VIII

Cuesta abajo…

—Mete el cloch; acelera —el chófer sonrió por encima del hombro. —O.K., Mike —dijo, en provecho de todos, con acento irlandés-americano.

El autobús, un Chevrolet 1918, avanzaba sacudiéndose con fragor de gallinas espantadas. No estaba lleno, aunque el Cónsul ocupaba mucho espacio al estirarse eufórico —borracho-sobrio-liberado; Yvonne iba sentada, neutral pero sonriente; de cualquier modo, se habían puesto en marcha. Aunque no soplaba viento, una ráfaga agitaba los toldos de la calle. Pronto fueron meciéndose en un pesado mar de caóticas piedras. Pasaron junto a altos puestos de forma hexagonal cubiertos con anuncios del cine de Yvonne: Las Manos de Orlac. En otros sitios los carteles de la misma película mostraban unas manos de asesino bañadas en sangre.

Avanzaban despacio; pasaron junto a los ‘Baños de la Libertad’ y junto a la ‘Casa Brandes (La Primera en el Ramo de Electricidad)’, recorrieron cual ululante intruso encapuchado las callejuelas estrechas y empinadas. En el mercado se detuvieron para dejar subir a un grupo de indias con canastas repletas de gallinas vivas. Los rostros vigorosos de las mujeres tenían el color oscuro de la cerámica de barro. En los movimientos que hicieron al acomodarse había cierta pesadez. Dos o tres llevaban colillas de cigarros tras la oreja y otra masticaba una vetusta pipa. Aunque sus rostros joviales de ídolos antiguos se arrugaban con el sol, no sonreían.

Cuando Hugh e Yvonne cambiaban de lugar les dijo el chófer: —¡Miren! O.K. —a la vez que sacaba de debajo de la camisa, en donde habían permanecido acurrucadas (diminutos embajadores secretos de paz y amor) dos blancas palomas hermosas y mansas—. Mis… este… mis pichones mensajeros.

Tuvieron que rascar la cabeza de ambas aves que, arqueándose orgullosas, brillaban como si acabasen de cubrirlas con pintura blanca. (¿Acaso sabía él, como Hugh —que con sólo oler los últimos titulares se había enterado— cuánto más cerca se encontraba el gobierno, en ese preciso momento, de perder el Ebro, y que ahora sería sólo cosa de días antes de que Modesto se retirara del todo?) El chófer volvió a guardar los pichones bajo su camisa blanca, que llevaba abierta: —Para que estén calentitos. O.K., Mike. Sí, señor —les dijo—. ‘¡Vamonos!’

Al arrancar el autobús con violenta sacudida, alguien se rió; los rostros de los demás pasajeros se agrietaron lentamente en una expresión de regocijo: el camión obligaba a las mujeres a constituir una sólida comunidad. El reloj, sobre el arco del mercado, como el de Rupert Brooke, indicaba que eran las tres menos diez; pero en realidad faltaban veinte minutos. Serpenteando y a tumbos llegaron a la arteria principal, la Avenida Revolución; pasaron junto a unas oficinas en cuyas ventanas podía leerse, mientras el Cónsul cabeceaba en señal de reproche: ‘Dr. Arturo Díaz Vigil, Médico Cirujano y Partero’, junto al cine mismo. Tampoco las mujeres parecían saber nada de la batalla del Ebro. Dos de ellas, sin importarles el alboroto ni los rechinidos de las pacientes duelas conversaban, ansiosas, sobre el precio del pescado. Acostumbradas a los turistas, ya no se fijaban en ellos. Hugh preguntó al Cónsul:

—¿Cómo anda la temblorina del rajá?

‘Inhumaciones’: pellizcándose con sorna una oreja, el Cónsul indicó la respuesta en el establecimiento funerario que pareció desfilar agitándose ante ellos, y en el cual un perico con la cabeza erguida miraba desde su percha suspendida sobre la entrada en la cual un letrero hacía la pregunta:

¿Quo Vadis?

Por donde ellos seguían era cuesta abajo, a paso de caracol, junto a una apartada plaza con árboles enormes y viejos, cubiertos de tierno follaje cual nuevo reverdecimiento primaveral. En el jardín, bajo los árboles, había palomas y también una cabrita negra. ¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!, decía un aviso.

…Sin embargo, no había niños en el jardín: sólo un hombre sentado en una banca dé piedra. Este hombre parecía ser el mismo diablo, con su enorme rostro de color rojo oscuro y sus cuernos, colmillos, y la lengua que colgaba por encima de la barba, con aquella expresión en la que se unían el mal, la lujuria y el terror. El diablo alzó su máscara para escupir, se levantó y bamboleóse al atravesar el jardín bailando y trotando rumbo a una iglesia casi oculta tras los árboles. Oíase el chasquido de los machetes. Más allá de unos toldos que se alzaban junto a la iglesia, bailaban una danza autóctona: en los escalones dos norteamericanos, a quienes Hugh e Yvonne habían visto antes, de puntillas, estiraban el cuello para ver.

—En serio —repitió Hugh al Cónsul, que parecía aceptar sin inquietud al diablo, y cambió con Yvonne una mirada de pesar por no haber podido ver los bailes en el Zócalo, y ahora era demasiado tarde para salirse.

—Quod semper, quod ubique, quod ab omnibus.

Al pie de la colina atravesaron un puente tendido por encima de la barranca que aquí parecía infinitamente ser el colmo de lo horrendo. Desde el camión, como en lo alto de la gavia mayor de algún velero, podía verse hasta el fondo entre el denso follaje y las amplias hojas que no ocultaban en nada lo pérfido del abismo; sus empinadas márgenes estaban cubiertas de basura que pendía hasta de los arbustos. Al volverse, Hugh vio en el fondo, entre los desechos, el cadáver de un perro; blancos huesos asomaban a través de la piel. Pero en las alturas cerníase el cielo azul e Yvonne se sintió feliz cuando surgió a la vista el Popocatépetl dominando el paisaje durante un rato, mientras ascendían la colina que quedaba más adelante. Luego, al doblar una curva, desapareció. Por la colina serpeaba un camino largo y sinuoso. A mitad de la pendiente, en el exterior de una taberna decorada con mal gusto, un hombre con traje azul y cubierto de extraño tocado, mecíase en actitud de mansedumbre mientras engullía medio melón, aguardando el autobús. Del interior de esta taberna llamada ‘El Amor de los Amores’, provenía un canto. Hugh vio algo que parecía ser un grupo de policías armados bebiendo ante el mostrador. El camión derrapó y, frenando, atracó en la orilla de la banqueta.

Abandonando el ‘camión inclinado y jadeante, el chófer se precipitó al interior de la taberna y entretanto subió el hombre del melón. Salió el chófer y arrojándose al interior del vehículo casi al mismo tiempo, metió la velocidad. Luego dijo, lanzando por encima del hombro una mirada divertida al recién llegado, y mirando después a sus palomas a la vez que aceleraba el camión para que subiese por la pendiente:

—Seguro, Mike. Seguro. O.K. hombre.

El Cónsul se volvió para apuntar al ‘Amor de los Amores’:

—‘Viva Franco’… Ése es uno de los tugurios fascistas, Hugh.

—Bueno ¿y…?

—Creo que ese atarantado es hermano del propietario. Cuando menos te puedo asegurar una cosa… que no es una paloma mensajera.

—¿Una qué?… ¡Oh!

—Aunque no lo creas, es español.

Los asientos del camión estaban dispuestos a todo lo largo, y Hugh miró al hombre del traje azul que, sentado frente a él, hablaba solo, con voz pastosa y ahora, borracho, narcotizado, o ambas cosas, parecía ir sumido en profundo letargo. En el camión no había cobrador. Tal vez más tarde llegaría uno y, como era evidente que debía pagarse el pasaje al chófer en el momento de bajar, nadie lo despertó. Sus rasgos —nariz alta y prominente y barba enérgica— eran de claro origen español. Sus manos —una de las cuales asía aún el medio melón roído— eran enormes, hábiles y rapaces. Manos de ‘conquistador’, pensó Hugh de súbito. Pero su aspecto general sugería no tanto el talante de un conquistador cuanto —era la idea acaso demasiado clara de Hugh— la confusión que eventualmente tiende a dominar a los ‘conquistadores’. Su traje azul era de hechura fina y la chaqueta abierta parecía bien adaptada a la cintura. Hugh observó sus pantalones de anchas valencianas que, amplios, caían sobre sus zapatos finos. Sin embargo, los zapatos lustrados aquella mañana, aunque sucios ahora con serrín de taberna, estaban llenos de agujeros. No llevaba corbata. Su elegante camisa color púrpura, con el cuello desabrochado, dejaba ver un crucifijo de oro. La camisa estaba rasgada y en ciertas partes el faldón se asomaba por encima del pantalón. Y por algún motivo llevaba dos sombreros, una especie de fieltro barato que se ceñía justamente al ala ancha de su otro sombrero.

—¿Cómo es eso de que es español? —preguntó Hugh.

—Vinieron después de la guerra de Marruecos —dijo el Cónsul—. Un ‘pelado’ —añadió sonriendo.

La sonrisa aludía a una polémica que, sobre este vocablo, había tenido con Hugh, quien lo había visto definido en alguna parte como «iletrado descalzo». Según el Cónsul, ésta era sólo una de las acepciones; de hecho, los pelados eran los «encuerados», los «despojados», pero también eran aquellos que no tenían que ser ricos para despojar a los pobres de verdad. Por ejemplo, aquellos mezquinos politicastros de medio pelo que, por sólo ocupar un cargo durante un año, durante el cual esperan acumular lo suficiente para abjurar del trabajo durante el resto de sus días, harán literalmente lo que sea, desde lustrar zapatos hasta actuar como quien no es «paloma mensajera». Hugh comprendió por fin que la palabra era bastante ambigua. Por ejemplo, un español podía interpretar que se trataba de un indio, el mismo indio al que despreciaba, utilizaba y embriagaba. No obstante, el indio, con ese término, podía a su vez designar al español. Cualquiera podía usarlo como definir a quien se ofrecía como espectáculo. Tal vez fuera una de esas palabras que, de hecho, se depuraron con la conquista, ya que sugería por una parte la idea de ladrón, y por otra la de explotador. ¡Recíprocos eran siempre los vocablos injuriosos con los que el agresor desacredita a quienes va a destruir!

Después de dejar atrás la colina, detúvose el camión ante la entrada de una avenida adornada de fuentes que llevaba a un hotel: el Casino de la Selva. Hugh distinguió las canchas de tenis y las siluetas vestidas de blanco que en ellas se movían; los ojos del Cónsul indicaron que allí se encontraban el Dr. Vigil y M. Laruelle. M. Laruelle, si acaso era él, lanzó una pelota hacia lo alto, le dio un golpe con la raqueta, pero como Vigil la dejó pasar, rebotó en otro campo.

Aquí comenzaba de veras la carretera de estilo norteamericano; por Un corto trecho disfrutaron un camino pavimentado. El ‘camión’ llegó a la estación del ferrocarril que dormía, con las señales alzadas y los cambiavías soñolientos. Estaba cerrada como un libro. Inusitados Pullmans roncaban en un desviadero. En el terraplén dormían los carros tanques Pearce. Sólo permanecía despierto su bruñido brillo plateado que jugaba al escondite entre los árboles. Y en aquella plataforma solitaria estaría él mismo esta noche, con su alforja de peregrino.

QUAUHNÁHUAC

—¿Cómo te sientes? (con lo cual quería significar mucho más y Hugh se inclinó hacia Yvonne, sonriéndole).

—Todo esto es tan divertido…

Igual que un niño, Hugh quería que todos estuviesen felices con el viaje. Aunque hubiese tenido que ir al cementerio, habría querido que se sintiesen felices. Pero tenía ante todo la impresión de luchar (fortalecido con una pinta de cerveza) en favor de su escuela en una competencia deportiva después de haber sido incorporado al equipo en el último momento: cuando el temor del campo enemigo, duro como los clavos y las botas, con su línea de postes más altos y blancos, se expresaba con una extraña exaltación, con un urgente deseo de charlar. La languidez del mediodía pasó a su lado, sin detenerse: y sin embargo, las desnudas realidades de la situación, como los rayos de una rueda, se borraban al moverse hacia altos e irreales acontecimientos. Ahora le parecía este viaje la mejor de las ideas. Hasta el Cónsul parecía seguir de buen humor. Pero pronto la comunicación recíproca se hizo virtualmente imposible; la carretera de estilo norteamericano se alejaba, ondulante, en la distancia.

De pronto, al abandonarla, toscos muros de piedra ocultaron la vista. Ahora traqueteaban entre tupidos setos cubiertos de flores silvestres en forma de campánulas azul oscuro. Quizá fueran otra especie de convólvulos. De las cañas de maíz, alrededor de las chozas techadas de palma, colgaba ropa de color verde y azul. Aquí las flores de brillante azul trepaban hasta las copas de los árboles cubiertos ya de capullos blancos.

A su derecha, allende un muro que de pronto se hizo mucho más alto, extendíase el mismo bosque que habían recorrido aquella mañana. Y aquí, proclamada por su olor a cerveza, estaba la ‘Cervecería Quauhnáhuac’. Yvonne y Hugh, en torno al Cónsul, cambiaron una mirada de estímulo y amistad. El enorme portón seguía abierto. ¡Con qué velocidad pasaron frente al establecimiento! Con todo, Hugh tuvo tiempo de volver a ver las mesas ennegrecidas cubiertas de hojas y, en la distancia, la fuente asfixiada de hojarasca. La niñita con el armadillo había desaparecido, pero, en el patio, el hombre de la visera con aspecto de guardabosque seguía allí contemplándolos, solitario, con las manos detrás de la espalda. A lo largo del muro los cipreses se hacían recíprocas caricias, soportando el polvo que los cubría.

Después del paso a desnivel, el camino a Tomalín mejoró durante un trecho. Por las ventanas del caluroso ‘camión’ soplaba una grata brisa refrescante. En las planicies, a su derecha, serpenteaba ahora la estrecha e interminable vía por donde —¡aunque había veintiún caminos diferentes que pudieron haber tomado!— habían cabalgado lado a lado, al regresar a casa. Y rehusándose para siempre a describir aquella última curva hacia la izquierda, los postes telegráficos se prolongaban en línea recta… También en la plaza no habían hablado más que del Cónsul. ¡Qué alivio, qué jubiloso alivio sintió Yvonne, cuando, después de todo, lo vio aparecer en la terminal!… Pero como la ruta volvió a empeorar en seguida, resultaba casi imposible pensar, por no decir hablar.

Traquetearon en terreno cada vez peor. Surgió el Popocatépetl, aparición que giraba, alejándose y les invitaba a proseguir. De nuevo apareció la barranca en escena, arrastrándose, paciente, a sus espaldas, en la distancia. Hundióse el camión en un bache con ensordecedor estrépito que hizo aflorar el alma de Hugh hasta sus labios. Y volvieron a hundirse una y otra vez en una segunda serie de baches aún más profundos.

—Esto es como viajar en la luna —trató de decir a Yvonne.

Yvonne no podía oír… Hugh advirtió que tenía nuevas arrugas en torno a sus labios: una fatiga que no había existido en París. ¡Pobre Yvonne! ¡Ojalá que todo, de algún modo, sea para bien! ¡Ojalá que todos seamos felices! ¡Dios nos bendiga! Ahora se preguntaba si debía sacar de su bolsillo interior una botellita de ‘habanero’, comprada —en previsión de alguna emergencia— en la plaza, y si debía ofrecer lisa y llanamente un trago al Cónsul. Pero era claro que aún no lo necesitaba. En sus labios flotaba una sonrisa que de vez en cuando se paseaba con movimiento imperceptible de un lado a otro como si, a pesar de los tumbos, el bamboleo y las sacudidas que sin interrupción impelían a unos contra otros, estuviese resolviendo un problema de ajedrez o recitando algo para sí.

Luego el autobús siseó al recorrer un buen trecho del camino recién embreado que atravesaba por un paisaje plano cubierto de árboles, en donde ni el volcán ni la barranca se ofrecían a la vista. Yvonne se había vuelto, y su claro perfil navegaba reflejado en la ventana. Los sonidos del camión, que se habían tornado más regulares, tramaron en el cerebro de Hugh un silogismo idiota: estoy perdiendo la Batalla del Ebro, también estoy perdiendo a Yvonne, por lo tanto Yvonne es…

Ahora el ‘camión’ se hallaba algo más lleno. Además del ‘pelado’ y de las viejas, habían subido hombres vestidos con sus mejores ropas domingueras: pantalones blancos y camisas color púrpura, y también una o dos mujeres más jóvenes que, enlutadas, iban tal vez a los cementerios. Las aves ofrecían un espectáculo lastimoso. Todas se habían sometido por igual a su destino: gallinas, gallos y guajolotes, ya estuvieran en sus canastas o bien sueltos. Con sólo uno que otro aleteo esporádico daban señales de vida, y con sus garras enfáticas y puntiagudas atadas con un cordel iban acurrucados bajo los asientos en actitud pasiva. Dos pollas espantadas y temblorosas estaban entre el cloch y el freno de mano, con las alas mezcladas a las palancas. ¡Pobres criaturas! ¡También ellas habían firmado su pacto de Munich! Uno de los guajolotes hasta tenía un sorprendente parecido con Neville Chamberlain. ‘Su salud estará a salvo no escupiendo en el interior de este vehículo’: estas palabras, escritas encima del parabrisas, continuaban a lo largo de todo el autobús. Hugh se fijó en diversos objetos del ‘camión’: el pequeño retrovisor rodeado por la leyenda ‘Cooperación de la Cruz Roja’, las tres tarjetas postales de la Virgen María, clavadas junto a él, los dos esbeltos jarroncillos con margaritas colocados encima del tablero, el extinguidor de aspecto gangrenado, la chaqueta de mezclilla y el plumero, bajo el asiento sobre el que iba sentado el ‘pelado’, al que se puso a observar cuando llegaron a otro trecho pésimo.

Meciéndose de un lado a otro, el hombre, que llevaba los ojos cerrados, trataba de meterse la camisa dentro del pantalón; luego se abotonó la chaqueta con ademán metódico, si bien los botones no coincidían con los ojales. Pero Hugh pensó que todo esto era una mera preparación, una especie de grotesco aliño. Porque, aun sin abrir los ojos, de algún modo logró hallar al fin y al cabo la forma de estirarse en el asiento cuan largo era. Y también resultaba extraordinario cómo, recostado cual cadáver, daba la impresión de enterarse de cuanto acontecía. A pesar de su estupor, estaba en guardia. El medio melón roído escapó de sus manos, lleno de semillas con aspecto de pasas, rodó sobre el asiento; aquellos ojos cerrados lo miraron. El crucifijo comenzaba a asomarse por la camisa y él era consciente de que esto ocurría. El fieltro se escapó del ‘sombrero’ y deslizóse hasta el suelo, y aunque él lo sabía todo, no hizo esfuerzo alguno por recogerlo. Al mismo tiempo que se protegía contra un intento de robo reunía fuerzas para ulteriores libertinajes. Para llegar a otra cantina que no fuera la de su hermano, tendría que caminar derecho. Semejante presciencia era digna de admiración.

Sólo pinos, mazorcas de abeto, piedras, tierra negra. No obstante, aquella tierra parecía parchada y aquellas piedras inconfundiblemente volcánicas. Por doquiera, como lo informara Prescott, aparecían testimonios de la presencia y antigüedad del Popocatépetl. ¡Y allí estaba de nuevo el condenado! ¿Por qué había erupciones volcánicas? La gente pretendía ignorarlo. Porque bien podían sugerir una explicación: bajo las rocas, por debajo de la superficie de la tierra, se genera el vapor con presión cada vez mayor; porque las rocas y el agua, al descomponerse, forman gases que se combinan con el material fundido de más abajo; porque las rocas acuosas, cerca de la superficie, no pueden reprimir el creciente complejo de presiones, y toda la masa estalla; la lava, al salir a la superficie, se desparrama, escapan los gases y de allí la erupción… Pero no la explicación. No, todo aquello seguía siendo un misterio. En las películas de erupciones siempre se veía a la gente en medio de la inundación invasora, deleitándose en su contemplación. Desmoronábanse las paredes, desplomábanse las iglesias, familias enteras huían presa del pánico con todas sus pertenencias pero siempre había aquellos que saltaban entre los charcos de lava derretida, fumando sus cigarrillos…

¡Jesucristo! No se había dado cuenta de lo rápido que iban, a pesar del camino y de que el ‘camión’ era un Chevrolet 1918, y le parecía que, por esto mismo, un ambiente muy distinto reinaba en el vehículo: sonreían los hombres, parloteaban las mujeres con suficiencia y reían entre dientes; dos muchachos que acababan de llegar, colgados por un pelo en la parte trasera, silbaban con alegría, y había camisas de colores vivos, y los boletos de serpentina y confeti (rojos, amarillos, verdes y azules) columpiábanse en un aro que pendía del techo y todo contribuía a dar una sensación de regocijo y casi tornaba a producir un sentimiento de fiesta que antes no existía allí.

Pero, uno por uno, los muchachos se durmieron, y la alegría fugaz cual momentáneo rayo de sol, huyó. Candelabros de cacto de brutal aspecto desfilaron vertiginosos, así como también una iglesia en ruinas llena de calabazas y ventanas en las que crecía la hierba. Incendiada, tal vez, durante la revolución, su fachada estaba ennegrecida por el humo y tenía un aspecto de condenación.

…Te ha llegado el momento de unirte a tus camaradas, de ayudar a los trabajadores, dijo a Cristo, que estuvo de acuerdo. Ésa había sido Su idea todo el tiempo; sólo que, hasta que Hugh Lo rescató, aquellos hipócritas Lo habían mantenido encerrado en la iglesia en llamas en donde no podía respirar. Hugh pronunció un discurso. Stalin le dio una medalla y escuchó con simpatía mientras Hugh explicaba lo que pensaba. —Cierto… No llegué a tiempo para salvar el Ebro, pero di mi golpe…— Marchóse con la estrella de Lenin en la solapa y en su bolsillo un certificado; Héroe de la República Soviética y de la Iglesia Verdadera, su corazón lleno de orgullo y amor…

Hugh miró por la ventana. Bueno, ¡qué importa! Cretino, pendejo. Pero lo extraño es que el amor era real. ¡Cristo! ¿por qué no podemos ser sencillos? ¡Cristo Jesús! ¿por qué no hemos de ser sencillos, por qué no hemos de poder ser todos hermanos?

Autobuses de extraños nombres —procesión proveniente de caminos vecinales— rozándoles avanzaban dando tumbos en dirección contraria: autobuses a Tetecala, a Jujuta, a Xiutepec: autobuses a Xochitepec, a Xoxitepec.

A la derecha, el Popocatépetl se alzó piramidal, con un flanco, que se arqueaba como pecho de mujer, y el otro, precipitoso, mellado, feroz. Detrás de él, volvían a amontonarse en altos cúmulos las formaciones de nubes. Iztaccíhuatl apareció…

—Xiutepecanochtitlantehuantepec, Quintanarooroo, Tlacolula, Moctezuma, Juárez, Puebla, Tlampam— ¡bong! rugió de pronto el autobús. Con estruendo pasaron rozando algunos puerquillos que brotaban en el camino, un indio que colaba arena, un niño pelón con aretes que, adormecido, rascábase el estómago a la vez que se mecía con vehemencia en una hamaca. Desfilaban letreros inscritos en leprosos muros: ‘¡Atchís! ¡Instantina! Resfriados, Dolores, Cafiaspirina. Rechace imitaciones. Las Manos de Orlac. Con Peter Lorre’.

En los tramos perpendicularmente malos el camión traqueteaba y, ominoso, se ladeaba. En una ocasión se salió por completo del camino, pero su determinación superó todos los obstáculos: uno se sentía tranquilo de poder transferirle al fin todas las responsabilidades propias para así dejarse sumir en una somnolencia de la que hubiera sido doloroso despertar.

A ambos lados se amontonaban setos en suaves pendientes sobre las que se alzaban árboles polvorientos. Sin disminuir la velocidad, precipitáronse en una serpenteante sección del camino, estrecha y hundida, que recordaba tanto a Inglaterra que en cualquier momento podía esperarse ver surgir un rótulo: Public Footath to Lostwithiel.

‘¡Desviación! ¡Hombres trabajando!’

Aullando llantas y frenos, viraron con demasiada rapidez hacia la izquierda. Pero Hugh vio que habían estado a punto de atropellar a un hombre que parecía dormir profundamente bajo un seto a la derecha del camino.

Ni Geoffrey ni Yvonne, que miraban amodorrados por la ventana de enfrente, lo habían visto. A nadie más, en caso de que alguno lo hubiese advertido, parecía extrañarle que alguien decidiera dormirse, por peligrosa que fuera la situación, tendido al sol en la carretera principal.

Hugh se asomó para llamar, vaciló y luego dio un golpecillo en el hombro del chófer; el camión frenó al mismo tiempo con violencia.

Guiando su gimiente vehículo con agilidad y asiendo el volante con una sola mano en actitud excéntrica, el chófer se alzó estirándose de su asiento para observar los ángulos posteriores y los delanteros, y metió reserva para salir de la desviación y entrar en la estrecha carretera.

El olor a la vez áspero y cordial de los gases del escape se neutralizaba con el aroma del alquitrán caliente —aunque nadie estaba trabajando en ese momento— empleado en las reparaciones que se nacían un poco más lejos, donde la carretera se ensanchaba con amplias márgenes de pasto entre el camino y el seto; los obreros debían haber abandonado las obras quizás horas antes, y nada podía verse sino la suave alfombra añil que, solitaria, sudaba y centelleaba.

A orillas del camino, frente a la desviación, apareció ahora, solitaria en una especie de basurero en donde cesaban las márgenes de pasto, una cruz de piedra. Bajo ella había una botella de leche, un tubo de chimenea, un calcetín y los restos de una vetusta maleta.

Y ahora, en el camino mucho más atrás aún, Hugh volvió a ver al hombre. Con el rostro cubierto por un sombrero de ala ancha, yacía recostado en actitud pacífica con los brazos tendidos hacia la cruz, a cuya sombra, a menos de diez metros, habría encontrado un mullido lecho. Cerca de él, humilde, pacía en el seto un caballo.

Cuando él autobús se sacudió al volver a detenerse, el ‘pelado’, acostado aún, casi se cayó del asiento. Empero, logró reponerse y pudo no sólo tenerse en pie conservando un equilibrio que mantuvo de manera admirable, sino que además consiguió, mediante un fuerte movimiento contrario, recorrer la mitad del camino a la puerta, con el crucifijo que se había reintegrado a su sitio en torno a su cuello, y asiendo los sombreros en una mano y lo que sobraba del melón en la otra. Lanzando una mirada que bien habría podido marchitar cualquier intención de robarlos, colocó con cuidado los sombreros en un asiento vacío, cerca de la puerta y luego, con exagerado esmero, bajó. Sus ojos, en los que brillaba un fulgor mortecino, seguían entreabiertos. Y a pesar de ello no cabía duda de que ya había captado íntegramente la situación. Tirando el melón, dirigióse hacia el hombre, con paso cauteloso, como si estuviese saltando obstáculos imaginarios. Pero caminaba derecho y se mantenía rígido.

Hugh, Yvonne, el Cónsul y dos hombres más bajaron del camión y lo siguieron. Ninguna de las ancianas se movió.

En la carretera sumida y desierta hacía un calor sofocante. Yvonne dejó escapar un grito nervioso y giró sobre sus talones; Hugh la asió por el brazo.

—No te preocupes por mí. Es sólo que no puedo soportar la vista de la sangre, ¡maldita sea!

Cuando volvía a subir al camión, Hugh llegó con el Cónsul y dos pasajeros.

El ‘pelado’ se cimbraba suavemente sobre el hombre yacente y vestido con las habituales ropas holgadas del indio.

Empero, no había mucha sangre a la vista, salvo a un lado del sombrero.

Pero el hombre no dormía en paz. Su pecho jadeaba, como el de un nadador fatigado, su estómago se contraía y se dilataba con rapidez y una de sus manos se abría y se cerraba asiendo el polvo…

Hugh y el Cónsul permanecían en pie, impotentes, pensando cada cual que el otro quitaría el sombrero del indio para exponer al sol la herida que cada uno pensaba que allí debía haber, y refrenaban semejante acto por común renuencia que era tal vez evasiva cortesía. Porque cada cual sabía que el otro pensaba también que sería mejor, que sería mucho mejor si uno de los pasajeros, aunque fuera el ‘pelado’, examinara al hombre.

Como nadie hacía el menor movimiento, Hugh se impacientó. Descansaba ora sobre un pie, ora sobre otro. Miró al Cónsul en actitud interrogante: él había vivido en este país bastante tiempo para saber qué debía hacerse, y además era, entre ellos, el único que se encontraba en situación más próxima a la representación de cualquier forma de autoridad. Y no obstante, el Cónsul parecía perdido en sus meditaciones. De repente, Hugh se adelantó con movimiento impulsivo y se inclinó sobre el indio; uno de los pasajeros le tiró de la manga.

—Su cigarro, señor.

—Tíralo —el Cónsul salió de su sopor—. Incendios forestales.

—Sí, está prohibido.

Hugh aplastó de un pisotón el cigarrillo y estaba a punto de volver a inclinarse sobre el herido cuando, de nuevo, el pasajero le tiró de la camisa.

—No, no —dijo, dándose golpecillos en la nariz—. También eso está prohibido.

—No puedes tocarlo… lo prohíbe la ley —le dijo con énfasis el Cónsul, que ahora parecía querer alejarse tanto como le fuera posible, aunque fuese en el propio caballo del indio—. En provecho suyo. De hecho es una ley sensatísima. De otro modo podrías llegar a convertirte en cómplice después de cometido el crimen.

El jadeo del indio sonaba como mar que se arrastrase en alguna playa cubierta de guijarros.

Una única ave volaba en las alturas.

—Pero el hombre puede estar murien… —susurró Hugh a Geoffrey.

—Dios mío, me siento pésimamente —replicó el Cónsul, aunque en realidad estaba a punto de actuar en el momento en que se le adelantó el ‘pelado’, el cual puso una rodilla en tierra y con la rapidez de un relámpago arrancó el sombrero del indio.

Todos fijaron la vista en la cruel herida abierta a un lado de la cabeza, en donde la sangre casi se había coagulado; el rostro enrojecido y bigotudo estaba vuelto a otra parte, y antes de alejarse Hugh vio algún dinero —cuatro o cinco pesos de plata y un puñado de centavos— que con cuidado le habían puesto al hombre bajo el cuello abierto de la camisa que, en parte, lo ocultaba. El ‘pelado’ volvió a ponerle el sombrero y, enderezándose, hizo un ademán de desesperanza con las manos ahora manchadas de sangre medio seca.

¿Cuánto tiempo habría permanecido tirado en el camino?

Hugh contempló al ‘pelado’ mientras volvían al ‘camión’, y luego, una vez más, al indio, cuya vida, mientras hablaban, parecía escaparse. —‘¡Diantre! ¿Dónde buscamos un médico?’ —preguntó estúpidamente.

Desde el ‘camión’ volvió el ‘pelado’ a hacer el ademán de desesperanza, que también era como un gesto de simpatía: ¿qué podían hacer ellos?, parecía tratar de expresarles desde la ventanilla, ¿cómo hubieran podido saber al bajarse que no podrían hacer nada?

—Muévanle el sombrero para que pueda respirar un poco —dijo el Cónsul con voz que traicionaba una lengua temblorosa; Hugh lo hizo, aunque con movimiento tan rápido que no tuvo tiempo de volver a ver el dinero, y también para mantener el ‘sombrero’ en equilibrio colocó el pañuelo del Cónsul sobre la herida.

Alto y en mangas de blanca camisa, vistiendo sucios pantalones de pana con aspecto de fuelle, metidos en sucias botas abrochadas hasta arriba, acercóse entonces el chófer para mirar. Con su cabeza descubierta y despeinada, su rostro, disipado y risueño, aunque de expresión inteligente, su paso vacilante, aunque atlético, había algo solitario y simpático en este hombre al que Hugh había visto dos veces antes caminando solo por la ciudad.

Instintivamente inspiraba confianza. Y, sin embargo, aquí su indiferencia parecía extraordinaria; pero tenía la responsabilidad del autobús, ¿y qué podía hacer él con sus palomas?

De alguna parte por encima de las nubes, un avión solitario dejó caer un único haz de sonido.

…—‘Pobrecito’.

…—‘Chingar’.

Hugh se percató de que estos comentarios habían ido multiplicándose gradualmente a su alrededor como una especie de estribillo —porque la presencia de todos ellos, aunada al hecho de que el ‘camión’ se hubiese detenido, había dado lugar a que se acercasen cuando menos otro pasajero y dos campesinos que, ignorantes de todo, habían pasado inadvertidos hasta ahora, los cuales se unieron al grupo en torno al hombre herido, al que ninguno volvió a tocar— un tranquilo susurro de futilidad, susurro de murmullos, en el cual podían estar conspirando el polvo, el calor, el autobús mismo con su cargamento de inmóviles ancianas y pollos sentenciados, mientras que sólo estas dos palabras, una de compasión, la otra de obsceno desprecio, se oían por encima de la respiración del indio.

El chófer regresó a su ‘camión’ con el evidente convencimiento de que todo se hallaba en orden —salvo el haberse estacionado en sentido contrario en el camino— comenzó a tocar el claxon, y lejos de que se produjera el efecto requerido, el susurro, ahora subrayado por el satírico acompañamiento de indiferentes bocinazos, se convirtió en discusión general.

¿Tratábase de un robo, de un intento de homicidio, o de ambas cosas? Quizá el indio venía a caballo desde el mercado en donde había vendido sus mercancías, con mucho más de cuatro o cinco pesos ocultos en el sombrero, con ‘mucho dinero’, así que un buen medio de evitar sospechas de robo habría sido abandonar lo poco que habían dejado. Tal vez no se trataba para nada de un robo y sólo se había caído del caballo. Posiblemente. Imposiblemente.

‘Sí, hombre’, ¿pero no habían llamado a la policía? Era claro que alguien iba ya a buscar ayuda. ‘Chingar’. Uno de ellos debiera ir por la policía en busca de auxilio. Una ambulancia… la Cruz Roja… ¿dónde estaba el teléfono más cercano?

Pero era absurdo suponer siquiera que la policía no estuviera ya en camino. ¿Pero cómo podían estar en camino los ‘chingados’ si la mitad de ellos estaba en huelga? No, sólo una cuarta parte estaba en huelga. Ya estarían en camino. ¿Un taxi? ‘No, hombre’, también estaban en huelga. Pero ¿qué de cierto había —intervino alguien— en los rumores de que habían suspendido el ‘Servicio de Ambulancias’? De todos modos, no era una Cruz Roja, sino una Cruz Verde, y sólo se ponía en movimiento al recibir avisos. Llamen al Dr. Figueroa. ‘Un hombre noble’. Pero no había teléfono. ¡Oh!, alguna vez hubo teléfono en Tomalín, pero se descompuso. No; el doctor Figueroa tenía un teléfono nuevo. Pedro, el hijo de Pepe, cuya suegra era Josefina, y que también conocía —se dijo— a Vicente González, lo había llevado personalmente por las calles.

Hugh (que había pensado de manera extravagante en Vigil jugando al tenis, en Guzmán y en la botella de ‘habanero’ que traía en el bolsillo) y el Cónsul también discutían. Porque seguía siendo un hecho que quienquiera que hubiese puesto al indio junto al camino (aunque, según tal hipótesis, ¿por qué no sobre la hierba, junto a la cruz?) y por seguridad hubiese ocultado el dinero en el cuello de la camisa (aunque tal vez se había deslizado solo) y providencialmente hubiese atado su caballo al árbol en el seto donde ahora pacía (aunque ¿acaso tenía que ser por fuerza su caballo?) estaría probablemente, fuera quien fuese, estuviera donde estuviese (o estuviesen, quienes con tanta sabiduría y compasión habían actuado) buscando ayuda en estos mismos momentos.

Su ingenuidad era ilimitada. Aunque el obstáculo más poderoso y determinante para hacer algo por el indio consistía en este descubrimiento de que a ninguno de los presentes le incumbía esto, sino a alguien más. Y, mirando en torno suyo, Hugh advirtió que esto era precisamente lo que todos los demás discutían. No me incumbe, decían todos, pero a ti sí, y todos agitaban la cabeza, y no, tampoco a ti sino a otra persona, y sus objeciones se volvían cada vez más enredadas y teóricas, hasta que al fin la discusión comenzó a tomar un cariz político.

Este cariz, según se presentó, le pareció ilógico a Hugh, que pensaba que si Josué hubiese aparecido en este momento para detener el sol, no se habría podido crear un disloque más absoluto del tiempo.

Y sin embargo, no era porque el tiempo se hubiese detenido. Más bien se movía a diferentes velocidades, y la velocidad con que parecía morir aquel hombre producía un extraño contraste con la velocidad con que cada cual encontraba que era imposible tomar una decisión.

Sin embargo, el chófer había dejado de tocar la bocina y estaba a punto de comenzar a hurgar en el motor, y el Cónsul y Hugh, abandonando al agonizante, caminaron hacia el caballo que, con sus riendas de reata, su silla vacía y sus ruidosas vainas de hierro que hacían las veces de estribo, masticaban los convólvulos del seto con la inocente mirada que sólo uno de su especie puede tener cuando se le observa con mortal sospecha. Sus ojos, que se habían cerrado mientras ambos se le acercaban, estaban ahora abiertos con expresión traviesa y plausible. Tenía una llaga en la cía y en el anca estaba marcado el número siete.

—¡Vaya!… ¡Dios mío!… éste debe ser el caballo que Yvonne y yo vimos esta mañana.

—¿De veras? Bueno —el Cónsul hizo un ademán como si fuera a tentar, aunque no la tocó, la cincha del caballo—. Qué gracioso… Yo también lo vi. Es decir, creo que lo vi —lanzó una mirada al indio en el camino, como si tratase de arrancar algo a su memoria—. ¿Advertiste si traía alforjas en la silla cuando lo viste? Las traía cuando yo lo vi.

—Debe ser el mismo tipo.

—Supongo que si el caballo lo pateó hasta matarlo no tuvo la suficiente inteligencia para dar coces a las alforjas hasta tirarlas y luego ocultarlas en algún lado, ¿no…?

Pero el autobús, sin dejar descansar la bocina, arrancaba ya sin ellos.

Acercóseles un poco y luego se detuvo en una parte más ancha del camino para dejar paso a dos exigentes automóviles de lujo que habían tenido que detenerse atrás. Hugh les gritó que se detuvieran, el Cónsul saludó a alguien que tal vez lo reconoció a medias, en tanto que los coches, cuyas respectivas placas traseras ostentaban la indicación de «Diplomático», pasaron vertiginosamente sumiéndose en los muelles y rasando los setos hasta desaparecer más adelante en medio de una nube de polvo. Desde el asiento trasero del segundo coche un terrier escocés les lanzó alegres ladridos.

—El estilo diplomático, sin duda.

Fuese el Cónsul a ver a Yvonne; los demás pasajeros, protegiéndose la cara contra el polvo, subieron al autobús que había continuado hasta la desviación, en donde, estacionado, aguardó inmóvil como la muerte, cual carroza fúnebre. Hugh corrió hacia el indio. Su respiración se oía más débil y a la vez más laboriosa. Un incontenible deseo de volver a verle el rostro le invadió y Hugh se inclinó sobre él. Al mismo tiempo, la mano derecha del indio se alzó en ademán semejante al del ciego que busca a tientas, y el sombrero se había levantado en parte y una voz murmuró o gruñó una palabra:

—‘Compañero’.

—…Ya lo creo que me dejarán —dijo Hugh, sin poder apenas explicarle al Cónsul por qué, al cabo de un momento. Pero ya había detenido al ‘camión’, cuyo motor volvió a ponerse en marcha y contempló a los tres ‘vigilantes’ que, sonrientes, se acercaban pateando en el polvo, con las pistoleras golpeando contra sus muslos.

—Vámonos, Hugh, no te dejarán subir al camión con él y sólo vas a lograr que te lleven a la cárcel y te enreden en todo este lío sólo Dios sabe por cuánto tiempo —decía el Cónsul—. De todas maneras no son policías de veras, son sólo esos pájaros de los que te hablé… Hugh…

—‘Momentito’ —casi en seguida Hugh se encontró debatiendo con uno de los ‘vigilantes’ (los otros dos habían ido directamente a ver al indio) mientras el chófer hacía sonar la bocina con hastío y paciencia. Luego el policía empujó a Hugh hasta el autobús: Hugh, a su vez, lo empujó. El policía bajó una de sus manos y comenzó a manosear la pistolera: se trataba de una maniobra que no había qué tomar en serio. Con la otra mano dio un nuevo empellón a Hugh de manera que, para mantenerse en equilibrio, éste se vio forzado a subir al escalón trasero del camión que, en ese instante, con movimiento repentino y violento se puso en marcha con su pasaje a bordo. Hugh hubiera salido, sólo que el Cónsul, haciendo un gran esfuerzo, logró mantenerlo clavado en uno de los montantes.

—No te preocupes, viejo; hubiera sido peor que los molinos de viento… ¿Qué molinos de viento?

El polvo borró la escena…

Ebrio, el autobús prosiguió su curso, tambaleante, en medio de un fragor de truenos y cañonazos. Hugh iba sentado y veía el piso que temblaba y se estremecía.

…Algo semejante a un raigón de árbol con un torniquete, una pierna amputada dentro de una bota militar, recogida por alguien que trató de desatarla y la volvió a dejar con cierto respeto en el suelo, en el camino, en medio de un nauseabundo olor de gasolina y sangre; un rostro que boqueaba pidiendo un cigarrillo, volvióse gris y se esfumó; objetos acéfalos con salientes tráqueas, que iban sentados, cueros cabelludos que caían, enhiestos, en autobuses, niños amontonados por centenares; objetos que gritaban y ardían; como las criaturas, tal vez, de los sueños de Geoffrey: entre los estúpidos ingredientes de un insensato Tito Andrónico bélico y los horrores que ni siquiera podían constituir un buen reportaje, pero que en un abrir y cerrar de ojos había evocado Yvonne cuando salían, Hugh, moderadamente endurecido, hubiera podido habérselas arreglado, haber hecho algo, no haber hecho nada…

Téngase al paciente absolutamente tranquilo en un cuarto oscuro. A veces puede darse coñac a los agonizantes.

Culpable, Hugh advirtió la mirada de una vieja. Su rostro carecía totalmente de expresión… ¡Ah, cuán sensatas eran estas ancianas que al menos sabían lo que las inquietaba y habían tomado una muda decisión colectiva para no tener nada que ver con cuanto había ocurrido! Sin titubeo ni aturdimiento ni alboroto. Con cuánta solidaridad, al sentir el peligro se habían aferrado, abrazándolas, a sus canastas de pollos cuando se detuvieron, y cómo se habían vuelto para atisbar e identificar sus propiedades para luego permanecer sentadas, como ahora, inmóviles. Tal vez recordaban los días de la revolución en el valle, los edificios ennegrecidos, las comunicaciones interrumpidas, los crucificados y cornados en la plaza de toros, los perros callejeros en barbacoa en el mercado. En sus rostros no había dureza ni crueldad. Conocían la muerte mejor que la ley, y sus recuerdos eran múltiples. Permanecían ahora sentadas en fila, inmóviles, heladas, sin discutir, sin decir una palabra, petrificadas. Era natural haber dejado el asunto en manos de los hombres. Y sin embargo, en estas ancianas era como si en el curso de las varias tragedias de la historia de México, la conmiseración —el impulso de acercarse— y el terror —el impulso de escapar— (según se aprende en la Universidad), que lo había sustituido, hubieran sido, reconciliados por la prudencia, la convicción de que es mejor quedarse donde se está.

¿Y los demás pasajeros, las jóvenes enlutadas? …no había jóvenes enlutadas; todas se habían bajado y habían echado a andar; ya que a la muerte a orillas del camino, no debe permitírsele interferir con los propios planes de resurrección en el cementerio. ¿Y los hombres con camisas de color púrpura que habían observado cuanto ocurrió y que a pesar de ello no se movieron del autobús? Misterio. Nadie podía ser más valeroso que un mexicano. Pero no era ésta una situación que requiriese valor. ‘Frijoles’ para todos: ‘Tierra, Libertad, Justicia y Ley’. ¿Significa algo todo eso? ‘¿Quién sabe?’ No estaban seguros de nada, salvo que era una locura enredarse con la policía, especialmente si no era la policía regular; y lo mismo podía decirse de aquel hombre que había tirado de la manga a Hugh, y a los otros dos pasajeros que se habían unido a la discusión en torno al indio y que ahora se dejaban caer del autobús que corría a toda velocidad, en forma grácil y despreocupada.

En cuanto a él, héroe de la República Soviética y de la Iglesia Verdadera, ¿qué ocurrió con él, viejo ‘camarada’? ¿qué le falló? Nada. Con el infalible instinto de un corresponsal de guerra adiestrado en primeros auxilios, había estado alerta y dispuesto a sacar la bolsa azul y mojada, el nitrato de plata, el cepillo de piel de camello.

Había recordado en un instante que en la palabra refugio debía incluirse una manta adicional o un paraguas o protección temporal contra los rayos del sol. En seguida se había lanzado en búsqueda de posibles indicios para el diagnóstico, tales como escaleras rotas, manchas de sangre, maquinarias en movimiento y caballos en reposo. Lo había hecho, pero de nada había servido, por desgracia.

Y la verdad era que tal vez se tratase de una de esas ocasiones en que no es posible hacer nada para ayudar. Con lo cual la situación sólo empeoraba. Hugh alzó la cabeza y miró a Yvonne de soslayo. El Cónsul había tomado su mano y ella asía con firmeza la del Cónsul.

El ‘camión’, que corría vertiginoso rumbo a Tomalín, seguía meciéndose y sacudiéndose como antes. Otros muchachos que se habían subido atrás, silbaban. Los boletos centelleaban con sus colores brillantes. Subieron más pasajeros que habían llegado corriendo a campo traviesa, y los hombres se contemplaban unos a otros con mirada aprobatoria; el camión se superaba, nunca antes había corrido tan aprisa, tal vez porque sabía también que era día de fiesta.

Un conocido del chófer, acaso el chófer que haría el viaje de regreso, se había unido ahora al vehículo. Deslizábase por el exterior del autobús con pericia de indígena para cobrar los pasajes por las ventanas abiertas. En un momento en que tuvieron que ascender una pendiente, se bajó a la izquierda del camino, dio la vuelta al camión por atrás y volvió a aparecer a la derecha sonriendo como un payaso.

Uno de sus amigos abordó el autobús de un salto. Ambos se acuclillaron a cada lado del cofre junto a los dos guardafangos delanteros, y con frecuencia se daban la mano por encima del tapón del radiador, mientras que el primero, empinándose con gran riesgo, procuraba asegurarse de que una de las llantas traseras que había sufrido un pequeño pinchazo tuviera la resistencia requerida. Luego, siguió recogiendo pasajes.

Polvo, polvo, polvo se filtraba por las ventanas: suave invasión disolvente que llenaba el vehículo.

De pronto, el Cónsul dio de codazos a Hugh y le indicó con la cabeza que viese al ‘pelado’, al que, sin embarco. Hugh no había podido olvidar: el hombre seguía sentado tieso y jugueteaba con algo que traía en el regazo; llevaba la chaqueta abotonada y ambos sombreros puestos, ajustado el crucifijo y con expresión muy semejante a la que tenía antes, aunque después de la conducta extrañamente ejemplar de que había hecho gala en la carretera, se veía mucho más refrescado y algo sobrio.

Sonriendo, Hugh asintió con la cabeza y perdió interés; el Cónsul volvió a darle un codazo:

—¿Ves lo que veo?

—¿Qué es?

Hugh sacudió la cabeza; miró, obediente, hacia el ‘pelado’, no pudo ver nada y luego vio, sin comprender al principio.

Las manos de conquistador del ‘pelado’, manchadas de sangre, las mismas que habían traído el melón, asían ahora un triste montón de pesos de plata y centavos también manchados de sangre.

El ‘pelado’ había robado el dinero del indio.

Además, como en este punto lo sorprendiera el cobrador que sonreía por la ventanilla, seleccionó con cuidado algunas monedas de cobre entre el montón y también sonriente miró a todos los pasajeros, como si esperase algún comentario acerca de lo listo que había sido y, con este dinero, pagó su pasaje.

Pero no se hizo comentario alguno por la sencilla razón de que nadie, excepto el Cónsul y Hugh, pareció darse cuenta de lo listo que había sido.

Hugh sacó la botellita de ‘habanero’, diósela a Geoff, y éste la pasó a Yvonne. Yvonne, que no había advertido nada, estuvo a punto de ahogarse; y así fue de sencillo: todos se tomaron un traguito.

…Lo que resultaba tan sorprendente, pensándolo bien, no era que por repentino impulso el ‘pelado’ hubiese robado el dinero, sino que ahora hiciese tan pocos esfuerzos por ocultarlo, que abriese y cerrase sin descanso la palma de su mano en la que asía la plata y las monedas de cobre ensangrentadas, para que así pudiese verlas cualquiera.

Pensó Hugh que el hombre no estaba haciendo esfuerzo alguno por ocultarlas, que acaso estaba tratando de convencer a los pasajeros, aunque ellos no sabían nada de ello, de que su actuación se debía a motivos tan explicables como justos y que tan sólo había tomado el dinero para guardarlo en lugar seguro, dado que, como lo acababa de demostrar su propio acto, no podía racionalmente dejársele abandonado en el cuello de un agonizante en el camino a Tomalín, a la sombra de la Sierra Madre.

Y además, suponiendo que sospechasen que era un ladrón, sus ojos, que ahora ya estaban del todo abiertos, casi alertas y llenos de maldad, dijeron, aunque logrando dominarse: ¿qué esperanza tenía el indio, si llegaba a sobrevivir, de volver a ver su dinero? Claro que ninguna, como todos lo sabían. La verdadera policía podía ser honorable y defender los intereses del pueblo. Pero si lo arrestaban estos delegados, estos otros tipos, 9 mente se lo robarían, eso era seguro, como ahora mismo habrían robado al indio si no hubiera sido por su acción bondadosa.

Así pues, nadie que en verdad se inquietase por el dinero del indio debía sospechar nada por el estilo o, en última instancia, no debía pensar en ello con demasiada precisión; porque ahora, a bordo del ‘camión’, hubiese optado por no juguetear más con las monedas pasándolas de una mano a otra, así o bien por deslizar, así, parte del dinero en el bolsillo, y aun suponiendo que el resto llegase a resbalar accidentalmente a su otro bolsillo, así (y esta exhibición era sin duda en provecho exclusivo de Hugh y del Cónsul ya que ambos habían sido testigos de lo ocurrido y eran, además, extranjeros), no debía atribuirse a todo esto significado alguno, ya que ninguno de estos ademanes quería decir que fuese un ratero ni que, después de todo y a pesar de sus excelentes intenciones, hubiese decidido robar el dinero y convertirse en ratero.

Y esto seguía siendo verdad, pasara lo que pasase con el dinero, puesto que su posesión se había consolidado y era clara y patente, y todo el mundo podía enterarse de ello. Es un hecho reconocido, como lo de Abisinia.

El cobrador siguió recogiendo los pasajes restantes, terminó y diolos al chófer. El autobús siguió corriendo a mayor velocidad, la carretera de nuevo se tornó angosta y peligrosa.

Cuesta abajo… El chófer llevaba la mano sobre el rechinante freno de emergencia mientras entraban por una curva a Tomalín. A la derecha se abría un abismo sin parapeto y desde la cavidad inferior se asomaba una inmensa y polvorienta colina cubierta de chaparrales con árboles que se destacaban en las laderas.

Deslizándose, el Iztaccíhuatl se perdía de vista, pero a medida que descendían girando sucesivamente en las curvas, aparecía y desaparecía sin cesar el Popocatépetl, aunque nunca con el mismo aspecto, sino ora distante, ora enorme y cercano, en un momento incalculablemente próximo y al siguiente, cuando tomaban una curva, descollando con su majestuosa espesura de campos inclinados, valles, bosques, y su cima resguardada por las nubes, fustigada por el viento y la nieve…

Luego, una iglesia blanca, y de nuevo estuvieron en un pueblo atravesado por una larga calle, un callejón sin salida y muchos caminos que convergían en un pequeño lago o estanque que quedaba más lejos, en el cual había gente nadando y más allá del cual se extendía el bosque. Junto a este lago quedaba la terminal del autobús.

Los tres volvieron a quedar parados en medio de la tolvanera, deslumbrados por la blancura, por el resplandor de la tarde. Habíanse marchado las ancianas y otros pasajeros. De una puerta provenían los gemidos de una guitarra, y cerca se escuchaba el refrescante murmullo del agua que caía de una catarata. Geoff indicó el camino y pusiéronse en marcha rumbo a la ‘Arena Tomalín’.

Pero el chófer y su amigo iban entrando a una pulquería. Les siguió el ‘pelado’. Caminaba muy erecto, alzando mucho los pies y sosteniendo sus sombreros, como si quisiese protegerlos contra un viento que no soplaba, con una sonrisa fatua en sus labios, no de triunfo, sino casi de súplica.

Se uniría a ellos; llegarían a algún arreglo. ‘¿Quién sabe?’

Quedáronse mirándolos mientras las puertas gemelas de la taberna de original nombre, ‘Todos Contentos y Yo También’, seguían meciéndose. El Cónsul dijo con noble acento:

—Todos Contentos y Yo También.

Incluso aquellos, pensó Hugh, que sin esfuerzo flotaban, elegantes, en el cielo azul por encima de sus cabezas: los buitres, ‘zopilotes’, que sólo esperan la ratificación de la muerte.