a un Segovia exiliado y agonizante, que a un simple ex guitarrista de jazz. Pero si Hugh, por una parte, no podía tocar precisamente como Django Reinhardt o Eddie Lang o, ¡Dios lo ampare!, como Frank Crumit, no podía dejar de recordar tampoco que alguna vez había tenido fama de poseer gran talento. En cierto modo extraño, esta fama, como tantas de las cosas que a él se referían, era espuria, ya que obtuvo sus mayores éxitos con una guitarra tenor afinada como ukelele, y de hecho, la tocaba como si hubiera sido instrumento de percusión. Y sin embargo, un viejo clásico del Ritmo (disco «Parlophone» intitulado, tersamente, «Yuggernaut») seguía siendo clara prueba de que con un extraño estilo llegó a convertirse en mago de conmociones que podían confundirse con cualquier cosa, desde el expreso de Escocia hasta elefantes que pateaban en el plenilunio. En todo caso, pensó, su guitarra fue tal vez su realidad más auténtica. Y, farsa o no, en el fondo de cada una de las decisiones importantes que tomó en su vida siempre hubo una guitarra. Porque por una guitarra se volvió periodista; por una guitarra se convirtió en compositor de canciones, y hasta en gran parte por una guitarra —y Hugh sintió que lo embargaba un ardiente y lento rubor de vergüenza— se embarcó por primera vez.

Hugh empezó a escribir canciones en la escuela, y antes de cumplir los diecisiete años, aproximadamente al mismo tiempo en que, también de varias tentativas perdió la inocencia, la firma judía de Lázarus Bolowski e hijos en New Compton Street, Londres, le aceptó dos de sus composiciones. Su método consistía en salir los días de fiesta a recorrer durante todo el día las oficinas de los editores de música con su guitarra bajo el brazo —y al respecto, sus primeros años le recordaban los de otro artista frustrado, Adolf Hitler— y sus manuscritos en transcripción para piano solo en el estuche de la guitarra o en una vieja mochila Glanstone propiedad de Geoff. Este éxito alcanzado en el medio de la música popular de Inglaterra, lo anonadó y casi antes de que su tía se enterara de lo acontecido, abandonó la escuela con su consentimiento. En esta escuela, donde fungía como secretario de redacción de la revista, progresaba a tiro y tirón; repetíase que la odiaba por los ideales de snobismo que en ella prevalecían. Como en cierto grado reinaba en ella el antisemitismo, Hugh, cuyo corazón se conmovía con facilidad, a pesar de la popularidad que había alcanzado con su guitarra, buscó como amigos íntimos a judíos a los que favorecía en sus columnas. Si bien ya se había inscrito en Cambridge, donde entraría en uno o dos años, en realidad, nunca tuvo la intención de ir allá. Por alguna razón temía semejante perspectiva, punto menos que el encerrarse a preparar algún examen. Y para evitarlo, tuyo que actuar con celeridad. Según lo imaginó con cierto candor, sus canciones le ofrecían una magnífica oportunidad de independizarse por completo, lo cual también implicaba independizarse de antemano del ingreso que, al cabo de cuatro años, comenzaría a recibir de sus tutores públicos, independiente de todos y sin la discutible ventaja de un diploma.

Pero su éxito comenzaba a opacarse un poco. Por una parte, se requería una fianza (su tía la había pagado) y las canciones no se publicarían sino al cabo de varios meses. Y cruzó por su mente la idea que resultó ser más que profética: que estas canciones, cada cual con los treinta y dos compases reglamentarios igualmente triviales y hasta teñidos de cierta puerilidad —tiempo después se avergonzó tanto de sus títulos, que hasta la fecha los conservaba en un secreto cajón de su memoria—, no bastarían para lograr su finalidad. Pues bien, tenía otras canciones entre las cuales algunos de los títulos, «Susquehanna Mammy», «Soñoliento Wabash», «Crepúsculo del Mississippi», «Lúgubre Pantano», etc., eran tal vez reveladores y, cuando menos el de una: «Tengo Añoranza de la Añoranza (de sentir añoranza por mi país) Fox-Trot Cantado»: profundo, si bien no digno de Wordsworth.

Pero todo esto parecía pertenecer al futuro. Bolowski le había insinuado que las aceptaría si… Y Hugh no quiso ofenderlo tratando de vendérselas a otros. ¡Y no es que le quedaran muchos editores que ver! Pero tal vez, tal vez, si ambas canciones llegaran a ser un éxito, si se vendieran enormemente, si hicieran la fortuna de Bolowski, tal vez si una gran publicidad…

¡Una gran publicidad! Esto bastaba; eso era siempre lo que se requería: se necesitaba algo sensacional, era el grito de los tiempos; así, cuando aquel día se presentó en la oficina del Superintendente de Marina en Garston —Garston porque su tía se había mudado del norte de Londres a Oswaldtwistle durante la primavera— para enrolarse a bordo del vapor Filoctetes, tuvo al menos la certeza de haber descubierto algo sensacional. ¡Oh! Hugh apreció la imagen patética de aquel joven que se imaginaba a sí mismo como la encrucijada entre Bix Beiderbecke, cuyos primeros discos acababan de salir a la venta en Inglaterra, Mozart niño y la infancia de Sir Walter Raleigh, cuando en aquella oficina estampó su firma en la línea punteada; y tal vez también era cierto que en aquella época había estado leyendo con exageración a Jack London, El Lobo de Mar —y ahora en 1938 había llegado hasta el viril Valle de la Luna— (su predilecto era La Chaqueta), y tal vez, después de todo, su amor por el mar fuera genuino y aquella exagerada inmensidad nauseabunda fuera su único afecto, la única mujer de quien tendría que sentir celos su futura esposa, tal vez todo esto fuese cierto de aquel joven que también atisbaba desde lejos, más allá de la cláusula de ayuda mutua para marinos y bomberos, la promesa de ilimitadas delicias en los burdeles de Oriente (ilusión, por no llamarla de otra forma); pero lo que desventuradamente casi le privó hasta del último vestigio de heroísmo fue que, para lograr sus fines sin, por decirlo así, «escrúpulos ni consideraciones», Hugh hizo una visita previa a la redacción de todos los periódicos localizados en un radio de cincuenta kilómetros (y casi todos tenían sucursales en esa región), para darles a conocer su intención de zarpar en el Filoctetes y, contando con la prominencia de su familia que, desde la misteriosa desaparición de su padre, constituía remotamente una fuente de noticias, junto con el cuento de la aceptación de sus canciones —audazmente anunció que Bolowski las publicaría todas— urdió el reportaje y con él obtuvo la publicidad requerida, contando asimismo, para poder forzarles la mano a sus familiares, con el temor que éstos le tendrían al ridículo que resultaría si quisiesen impedirle embarcarse, ya que ahora la noticia era del dominio público. Pero también hubo otros factores. Aunque Hugh los había olvidado. Aun así los periódicos apenas se habrían dignado prestar atención a su historia si no se hubiese presentado en cada redacción arrastrando su malhadada guitarrita. Hugh se estremeció ante esta imagen. Tal vez por esta causa los reporteros —honestos padres de familia en gran parte— al ver que él realizaba uno de los anhelos que ellos mismos acariciaban en secreto, complacieron a aquel muchacho tan propenso a hacer el ridículo. Y no es que algo semejante se le hubiera ocurrido en aquella época. Muy al contrario. Hugh estaba convencido de haber sido sorprendentemente listo, y las extraordinarias cartas de «felicitación» que le enviaron de todas partes bucaneros sin barco al descubrir que sus vidas se hallaban bajo la triste maldición de la inutilidad por no haber surcado con sus hermanos mayores los mares de la última guerra, y cuyos extraños pensamientos urdían con alegría la próxima —bucaneros de los cuales Hugh mismo era acaso el arquetipo— sólo sirvieron para fortalecer su opinión. Volvió a estremecerse porque, después de todo, bien hubiera podido no marcharse ya que algunos robustos parientes relegados al olvido, con los que nunca antes había contado, acudieron como si brotasen de la tierra en auxilio de su tía para tratar de impedirle que zarpase, lo cual habrían logrado de no haber sido, por extraño que parezca, por Geoff, que, comprensivo, telegrafió a la hermana de su padre: Tonterías. Considero viaje proyectado Hugh lo mejor puede ocurrirle. Enérgicamente te apremio le des entera libertad. Punto capital, consideró, ya que así su viaje perdía ahora no sólo su aspecto heroico, sino además todo posible sabor de rebelión. Porque, a pesar de que ahora estaba recibiendo toda la ayuda de la misma gente de quien por razones misteriosas imaginaba escapar después de haber comunicado sus proyectos al mundo, aún no podía soportar un solo instante la idea de que «huía al mar». Y esto, Hugh nunca se lo perdonó completamente al Cónsul.

Así pues, aquel mismo día, viernes trece de mayo, en que Frankie Trumbauer, a cinco mil kilómetros de distancia, grabó su famoso disco «Por ninguna razón», en do (lo cual llegó a constituir para Hugh una punzante coincidencia histórica), perseguido por trivialidades neoamericanas de la prensa inglesa, que ya comenzaba a interesarse con fruición por su historia y expresábase en términos que iban desde: «Compositor-estudiante vuélvese marino», «Hermano de prominente ciudadano escucha el llamado del mar», «Siempre regresaré a Oswaldtwistle» —últimas palabras que pronunció el prodigioso antes de partir—, «Saga de cantor escolar resucita antiguo misterio de Cachemira», pasando por, en una ocasión, con oscuro significado: «¡Oh, ser un Conrad!» y en otra, con exactitud: «Estudiante, compositor de canciones en vísperas de graduarse, embarca con su ukelele en un carguero» (porque no estaba a punto de graduarse, según pronto se lo recordaría un viejo marinero, capaz lobo de mar), hasta los últimos y más aterradores, aunque, dadas las circunstancias, de valiente inspiración: «No habrá cojines de seda para Hugh, dice su tía», sin saber si navegaba hacia el este o el oeste, ni tampoco siquiera lo que hasta el ayudante más ínfimo, por rumores, sabía vagamente: que Filoctetes era una figura de la mitología griega —hijo de Peas, amigo de Heracles, cuya ballesta casi resultó ser una posesión tan soberbia y desventurada como su propia guitarra—, Hugh zarpó rumbo a Cathay y a los burdeles de Palambang. Pensando en la humillación que su triquiñuela publicitaria le había deparado en realidad —humillación suficiente en si misma para enviar a cualquiera a un retiro aún más desesperado que el mar—, Hugh se retorció en el sofá. Entretanto resultaría apenas exagerado afirmar (¡Con un soberano carajo! ¿Leíste aquel periódico cabrón? Llevamos a bordo a un duque hijo de puta o algo así) que se encontraba en situación muy falsa respecto a sus compañeros de tripulación. ¡Y no es que la actitud de éstos fuera en modo alguno como hubiera podido esperarse! Al principio, algunos parecían estimarlo, aunque a la larga se reveló que por motivos no del todo altruistas. Sospechaban —y con razón— que era influyente en el Ministerio. Algunos perseguían motivos sexuales de origen oscuro. Por otra parte, muchos parecían ser increíblemente vengativos y malignos, aunque en ciertos aspectos mezquinos con los que nunca antes había relacionado al mar y a los que desde entonces nunca relacionó con el proletariado. Leían su diario íntimo cuando volvía la espalda. Robaban su dinero. Hasta hurtaron sus pantalones de mezclilla e hicieron que volviera a comprárselos, a crédito, después de haberse privado ellos mismos del poder adquisitivo de su víctima. En su litera y en su mochila de marinero ocultaban martillos y herramientas. Luego, cuando limpiaba, di gamos, el cuarto de baño del segundo oficial, algún marino joven de súbito y por razones misteriosas se volvía zalamero y decíale algo como: —¿Te das cuenta, camarada, de que estás trabajando para nosotros, cuando somos nosotros los que debiéramos estar trabajando para ti? —Hugh, que entonces no advertía que también colocaba a sus camaradas en situación falsa, oía con desdén este género de discursos. Aceptaba las persecuciones tal como le venían. Por lo pronto, porque vagamente compensaban lo que para él era una de las deficiencias capitales de su nueva vida.

Esta deficiencia la constituía, aunque en un sentido complicado, la «blandura» de su nueva vida. Y no porque no fuera una pesadilla. Lo era, si bien de índole especialísima, aunque apenas tenía edad suficiente para apreciarla. Y no es que no trabajase hasta llenarse las manos de ampollas y luego tenerlas duras como tablas. O que no hubiese estado a punto de perder la razón con el calor y el aburrimiento cuando trabajaba en el malacate bajo los trópicos o cuando derramaba plomo rojo en las cubiertas. O que todo no fuese mucho peor que hacer de esclavo de los mayores en la escuela, como habría sido si no le hubieran enviado a una escuela moderna en la que no existía esa esclavitud. No, sus manos se habían despellejado, había estado a punto de enloquecer, y todo era peor, en verdad; a lo que se oponía era a las cosas nimias, inconcebibles.

Por ejemplo, que no se llamara al castillo de proa, castillo de proa, sino «cuadra de la tripulación» y que no estuviera en su lugar, sino en la popa, bajo cubierta. Ahora bien, todos saben que el castillo de proa debe estar delante y llamarse castillo de proa. Pero no se designaba a este castillo de proa con el nombre de castillo de proa, porque no era en realidad un castillo de proa. La cubierta superior de la popa cubría lo que no era sino de manera evidentísima «la cuadra de la tripulación», según la designación que se le daba, y eran camarotes separados justamente como aquéllos en el barco de la Isla de Man, con dos literas en cada uno, alineados a lo largo de un pasillo dividido por el refectorio. Pero Hugh no agradecía esta mejoría de condiciones, arduamente lograda. Para él, el castillo de proa —¿y en qué otra parte debía vivir la tripulación de un barco?— significaba, de modo inevitable un único cuarto apestoso, situado en la proa, con literas en torno de una mesa colocada bajo una lámpara de petróleo que siempre se mecía, y en donde los miembros de la tripulación reñían, putañeaban, bebían y asesinaban. Y a bordo del Filoctetes, la tripulación no reñía ni puteaba ni asesinaba. En cuanto a beber, su tía le había dicho, al fin y al cabo, con una aceptación romántica de auténtica nobleza: Ya sabes, Hugh, que no espero que bebas sólo café cuando atravieses el Mar Negro. Y tenía razón. Hugh nunca llegó siquiera a ver de lejos el Mar Negro. Sin embargo, la mayor parte del tiempo bebía café a bordo; a veces también té; de vez en cuando agua; y en los trópicos, jugo de limón. Al igual que todos los demás. También este té fue motivo de otra molestia. Todas las tardes al sonar respectivamente las seis y las ocho campanadas, fue su obligación al principio, como su compañero estaba enfermo, salir corriendo de la cocina para ir primero a la despensa y luego a las cuadras de la tripulación con lo que el despensero llamaba untuosamente «el té de la tarde». Con tabnabs. Los tabnabs eran pastelillos deliciosos y exquisitos que preparaba el segundo cocinero. Hugh los comía con desprecio. ¡El Lobo de Mar tomando, a las cuatro de la tarde, té con tabnabs! Y esto no era lo peor. Otro renglón más importante aún era la comida misma. La comida a bordo del Filoctetes, simple carguero inglés, era, contrariamente a las afirmaciones de una tradición tan firme que hasta entonces Hugh apenas se hubiera atrevido a contradecirla aun en sueños, óptima; comparada con la de su escuela, en donde había vivido alimentándose en condiciones tales que ningún miembro de la marina mercante habría tolerado cinco minutos, era una fantasía de gourmet. Nunca había menos de cinco platillos para desayunar en la mesa de los suboficiales, a cuyo servicio se le había adscrito al principio de manera especial; pero en las «cuadras de la tripulación» era casi igualmente abundante. Picadillo americano, arenques ahumados, huevos pasados por agua, y tocino, avena, bistecs, panecillos, todo en una sola comida, hasta en un único plato; Hugh no recordaba haber visto nunca antes tanta comida. Por ello, tanto más sorprendente le resultó entonces descubrir que uno de sus deberes cotidianos consistía en echar por la borda cantidades de esta milagrosa comida. Se consideraba preferible arrojar al Océano Índico, o a cualquier océano, aquel sancocho que la tripulación no había consumido, que, según corría la frase, «devolverlo a la cocina». Tampoco por esta mejoría de condiciones, lograda con grandes esfuerzos, llegó a sentir Hugh gratitud alguna. Ni tampoco, lo cual resultaba misterioso, parecía sentirla ninguno de los demás. Porque lo infame de la comida era el gran tópico de conversación: —No se desesperen, muchachos, pronto habremos vuelto a casa en donde puede uno echarse algo comestible, en vez de esta inmundicia, con trozos de pintura o Dios sabe qué será —y Hugh, alma leal en el fondo de su ser, rezongaba con los demás. Sin embargo, halló su nivel espiritual entre los camareros…

No obstante, sentíase atrapado. Tanto más cuanto que se daba cuenta de que en ningún aspecto esencial había podido sustraerse a su vida pasada. Todo continuaba aquí, aunque bajo otra forma: los mismos conflictos, los mismos rostros, la misma gente —imaginaba— que en la escuela, la misma índole de espuria popularidad con su guitarra, la misma clase de impopularidad porque hacía migas con los camareros o, lo que era peor, con los fogoneros chinos. El barco mismo parecía un gigantesco campo de fútbol moviente. Cierto que había dejado atrás el antisemitismo, porque los judíos del mundo entero eran lo bastante sensatos para no hacerse marinos. Pero si bien al abandonar su escuela pensó también dejar a popa el snobismo inglés, se había equivocado rotundamente. El grado de snobismo imperante en el Filoctetes era en realidad tan fantástico y de tal índole, que Hugh nunca lo hubiera creído posible. El cocinero principal consideraba a su incansable segundo como un ser de casta del todo inferior. El jefe de la tripulación despreciaba al carpintero y así, durante tres meses, aunque tomaban los alimentos en el mismo recinto, no le dirigió la palabra por tratarse de un artesano, mientras que, a su vez, el carpintero despreciaba al jefe de la tripulación por tener él, Chips, el grado máximo entre los subalternos. El camarero en jefe, que gustaba de vestir camisas a rayas cuando no estaba de servicio, manifestaba con toda claridad el desprecio que sentía por el jovial segundo de a bordo, el cual, rehusándose a tomar su vocación en serio, se conformaba con vestir un suéter y una camiseta de toalla. Cuando, para ir a nadar, el grumete más joven bajó a tierra con una toalla enrollada al cuello, le riñó con solemnidad el cabo de brigadas (quien a pesar de llevar camisa sin cuello duro, llevaba corbata), acusándolo de ser la deshonra de la tripulación. Y el capitán mismo casi se ponía negro cada vez que veía a Hugh, porque éste, con intención de halagarlo, había dicho durante una entrevista que el Filoctetes era un vapor volandero vagabundo. Vagabundo o no, todo el barco se zarandeaba y se revolcaba en medio de prejuicios burgueses y tabús de tal índole, que Hugh ignoraba que existiesen. O al menos, eso creía. Por otra parte, era falso aquello del zarandeo. Hugh, lejos de aspirar a ser un Conrad, según lo sugirieron los periódicos, no había leído hasta entonces una sola palabra de aquel escritor. Pero sabía vagamente que Conrad insinuaba en alguna parte que en ciertas estaciones debían esperarse tifones en la costa de la China. Ésta era la estación; aquí, uno u otro día divisarían el litoral chino. No obstante, no aparecía tifón alguno. O, si lo había, el Filoctetes ponía buen cuidado en evitarlo. Desde el momento en que salió de los Lagos Amargos hasta que se encontró en rada en Yokohama, reinó una monótona tranquilidad de sepulcro. Hugh desmenuzaba herrumbre durante sus penosas guardias. Sólo que, en realidad, no eran penosas porque nada pasaba. Y no eran guardias nocturnas; trabajaba de día. Y, no obstante, se vio obligado a fingirse a sí mismo, ¡pobre tipo!, que algo romántico tenía lo que había hecho. ¡Y bien que lo tenía! Habría encontrado fácil consuelo consultando un mapa. Por desgracia, también los mapas le recordaban su escuela en demasía. Así es que, cuando atravesaron el Canal de Suez, no prestó atención a las esfinges, a Ismailia ni al Monte Sinaí; ni, al atravesar el Mar Rojo, pensó en Hejaz, Asir o Yemen. Como la isla de Perim pertenecía a la India aunque estuviera tan alejada de ella, siempre le había fascinado. Sin embargo, durante toda una tarde pasaron frente al terrible paraje, sin que él se diera cuenta. Una estampilla de la Somalia italiana en la que aparecía la efigie de agrestes pastores, fue alguna vez su más preciado tesoro. Doblaron por el Cabo de Guardafuí sin que se percatara de ello, al igual que cuando, niño aún, a los tres años, pasó por allí en la dirección contraria. Después no pensó ni en el Cabo Comorín ni en Nicobar. Ni en el Golfo de Siam, en Pnom-Penh. Tal vez ni él mismo supo en qué pensaba; las campanas repicaban, las máquinas murmuraban; videre: videre; y tal vez en lo alto del cielo hubiese otro mar en el que el alma abría el surco de su alta e invisible estela…

Por cierto que, para él, Sokotra no se convirtió en símbolo sino mucho después, y nunca se le ocurrió que pudo haber pasado a distancia bastante próxima del sitio en que naciera, cuando en el viaje de regreso navegaron frente a Karachi… Hong-Kong, Shanghai; pero las oportunidades de bajar a tierra eran pocas, y alejadas las unas de las otras; nunca podían tocar el poco dinero que tenían, y después de haber permanecido anclados frente a Yokohama durante todo un mes sin que se les concediera un solo permiso para bajar a tierra, se colmó su cáliz de amargura. Y sin embargo, aquellos que obtuvieron el permiso, en vez de rugir en los bares quedáronse a bordo cosiendo y contando chistes indecentes que Hugh había oído a la edad de once años. O bien se dieron a compensaciones neutras y torpes. Y Hugh tampoco pudo sustraerse al fariseísmo inglés de sus mayores. No obstante, como a bordo había una buena biblioteca, bajo la tutela del estibador, Hugh comenzó a adquirir la educación que una escuela costosa no fue capaz de suministrarle. Leyó La saga de los Forsythe y Peer Gynt. También en gran parte, gracias al estibador, alma bondadosa filocomunista que en tiempos normales pasaba bajo cubierta las horas de su guardia estudiando un folleto llamado La Mano Roja, Hugh renunció a su idea de no ir a Cambridge. —Si estuviera en tu situación, iría al jodido lugar. Sácale lo que puedas.

Mientras tanto, implacable, su reputación lo había seguido hasta el litoral chino. Si bien los titulares del Free Press de Singapur solían proclamar: «Asesinato de la Concubina del Cuñado», no fue sorprendente hallar al poco tiempo pasajes como: «Mozalbete de cabeza rizada estaba en el castillo de proa del Filoctetes y mientras éste anclaba en Penang, tocaba su composición más reciente en el ukelele». Noticias que ahora, de un día a otro, podrían aparecer en el Japón. Sin embargo, la guitarra misma había acudido al rescate. Y al menos Hugh sabía ahora en qué pensaba. ¡Pensaba en Inglaterra y en el viaje de regreso! Inglaterra, de donde tanto había anhelado escapar, tornábase ahora en el único objeto de su anhelo, en su tierra prometida; en la monotonía de estar perennemente anclados, más allá de los crepúsculos de Yokohama como falsetes de «Cantando el blues», pensaba en su país como el enamorado piensa en su amante. No evocaba por cierto otras amantes que pudo haber tenido en su país. Hacía mucho que había olvidado uno o dos idilios breves, a pesar de que alguna vez fueron serios. El destello de una enternecedora sonrisa de la señora Bolowski en la penumbra de Compton Street le persiguió en forma algo más duradera. No: pensaba en los camiones de dos pisos de Londres, en los anuncios de los teatros frívolos al norte, en el Hipódromo de Birkenhead: dos funciones diarias, a las 6.30 y a las 8.30. Y en verdes campos de tenis, en el rebote de las pelotas sobre el terso césped y en su ágil vuelo por encima de la red, en la gente que recostada en sillas plegables bebía té (a pesar de que podía emularla a bordo del Filoctetes), en su gusto recién adquirido por la cerveza inglesa y el queso añejo…

Pero sobre todo, pensaba en sus canciones, que ahora verían la luz. ¿Qué importaba todo lo demás si cuando volviera a casa, tal vez en ese mismo hipódromo de Birkenhead, las tocarían y cantarían dos veces cada noche ante salas repletas? O si bien no las tarareaban, hablarían de él. Porque la fama le aguardaba en Inglaterra, no aquel falso renombre que ya había atraído sobre su persona; no notoriedad barata, sino fama real, fama que sentía ahora, después de haber pasado las de Caín, después de haber pasado «por el infierno mismo» —y Hugh se convenció de que tal era verdaderamente el caso— que había ganado como derecho y recompensa.

Pero vino el tiempo en que Hugh pasó en realidad «por el infierno». Un día, un pobre carguero hermano perteneciente a otro siglo, el Edipo Tirano —de cuyo tocayo pudiera haberle informado el estibador del Filoctetes que se trataba de otro griego en desgracia—, estaba anclado en rada frente a Yokohama, distante, aunque demasiado cerca, porque aquella noche los dos enormes barcos, girando sin cesar con la marea, gradualmente se acercaron tanto el uno al otro que casi chocaron, y por un momento esto pareció estar a punto de ocurrir; a bordo, la popa del Filoctetes hervía de excitación, y luego, mientras los barcos apenas se deslizaban el uno junto al otro, el capitán segundo gritó por un megáfono:

—¡Saludos del capitán Sanderson al capitán Telson, y díganle que le han dado un fondeadero detestable!

El Edipo Tirano que, a diferencia del Filoctetes, llevaba fogoneros blancos, había sobrepasado el increíble período de catorce meses fuera de su puerto de origen. Por esa razón su maltrecho capitán no estaba ansioso en modo alguno, como el capitán de Hugh, de negar que su barco fuera un vagabundo volandero de los mares. Ya dos veces había descollado a estribor la roca de Gibraltar, no para anunciar el Támesis ni Mersey, sino el Océano Atlántico, el largo trayecto a Nueva York. Y luego, Veracruz y Colón, Vancouver, y el largo viaje por el Pacífico para volver al Lejano Oriente. Y ahora, cuando justamente todos estaban seguros de que en esta ocasión al fin tornarían a casa, acababan de recibir órdenes de volver una vez más a Nueva York. Su tripulación, especialmente los fogoneros, estaba harta de este estado de cosas. A la mañana siguiente, cuando ambos barcos se hallaban anclados a distancia razonable, apareció un anuncio en el comedor trasero del Filoctetes en el que se solicitaban voluntarios para sustituir tres marinos y cuatro fogoneros del Edipo Tirano. De esta suerte, aquellos hombres podrían regresar a Inglaterra a bordo del Filoctetes, que sólo llevaba tres meses en el mar, pero que, en el curso de la semana en que zarpase de Yokohama, haría el viaje de regreso.

Ahora bien, más días en el mar son más dólares, por pocos que sean. Y tres meses en alta mar son asimismo un tiempo larguísimo. Pero catorce meses (Hugh tampoco había leído aún a Melville) son una eternidad. No era probable que el Edipo Tirano tuviera que enfrentarse a más de seis años de vagancia: pero nunca se sabía; quizá tuvieran la idea de transferir poco a poco la mano de obra más agotada a navíos que retornaran a casa, cuando los encontrasen, y así mantenerlo errante por dos años más. Al cabo de dos días sólo se habían presentado dos voluntarios, un auxiliar de radio y un marinero.

Hugh contempló el Edipo Tirano que, en su nuevo anclaje, aunque continuaba meciéndose con rebeldía, se acercaba como al cabestro de su mente, y así aparecía el viejo vapor ora mostrando por momentos un cuarto, otra otro cerca de la escollera, para dar la apariencia en el siguiente instante de hacerse a la mar. A diferencia del Filoctetes, era a sus ojos todo lo que debía ser un barco. En primer término, no daba con su aparejo la impresión de ser un campo de fútbol, masa de chaparros postes de meta y redes. Sus mástiles y cabrias pertenecían a la altiva variedad de la cafetera. Los primeros eran negros, de acero. Su chimenea también era alta, y requería pintura. Era sucio y mohoso, y a su costado asomaba el minio rojo. Estaba escorado a babor, y quién sabe si también a estribor. El estado de su puente sugería un reciente contacto —¿sería posible?— con algún tifón. Si no era así, poseía el aspecto de que pronto atraería uno. Estaba mellado, envejecido, y, feliz idea, tal vez hasta a punto de hundirse. Y sin embargo algo tenía de juvenil y hermoso, como una ilusión que nunca muere sino que siempre permanece con el casco sumido en el horizonte. Decíase que era capaz de desarrollar siete nudos. ¡E iba hasta Nueva York! Por otra parte, si se enrolaba en él, ¿qué ocurriría con Inglaterra? La confianza que tenía en sus canciones no era tan absurda como para inducirlo a pensar que allí su fama seguía resplandeciendo tanto después de dos años… Además, comenzar nuevamente desde el principio entrañaba un terrible ajuste. Y sin embargo, no llegaría a bordo marcado con el mismo estigma. Era poco factible que su nombre hubiera llegado hasta Colón. ¡Ah!, ¿qué habría hecho su hermano Geoff, que también conocía estos mares, estas dehesas de experiencia?

Pero no podía hacer aquello. Era pedirle demasiado, irritado como estaba por permanecer inmóvil durante un mes en Yokohama, sin derecho siquiera a bajar a tierra. Era como si en la escuela, precisamente al estar cerca la clausura de las clases, le hubieran dicho que no habría vacaciones ese verano, que debería seguir trabajando como de costumbre durante agosto y septiembre. Salvo que nadie le decía nada. Alguna voz íntima le incitaba simplemente a presentarse como voluntario para que algún otro, cansado del mar y más nostálgico de su patria que él, pudiese ocupar su plaza. Hugh se alistó a bordo del Edipo Tirano.

Cuando volvió al Filoctetes un mes después, en Singapur, era una persona diferente. Tenía disentería. El Edipo Tirano no lo había desengañado. Su comida era pobre. No había más refrigeración que una heladera. Y un camarero principal (¡perro desgraciado!) se pasaba todo el día en su camarote fumando cigarrillos. Y también el castillo de proa estaba en el frente. Y a pesar de todo aquello, lo abandonó contra su voluntad, sin rasgo alguno digno de Lord Jim, por error de alguna agencia, cuando estaba a punto de recoger peregrinos que iban a la Meca. Se había descartado el viaje a Nueva York, y sus compañeros de viaje, si bien no todos los peregrinos, llegarían probablemente a su destino, después de todo. Exento del servicio, solitario con sus dolores, Hugh se sentía como un ser lastimoso. Y no obstante, de vez en cuando se levantaba apoyándose en un codo: ¡Dios mío, qué vida! No existían condiciones demasiado buenas para hombres lo bastante endurecidos que las soportaran. Ni los antiguos egipcios supieron lo que era la esclavitud. Aunque, ¿qué sabía él al respecto? No mucho. Las carboneras, abastecidas en Miki —negro puerto carbonífero concebido para satisfacer la idea que cualquier hombre en tierra tuviese sobre los sueños de los marinos, ya que en él cada casa es un burdel y cada mujer una prostituta, incluso una vieja bruja que grababa tatuajes— pronto estuvieron llenas: el carbón llegaba casi hasta el piso del cuarto de calderas. Hugh sólo había visto el lado agradable —si acaso lo tenía— del oficio de fogonero. Pero ¿era mejor la vida en cubierta? No, en verdad. Tampoco allí había misericordia. Para el marinero, la vida en el mar no era una insensata triquiñuela publicitaria. Era algo perfectamente serio. Hugh se avergonzó terriblemente por haberla explotado como si lo fuera. Años de aplastante monotonía, de estar expuesto a toda clase de oscuros peligros y enfermedades, el destino de cada cual a merced de una compañía que sólo se interesaba por la salud de uno en la medida del riesgo que corría de pagar la indemnización de un seguro, la vida hogareña reducida a una semicópula con la esposa en la estera de la cocina cada dieciocho meses, eso era el mar. Eso, y un secreto anhelo de ser sepultado en él. Y un enorme e insaciable orgullo. Hugh creía comenzar a percatarse ahora, aunque remotamente, de lo que había tratado de explicarle el estibador; el porqué, a bordo del Filoctetes, se le había denostado y adulado con servilismo. En gran parte se debió a que estúpidamente se había anunciado como representante de un sistema sin entrañas al que a la vez temían y del que desconfiaban. Y sin embargo, este sistema ofrece muchos más atractivos a los marinos que a los fogoneros, que raras veces surgen por los escobenes a respirar el burgués aire superior. No obstante sigue pareciendo sospechoso. Sus métodos son tortuosos. Sus espías andan por doquier. Lo sonsacan a uno, ¡se sabe!, hasta con una guitarra. Por esta razón, debe leerse su diario íntimo. Hay que vigilarlo, mirar de frente sus diabluras. Si es menester, hay que adularlo, imitarlo y pretender colaborar con él. Y él, a su vez, nos adula. Cede un punto en esto y aquello, en asuntos como la comida, mejores condiciones de vida, y, aunque primero haya destruido la tranquilidad espiritual necesaria para aprovecharlas, hasta en bibliotecas. Porque de esta manera mantiene un dominio sofocante sobre nuestra alma. Y porque esto ocurre a veces, al volverse uno servil, de repente se descubre uno diciendo: —¿Sabes?, estás trabajando para nosotros, cuando debiéramos nosotros trabajar para ti —también eso es cierto. El sistema trabaja para uno, como pronto se descubrirá, cuando venga la próxima guerra que traerá consigo empleos para todos—. Pero no te imagines que por siempre podrás salirte con la tuya en todas tus astucias —repite uno todo el tiempo en el fondo del corazón—; de hecho te tenemos en nuestras garras. ¡Sin nosotros, en la paz o en la guerra, la cristiandad deberá derrumbarse como un montón de cenizas! —Hugh advertía lagunas en la lógica de este pensamiento. No obstante, a bordo del Edipo Tirano, casi sin la mácula de aquel símbolo, Hugh no había sido objeto de zalamerías ni de vejaciones. Se le había tratado como a un camarada. Y se le había ayudado con generosidad cuando no podía con sus tareas. Sólo cuatro semanas. Sin embargo, aquellas cuatro semanas a bordo del Edipo Tirano lo reconciliaron con el Filoctetes. Y así, preocupábase amargamente porque durante su enfermedad alguien tenía que hacer su trabajo. Cuando volvió a sus labores antes de haberse restablecido, siguió soñando con Inglaterra y con la fama. Pero se ocupaba sobre todo en perfeccionar el estilo de su trabajo. Raras veces tocó su guitarra durante estas últimas semanas llenas de penalidades. Parecía arreglárselas espléndidamente. Tan espléndidamente que, antes de desembarcar, sus propios compañeros insistieron en hacerle las maletas. Con pan rancio, según descubrió más tarde.

Permanecieron anclados en Gravesend, esperando a que subiese la marea. Al derredor, en la brumosa madrugada, ya los corderos balaban con dulzura. En la media luz el Támesis no parecía muy diferente del Yang-tse-kiang. Luego, de pronto, alguien apagó su pipa golpeándola contra el muro de un jardín…

Hugh no esperó a descubrir si al periodista que había subido a bordo en Silvertown le gustaba tocar sus canciones en sus horas de ocio. Casi lo echó por la borda.

Lo mismo que le inspiró aquel acto de poca generosidad, no le impidió hallar su camino aquella noche hasta llegar a New Compton Street y a la miserable tienducha de Bolowski. Cerrada ahora y oscura. Pero Hugh casi pudo tener la certidumbre de que aquellas canciones en el escaparate eran las suyas. ¡Cuán extraño era todo esto! Casi imaginó escuchar compases familiares que provenían de arriba (sin duda, la señora Bolowski los canturreaba en un cuarto superior) y luego, mientras buscaba un hotel, que toda la gente a su alrededor los tarareaba. También, en el Astoria, este tarareo persistió en sus sueños aquella noche; levantóse al alba para escudriñar una vez más el maravilloso escaparate. Ninguna de sus canciones estaba a la vista. Hugh se sintió desilusionado sólo por un segundo. Tal vez habían llegado a ser tan populares que no podía desperdiciarse ningún ejemplar para exhibirlo. A las nueve de la mañana volvió a la tienda de Bolowski. El hombrecillo estaba encantado de verlo. Sí, por cierto, sus canciones se habían publicado tiempo atrás. Bolowski iría a buscarlas. Hugh esperó conteniendo la respiración. ¿Por qué tardaba tanto? Después de todo, Bolowski era su editor. No podía ser, claro está, que tuviera dificultad para encontrarlas. Al fin regresó acompañado por un ayudante y dos enormes paquetes. —Aquí —dijo— están sus canciones. ¿Qué quiere que hagamos? ¿Desea llevárselas? ¿O prefiere que las conservemos aún por algún tiempo?

Y allí, no cabía duda, estaban las canciones de Hugh. Mil ejemplares de cada una se publicaron como lo prometió Bolowski: era todo. No había hecho esfuerzo alguno por distribuirlas. Nadie las tarareaba. Ningún comediante las cantaba en el Hipódromo de Birkenhead. Nadie había vuelto a oír jamás una sola palabra de las canciones del «compositor estudiante». Y a Bolowski le era completamente indiferente si alguien volvía a mencionarlas en el futuro. Las había editado y con ello había cumplido su obligación contractual. Tal vez eso le costaba una tercera parte de la prima. Pero el resto era beneficio neto. Si Bolowski publicaba así mil canciones al año a los confiados bobos que estabas dispuestos a pagar, ¿para qué incurrir en los gastos de distribución? Las simples primas le bastaban. Y, después de todo, Hugh tenía sus canciones. ¿Acaso no sabía, explicóle Bolowski con gentileza, que no había mercado para las canciones de compositores ingleses? ¿Que la mayoría de las canciones publicadas eran norteamericanas? Muy a su pesar, Hugh sintió que lo halagaba el que le iniciasen en los misterios del negocio de canciones. —Pero toda la publicidad —tartamudeó—, ¿no le sirvieron de nada todos esos anuncios? —y Bolowski negó suavemente con la cabeza. Toda aquella historia había muerto antes de que las canciones se publicaran—. Y ¿no sería fácil resucitarla? —murmuró Hugh tragándose sus buenas intenciones al recordar a aquel periodista que había sacado a patadas del barco el día anterior: luego, avergonzado, intentó nueva táctica… ¿Tal vez, después de todo, en América tendría mayores oportunidades como compositor? Y pensó lejanamente en el Edipo Tirano. Pero Bolowski se burló de las oportunidades en América, en donde cada mesero era compositor de canciones…

No obstante, abrigando durante todo este tiempo remotas esperanzas, miraba sus canciones. Al menos su nombre aparecía en las cubiertas. Y de hecho, en una de ellas se veía la foto de una orquesta de baile. ¡Interpretada con enorme éxito por Izzy Smigalkin y su orquesta! Tomando varios ejemplares de cada una, volvió al Astoria. Izy Smigalkin tocaba en el Elephant and Castle, y hacia allá dirigió sus pasos, aunque no habría podido precisar con qué objeto, ya que Bolowski había dejado traslucir la verdad: que aunque Izzy Smigalkin hubiera estado tocando en el mismo Kilburn Empire, seguiría siendo el tipo de persona que no se interesaba en canciones de las que no se habían editado partituras para orquesta, a pesar de que a raíz de algún secreto arreglo con Bolowski, las hubiese presentado con bastante poco éxito. Hugh comenzó a conocer el mundo.

Pasó sus exámenes de ingreso en Cambridge, pero apenas si renunció a sus antiguas guaridas. Dieciocho meses debieron transcurrir antes de que pudiese entrar. El periodista al que había echado del Filoctetes le había dicho, sin aclarar sus razones: —Es usted un idiota. ¡Podría hacer que todos los editores de la ciudad corrieran en pos de usted! —castigado, Hugh consiguió, gracias al mismo tipo, un empleo en algún periódico, en donde pegaba recortes de periódicos para un álbum. ¡Así es que había llegado para eso! No obstante, pronto adquirió cierto sentido de independencia —aunque su tía le pagaba el hospedaje. Y su ascenso fue rápido. Su notoriedad le sirvió, si bien hasta entonces nada había escrito sobre el mar. En el fondo, anhelaba la honestidad, el arte, y se dijo que en el relato que escribió sobre el incendio de un burdel en Wapping Old Stairs, había logrado expresar ambas cosas. Pero en lo íntimo de su ser no se apagaban los rescoldos de otros fuegos. Ya no iba de un desacreditado editor a otro, mendigando con su guitarra y sus manuscritos metidos en la mochila de Geoffrey. Y, no obstante, una vez más en su vida volvía a tener cierta semejanza con la de Adolf Hitler. No se había desconectado de Bolowski y, en el fondo de su corazón, se vio urdiendo una venganza en su contra. Cierta forma de antisemitismo privado se convirtió en parte de su vida. Por las noches trasudaba violento odio racial, aunque a veces atravesaba por su mente la idea dé que en el cuarto de las calderas había tocado el fondo del sistema capitalista, esta sensación le resultaba inseparable de su odio por los judíos. En cierto modo era culpa de los pobres judíos, no sólo de Bolowski, sino de todos los judíos, que él hubiese descendido hasta el cuarto de calderas acariciando desmesuradas ilusiones. Los judíos eran responsables hasta de que existiesen excrecencias económicas como lo era la Marina Mercante Británica. En los sueños que acariciaba durante el día convertíase en instigador de enormes pogroms de carácter general en los cuales, por lo mismo, no se derramaba una sola gota de sangre. Y día a día se acercaba a su finalidad. Cierto, entre ésta y él, de vez en cuando, alzábase la sombra del estibador del Filoctetes. O centelleaban las sombras de los estibadores del Edipo Tirano. ¿Pero acaso no eran Bolowski y los de su calaña los enemigos de su propia raza, y no eran los mismos judíos los descastados, los explotados y los errantes de la tierra, al igual que los estibadores y como él mismo lo había sido? Pero ¿qué era la fraternidad universal si los marinos llenaban de pan rancio la mochila de un hermano? Y, a pesar de ello, ¿adonde volver la mirada para hallar claros valores de rectitud? ¿Acaso su padre y su madre no habían muerto? ¿Su tía? ¿Geoff? Pero Geoff, como el fantasma de su propio alter ego, andaba siempre por Rabat o Tombuctú. Además, ya una vez le había privado de la dignidad de convertirse en rebelde. Recostado en el sofá, Hugh sonrió… Porque alguien hubo, ahora recordaba, a cuya memoria, cuando menos, podía haber acudido… Esto le recordó, además, que a la edad de trece años había sido por algún tiempo ardiente revolucionario. Y ¡extraña vocación! ¿no había sido este mismo director de su antigua escuela preparatoria y guía de scouts, el Doctor Gotelby, fabuloso y errante tótem de privilegios, iglesia, caballero inglés —¡Dios salve al Rey!— y segura ancla de los padres, el responsable de su herejía? ¡Cabroncete! Con admirable independencia el apasionado viejo que domingo a domingo predicaba las virtudes en la capilla, ilustró ante los ojos desorbitados de su clase cómo los bolcheviques, lejos de ser los infanticidas del Daily Mail, seguían una norma de vida sólo menos espléndida que la usual entre los integrantes de su comunidad de Pangbourne Garden City. Pero ya para entonces Hugh había olvidado a su antiguo mentor. Al igual que hacía mucho olvidó realizar cada día una acción virtuosa. Y que un cristiano sonríe y silba en cualquier circunstancia, y que si una vez había sido uno scout se era para siempre comunista. Hugh sólo recordaba «estar preparado». Y así fue como sedujo a la esposa de Bolowski.

Pero acaso fue una solución más pensada que lograda… A pesar de lo cual, por desgracia, Bolowski se empeñó en presentar una demanda de divorcio acusando a Hugh de complicidad. Aunque quedaba por ocurrir casi lo peor. Bolowski lo acusó también de haber tratado de engañarlo en otros aspectos al declarar que las canciones que le había publicado eran ni más ni menos que plagios de dos números norteamericanos poco conocidos. Hugh quedó estupefacto. ¿Era posible? ¿Acaso había vivido en un mundo de ilusiones tan absoluto que había ansiado apasionadamente la publicación de canciones plagiadas, cuya impresión pagó él mismo, o, mejor dicho, su tía, y que, de modo tortuoso, hasta su desengaño al respecto fuera falso? Según se comprobó, la verdad no fue tan terrible. Y sin embargo, existían bases muy sólidas para la acusación, en lo que a una de las canciones se refería…

Recostado en el sofá, Hugh libraba una lucha con su puro. ¡Dios Todopoderoso! ¡Dios Todopoderoso, azote de los pecadores! Debió haberlo sabido todo el tiempo. Sabía que lo sabía. Por otra parte, preocupado sólo por la interpretación, parecía como si su guitarra pudiera convencerlo de que cualquier canción era suya. También el que el número norteamericano fuese infaliblemente un plagio, no le auxilió en nada. Hugh estaba angustiado. En esta época vivía en Blackheath y un buen día, cuando la amenaza del escándalo perseguía todos sus pasos, caminó a pie veinticinco kilómetros hasta llegar a la ciudad, recorriendo los suburbios de Lewisham Catford, New Cross, hasta el Old Kent Road, frente, ¡ah!, al Elephant and Castle, hasta el corazón de Londres. Macabras, sus pobres canciones le perseguían ahora en tono menor. Deseaba perderse en estos distritos sin esperanza, asolados por la miseria e idealizados románticamente por Longfellow. Anhelaba que el mundo lo engullera a él y a su infortunio. Porque infortunio era lo que sobrevendría. Lo aseguraba la publicidad que otrora invocara en provecho propio. ¿Cómo se iba a sentir ahora su tía? ¿Y Geoff? ¿Y la poca gente que había confiado en él? Hugh ideó un último programa gigantesco: en vano. Por último, hasta le pareció casi un consuelo saber que su madre y su padre habían muerto. En cuanto al tutor principal de su escuela, no era probable que quisiera dar la bienvenida a un estudiante que acababa de arrastrarse en los «tribunales de divorcio» —palabras terribles. La perspectiva parecíale horrible; la vida, a punto de acabarse; la única esperanza: alistarse en otro barco tan pronto como todo hubiese terminado, o, si fuera posible, antes de que todo comenzase.

Luego, de súbito, ocurrió un milagro, algo fantástico e inimaginable para lo cual hasta este día Hugh no había logrado hallar explicación lógica. De pronto Bolowski desistió de todo. Perdonó a su esposa. Llamó a Hugh y, con máxima dignidad, también le perdonó. Retiró la demanda de divorcio. Y también la acusación de plagio. Todo había sido un error, dijo Bolowski. En el peor de los casos, como nunca se habían distribuido las canciones, ¿qué daño se había hecho? Mientras más pronto se olvidase, mejor. Hugh no pudo dar crédito a sus oídos: como tampoco podía dárselo hoy, al recordar, ni creer tampoco que, poco después de pensar que todo se había perdido y que su vida estaba irremisiblemente arruinada, pudiese, como si nada hubiese acontecido, continuar tranquilamente…

—¡Auxilio!

Tembloroso, con el rostro en parte cubierto de espuma, Geoffrey estaba en el umbral de la puerta de su cuarto haciendo señas con una brocha de afeitar, y Hugh, tirando al jardín su ruinoso puro, se levantó y lo siguió al interior de la casa. En circunstancias normales tenía que atravesar esta interesante estancia para llegar hasta su recámara (por cuya puerta, al frente, abierta, se veía la segadora) y ahora, como el cuarto de Yvonne estaba ocupado, también debía hacerlo para llegar hasta el cuarto de baño. Era éste un lugar delicioso y sumamente amplio para el tamaño de la casa: sus ventanas, al través de las cuales se precipitaban los rayos del sol, daban a la calle Nicaragua por el lado de la rampa. Un fuerte perfume dulzón que usaba Yvonne, invadió el cuarto, en tanto que los aromas del jardín se filtraban por la ventana abierta de la recámara de Geoff.

—La temblorina es horrible. ¿Nunca te ha dado la temblorina? —preguntó el Cónsul agitándose de pies a cabeza: quitóle Hugh la brocha de rasurar y comenzó a frotarla de nuevo en una tablilla de jabón de leche de burra que había en el lavabo—. Sí, la has tenido, me acuerdo. Pero no una temblorina tan monumental.

—No… ningún periodista ha tenido jamás la temblorina —Hugh dispuso una toalla en torno al cuello del Cónsul—. ¿Quieres decir las ruedas?

—Éstas son ruedas dentro de ruedas.

—Lo siento mucho. Ya estamos listos. Estáte quieto.

—¿Cómo demonios quieres que me esté quieto?

—Tal vez sería mejor si te sentaras.

Pero el Cónsul tampoco se sentó:

—¡Por Dios, Hugh, lo siento! No puedo dejar de andar saltando. Es como si estuviera dentro de un tanque de guerra. ¿Dije tanque? ¡Jesús!, necesito un trago. ¿Qué es esto? —el Cónsul empuñó una botella destapada de loción que estaba en el alféizar de la ventana—. ¿A qué crees que sepa esto, eh? Para el cuero cabelludo —antes de que Hugh pudiera detenerlo, el Cónsul dio un largo trago—. No está mal. No está nada mal —añadió triunfante y relamiéndose—. Sabe un poco a pernod. De cualquier manera, un buen hechizo contra las cucarachas galopantes. Y contra la polígona mirada proustiana de imaginarios escorpiones. Espera un momento, voy a…

Hugh abrió todas las llaves. En el cuarto contiguo oyó a Yvonne que caminaba, alistándose para ir a Tomalín. Pero como había dejado la radio encendida en el porche probablemente Yvonne no podría oír sino los ruidos habituales en un cuarto de baño.

—Dando dando —comentó el Cónsul, tembloroso aún, cuando Hugh lo ayudó a sentarse—. En una ocasión hice lo mismo por ti.

—‘Sí, hombre’ —Hugh, que volvía a frotar la brocha en el jabón de leche de burra, arqueó las cejas—. Así es. ¿Te sientes mejor, mi viejo?

—Cuando eras niño —castañeteaban los dientes del Cónsul—, volviendo de la India en el barco de la Peninsular y Oriental… en el viejo Cocanada.

Hugh volvió a colocar la toalla al cuello de su hermano; luego, como si, distraído, obedeciese las mudas instrucciones de Geoff, tarareando, atravesó la recámara y salió al porche, en donde la radio tocaba ahora estúpidamente Beethoven en el viento que azotaba con fuerza contra ese lado de la casa. Al regresar con la botella de whisky (que con acierto supuso que el Cónsul había ocultado en el aparador) dejó errar su mirada por los libros de Geoff, ordenados con pulcritud —en el cuarto aseado donde no existía ningún indicio de que su ocupante realizase trabajo alguno o se propusiese hacerlo en el futuro, salvo la cama algo revuelta en la que evidentemente había estado acostado el Cónsul— en altos estantes que cubrían las paredes: Dogme et Ritual de la Haute Magie, El Culto de la Serpiente y de Siva en América Central; de éstos, había dos largos estantes, junto con encuadernaciones de piel color herrumbre y bordes raídos de numerosos libros de alquimia y otros cabalísticos; aunque algunos, que parecían bastante nuevos como La clavícula del Rey Salomón, probablemente fueran tesoros, el resto era una colección heterogénea: Gogol, el Mahabharata, Blake, Tolstói, Pontoppidan, los Upanishads, un Marston en edición Mermaid, el obispo Berkeley, Duns Scoto, Spinoza, Vice Versa, Shakespeare, las obras completas de Taskerson, Sin novedad en el frente, El trinquete de Cuthbert, el Rig Veda y, ¡Dios sabrá por qué!, Pedrillo Conejo; —todo se resume en Pedrillo Conejo —solía decir el Cónsul. Hugh regresó sonriendo y, con gesto grandilocuente digno de un mesonero español, le llenó de whisky el vaso de lavarse los dientes.

—¿En dónde encontraste eso?… ¡ah!… ¡Me has salvado la vida!

—No es nada. Una vez hice lo mismo por Carruthers. —Hugh comenzó a afeitar al Cónsul, que casi en seguida se tranquilizó.

—¿Carruthers… aquel cuervo viejo? ¿Qué hiciste por Carruthers?

—Le sostuve la cabeza.

—Pero no estaba borracho, por supuesto.

—Borracho, no. Ahogado. Además, fue durante una revisión —Hugh blandió la navaja—. Trata de quedarte quieto, así. Así está bien. Él te respeta enormemente… Solía referir gran cantidad de anécdotas tuyas, aunque casi todas eran variaciones sobre el mismo tema… La de aquella vez en que llegaste montado en un caballo al colegio.

—Oh, no… No lo hubiera montado. Cualquier cosa más grande que un cordero me espanta.

—De cualquier manera, allí estaba el caballo, atado en la despensa. ¡Y vaya caballito bronco! Aparentemente fueron menester treinta y siete tipos y el portero del colegio para sacarlo.

—¡Por Dios!… pero no puedo imaginar que Carruthers se pusiera tan borracho para morirse durante una revisión. Déjame ver, en mis tiempos era sólo profesor adjunto. Creo que en realidad tenía más interés en sus ediciones príncipe que en nosotros. Claro que esto era a principios de la guerra, en momentos bastante difíciles… Pero era un tipo estupendo.

—En mi época seguía siendo profesor adjunto.

(En mi época. Pero ¿qué significa eso exactamente? ¿Qué hacía uno en Cambridge —si acaso se hacía algo— para comprobar que el alma era digna de Siegbert de East Anglia… o de John Cornford? ¿Irse de pinta, no asistir a las conferencias ni a las clases, dejar de remar por el colegio, engañar al supervisor y, por último, engañarse a sí mismo? ¿Estudiar economía, y después historia, italiano y pasar apenas los exámenes? ¿Trepar por la reja —contra la que sentía una aversión indigna de marinos— para visitar a Bill Plantagenet en Sherlock Court y, asiendo la rueda de Santa Catalina, sentir, adormecido por un momento, como Melville, que el mundo lo llamaba desde los puertos a popa? ¡Ah las campanas marinas de Cambridge y sus fuentes a la luz de la luna y sus patios cerrados y sus claustros y su belleza duradera en la lejana y virtuosa seguridad de sí misma, parecían formar parte, no tanto del brillante mosaico de la estúpida existencia que allí se vivía (aunque tal vez se hubiera logrado mantener por los incontables recuerdos engañosos de tales vidas) cuanto por el extraño sueño de algún vetusto monje, muerto hacía ochocientos años, cuya imponente habitación, fincada sobre pilotes y estacas enterrados en regiones pantanosas resplandeciera otrora como antorcha surgiendo del misterioso silencio y de la soledad de los fangales! Sueño guardado con celo: No Pise el Prado, y no obstante esta belleza irreal nos obliga a decir: Dios, perdóname. Mientras uno vivía cerca de la estación entre los repugnantes olores de mermelada y de botas viejas en una choza vigilada por un inválido, Cambridge era el mar al revés; y al mismo tiempo, una horrible regresión; en el sentido más estricto (a pesar de la reconocida popularidad de que Hugh gozaba, oportunidad caída del cielo) la más espantosa de las pesadillas, como si un hombre maduro se despertase de pronto al igual que el infortunado señor Bultitude en Vice Versa, para enfrentarse, no a los azares de los negocios, sino a la lección de geometría que no había preparado treinta años antes y a las torturas de la pubertad. Albergues y castillos de proa encuéntranse donde están, en el corazón. Y sin embargo el corazón enfermaba al correr a todo, galope hacia el pasado, hasta los mismos rostros de la escuela, ahora túmidos como los de los ahogados, en cuerpos recrecidos y desmadejados, volver otra vez a todo aquello de lo que con tantos esfuerzos uno había tratado de huir antes, pero de manera desmesuradamente inflada. Y por cierto que, si no hubiera sido así, seguiría uno consciente de la existencia de las camarillas, los snobismos, los genios malogrados, la justicia escarnecida, la seriedad violada y los gigantescos idiotas vestidos de tweed y amanerados como ancianas, cuya única razón de ser radicaba en otra guerra. Era como si aquella experiencia del mar, exagerada también por el tiempo transcurrido, lo hubiera revestido con el profundo desajuste interno del marinero que nunca puede ser feliz en tierra. Sin embargo, había comenzado a tocar la guitarra con mayor seriedad. Y una vez más, sus mejores amigos fueron con frecuencia judíos: en algunos casos, los mismos judíos que habían estado en la escuela. Había que admitir que habían sido los primeros, puesto que llegaron desde 1106 A. C. Pero ahora parecían casi la única gente vieja como uno mismo: sólo ellos tenían un sentido de la belleza generoso e independiente. Sólo un judío no desvirtuaba el sueño del monje. Y en cierta forma, sólo un judío, con su rica dotación de sufrimiento prematuro, podía comprender el sufrimiento de uno, él aislamiento, esencialmente, la pobre música de uno. Así es como en mi tiempo, y con la ayuda de mi tía, compré un periódico universitario. Esquivando los cargos escolares, convertíme en firme defensor del Sionismo. Como director de una orquesta de baile compuesta en su mayoría por judíos, tocando en bailes locales, y con mi propio número «Tres Hábiles Marinos», amasé una suma considerable. Fue mi amante la bella esposa judía de un conferencista norteamericano que visitaba Inglaterra. También la seduje con mi guitarra que, como la ballesta de Filoctetes o la hija de Edipo, fue mi guía y mi apoyo. Tocábala sin timidez por doquiera. Ni tampoco me impresionó, ni más ni menos que como un cumplido inesperado y útil, el que Phillipson, el dibujante, se hubiese tomado la molestia de representarme en un periódico antagónico con una inmensa guitarra en cuyo interior se ocultaba un niño extrañamente familiar, enroscado como si estuviera dentro de un vientre…)

—Claro que siempre fue un gran conocedor de vinos.

—En mi tiempo comenzaba a confundir un poco los vinos y las primeras ediciones —Hugh afeitaba con destreza la barba de su hermano junto a la vena yugular y la arteria carótides—. Hágame el favor de traerme una botella del mejor John Donne, ¿quiere, Smithers?… Ya sabe, una del genuino 1611.

—Por Dios, ¡qué gracioso!… ¿O no? ¡Pobre Viejo Cuervo!

—Era un tipo espléndido.

—El mejor.

(…He tocado mi guitarra ante el Príncipe de Gales, mendigando en las calles en beneficio de los ex combatientes el día del Armisticio, he tocado en una recepción ofrecida por la Sociedad Amundsen y, mientras arreglaban los años venideros, ante una junta secreta de la Cámara de Diputados francesa. Los Tres Hábiles Marinos alcanzaron fama meteórica y Metrónomo nos comparó a los Cuatro Azules de Venuti. En aquella época no podía pensar en nada peor que recibir una herida en la mano. Sin embargo, a menudo soñaba que moría devorado por los leones en el desierto mientras pedía por última vez la guitarra, que seguía rasgueando hasta el fin… Y no obstante dejé de tocar por mi propia voluntad. De repente, menos de un año después de haberme salido de Cambridge, dejé de tocar primero en orquestas, luego en la intimidad, y cesé tan completamente que Yvonne, a pesar del tenue lazo que implicaba el que ella hubiera nacido en Hawaii, sin duda alguna ignora que llegué a tocar, y nadie me dice ya con tanto énfasis: Hugh, ¿dónde está tu guitarra? Anda, ven a tocarnos una tonada.)

—Tengo —dijo el Cónsul— una pequeña confesión que hacerte, Hugh… Hice algunas trampas con la estricnina mientras estuviste fuera.

—Thalavethiparothiam, ¿verdad? —dijo Hugh, amenazándole en broma—. O fuerza obtenida por decapitación. Bueno pues, no tengas cuidado, como dicen los mexicanos; voy a afeitarte la parte de atrás del cuello.

Pero Hugh limpió primero la navaja con un pedazo de papel higiénico, y asomóse con gesto distraído para ver el cuarto del Cónsul. Las ventanas de la recámara estaban abiertas de par en par. Las cortinas se mecían hacia adentro con máxima suavidad. El viento casi había cesado. Los perfumes del jardín eran penetrantes. Hugh oyó que el viento volvía a soplar en otra parte de la casa —el feroz aliento del Atlántico saturado de Beethoven salvaje. Pero aquí, del lado de sotavento, aquellos árboles que podían verse por la ventana del baño parecían no percatarse de ello. Y las cortinas se ocupaban con su propia brisa suave. Como la ropa de la tripulación, recién lavada a bordo de un vapor volandero y que, colgada por encima de la escotilla número seis entre bruñidos mástiles, apenas baila en el sol de la tarde mientras que en declive, entre bao y popa, a menos de una legua alguna embarcación indígena con velas que gualdrapean violentamente parece luchar contra un huracán, se hinchaban imperceptibles, como si se dirigiesen a otra latitud…

(¿Por qué dejé de tocar la guitarra? No ciertamente por haber comprendido demasiado tarde el punto de vista del cuadro de Phillipson y la cruel verdad que contenía… Están perdiendo la Batalla del Ebro… Y sin embargo con gusto habría consentido en seguir tocando, pero era menester otra forma de publicidad, un medio de mantenerse en primer plano, ¡como si aquellos artículos semanales para las Noticias del Mundo no fueran suficiente publicidad! O yo, destinado a ser una especie de incurable «objeto de amor» o eterno trovador, juglar, interesado sólo en mujeres casadas —¿por qué?— incapaz, a fin de cuentas, de amor alguno… ¡Pobre diablo! Que, de cualquier manera, ya no volvió a escribir canciones. Mientras que la guitarra como fin en sí, pareció a la larga simplemente fútil; ni siquiera ya diversión, ciertamente una niñería para guardar en el desván…)

—¿Es de veras?

—De veras ¿qué?

—¿Ves allá afuera aquel pobre arce desterrado —preguntó el Cónsul—, que apuntalan aquellas muletas de cedro?

—No… por suerte para ti…

—Uno de estos días, cuando el viento sople de otra dirección, se va a desplomar —el Cónsul hablaba vacilante mientras Hugh afeitaba su cuello—. ¿Y ves aquel girasol que se asoma por la ventana de la recámara? Todo el día se pasa mirando a mi cuarto.

—¿Dices que se pasea en tu cuarto?

—Digo que mira. Con saña. Todo el día. ¡Como Dios!

(La última vez que la toqué… Rasgueaba yo las cuerdas en el King of Bohemia, en Londres. Finas cervezas claras y oscuras de Benskin. Y cuando desperté, después de pescar una borrachera, encontrar a John y a los demás cantando sin acompañamiento aquella canción sobre la carrera bálgina. De cualquier manera, ¿qué es una carrera bálgina? Canciones revolucionarias; falsos bolches —pero ¿por qué antes no había uno oído semejantes canciones? O, ¿cuándo se había visto, en Inglaterra cuando menos, tanta espontánea alegría al cantar? Tal vez porque en cualquier reunión, uno siempre había cantado para sí. Sórdidas canciones: «No tengo a nadie.» Canciones sin amor: «El que quiero, me quiere»… Aunque John «y los demás», no eran por lo que a uno le constaba, en todo caso, falsos: no más que uno que, caminando en la multitud a la hora del crepúsculo, o al recibir malas noticias, o al contemplar injusticias, se volvía y pensaba, no creía, regresaba y preguntaba, decidía actuar… ¡Están ganando la batalla del Ebro! No por mí, tal vez. Y sin embargo no es de sorprender que estos amigos, algunos de los cuales yacen ahora muertos en tierra española, se hubieran aburrido, según lo comprendí entonces, con mi rasgueo pseudo-norteamericano, a fin de cuentas ni siquiera un buen rasgueo, y escuchaban por cortesía… desgarrador…)

—Tómate otra copa —Hugh volvió a llenar el vaso de lavarse los dientes, tendióselo al Cónsul y recogió un ejemplar de El Universal que yacía en el suelo—. Pienso que un poco más de este lado y en la base del cuello —pensativo, Hugh asentaba la navaja.

—Bebida comunal —el Cónsul pasó el vaso de lavarse los dientes por encima de su hombro—. «El tintineo de la moneda irrita a Fort Worth» —sosteniendo el diario con bastante firmeza leyó el Cónsul en voz alta la página en inglés—: «Kink infeliz en el exilio.» No lo creo ni yo. «La Ciudad hace recuento de los hocicos caninos.» Tampoco creo eso, ¿tú sí, Hugh?…

—Y… ¡ah, sí! —prosiguió—. «Huevos que permanecieron durante un siglo en un árbol en Klamanth Falls, según calculan los leñadores por los anillos de la madera.» ¿Es ésta la clase de basura que escriben ustedes hoy en día?

—Casi. O: Japoneses en todos los caminos de Shanghai. Evacúan a los norteamericanos… Ese tipo de cosas. Estáte quieto.

(Sin embargo, no la había tocado desde aquella fecha hasta este día… No; ni tampoco había sido feliz desde aquel día hasta hoy… Un poco de conocimiento de sí mismo es peligroso. Y, de cualquier manera, ¿acaso sin la guitarra estaba uno menos en primer plano, se interesaba uno menos por las mujeres casadas… etc., etc.? Un resultado inmediato de su renuncia a la guitarra fue sin duda alguna aquel segundo viaje por mar, aquella serie de artículos, el primero para el Globe, sobre el cabotaje inglés. Luego, todavía otro viaje más, que espiritualmente se tradujo en nada. Terminé como pasajero. Pero los artículos fueron un éxito. Chimeneas cubiertas de costra salina. Bretaña reina del mar. Después consideróse con interés mi obra… Por otra parte, ¿por qué me ha faltado siempre verdadera ambición como periodista? Según las apariencias, nunca he logrado dominar esa antipatía por los periodistas, resultado de mi ardiente y prematuro galanteo con ellos. Además, no puede decirse que comparto con mis colegas la necesidad de ganarme la vida. Siempre tuve mis ingresos. Como corresponsal viajero resulté bastante bueno, y hasta este día sigo siéndolo —aunque cada vez con mayor conciencia de mi soledad y mi aislamiento— y consciente también del extraño hábito de arrojarme para después retirarme, como cuando uno recuerda que, después de todo, no tiene uno la guitarra… Tal vez aburría a la gente con mi guitarra. Pero, en cierto sentido… ¿qué importa?… me unía a la vida…)

—Alguien te citó en El Universal —rió el Cónsul—, hace algún tiempo. Me temo que ya olvidé con motivo de qué… Hugh, ¿qué tal te gustaría, «con un modestísimo sacrificio», un «abrigo de pieles importado, bordado, talla grande, casi nuevo»?

—Estáte quieto.

—O un Cadillac por 500 pesos. Precio original, 200… Y ¿qué supones que quiera decir esto? «Y también un caballo blanco.» Diríjase apartado siete… Extraño… Pez antialcohólico. No me gusta como suena eso. Pero allí va algo para ti: «Departamento céntrico conveniente para nido amoroso.» O, de otro modo, «Departamento…»

—¡Ja!

—«…serio, discreto…» Hugh, escucha esto. «Para joven dama europea que debe ser bonita, relaciones con caballero culto, no viejo, de buenas posiciones…»

Según parecía, el Cónsul temblaba tan sólo desternillándose y Hugh, riendo también, se detuvo con la navaja en alto.

—Pero los restos de Juan Ramírez, famoso cantante, Hugh, siguen vagando de manera melancólica de la ceca a la meca… ¡Ea!, dice aquí que se han hecho «graves objeciones» a la impúdica conducta de ciertos jefes de policía en Quauhnáhuac. «Graves objeciones por…» ¿qué es esto?… «desempeñar sus funciones privadas en público…»

(«Ascendí el Parson’s Nose», escribí en el libro de visitas del hotelito para alpinistas en Gales: «en veinte minutos. Encontré que las rocas eran fáciles de escalar». «Descendí el Parson’s Nose», añadió algún inmortal bromista un día después, «en veinte segundos. Descubrí que las rocas eran durísimas»… Así que ahora, al acercarme a la segunda mitad de mi vida, sin quien me anuncie ni quien me cante, sin ni siquiera una guitarra, vuelvo al mar una vez más: acaso estos días de espera se parezcan más a aquel chusco descenso al que hay que sobrevivir para repetir el ascenso. En la cima del Parson’s Nose, si así se deseaba, podía uno ir caminando por las colinas a casa a tomar el té, al igual que el actor en el auto sacramental puede bajarse de la cruz e irse a su hotel para beber una Pilsener. No obstante, en el ascenso o en el descenso de la vida siempre se encuentra uno envuelto por brumas, frío y amenazas, por la cuerda traicionera y los bloques resbaladizos; sólo que, mientras se resbalaba la cuerda, había a veces tiempo para reír. A pesar de lo cual me temo… Como temo a un simple dique o a escalar mástiles agitados por el viento en el puerto… ¿Será tan malo como el primer viaje, cuya dura realidad, por alguna razón, hace pensar en el rancho de Yvonne? Uno se pregunta cómo se sentirá ella cuando por primera vez vea degollar un puerco… Temerosa; y sin embargo, sin temor; sé cómo es el mar; ¿será que vuelvo a él con mis sueños intactos; no; con sueños que, no siendo viciosos, son más pueriles que antes? Amo el mar, el puro mar noruego. Una vez más, mi desilusión es una pose. ¿Qué estoy tratando de probar con todo esto? Acéptalo: uno es sentimental, enredoso, realista, soñador, cobarde, hipócrita, héroe, en suma, inglés, incapaz de seguir las propias metáforas. Cazador de penachos y explorador disfrazado. Iconoclasta y explorador. ¡Intrépido pelmazo destruido por nimiedades! ¿Por qué, me pregunto, en vez de creerme apegado a aquella taberna, no me puse a aprender algunas de aquellas canciones, aquellas valiosas canciones revolucionarias? De todos modos, ¿qué puede impedirle a uno el aprender otras de esas canciones ahora, canciones nuevas, canciones diferentes, aunque sólo sea para recuperar algo de la anterior alegría con sólo cantarlas y tocarlas en la guitarra? ¿Qué he hecho de mi vida? Relaciones con hombres famosos… Por ejemplo, aquella ocasión en que Einstein me preguntó la hora. Esa noche de verano, mientras erraba rumbo a la tumultuosa cocina de St. John’s College —¿quién había de ser el que detrás de mí salió del departamento del profesor que vivía en el D4? ¿Y quién era también el que caminaba hacia el pabellón del portero?— ¿dónde, al cruzarse nuestras órbitas, me preguntó la hora? ¿Es Einstein que viene a obtener un grado honorífico? ¿Y quién sonríe cuando contesto que no sé?… y sin embargo, me preguntó. Sí; el gran judío que ha trastocado las nociones de tiempo y espacio de todo el mundo, asomó por encima de su hamaca colgada entre Aries y el Círculo del Pez Occidental, para preguntarme la hora a , exantisemita hecho líos y harapiento estudiante de primer año acurrucado en su bata al comenzar a acercarse la estrella de la tarde. Y volvió a sonreír cuando le indiqué el reloj que ni él ni yo habíamos advertido…)

—…mejor que si desempeñaran sus funciones públicas en privado, de todos modos, diría yo —dijo Hugh.

—Tal vez hayas dado en el clavo con eso que acabas de decir. O sea, que aquellos pájaros en cuestión no son la policía en sentido estricto. De hecho, aquí la policía regular…

—Ya sé que está en huelga.

—Así es que, claro, deben ser democráticos según tu punto de vista… Tal como el ejército. Bien, es un ejército democrático… Pero mientras tanto, estos otros tipos se están sobrepasando. Lastima que te marches. Habría sido un reportaje de los de tu especialidad. ¿Nunca has oído hablar de la Unión Militar?

—¿Quieres decir la organización española anterior a la guerra civil?

—Quiero decir aquí, en este estado. Está afiliada a la Policía Militar, que los encubre, por decirlo así, porque el Inspector General, que es la policía militar misma, forma parte de ella. Y también el Jefe de Jardineros, según creo.

—Oí decir que en Oaxaca van a erigirle una nueva estatua a Díaz.

—…El hecho es —prosiguió el Cónsul bajando un poco el tono de voz mientras continuaban su conversación en el cuarto contiguo—, que existe esta Unión Militar, sinarquistas, o como se llamen, si te interesa; a mí, en lo personal no… y su cuartel general estaba antes en la Policía de Seguridad de aquí, aunque ya no lo está sino que, según he oído, ahora se encuentra en Parián.

Al fin estaba listo el Cónsul. La única ayuda adicional de que hubo menester fue para ponerse los calcetines. Vestido con una camisa recién planchada y un par de pantalones de tweed con la correspondiente chaqueta que Hugh le había tomado prestada y que ahora trajo del porche, permaneció contemplándose en el espejo.

Resultaba sorprendente en grado máximo que no sólo pareciera el Cónsul refrescado y vivaz, sino que no tuviese semblante alguno de disipación. Cierto, antes no tenía el talante macilento de un anciano depravado y desgastado: ¿por qué, de hecho, habría de tenerlo, cuando sólo era doce años mayor que Hugh? Y a pesar de ello, era como si el destino hubiese fijado su edad en un momento del pasado, imposible de identificar, cuando su persistente yo objetivo, tal vez fatigado de mantenerse al margen mientras contemplaba su propia caída, se había, al fin y al cabo, retirado enteramente de él, cual el navío que por la noche abandona la bahía. Corrían relatos siniestros así como otros chuscos y heroicos sobre su hermano, cuyo precoz instinto poético ayudó claramente a que floreciera la leyenda. Ocurriósele a Hugh que, a fin de cuentas, el pobre tipo quizá se hallara indefenso en las garras de algo contra lo cual todas sus admirables defensas poco le auxiliaban. ¿De qué servían al tigre agonizante sus garras y colmillos contra el abrazo, digamos, para empeorar las cosas, de una boa constrictora? Pero, según las apariencias, este improbable tigre no tenía la menor intención de morir por ahora. Por lo contrario, se proponía dar un paseíto, llevando consigo a la boa constrictora, y hasta simulando creer por algún tiempo que no existía. De hecho, este hombre de fuerza anormal, de constitución y ambición oscuras, a quien Hugh nunca conocería y al que nunca podría liberar ni tampoco encomendar a la bondad de Dios, pero al que, a su manera, amaba y deseaba ayudar, había logrado recuperarse. Mientras que lo que sin duda había dado lugar a todas estas reflexiones era sólo la fotografía que colgaba en la pared (y que ahora examinaban ambos), cuya presencia en ese lugar debiera descartar la mayor parte de aquellos relatos sobre un pequeño carguero disfrazado y ante la cual gesticulaba ahora el Cónsul con su vaso en el que se había vuelto a servir:

—Todo lo del Samaritan fue un ardid. Ve esos cabrestantes y propaos. Aquella entrada negra que parece la entrada al castillo de proa, también es un fraude… hay un cañón antiaéreo cómodamente oculto allí. Ése es el lugar por donde se baja. Ésa era mi cabina… Allí está el corredor del cabo de brigadas. Esa galera podía convertirse en batería antes de que pudieras decir Coclogenus paca México…

—Y, por extraño que parezca —aproximóse el Cónsul para contemplarlo de más cerca— recorté esa foto de una revista alemana —y también Hugh escudriñaba los caracteres góticos al pie de la fotografía: Der englische Dampfer trägt Schutzfarben gegen deutsche U-Boote—. Recuerdo que sólo en la página siguiente había una fotografía del Emden —prosiguió el Cónsul—, con «So verliess ich dem Weltteil unserer Antipoden», o algo por el estilo, en la parte de abajo. «Nuestras Antípodas» —dio a Hugh una mirada que hubiera podido tener cualquier significado—. Extraña gente. Pero veo que de pronto te interesas por mis libracos antiguos… Lástima… Dejé mi Boèhme en París.

—Sólo miraba.

Miraba, ¡por Dios!, Un Tratado del Azufre, escrito por Michall Sandivogius i. e. en anagrama Divi Leschi Genus Amo: El Triunfo Hermético o la Piedra Filosofal Vencedora, Tratado más completo y más inteligible que cualquiera de los hasta hoy escritos, referente al Magisterio Hermético; miraba Los Secretos revelados o Ingreso Abierto al Sub-Palacio del Rey, que contiene el mayor Tesoro en Química jamás descubierto tan íntegramente, compuesto por famosísimo inglés que se autonombraba Anónimo o Eyraeneo Philaletha Cosmopolita quien, mediante inspiración y lectura, descubrió la Piedra Filosofal a la edad de veintitrés años Anno Domini 1645: miraba El Musaeum Hermeticum, Reformatum et Amplificatum, Omnes Sopro-Spagyricae artis Discipulos fidelissime erudiens quo pacto Summa illa vera que Lapidis Philosophici Medicina, qua res omnes qualemcunque defectum patientes, instaurantur, inveniri haberi queat, Contisens Tractatus Chimicos Francofurti, Apud Hermannum à Sande CIO IOC LXXVIII: el Sub-Mundanes o los Elementos de la Cábala, reimpresión del texto del Abate de Villars, Fisio-Astro-Místico, con Apéndice Ilustrativo de la obra Demonología, en la cual se afirma que existen sobre la tierra creaturas racionales además de los hombres…

—¿De veras? —dijo Hugh, sosteniendo en su mano este último libro, extraordinario y antiguo (del cual emanaba un olor venerable y remoto), y pensando—: ¡Sabiduría Judía! —mientras que una visión repentina y absurda del Sr. Bolowski en otra vida, con un caftán, luenga barba blanca y solideo, y apasionada mirada fija, de pie sobre una silla de coro en una especie de New Compton Street medieval, y leyendo una hoja de música en la que las notas eran caracteres hebreos, aparecía por conjuro en su mente.

—Erekia, el que desgarra con violencia; y aquellos que aúllan largos gritos, Illirikim; Apelki, los guías engañosos que hacen desvariar; y quienes atacan a su presa con trémulo movimiento, Dresop; ¡ah!, y los acongojados que acarrean la desdicha, Arekesoli; y tampoco debemos olvidar a Burasin, destructores por asfixiante aliento de humo; ni a Glesi, el que brilla, horrible, como insecto; ni a Effrigis, el que se estremece, horripilante (te encantaría Effrigis)… ni tampoco a los Mames, que se mueven caminando hacia atrás, ni a los que se mueven arrastrándose de modo especial, Ramisen… —dijo el Cónsul—. Carne desvestida y malignos interrogantes. Tal vez no pudieras llamarlos precisamente racionales. Pero todos ellos han visitado alguna vez mi lecho.

Marcháronse todos con tremenda prisa y con excelente humor para iniciar el viaje a Tomalín. Hugh, que comenzaba a sentir el efecto de lo que bebiera, escuchaba como en sueños las divagaciones de la voz del Cónsul. —Hitler —prosiguió, cuando salieron a la calle Nicaragua (y también esto habría podido servir para uno de sus reportajes, si tan sólo hubiera mostrado antes algún interés)—, deseaba simplemente aniquilar a los judíos con el fin de obtener tales arcanos como los que se podían hallar tras ellos, en los estantes de su biblioteca —cuando de súbito sonó el teléfono en la casa.

—No, déjalo que suene —dijo el Cónsul al hacer Hugh ademán de regresar. Siguió llamando (porque Concepta había salido) y el tintineo resonaba en los cuartos vacíos como pájaro cautivo; luego cesó.

Mientras caminaban, dijo Yvonne:

—¡Vamos, Geoff, no! No sigas preocupándote por mí; me siento muy descansada. Pero si Tomalín queda demasiado lejos para alguno de ustedes, ¿por qué no vamos al jardín zoológico? —Contempló a ambos de manera sombría, directa y hermosa con sus ojos cándidos bajo sus amplias cejas, ojos con los que no correspondió del todo a la sonrisa de Hugh, aunque su boca sugería el esbozo de otra. Acaso interpretaba en serio el flujo de la conversación de Geoff como buena señal. ¡Y tal vez lo fuera! Calificándola con leal interés o llevándola por la tangente rápida e inquieta con observaciones sobre cambios impersonales o sobre el envejecimiento, los sarapes, el carbón o el hielo, el tiempo (¿dónde estaba ahora el viento? después de todo podrían tener un día tranquilo y agradable, sin demasiado polvo), Yvonne, reanimada en apariencia por la natación y contemplando cuanto la circundaba como algo nuevo, con mirada objetiva, caminaba con agilidad y gracia e independencia, como si no estuviese en realidad cansada; y sin embargo le pareció a Hugh que caminaba sola. ¡Pobre Yvonne tan adorable! Al saludarla cuando estaba lista, había sido como si volviera a encontrarla después de larga ausencia, pero también fue como una separación. Porque la utilidad de Hugh se había agotado, y circunstancias insignificantes, de las cuales no era la menor su propia presencia continua, habían entorpecido de manera sutil «la intriga» de ambos. Ahora ya sería tan imposible como su antigua pasión, buscar sin engaño estar solo con ella, aun tomando en cuenta el interés exclusivo por Geoff. Hugh echó una mirada anhelante cuesta abajo, por el camino que habían recorrido esa mañana. Ahora se apresuraban en dirección contraria. Bien podía esta mañana haberse sumido en lo más profundo del pasado, como la infancia o los días que precedieron a la última guerra; el futuro comenzaba a desenvolverse, el futuro, triunfante, estúpido, sanguinario, terrible, de guitarrista. Mal protegido contra él, Hugh sintió, advirtió con su mesura de periodista que Yvonne llevaba las piernas descubiertas, que, en vez de sus slacks amarillos, vestía un traje blanco de piel de tiburón hecho a la medida, con un botón en el talle y, bajo él, una blusa llamativa de cuello alto, como detalle en algún Rousseau; los tacones de sus zapatos rojos, golpeando lacónicos sobre las piedras rotas, no parecían ni altos ni bajos, y ella asía un bolso de brillante color rojo. Al pasar junto a ella, nadie habría podido sospechar su agonía. Nadie hubiera advertido su carencia de fe ni preguntado si sabía adonde iba, ni se hubiera asombrado de que estuviese caminando dormida. Cualquiera habría dicho: ¡qué feliz y hermosa se ve! ¡Tal vez vaya a reunirse con su amante en la Bella Vista!… Mujeres de estatura mediana, de constitución delgada, divorciadas en su mayoría, apasionadas pero celosas del macho —ángeles para él, ya sea rubio o moreno, y no obstante inconsciente súcubo destructor de sus ambiciones— mujeres norteamericanas con aquel caminar más bien grácil y ágil, de rostros infantiles recién restregados y asoleados, con piel de fina contextura de resplandor de satín, con pelo limpio y brillante como si acabaran de lavarlo, pero peinado con descuido, de manos diminutas y morenas que no mecen la cuna, de pie fino, ¿cuántos siglos de opresión las han producido? No les importa quién esté perdiendo la batalla del Ebro, porque es demasiado pronto para que ellas bufen más fuerte que el caballo de batalla de Job. No ven en ello significación alguna, sino sólo imbéciles que van a la muerte por un…

—Siempre se dijo que tenían una virtud terapéutica. Según parece, siempre han tenido zoológicos en México… hasta Moctezuma, tipo cortés, paseó al robusto Cortés por un zoológico. El pobre hombre creyó estar en las regiones infernales —el Cónsul había descubierto un escorpión en la pared.

—‘¿Alacrán?’ —dijo Yvonne.

—Parece violín.

—Curiosa ave es el alacrán. Le da lo mismo el cura que el pobre peón… Realmente es una criatura hermosa. Déjalo. De cualquier manera morirá por su propio aguijonazo. —El Cónsul agitó su bastón…

Subieron por la calle de Nicaragua, siempre entre los raudos arroyos paralelos, pasaron junto a la escuela con lápidas grises y columpios como horcas, junto a los altos muros misteriosos y setos entrelazados con flores carmesí entre las cuales, emitiendo roncos gritos, se mecían pájaros color de mermelada. Hugh se alegraba ahora de haber bebido algunas copas, al recordar cómo, en su infancia, el último día de vacaciones era siempre peor si se iba a alguna parte, porque el tiempo, al que entonces había pensado engañar, comenzaba a deslizarse en cualquier momento en pos de su presa, como sigue el tiburón al nadador. ¡Box! decía un cartel. Arena Tomalín. El Balón vs. el Redondillo. ¿Balón vs. pelota, quería decir aquello? Domingo… Pero eso sería para el domingo, mientras que ellos iban a un jaripeo, propósito en la vida que no ameritaba siquiera que se anunciase. 666: leíase también, para muda satisfacción del Cónsul, en otros carteles de un insecticida, placas de hojalata de sombrío color amarillo pegadas en la parte baja de los muros, Hugh rió entre dientes. Hasta ahora el Cónsul se había portado de modo espléndido. Sus pocos «tragos necesarios» (razonables o desaforados), habían obrado maravillas. Caminaba soberbiamente erguido, con los hombros echados hacia atrás y el pecho hacia afuera: lo mejor de todo era su engañoso aspecto de infalibilidad de lo indiscutible, en especial si se le hacía contrastar con la forma en que Hugh se veía vestido con ropa de vaquero. Vistiendo su tweed cortado con cuidado a la medida (el saco que Hugh tomara tenía muchas arrugas, y ahora Hugh había tomado otro) y la vieja corbata Chagford de rayas azules y blancas, con la afeitada que le diera Hugh, su espeso cabello rubio peinado con cuidado hacia atrás, su barba café ligeramente entrecana recién acicalada, su bastón, sus gafas oscuras, ¿quién habría de decir que no era, inequívocamente, una imagen de total responsabilidad? Y si esta figura respetable, hubiera podido decir el Cónsul, parecía estar sufriendo de vez en cuando una ligera mutación, ¿qué importaba? ¿Quién lo advertiría? Podía ser (porque un inglés en país extraño siempre espera encontrarse con otro inglés) simplemente de origen náutico. Si no, su leve cojera —obvio resultado de una cacería de elefantes o de alguna antigua refriega contra patanes— lo excusaría. El tifón se retorcía, invisible, en medio de un tumulto de rotos adoquines: ¿quién estaba consciente de su existencia, por no preguntar qué mojoneras del cerebro había destruido? Hugh reía.

“Plingen plangen aufgefangen

Swingen swangen at my side,

Pootle swootle, off to Bootle,

Nemesis, a pleasant ride,”

dijo, misterioso, el Cónsul y añadió con heroísmo, mirando en torno suyo:

—Realmente es un día extraordinariamente agradable para dar un paseo.

‘No se permite fijar anuncios…’

De hecho, Yvonne caminaba sola ahora; ascendían en fila india: Yvonne a la cabeza, el Cónsul y Hugh atrás, a distancias desiguales e, independientemente de lo que pudiera pensar su perturbada alma colectiva, Hugh lo olvidaba, porque se había entregado a un acceso de risa que el Cónsul se esforzó por no encontrar contagioso. Caminaban de esta manera porque un muchachito llevaba, cuesta abajo, pasando junto a ellos, casi corriendo, algunas vacas, y, como el sueño de algún hindú agonizante, las tiraba de la cola. Luego venían algunas cabras. Yvonne se volvió hacia él y le sonrió. Pero estas cabras eran humildes y de aspecto dulzón, con sus cencerros que repicaban. Aunque papá te espera. Papá no ha olvidado. Detrás de las cabras, una mujer de rostro ennegrecido y crispado, pasó junto a ellos tambaleándose bajo el peso de una canasta llena de carbón. Tras ella galopaba cuesta abajo un peón que llevaba en equilibrio, sobre su cabeza, un inmenso barril de helado y aparentemente atraía con sus gritos la atención de los parroquianos, con esperanzas de éxito que no podía imaginar, ya que parecía tan cargado que le era imposible detenerse o volver la cabeza en ninguna dirección.

—Es cierto que en Cambridge —decía el Cónsul mientras galopaba con discreción sobre el hombro de Hugh—, puedes haber aprendido algo acerca de los Güelfos, etc.… pero ¿sabías que jamás puede transformarse ningún ángel con seis alas?

—Me parece haber aprendido que ningún pájaro vuela con una…

—O que Thomas Burnet, autor de la Telluris Theoria Sacra ingresó a Christ College en… ‘¡Cáscaras!’ ‘¡Caracoles!’ ‘¡Virgen Santísima!’ ‘¡Ave María!’ ‘¡Fuego, fuego!’ ‘¡Ay, que me matan!’

Con estruendoso y horrísono estrépito, abatióse un avión por encima de sus cabezas, pasó rozando los atemorizados árboles, empinóse, por un pelo erró un mirador, y al momento siguiente desapareció en dirección a los volcanes, desde los cuales volvió a retumbar el monótono estallido de las balas.

—‘¡Acabóse!’ —dijo el Cónsul con un suspiro.

De pronto advirtió Hugh que un hombre alto (que debió de haber salido de la calle lateral por la que Yvonne, ansiosa, había manifestado su deseo de que siguieran), apuesto, de hombros caídos y facciones atezadas —aunque evidentemente se trataba de un europeo, sin duda alguna exiliado— se hallaba frente a ellos; y era como si la totalidad de este hombre, por alguna extraña invención, se alzase para alcanzar el ala del mismo panamá que levantaba perpendicularmente, porque para Hugh el vacío de abajo parecía seguir ocupado por una especie de aureola o de propiedad espiritual de su cuerpo, o tal vez por la esencia de algún secreto culpable que llevara bajo el sombrero pero que ahora descubría momentáneamente, aturdido y confuso. Hallábase frente a ellos, aunque sonreía en apariencia sólo a Yvonne: sus atrevidos ojos azules y saltones expresaban incrédula congoja y sus negras cejas congelábanse en arcos de comediante: titubeó; luego, este hombre que llevaba abierta la chaqueta y pantalones muy por arriba del estómago, acaso diseñados así para ocultarlo, aunque sólo lograban dar el aspecto de una hinchazón adicional a la parte inferior del cuerpo, se acercó con ojos que brillaban y boca que, bajo su bigotillo negro, torcíase en sonrisa a la vez falsa e insinuante, y, sin embargo, en cierta forma, protectora —y también, de cierto modo, crecientemente solemne— adelantóse como si fuera impulsado por algún mecanismo de relojería, presentando su mano y buscando congraciarse en seguida:

—¡Yvonne! ¡Vaya sorpresa deliciosa! Oh, hola, Frijolillo…

—Hugh, te presento a Jacques Laruelle —dijo el Cónsul—. Quizá me hayas oído hablar de él de vez en cuando. Jacques, te presento a mi hermano menor, Hugh: ditto… II vient d’arriver… o viceversa. ¿Qué tal, Jacques? Pareces necesitar desesperadamente un trago.

—…

—…

Un momento después, M. Laruelle, cuyo nombre tan sólo hizo vibrar una lejanísima cuerda en la memoria de Hugh, tomaba a Yvonne por el brazo y caminaba ya con ella en mitad de la calle, cuesta arriba. Tal vez esto carecía de sentido. Pero la presentación del Cónsul había sido brusca por no decir otra cosa. El mismo Hugh se sintió medio herido y por cualquier causa que fuese, experimentó una aterradora tensión cuando él y el Cónsul volvieron a quedar rezagados. Mientras tanto, decía M. Laruelle:

—¿Por qué no vamos todos un rato a mi «manicomio»? ¡Sería divertidísimo!, ¿no lo cree, Geoffrey… ja… ja… Hugues?

—No —dijo desde atrás el Cónsul en voz baja a Hugh, el cual, por su parte, se sentía casi dispuesto a volver a reírse, porque el Cónsul repetía una y otra vez en voz baja una porquería. Ambos siguieron a Yvonne y a su amigo en medio del polvo que ahora, arrastrado por un vendaval, se movía en la misma dirección que ellos, cuesta arriba, siseando en petulantes remolinos, que se dispersaban como lluvia. Cuando cayó el viento, el agua que se precipitaba en los arroyos era aquí como repentina fuerza que corría en dirección contraria.

M. Laruelle, caminando por delante, decía a Yvonne con suma cortesía:

—Sí… Sí… Pero el autobús de ustedes no sale sino hasta las dos y media. Aún tienen más de una hora.

—…Pero esto parece en verdad un maldito milagro, del todo insólito —dijo Hugh—, ¿Quieres decir, que después de todos estos años…?

—Sí. Fue una enorme coincidencia que nos encontrásemos aquí —dijo el Cónsul a Hugh, con voz que se había vuelto monótona—. Pero en realidad creo que deberían juntarse, porque ambos tienen algo en común. En serio, puede que te guste su casa; siempre es moderadamente divertida.

—Bien —dijo Hugh.

—Miren, aquí viene el cartero —gritó Yvonne volviendo a medias el rostro hacia atrás y liberando su brazo del de M. Laruelle. Apuntaba a la esquina de la izquierda, hacia la cúspide de la colina, en donde la calle Nicaragua encontraba con la calle Tierra del Fuego—. Es sencillamente sorprendente —dijo, voluble—. Lo gracioso es que todos los carteros de Quauhnáhuac son idénticos. Según parece, todos proceden de la misma familia y positivamente han sido carteros por generaciones. Creo que el abuelo de éste lo fue en tiempos de Maximiliano. ¿No es delicioso pensar que la oficina de correos colecciona todas estas pequeñas criaturas grotescas como otras tantas palomas mensajeras para despacharlos a voluntad?

¿Por qué eres tan voluble?, preguntóse Hugh: —Deliciosa idea de la oficina de correos —respondió con cortesía. Todos observaban al cartero que se aproximaba. Pero Hugh nunca antes había visto ninguno de estos insólitos carteros. Éste no medía un metro sesenta, y a cierta distancia parecía un tipo de animal imposible de clasificar, aunque en cierta forma agradable, que avanzaba sobre cuatro patas. Vestía un descolorido traje de mezclilla y cubría su cabeza una estropeada cachucha oficial, pero además, según Hugh lo advertía ahora, gastaba una minúscula perilla. En su rostro pequeño y marchito, a medida que se avalanzaba hacia ellos caminando cuesta abajo por la calle de este modo inhumano aunque enternecedor, había una expresión de entrañable amistad. Al verlos, se detuvo, quitóse la cartera del hombro y comenzó a desabrocharla.

—Hay una carta, una carta, una carta —dijo, cuando llegaron hasta él, e hizo una reverencia a Yvonne, como si apenas la hubiera saludado la víspera—, un mensaje para ‘el señor’, para su caballo —informó al Cónsul, mientras sacaba dos paquetes y sonreía con picardía mientras los desataba.

—¡Qué!… ¿nada para el señor Calígula?

—¡Ah! —el cartero examinó otro bulto, mirándolos de reojo y manteniendo los codos junto a los costados para no dejar caer su mochila—. No —puso la cartera en el suelo e inició su búsqueda febril; pronto hubo cartas esparcidas en toda la calle—. Debe estar. Aquí. No es ésta. Entonces ésta. ¡Ay, ay, ay, ay, ay, ay!

—No se preocupe, mi amigo —dijo el Cónsul—. Por favor.

Pero el cartero volvió a buscar: —Badrona, Diosdado…

También Hugh permaneció a la expectativa, no tanto por cualquier comunicación del Globe —que, si acaso viniera, llegaría por cable— sino aguardando a medias (con esperanza que, por la apariencia misma del cartero, volvíase deliciosamente plausible) recibir otro minúsculo sobre oaxaqueño cubierto con estampillas de vivos colores con arqueros que apuntaban hacia el sol, de Juan Cerillo. Escuchó; de alguna parte, detrás de un muro, alguien tocaba (mal) una guitarra, sintióse deprimido; y un perro ladró bruscamente.

—…Fiichbank, Figueroa, Gómez… no, Quincey, Sandoval, no.

Por último, el buen hombre recogió sus cartas y haciendo reverencias para disculparse, desilusionado prosiguió rápidamente cuesta abajo. Todos permanecieron observándolo y precisamente cuando Hugh se preguntaba si la conducta del cartero no formaba parte acaso de alguna gigantesca broma personal, si en realidad no se había estado burlando de ellos todo el tiempo, aunque con benevolencia, se detuvo, volvió a registrar uno de los paquetes, dio media vuelta y regresó hasta ellos, corriendo, con pequeños gañidos triunfantes y presentó al Cónsul lo que parecía ser una tarjeta postal.

Yvonne, que por ahora se había vuelto a adelantar, hizo un movimiento con la cabeza, como si quisiera decir: —Bien, encontraste la carta, después de todo —y con alegres pasos de baile siguió caminando despacio junto a M. Laruelle, remontándose por la polvorosa colina.

Dos veces volvió el Cónsul la tarjeta, y después la pasó a Hugh.

—¡Qué extraño!… —dijo.

…Era de la misma Yvonne y a todas luces parecía haber sido escrita cuando menos hacía un año. Percatóse súbitamente de que Yvonne debió de haberla enviado poco tiempo después de abandonar al Cónsul y muy probablemente ignorando que éste se proponía quedar en Quauhnáhuac. Y a pesar de ello era la tarjeta que había estado perdida: dirigida originalmente a Wells Fargo en la ciudad de México, por algún error había sido enviada al extranjero, de hecho había sufrido serios extravíos, porque tenía los matasellos de París, Gibraltar y hasta de Algeciras, en la España fascista.

—No, léela —dijo el Cónsul sonriendo.

Decían los garabatos de Yvonne: “Querido: ¿Por qué me marché? ¿Por qué me dejaste ir? Espero llegar a los Estados Unidos mañana a California, dos días después. Espero encontrar noticias tuyas. Te adoro. Y.”

Hugh volvió la tarjeta. Era una fotografía del Signal Peak en El Paso, con su aspecto leonino y la carretera de Carlsbad Cavern atravesada en cierto punto por un puentecillo protegido con blanca valla entre desierto y desierto. A lo lejos veíase que el camino formaba una curva y desaparecía.