IX
‘Arena Tomalín’…
…¡Cómo se estaba divirtiendo todo el mundo, qué felices eran, qué feliz era cada cual! ¡Con cuánta alegría México apartaba de sí, riéndose, su trágica historia, el pasado, la muerte subyacente!
Era como si Yvonne nunca hubiera dejado a Geoffrey, como si nunca se hubiese ido a los Estados Unidos, como si nunca hubiese sufrido la angustia del último año, era casi como si —pensó por un momento— volvieran a estar en México por vez primera; ilógicamente, era aquella misma sensación cálida y punzante, indefinible, de una tristeza que sería superada, de esperanza —porque ¿no había ido Geoffrey a encontrarla a la terminal de los autobuses?— sobre todo de esperanza, del futuro…
Un gigante sonriente y barbado que llevaba sobre el hombro un blanco sarape con dragones de color cobalto lo proclamaba. Dándose aires de importancia recorría a grandes pasos la arena donde se celebraría el encuentro de box el próximo domingo e impulsaba, en medio del polvo, lo que bien pudiera haber sido el «Cohete», aquella primera locomotora de Stephenson.
Se trataba de un maravilloso carrito de cacahuates. Yvonne podía ver el pequeño motor auxiliar que en el interior funcionaba con minuciosidad agitando, furioso, los cacahuates. ¡Qué delicioso, qué bueno era sentirse, a pesar de toda la tensión y del esfuerzo del día, del viaje, del autobús y, ahora, de la gradería desvencijada y repleta de gente, parte del brillante sarape multicolor de la existencia, parte del sol, de los olores, de la risa!
De vez en cuando jadeaba la sirena del carrito de cacahuates, eructaba la flauta de su chimenea, chillaba su agudo silbato. Según las apariencias, el gigante no quería vender cacahuetes. Simplemente no podía resistir la tentación de hacer gala de esta máquina ante todos: ved, ésta es mi propiedad, mi alegría, mi fe, hasta quizá (así le hubiera gustado que todos los imaginasen) ¡mi invento! Y todos lo amaban.
Para sacarlo de la arena, empujó el carrito que dejó escapar un último aullido y un eructo triunfante en el preciso momento en que un toro se precipitaba desde una puerta situada en el lado opuesto.
No cabía duda de que también se trataba de un toro alegre. ‘¿Por qué no?’ Sabía que no lo iban a matar, que sólo salía a jugar, a participar en la alegría. Pero la alegría del toro era mesurada aún; después de su explosiva entrada, comenzó a dar la vuelta al ruedo, lento, pensativo, aunque levantando mucho polvo. Estaba dispuesto a divertirse en el juego como cualquiera a su propia costa, si fuese preciso, sólo que su dignidad requería primero el debido reconocimiento.
No obstante, parte de la gente sentada ante la primitiva cerca que rodeaba la plaza apenas se tomó la molestia de levantar las piernas al verlo acercarse, en tanto que otros, acostados boca abajo sobre el suelo, con las cabezas como si las hubieran echado a una especie de picota de lujo, no se retiraron ni un centímetro.
Por otra parte, algunos ‘borrachos’ descarriados llegaron prematuramente a la arena y trataron de montarse sobre la bestia. Esto iba en contra de las reglas del juego: debía sorprenderse al toro de un modo especial; el respeto de las reglas se imponía y fueron expulsados, tambaleantes, temblorosas las rodillas, protestando, aunque siempre alegres…
La multitud, más contenta en general con el toro que con el vendedor de cacahuates, comenzó a aplaudir. Los recién llegados saltaban con donaire por encima de las vallas y manteníanse en maravilloso equilibrio, allá en las barandillas superiores. Vendedores ambulantes de constitución musculosa levantaban con única dilatación robusta del antebrazo sus pesadas bandejas repletas de frutas multicolores. Un muchachito, encaramado en la alta horqueta de un árbol, se protegía los ojos mientras miraba por encima de la selva hacia los volcanes. Buscaba un aeroplano en dirección errónea; zumbando apareció éste cual guión en el azul abismal. Flotaba el trueno en la atmósfera, y a su espalda, en alguna parte, agitábase un hormigueo eléctrico.
Repitió el toro su vuelta al ruedo con paso que, si bien ligeramente más rápido, seguía conservando su constante mesura, y sólo se desvió una vez cuando un inquieto perrito le ladró y le hizo olvidar adonde iba.
Irguióse Yvonne, se quitó el sombrero y comenzó a polvearse la nariz atisbando por el traidor espejo de la polvera esmaltada. Éste le recordó que apenas hacía cinco minutos habían estado llorando, y logró ver, por encima de su hombro, el Popocatépetl.
¡Los volcanes! ¡Qué sentimental podía uno ponerse con ellos! Ahora se trataba del «volcán»; porque en cualquier posición que colocara el espejo, no podía ver al pobre Ixta, el cual, eclipsado, había desaparecido, mientras que el Popocatépetl, al reflejarse en el espejo, parecía más bello aún con su cúspide que brillaba contra un fondo de nubes apiñadas. Yvonne pasó un dedo sobre su mejilla y bajo uno de sus párpados. También había sido estúpido llorar frente a aquel hombrecillo que, ante la puerta de ‘Las Novedades’, le había dicho que eran, «según el reloj, las tres y media», y luego que era imposible telefonear porque el doctor Figueroa se había ido a Xiutepec…
—A la maldita arena, pues —había dicho el Cónsul con furia, e Yvonne había llorado. Lo cual resultaba casi tan estúpido como haber vuelto la espalda esa tarde, no al ver sangre, sino ante la simple sospecha de que existiese. Sin embargo, su debilidad consistía en eso, y recordaba aquel perro que yacía agonizante en una calle de Honolulú en medio de riachuelos de sangre que listaban el pavimento, y había deseado ayudarlo, pero en vez de ello, se desmayó, aunque sólo por un minuto y, como luego fue tal su desánimo al encontrarse allí, recostada y sola en la acera —¿qué tal si alguien la había visto?— se marchó rápidamente sin decir nada, sólo para verse perseguida por el recuerdo de la infeliz criatura abandonada, así que en una ocasión… pero, ¿para qué pensar en aquello? Además, ¿no había hecho cuanto le fue posible? No era —claro está— como si hubiesen entrado al jaripeo sin asegurarse antes de que no había teléfono. ¡Y aunque lo hubiese habido! Según lo pudo entender, cuando se marchaban ya estaban atendiendo al pobre indio, así es que ahora, pensándolo bien, no podía comprender por qué… Con un golpecillo dio un último toque a su sombrero y luego parpadeó. Como sus ojos estaban cansados, le hacían malas jugadas. Por un segundo había tenido la horrible sensación de que, no el Popocatépetl, sino la anciana con los dominós que había visto esta mañana, la miraba por encima de su hombro. Cerró la polvera y, sonriente, volvióse hacia los demás.
Tanto el Cónsul como Hugh contemplaban la arena con lúgubre mirada.
De las tribunas cercanas a Yvonne provinieron algunos gruñidos, algunos eructos, algunos olés desganados cuando el toro, después de espantar una vez más al perro con dos cabeceos a ras de tierra cual curvas que describe la escoba al barrer, siguió dando la vuelta al ruedo. Pero no había muestras de alegría ni tampoco aplausos. Algunos de los espectadores sentados cerca de la barrera, cabeceaban, soñolientos. Alguien hacía añicos un sombrero y otro espectador trataba, aunque sin éxito, de lanzarle a algún amigo, como si se tratase de un bumerang, un sombrero de petate. México no se reía de su trágica historia; México se aburría. El toro se aburría. Todos se aburrían, tal vez se habían aburrido todo el tiempo. Todo lo que ocurría era que el trago que Yvonne tomó en el camión había surtido efecto y ahora comenzaba a perderlo. En medio del aburrimiento, el toro dio la vuelta al ruedo y, hastiado, se echó en un rincón.
—Igual que Ferdinando… —comenzó a decir Yvonne, todavía en actitud casi esperanzada.
—Nandi —murmuró el Cónsul (y ¡ah! ¿acaso no la había tomado de la mano en el autobús?) mirando al ruedo de soslayo, al través del humo del cigarrillo— el toro. Lo bautizo Nandi, vehículo de Siva, de cuyos cabellos fluye el río Ganges, y a quien también se ha identificado con el dios Védico de la tempestad… y es conocido por los antiguos mexicanos como ‘Huracán’.
—Por amor de Cristo, papá —dijo Hugh—, gracias.
Yvonne suspiró; tratábase, en realidad de un espectáculo fatigoso y detestable. Los únicos felices eran los borrachos. Asiendo botellas de tequila o de mezcal, tambaleantes, entraron al ruedo y se acercaron a Nandi que permanecía recostado; luego, dando traspiés y tropezando entre sí, fueron expulsados por varios charros que después trataron de obligar al infeliz toro a levantarse.
Pero el toro se negaba a obedecer. Al fin, un muchachito al que nadie había visto antes, apareció y le mordió la cola, y cuando el chico ya corría, el animal se levantó con movimientos convulsivos. Al momento lo lazó un vaquero montado en un caballo de malévolo aspecto. Pronto se soltó el toro, al que sólo habían logrado lazarle una pata, y agitando la cabeza se alejó hasta que, al ver de nuevo al perro, dio media vuelta y lo persiguió un trecho.
De súbito aumentó la actividad en la arena. Ahora todos, montaran pomposamente a caballo o fueran a pie —corriendo o parados o agitando algún sarape viejo o algún tapete o sólo un harapo— trataban de llamar la atención del toro.
Ahora la pobre bestia parecía impelida, arrastrada hacia acontecimientos que en realidad no acaba de comprender, por gente con la que desea hacer migas, hasta jugar, y que la seduce alentando ese mismo deseo, gente que (porque en realidad la desprecia y desea humillarla) acaba por enredarla.
…Abriéndose camino entre los asientos, el padre de Yvonne se acercaba equilibrándose y contestando con alegría, como un niño al que se le ofrece una mano amistosa en señal de ayuda; su padre, cuya risa, en el recuerdo, tenía aún aquellas resonancias de calor rico y generoso, y cuya fotografía seguía llevando Yvonne consigo, en donde aparecía como joven capitán, vistiendo el uniforme de la guerra hispano-americana, con aquellos ojos cándidos y serios, brillantes bajo las cejas altas y finas, y boca sensitiva de carnosos labios que se dibujaba bajo un oscuro y sedoso bigote, y barba partida; su padre con su fatal prurito de inventor, que antaño partiera con tanta confianza rumbo al Hawai para hacer fortuna cultivando piñas. En esto había fracasado. Echando de menos la vida del ejército e instigado por sus amigos, perdió el tiempo soñando quiméricos proyectos. Yvonne oyó decir que había tratado de elaborar cáñamo sintético con hojas de piña, y que hasta había tratado de domesticar el volcán que había detrás de su finca para hacer funcionar la maquinaria de cáñamo. Solía sentarse en el lanai sorbiendo okoolihao y cantando melancólicamente melodías hawaianas, en tanto que las piñas se pudrían en los campos y los indígenas se agrupaban a su alrededor para cantar con él o dormir durante la temporada de cosecha mientras la ruina y la cizaña invadían la plantación y agravábanse las deudas del negocio. Ése era el cuadro; Yvonne recordaba poco de aquel período, con excepción de la muerte de su madre. Tenía entonces seis años. Avecinábase la Guerra Mundial, junto con la ejecución de la hipoteca y con ella aproximóse la figura de su tío Macintyre, hermano de su madre, rico escocés con intereses financieros en América del Sur, que hacía mucho había profetizado el fracaso a su cuñado y a cuya enorme influencia se debía sin duda, no obstante, que en seguida y ante el asombro general, el capitán Constable se convirtiera en Cónsul norteamericano en Iquique.
¡Cónsul en Iquique!… ¡O en Quauhnáhuac! ¡Cuántas veces trató Yvonne, en medio de la agonía que sufrió aquel último año, de liberarse del amor que sentía por Geoffrey, y procurando prescindir de él mediante razonamientos, análisis, introspección! —¡Cristo, después de haber esperado y escrito, al principio sólo abrigando esperanzas con todo su corazón, luego urgente, frenética, por último desesperada, aguardando y espiando cada día para ver si llegaba aquella carta: ah, la diaria crucifixión del correo!
Yvonne miró al Cónsul, cuyo rostro pareció por un momento asumir aquella expresión meditabunda que recordaba con tanta nitidez haber visto en su padre durante los largos años de la guerra, en Chile. ¡Chile! Era como si aquella república de estupendo litoral, aunque de estrecha periferia, en donde todos los pensamientos iban a converger en el Cabo de Hornos o en la región de los nitratos, hubiera ejercido cierta influencia atenuante en la mente de su padre. Porque, ¿sobre qué cavilaba en concreto su padre durante toda esa época, más aislado espiritualmente en la tierra de Bernardo O’Higgins, de lo que otrora lo estuviera Robinson Crusoe a sólo unos cientos de kilómetros de las mismas riberas? ¿Acaso sobre el resultado de la guerra misma, o sobre oscuros convenios comerciales que él mismo iniciara, o sobre la suerte de los marinos norteamericanos varados en el Trópico de Capricornio? No; se trataba de una única idea que no llegó, empero, a producir sus frutos sino hasta después del armisticio. Su padre había inventado una nueva especie de pipa, complicada hasta la locura, que para limpiarse exigía el desmonte de sus piezas separadas. Las pipas se componían de diecisiete piezas aproximadamente, a esto se reducían y así permanecían, ya que a todas luces nadie, salvo su padre, sabía cómo ensamblarlas después. Era un hecho que el capitán no fumaba en pipa. Sin embargo, como siempre lo habían aconsejado y alentado… Cuando su fábrica en Hilo ardió seis semanas después de haber sido terminada, regresó a Ohio, en donde había nacido, y durante algún tiempo trabajó en una fábrica de alambrados para cercas.
Y ya estaba. Habían lazado al toro más allá de toda esperanza. Luego una, dos, tres, cuatro reatas más, cada cual lazada con nueva y notable falda de cordialidad, lo ataron. Los espectadores pateaban en las tribunas de madera y aplaudían rítmicamente, sin entusiasmo. Sí, ahora se le ocurrió a Yvonne que todo este asunto del toro era como la vida; el nacimiento importante, la oportunidad justa, luego, las vueltas al ruedo, primero tentativas, después seguras, por último casi desesperadas; un obstáculo salvado —hazaña debidamente reconocida— aburrimiento, resignación, derrumbe; luego otro nacimiento aún más convulsivo, nuevo comienzo; circunspectos esfuerzos para abrir los ojos en un mundo ahora francamente hostil, el aparente aunque engañoso estímulo de quienes nos juzgan, la mitad de los cuales dormía, los desvíos hacia los comienzos del desastre por aquel mismo obstáculo insignificante que antes se habría franqueado con un solo paso, la trampa final en las redes de enemigos de los que nunca tenía uno la completa certeza de que fuesen amigos más torpes que de hecho mal intencionados, a la que seguía el desastre, la capitulación, la desintegración.
…El fracaso de una compañía de alambrados, el fracaso de algo menos enfático y decisivo de la mente de un padre, ¿qué valía todo esto a la faz de Dios o ante el destino? La ilusión obsesiva del capitán Constable consistió en creer que lo habían destituido del ejército; y todo partió de esta deshonra imaginaria. Volvió a marcharse a Hawai, aunque la demencia que lo retuvo en Los Ángeles, en donde descubrió que se hallaba sin blanca, era estrictamente de carácter alcohólico.
Yvonne volvió a contemplar al Cónsul que, sentado, meditabundo y con los labios apretados parecía observar con mirada intensa cuanto ocurría en el ruedo. ¡Qué poco conocía él de este período de su vida de aquel terror, el terror —terror que aún podía despertarla de noche— de aquella repetida pesadilla de objetos que se derrumban! Se suponía que tenía que simular un terror semejante a aquél en la película sobre la trata de blancas, la mano que la agarraba por el hombro en una puerta oscura; o el terror real que sintió cuando de hecho se vio atrapada en una barranca con doscientos caballos despavoridos; no, al igual que el mismo capitán Constable, Geoffrey se había aburrido, quizá hasta avergonzado, de todo esto: haber, para comenzar cuando sólo tenía trece años, mantenido a su padre durante cinco años trabajando como actriz en películas de episodios y en westerns; bien podía Geoffrey tener pesadillas, ser semejante, también en esto, a su padre, ser la única persona en el mundo que jamás tuviera tales pesadillas, pero que ella las tuviese… Ni tampoco sabía Geoffrey mucho más de la ficticia excitación real ni del falso y brillante, aunque insípido, encanto de los estudios, ni del pueril orgullo del adulto, tan acerbo como patético, y justificable por haberse ganado la vida a esa edad.
Junto al Cónsul, Hugh sacó un cigarrillo, lo golpeó sobre la uña del pulgar, advirtió que era el último de la cajetilla y lo colocó entre sus labios. Puso los pies en el respaldo del asiento que estaba frente al suyo y se inclinó apoyando los codos en las rodillas, contemplando el ruedo con el ceño fruncido. Luego, siempre inquieto, encendió un fósforo para lo cual pasó sobre él la uña del pulgar, produciendo así un chasquido semejante al de una pistola de juguete y lo acercó al cigarrillo, protegiéndolo, entre ambas manos mientras bajaba la cabeza… Atravesando el jardín, Hugh se acercaba a ella, bajo los rayos del sol. Con su andar de pavo, su sombrero Stetson echado hacia atrás, su pistolera, su revólver, su bandolera, sus pantalones ceñidos arremangados en el interior de sus botas decoradas con intrincados bordados, había pensado Yvonne, por sólo un instante que era —¡de hecho!— Bill Hodson, el actor-vaquero de quien ella había sido la dama joven en tres películas, cuando tenía quince años. ¡Cristo, qué absurdo! ¡Qué maravillosamente absurdo! ¡Las islas hawaianas nos trajeron a esta auténtica chica rústica que gusta de la natación, el golf, el baile y es asimismo experta amazona! Ella… Hugh no había pronunciado esta mañana palabra alguna sobre lo bien que montaba, aunque la había divertido secretamente, y no poco, al explicarle que su caballo —milagrosamente— no quería beber. ¡Tales regiones existen en uno mismo y en los demás, y las dejamos, quizá para siempre, inexploradas! Ella nunca le hizo la menor alusión a su carrera cinematográfica; no, ni aun aquel día en Robinson… Pero era una lástima que Hugh no hubiese tenido entonces edad suficiente para entrevistarla, si bien no la primera vez, sí, cuando menos en aquella horrible segunda ocasión después de que el tío Macintyre la mandó a la escuela, y después de su matrimonio y de la muerte de su niño, cuando regresó una vez más a Hollywood. ¡Yvonne La Terrible! ¡Cuídense, sirenas de sarong y chicas seductoras, que Yvonne Constable, la “Muchacha del Bump” ha vuelto a Hollywood por segunda vez! Pero ahora tiene veinticuatro años, y la “Muchacha del Bump” se ha convertido en mujer garbosa y excitante que luce diamantes, orquídeas blancas y armiño. Y es mujer que ha conocido el significado del amor y de la tragedia, que ha vivido una vida entera desde que abandonó Hollywood hace unos pocos años. El otro día la encontré en su casa de la playa: Venus color de miel surgida de las olas. Mientras hablábamos contemplaba el agua con sus sombríos ojos soñolientos y las brisas del Pacífico jugueteaban con su espeso pelo oscuro. Mirándola por un momento costaba trabajo asociar a la Yvonne Constable de hoy en día con la atrevida amazona, reina de los episodios de ayer, ¡pero su torso sigue tan magnífico y su energía es aún sin par! Diablillo de Honolulú, que a los doce años era una muchacha retozona que lanzaba gritos de guerra, loca por el béisbol, desobediente con todos, menos con su adorado papá al que apodaba Papatrón, se convirtió a los catorce años en una niña-actriz y a los quince en la dama joven de Bill Hodson. Y aún entonces ya era una dínamo. Alta para su edad, poseía flexible fuerza debida a una infancia de natación y deslizadores en las rompientes del Hawai. Sí, aunque ahora no lo crean ustedes, Yvonne se ha visto sumergida en lagos candentes, suspendida en lo alto de precipicios, ha bajado barrancas montada a caballo, y experta en el doblaje de “raptos al galope”. Yvonne ríe festivamente hoy en día al recordar aquella niña timorata y tenaz que declaró que, ciertamente podía montar muy bien, y luego, cuando estaba rodándose la película, con la compañía contratada, ¡trató de subir al caballo por donde no debía! Un año más tarde, podía montar al vuelo sin siquiera despeinarse. “Pero aproximadamente en esa época, me rescató de Hollywood”, según lo afirma, sonriente, “contra mi voluntad, mi tío Macintyre, que literalmente me pescó al vuelo, después de la muerte de mi padre, ¡y me embarcó para Honolulú!” Pero cuando se ha sido la “Muchacha del Bump” y está una a punto de convertirse en la “Muchacha del Umf” a los dieciocho, y cuando una ha perdido a su bienamado “Papatrón”, es duro sentar cabeza en un ambiente estricto y falto de cariño. “El tío Macintyre” admite Yvonne, “nunca concedió un adarme de prestigio a los trópicos. ¡Oh, el caldo de carnero y la avena y el té caliente!” Pero el tío Macintyre conocía su deber y, después de que Yvonne hubo estudiado con un preceptor, la envió a la Universidad de Hawai. Allí —tal vez, dice, “como la palabra ‘estrella’ había sufrido alguna misteriosa transformación en mi mente”— ¡siguió un curso de astronomía! Al tratar de olvidar el dolor de su corazón y su vacío, se obligó a interesarse en sus estudios, ¡y hasta soñó brevemente en convertirse en la “Madame Curie” de la astronomía! Y también allí, antes de transcurrido mucho tiempo, conoció a aquel niño bien y millonario, Cliff Wright. Entró en la vida de Yvonne en un momento en que ésta se hallaba desalentada respecto a sus labores universitarias, inquieta bajo el régimen estricto del tío Macintyre, solitaria y anhelante de amor y de compañerismo. Y Cliff era joven y alegre, y su clasificación dentro de los partidos elegibles era insuperable. Es fácil imaginar cómo pudo convencerla, bajo la luna hawaiana, de que lo amaba y de que debía abandonar la Universidad y casarse con él. («No me hables, por amor de Cristo, de ese Cliff», le escribió el Cónsul en una de sus raras cartas de los primeros tiempos, «puedo imaginármelo y ya estoy odiando al desgraciado ese: miope y promiscuo, un metro noventa de cartílago y cerdas y sentimiento, con sortilegios de voz engolada y casuística». De hecho, el Cónsul lo había imaginado con cierta astucia: —¡pobre Cliff!, poco pensaba ella en él ahora y trataba de no pensar en aquella muchachita severa consigo misma, cuyo orgullo había sido tan ultrajado por las infidelidades de Cliff— «con aires de hombre de negocios, inepto y carente de inteligencia, fuerte y pusilánime, como la mayoría de los norteamericanos, ágil para esgrimir sillas en las refriegas, vanidoso y que a los treinta años sigue teniendo diez y convierte el acto amatorio en una especie de disentería…» Ya Yvonne ha sido víctima de la “mala prensa” en lo referente a su matrimonio y al consiguiente e inevitable divorcio; cuanto dijo fue tergiversado, y cuando no decía nada, se interpretaba su silencio de manera equívoca. Y no sólo la prensa lo interpretó con equívocos: “El tío Macintyre”, dice ella con tristeza, “sencillamente se lavó las manos en lo que a mí se refería”. (Pobre del tío Macintyre. Era fantástico, era casi gracioso, era para desternillarse, en cierto sentido, cuando uno lo relataba a los amigos. ¡Ella era una Constable de pies a cabeza, no fruto del lado materno! ¡Que siga el camino de los Constable! Sólo Dios sabe cuántos, como ella y su padre, habían sido invitados o habían caído en la trampa de la misma índole de tragedia sin significado o de semitragedia. Pudríanse en los asilos de Ohio o dormitaban en ruinosas salas de Long Island con los pollos que picotean entre vajillas de plata heredada de la familia y teteras rotas que ocultaban collares de diamantes. Los Constable, error por parte de la naturaleza, se extinguían: de hecho, la naturaleza, para quien ya no resulta útil lo que en sí no evoluciona, se había propuesto borrar su existencia de la faz de la tierra. El significado secreto de aquella familia, si lo había, se había perdido.) Así es que Yvonne abandonó Hawai con la cabeza erguida y una sonrisa en los labios, aunque su corazón se hallaba más dolorosamente vacío que nunca. Y ahora está de vuelta en Hollywood y la gente que mejor la conoce dice que en su vida no tiene tiempo para amoríos y que no piensa en nada sino en su trabajo. Rumorease en el estudio que las pruebas que han estado tomándole recientemente son punto menos que sensacionales. ¡La “Chica del Bump” se ha convertido en la máxima actriz dramática de Hollywood! Así pues, Yvonne Constable, a los veinticuatro años se halla en buen camino, por segunda vez, de convertirse en estrella.
Pero Yvonne Constable no se convirtió en estrella por segunda vez. Yvonne Constable ni siquiera estuvo en vías de convertirse en estrella. Se hizo de un agente que logró manejar cierta publicidad excelente —excelente a pesar del convencimiento de Yvonne de que la publicidad de cualquier índole era uno de sus máximos temores secretos— a base de sus primeros éxitos de peligrosas cabalgatas; recibió promesas, y eso fue todo. Al cabo de algún tiempo, solitaria recorrió Virgil Avenue o Mariposa bajo las palmeras secas, polvorientas y raquíticas de la Ciudad de los Ángeles, oscura y maldita, sin tener siquiera el consuelo de que su tragedia fuese menos válida por ser tan rancia. Porque sus ambiciones de actriz siempre fueron algo espurias: en cierto sentido sufrieron con los disloques de las funciones —percatábase de ello— de la feminidad misma. Al mismo tiempo percatábase ahora de que toda esperanza se había perdido (ahora que había, después de todo, superado a Hollywood), percatábase de que en condiciones distintas hubiera podido convertirse en verdadera artista de primera categoría, hasta en una gran artista. ¿Y qué era si no eso mismo ahora? (siempre y cuando la dirigieran con habilidad) mientras caminaba o conducía furiosamente su auto a través de su angustia y todas las luces rojas, viendo, como habría podido hacerlo el Cónsul, el letrero en el ventanal del Ayuntamiento que de «Baile Informal en el Salón Zebra» se convertía en «Infernal», o el «Aviso de Bienes Rematados» que se convertía en «Aviso para Recién Casados». En tanto que, en el tablero de avisos —«Encuesta pública del hombre sobre la hora»— el enorme péndulo del gigantesco reloj azul se mecía sin cesar. ¡Demasiado tarde! Y ero esto, era esto lo que quizás había contribuido a que su encuentro con Jacques Laruelle en Quauhnáhuac fuese una experiencia tan devastadora y siniestra en su vida. No se trataba tan sólo de que ambos tuvieran como nexo común al Cónsul, de suerte que, a través de Jacques, logró alcanzar misteriosamente la inocencia del Cónsul, que nunca había conocido y, en cierto sentido, hasta posesionarse de ella; sólo con él había podido hablar sobre Hollywood (no siempre con sinceridad, aunque sí con el mismo entusiasmo que emplean entre sí parientes cercanos al hablar de un pariente al que aborrecen ¡y con qué alivio!) en términos, comunes a ambos, de desprecio y de fracaso sólo en parte admitido. Además, descubrieron que ambos estuvieron allí el mismo año, en 1932, de hecho en la misma fiesta al aire libre en donde se había nadado, bebido y comido barbacoa; y también llegó a mostrar a Jacques lo que siempre había ocultado al Cónsul: las viejas fotografías de Yvonne la Terrible vistiendo camisas de cuero adornadas con flecos, pantalones de montar, botas de tacón alto y sombrero de ala ancha, de manera que, en el asombro y la perplejidad con que Jacques la había reconocido esa horrible mañana, Yvonne casi llegó a percibir muestras de un momentáneo titubeo —¡porque Hugh e Yvonne habían sufrido por cierto una grotesca transformación!… Y también, una vez en su estudio —al que obviamente no vendría el Cónsul— M. Laruelle le mostró algunas fotos de sus antiguas películas francesas, una de las cuales resultó que Yvonne —¡vaya sorpresa!— había visto en Nueva York, poco después de haber regresado al este del país. Y (también en el estudio de Jacques) estuvo asimismo en Nueva York aquella helada noche de invierno en Times Square —se hospedaba en el Astor— contemplando las noticias lumínicas que recorrían la cornisa del edificio del Times, noticias sobre desastres, suicidios, bancarrotas, sobre la guerra que se avecinaba, sobre nada, las cuales, mientras ella miraba hacia arriba con toda la multitud, se apagaron de repente, se perdieron en la oscuridad, en el fin del mundo, según le pareció, en donde no había más noticias. ¿O acaso se trataba del Gólgota? Huérfana acongojada y desposeída, fracasada a pesar de sus riquezas y hermosura, caminó aunque no rumbo a su hotel, envuelta en el abrigo de piel de su pensión de divorciada, temiendo entrar sola en los bares, cuya tibieza anhelaba y sintiéndose mucho más desolada que una trotacalles; mientras caminaba —y la seguían, siempre la seguían— por la ciudad entumecida, brillante e inhumana —y volvía a ver lo mejor por menos dinero, o Callejón sin salida o Romeo y Julieta y luego leía de nuevo lo mejor por menos dinero— aquella horrenda penumbra persistía en su mente, oscureciendo aún más su soledad de falsa riqueza, su desamparo mortal, divorciado y culpable. Las flechas eléctricas le atravesaban el corazón, aunque hacían trampa: ella lo sabía, y cada vez la aterrorizaba más el conocimiento que de ello tenía, que la oscuridad seguía allí, en ellas, y que a ellas pertenecía. A su lado desfilaban agitándose lentos, los tullidos. Pasaban hombres cuyos rostros dejaban traslucir que en ellos había muerto toda esperanza. Los golfos vestidos con anchos pantalones de púrpura, aguardaban en el sitio donde helados vendavales se precipitaban al interior de salones abiertos. Y por todas partes aquella oscuridad, la oscuridad de un mundo desprovisto de sentido, de un mundo sin finalidades —lo mejor por menos dinero— pero en el cual todos, salvo ella, según creía, por hipócritas, por rústicos tullidos desesperanzados que fuesen, eran capaces, aunque sólo fuera en una grúa mecánica y en una colilla de cigarro recogida en las calles, aunque sólo fuera en un bar, aunque sólo fuera al abordarla, de encontrar algo de fe… Le destin de Yvonne Griffaton… Y allí estaba —siempre perseguida— frente a aquel pequeño cine de la calle Catorce que proyectaba películas viejas y extranjeras. Y allí, en las fotos ¿quién habría de ser aquella figura solitaria sino ella misma recorriendo las mismas calles oscuras, hasta con el mismo abrigo, sólo que los letreros que la rodeaban y se encendían sobre su cabeza decían: Dubonnet, Amer Picon, Les 10 Frattelini, Moulin Rouge. —¡Yvonne, Yvonne! —dijo una voz en el momento en que entraba, a la vez que un sombrío caballo, gigantesco, llenando toda la pantalla parecía salirse de ella para lanzarse sobre Yvonne: era una estatua ante la cual había pasado la figura, y la voz, una voz imaginaria que perseguía a Yvonne Griffaton en las callejuelas oscuras, y también a la otra Yvonne, como si hubiera pasado sin siquiera recobrar su aliento, directamente de aquel mundo externo a este mundo de sombras de la pantalla. Era una de esas películas que, aunque llegue uno a la mitad, cautivan en seguida al producir la instantánea convicción de que se trata de la mejor película que se ha visto en toda la vida; es tan extraordinariamente completo su realismo, que parece importar poco sobre qué verse el relato o quién pueda ser el protagonista, ante la explosión del momento particular, ante la amenaza inmediata, ante la identificación del personaje perseguido, del obsesionado, en este caso, Yvonne Griffaton, ¡oh Yvonne Constable! Pero si Yvonne Griffaton era perseguida y acosada —la película parecía tratar de la ruina de una francesa de cepa aristocrática perteneciente a una rica familia—, ella a su vez convertíase también en perseguidora cuando a tientas buscaba algo (Yvonne, al principio no entendía qué) en este mundo sombrío. Al verla acercarse, extrañas siluetas se congelaban en las paredes o en los callejones: evidentemente eran las figuras de su pasado, de sus amantes, de su único amor verdadero que se había suicidado, de su padre; y como si buscara asilo para protegerse de ellos, entró en una iglesia. Yvonne Griffaton oraba, pero la sombra de uno de sus perseguidores se dibujó en los escalones del presbiterio: era su primer amante, y al momento siguiente, reía histéricamente: estaba en el Folies Bergères, estaba en la Ópera, la orquesta interpretaba la Zazá de Leoncavallo; y luego jugaba: la ruleta giraba desaforada, volvía a aparecer en su cuarto, y la película se convertía en una sátira, casi en una sátira de sí misma: sus ancestros desfilaban ante ella en veloz sucesión, símbolos muertos y estáticos de egoísmos y desastres, pero según la idealización de su mente aparecían como heroicos, cansados y de pie, volviendo la espalda a los muros de las prisiones, erguidos: en carros de artillería y con ademanes rígidos, fusilados por la Comuna, fusilados por los prusianos, erguidos en la batalla, erguidos en la muerte. Y ahora, el padre de Yvonne Griffaton, que se había visto envuelto en el caso Dreyfus, venía a burlarse de ella y a hacerle muecas. El sofisticado público reía o tosía o murmuraba, pero en su mayor parte parecía saber lo que Yvonne nunca llegó a descubrir, es decir: cómo estos personajes y los acontecimientos en que participaban contribuyeron a la condición actual de Yvonne Griffaton. Todo esto había quedado enterrado en los primeros episodios de la película. Yvonne tendría que soportar antes los noticiarios, los dibujos animados, un rollo intitulado Vida del pez rojo africano y una reposición de Cara cortada para ver hasta qué punto aquello que podía conferir algún significado (aunque hasta esto lo ponía en duda) a su propio destino, se hallaba sumido en el pasado distante y podía, en cuanto ella lo supiera, repetirse en el futuro. Pero lo que Yvonne Griffaton se preguntaba quedaba ahora claro. Los subtítulos en inglés lo aclaraban por cierto en demasía. ¿Qué podía hacer bajo el peso de semejante herencia? ¿Cómo podía desembarazarse de este anciano del mar? ¿Acaso estaba condenada a una interminable sucesión de tragedias que tampoco Yvonne Griffaton podía creer que formasen parte de una misteriosa trama para expiar por los oscuros pecados de otros que habían muerto hacía mucho y estaban condenados, y que con toda franqueza carecían de significado? Yvonne se lo preguntaba. Carentes de sentido… y sin embargo, ¿estaba uno condenado? Claro está que siempre se podía idealizar a los infortunados Constable: podía uno verse, o al menos simularlo, como una diminuta figura solitaria llevando sobre los hombros el peso de los antecesores, sus debilidades y desvaríos (que podían inventarse cuando no existían) en la propia sangre, víctima de oscuras fuerzas —todos lo eran, ¡era inevitable!— incomprendida y trágica, aunque, al menos, ¡dotada de voluntad propia! Pero ¿de qué servía la voluntad, si no tenía fe? Éste era también, y ahora lo veía, el problema de Yvonne Griffaton. Era éste el mismo don que buscaba, y así había sido siempre, en cualquier circunstancia, alguna fe —¡como si pudiera encontrarla como un sombrero nuevo o una casa para alquilar!— sí, lo que estaba ahora a punto de encontrar y de perder, fe en alguna causa, era mejor que nada. Yvonne sintió deseos de fumar un cigarrillo y cuando regresó a la sala, parecía como si Yvonne Griffaton hubiera al fin logrado triunfar en su empresa. Yvonne Griffaton encontraba su fe en la vida misma, en los viajes, en otro amor, en la música de Ravel. Los compases del Bolero se contoneaban redundantes, golpeando y haciendo sonar los tacones, e Yvonne Griffaton estaba en España, en Italia: se veían: el mar, Argelia, Chipre, el desierto con sus espejismos, la Esfinge. ¿Qué significa todo esto? Europa, pensó Yvonne. Sí para ella, inevitablemente Europa, el Gran Viaje, la Torre Eiffel, como siempre lo había sabido. Pero ¿a qué se debía —si estaba dotada en abundancia de capacidad para vivir— el que ella nunca encontrara suficiente la simple fe en la vida? ¡Si eso fuera todo!… En el amor desinteresado… ¡en las estrellas! Tal vez fuese bastante. Y, sin embargo, sin embargo, era del todo cierto que nunca se había dado por vencida, ni tampoco había dejado de tener esperanzas ni de tratar, a tientas, de hallar un significado, un modelo, una respuesta…
El toro siguió dando tirones un rato contra las fuerzas contrarias de las reatas; después, lóbrego se apaciguó, meciendo la cabeza de lado a lado con cabeceos esquivos en la tierra, en el polvo, donde, temporalmente vencido, aunque vigilante, parecía un insecto fantástico atrapado en el centro de alguna enorme red temblorosa… La muerte, o una especie de muerte, como ocurría con tanta frecuencia en la vida; y ahora, una vez más, la resurrección. Los ‘charros’, que le daban nudosos pases con sus cuerdas, lo aparejaban para su jinete eventual, fuera quien fuese y estuviera donde estuviese.
…—Gracias —con ademán casi distraído Hugh pasó la botella de habanero a Yvonne. Ella bebió un sorbo y, a su vez, la pasó al Cónsul que permanecía sentado, asiendo la botella en actitud lúgubre entre sus manos, sin beber. ¿Y acaso, no la había encontrado él también en la terminal de los autobuses?
La mirada de Yvonne erró en torno de la gran tribuna: por cuanto podía darse cuenta, no había en toda esta reunión otra mujer, salvo una india vieja y retorcida que vendía pulque. No; se equivocaba. Más abajo, una pareja de norteamericanos acababa de trepar por las gradas, una mujer vestida con traje sastre de color gris palomo y un hombre con lentes de montura de carey, un poco encorvado, con el pelo largo sobre la nuca, tenía aspecto de director de orquesta: era la misma pareja que ella y Hugh habían visto antes en el Zócalo, en la esquina de las ‘Novedades’, comprando huaraches y extrañas sonajas y máscaras, y luego, más tarde, ya en el camión, mirando, desde los escalones de la iglesia, a los indios que bailaban. ¡Qué felices parecían el uno en el otro!; eran amantes o pasaban su luna de miel. Su futuro se extendía ante la mirada de ambos, puro y libre de estorbos cual pacífico lago azul, y al pensar en esto el corazón de Yvonne de pronto se sintió ligero como el de un niño que en sus vacaciones de verano se levanta en la mañana y desaparece entre los rayos del sol.
De pronto comenzó a formarse en su mente la cabaña de que había hablado con Hugh. Pero no era una cabaña: ¡era un hogar! Se alzaba sobre potentes pilotes de pino, entre el bosque de pinares y de alisos altos, altos, que se mecían, y de enormes y esbeltos abedules, y el mar. Un estrecho sendero serpenteaba por el bosque desde la tienda entre las frambuesas de color salmón y las frambuesas con forma de dedales y las zarzamoras que en las claras noches escarchadas de invierno reflejaban un millón de lunas; detrás de la casa había un cornejo en el que dos veces al año florecían innumerables estrellas blancas. Los macizos y las campanillas blancas crecían en el jardincillo. Había un amplio porche en donde se sentaban durante las mañanas primaverales, y un muelle que se prolongaba hasta la orilla. Ambos construirían este muelle cuando bajara la marea, hundiendo uno a uno los postes, en la playa inclinada y profunda. Poste por poste lo construirían hasta que un día pudieran, desde el extremo del malecón, zambullirse en el mar. El mar sería azul y helado, y ellos nadarían todos los días, y todos los días treparían por una escalerilla hasta su muelle y por él correrían directamente hasta la casa. Ahora veía la casa con toda claridad; era pequeña, hecha con plateadas tablas de tejamaní curtidas a la intemperie y una puerta roja y ventanales abiertos al sol. Veía las cortinas que ella misma había confeccionado, el escritorio del Cónsul, su vieja silla (la predilecta), la cama cubierta de sarapes indios de brillantes colores, la luz amarillenta de las lámparas contra el extraño reflejo azul de las largas noches de junio, el manzano silvestre que en parte sostenía la plataforma bañada de sol en donde trabajaría el Cónsul durante el verano, el viento que soplaba entre los ramajes de los árboles sombríos y la marea que azotaba la playa en las noches tempestuosas del otoño; y luego los reflejos circulares del sol en el agua, como los que había descrito Hugh en la ‘Cervecería Quauhnáhuac’, sólo que éstos se deslizarían frente a su casa, se deslizarían por las ventanas, los muros, los reflejos que por encima y detrás de la casa mutaban las ramas de los pinos en verde felpilla; y en la noche, parados en el muelle, contemplarían las constelaciones, Escorpión y el Triángulo (Bootes y la Osa Mayor) y luego los reflejos rotantes serían los de la luna en el agua al deslizarse sin cesar por las ripias plateadas sobrepuestas en las paredes de madera, los rayos de luna que también en el agua bordarían sus ventanas ondulantes…
Y era posible. ¡Era posible! Todo aquello les esperaba. ¡Si estuviera sola con Geoffrey para hablarle de ello! Hugh, con su sombrero de vaquero echado hacia atrás y sus botas de tacón alto sobre el asiento de enfrente, parecía ahora un intruso, un extraño, parte de la escena que se veía allá abajo. Contemplaba el enjaezamiento del toro con intenso interés, pero al sentir la mirada de Yvonne cerró nerviosamente los párpados, buscó y encontró su paquete de cigarrillos, y corroboró más con sus dedos que con los ojos que estaba vacío.
En el ruedo los jinetes se pasaban una botella de mano en mano y luego la entregaban a los que estaban atareados con el toro. Dos de los jinetes galoparon sin rumbo dando la vuelta al ruedo. El público traía limonada, frutas, papas fritas, pulque. El Cónsul mismo hizo como si fuera a comprar pulque, pero cambió de parecer y acarició la botella del habanero.
Más borrachos intervinieron deseosos de cabalgar sobre el toro; perdieron interés, se apasionaron por los caballos, perdieron también este interés y, ahuyentados, se alejaron tambaleantes.
El gigante volvió con su Cohete que eructaba y silbaba, y desapareció como engullido por su propia máquina. De nuevo enmudeció la muchedumbre, y era tal el silencio que casi podían distinguirse algunos sonidos que bien pudieran haber sido los de la feria de Quauhnáhuac.
El silencio era tan contagioso como la algarabía, pensó Yvonne; el silencio embarazoso en un grupo engendraba un silencio grosero en otro, que a su vez producía un silencio más general, sin significado, en un tercero, hasta que se había extendido por doquier. No hay nada en el mundo más poderoso que uno de estos silencios extraños y repentinos…
… la casa, salpicada de una luz brumosa que llovía de las alturas atravesando las minúsculas hojas jóvenes, y luego la neblina que se alejaba por las aguas, y las montañas blancas aún de nieve, que aparecían nítidas y perfiladas contra el cielo azul, y el humo azul de los leños que ascendía, ondulante, por la chimenea; el techo inclinado del cobertizo de la leña, techado de tejamaníes, sobre el cual caían los capullos del cornejo, y la leña acopiada hermosamente en su interior; el hacha, el desplantador, el rastrillo, la pala, el pozo profundo y fresco con su figura vigilante, un pecio, escultura del mar en madera, colocada en su parte superior; la vieja marmita, la nueva marmita, la tetera, la cafetera, la doble marmita, las cacerolas, el aparador. Afuera, Geoffrey escribía a mano, como le gustaba hacerlo, y ella permanecía sentada ante un escritorio, cerca de la ventana, escribiendo en la máquina porque aprendería a escribir a máquina y transcribiría en páginas limpias y claras todos los manuscritos de aquella caligrafía inclinada, con aquellas e griegas que le eran conocidas y sus t extrañas; y mientras trabajase, vería surgir del agua una foca que atisbaría antes de volver a zambullirse en silencio. O una garza que parecía de cartón y cáñamo que pasaría agitando pesadamente sus alas para posarse majestuosa en una roca en donde permanecería alta e inmóvil. Y los martín pescadores y las golondrinas revoloteando junto a los aleros o encaramándose en el muelle. O una gaviota que pasaría posada sobre un madero con el pico bajo el ala, meciéndose, meciéndose con el ritmo del mar… Comprarían toda su comida, según lo había dicho Hugh, en alguna tienda más allá de los bosques, y no verían a nadie salvo a algunos pescadores cuyas blancas barquillas, en invierno, verían cabecear, ancladas, en la bahía. Ella cocinaría y limpiaría la casa, y Geoffrey partiría la leña y traería agua del pozo. Y ambos trabajarían y trabajarían en este libro de Geoffrey, que le daría fama mundial. Pero por absurdo que pareciese, esto no les preocuparía; seguirían viviendo en medio de la sencillez y del amor en su hogar entre los bosques y el mar. Y al subir la marea contemplarían desde su muelle y verían, en el agua clara y límpida, estrellas marinas de color turquesa y bermejo y púrpura, y cangrejillos pardos, pequeños y aterciopelados que se deslizarían entre las rocas cubiertas de lapas y bordadas como acericos en forma de corazón. Mientras que, durante los fines de semana, pasarían por el estuario los botes que navegaban contra la corriente dejando tras sí la estela de sus cantos…
Los espectadores suspiraron con alivio, hubo un crujido como de hojarasca entre ellos; algo, Yvonne no podía ver qué, había ocurrido en el ruedo. Las voces comenzaron a zumbar, el aire volvió a hormiguear con sugerencias, elocuentes insultos, réplicas agudas.
El toro se alzaba sobre sus patas con su jinete, un mexicano gordo y despeinado que parecía irritarse e impacientarse por cuanto ocurría. También el toro se veía irritado, pero ahora permanecía inmóvil.
Una orquesta de cuerdas en la tribuna de enfrente comenzó a tocar, desentonada, «Guadalajara». Guadalajara, Guadalajara, cantaba la mitad de la orquesta…
—Guadalajara —Hugh pronunció con lentitud cada sílaba.
Abajo, arriba; abajo, abajo, arriba; abajo, abajo, arriba, estallaban las guitarras mientras el jinete los miraba con fijeza y luego, con fiera expresión, asió firmemente la cuerda que rodeaba el cuello del toro, le dio un tirón y, por un momento, el animal hizo lo que parecía esperarse de él: se agitó con violentas convulsiones, como una máquina mecedora, y saltó con las cuatro patas. Pero luego reasumió su antiguo paso de caminata. Como dejó de participar del todo en el espectáculo, no presentaba dificultad alguna el montarlo; y después de haber dado una vuelta majestuosa por el ruedo, se encaminó sin vacilar a su corral, abierto por la presión que ejercía la multitud que se apiñaba en las vallas, y por el cual había abrigado secretos anhelos todo el tiempo, y trotó hacia él con pezuñas súbitamente centelleantes, inocentes y categóricas.
Todos reían como si se tratase de un mal chiste: era una risa acoplada a una desgracia ulterior que en cierto modo la acrecentaba: la prematura aparición de otro toro que salió del corral expulsado casi a galope por las crueles estocadas y hurgonazos que le daban para detenerlo, el cual, al llegar al ruedo, tropezó y cayó de bruces en el polvo.
El jinete del primer toro, displicente y cubierto de oprobio, había desmontado en el corral: y resultaba difícil no tenerle lástima al verle junto a la valla, rascándose la cabeza y explicando su fracaso a uno de los muchachos que con admirable equilibrio se mantenía de pie sobre la barandilla superior…
…y quizá este mismo mes, si hubiera un tardío veranillo de San Martín, estaría ella en el porche contemplando el trabajo de Geoffrey por encima de su hombro y miraría el agua y contemplaría un archipiélago, islas de opalescente espuma y rama de helecho seco —aunque hermosas, hermosas— y los reflejos de los alisos que, casi desnudos ahora, proyectarían sus ralas sombras sobre las piedras de brocado con aspecto de acericos, sobre las cuales andarían correteando los cangrejos de brocado entre algunas hojas anegadas…
El segundo toro hizo dos débiles tentativas por levantarse pero se volvió a echar; un jinete solitario atravesó a galope el ruedo, haciendo girar en el aire una reata y gritándole al toro con voz bronca: —Búa, shúa, búa —otros charros aparecieron con más reatas; el perrito se escabulló de algún sitio y correteó dando vueltas; pero de nada sirvió. Nada definitivo ocurrió y nada parecía hacer mover al segundo toro, al que ataron fortuitamente en donde estaba echado.
Todos se resignaron a otra larga espera, a otro silencio prolongado en tanto que allá abajo, de mala gana y con poco entusiasmo, aparejaban al segundo toro.
—Mira al viejo toro desdichado —decía el Cónsul—, en la hermosa plaza. ¿Te importaría si me tomara un traguito, querida, un ‘poquitín’?… ¿No? Gracias. Aguardar con insensatas conjeturas las cuerdas que infligen el suplicio de Tántalo…
…y también hojas doradas en la superficie, y escarlatas, y una verde, que con su cigarrillo baila un vals siguiendo el curso de la corriente, mientras el sol de un otoño feroz se refleja desde las piedras…
—O esperar con siete, ¿por qué no?, insensatas conjeturas la cuerda que inflige el suplicio de Tántalo. Cortés el fornido debiera aparecer para el próximo toro, contemplando lo horripilante, Cortés que fue el hombre menos pacífico… Silencioso en una cumbre en Quauhnáhuac. ¡Cristo, qué repugnante espectáculo!
—¿Verdad? —dijo Yvonne, y volviéndose para otro lado advirtió enfrente, bajo la orquesta, al hombre de gafas oscuras al que había visto esa misma mañana en la puerta del Bella Vista, y al que había vuelto a ver más tarde (¿o acaso lo había imaginado?) junto al Palacio de Cortés—. Geoffrey ¿quién es ese hombre?
—Extraño toro —dijo el Cónsul—. Es tan esquivo… Allí está tu enemigo, pero hoy no quiere jugar a la pelota. Se echa… O sólo se cae; mira, casi se ha olvidado ahora de que es tu enemigo, según crees, y así, lo acaricias… De hecho… La próxima vez que te lo encuentres es posible que no lo reconozcas como tu enemigo.
—Es ist vielleicht un buey —murmuró Hugh.
—Un marabuey… Sabiamente idiota.
El animal seguía echado boca arriba, pero momentáneamente abandonado. Abajo, la gente se amontonaba en grupos que disputaban. Los jinetes, que también discutían, seguían aullando en el ruedo. Pero no había acción definitiva y aún menos señal alguna de lo que fuera a ocurrir. ¿Quién iba a montar el segundo toro?, parecía ser la interrogante principal que flotaba en el aire. Pero entonces, ¿qué ocurría con el primero que en el corral armaba un jaleo de todos los diablos y al que con dificultad lograban evitar que regresase al ruedo? Mientras tanto, las observaciones que se hacían cerca de Yvonne eran eco de cuanto se discutía en el ruedo. No habían dado oportunidad al primer jinete, ‘¿verdad?’ ‘No, hombre’, ni siquiera debieron darle esa oportunidad. ‘No, hombre’, debieron darle otra. Imposible, estaba anunciado otro jinete. Vero, aunque no estaba presente, o no podía venir, o estaba presente, pero no iba a montar o no estaba presente, pero estaba tratando de llegar aquí, ¿‘verdad’?… y sin embargo, aquello no cambiaba nada ni tampoco daba al primer jinete la oportunidad de volver a probar su suerte.
Los borrachos seguían tan ansiosos como siempre de reemplazar a los actores; uno montaba ya al toro, simulando cabalgar sobre él aunque éste no se había movido un centímetro. Fue disuadido por el primer jinete, que parecía malhumorado, apenas a tiempo: en ese preciso instante el toro se despertó y se enderezó.
A pesar de todos los comentarios, el primer jinete estaba a punto de volver a probar suerte cuando… no; le habían insultado atrozmente y por ningún motivo iba a montar. Se alejó caminando hacia la valla para seguir dando explicaciones al muchachito que seguía equilibrado en lo alto.
Allá abajo, un hombre cubierto con un enorme ‘sombrero’ pidió a gritos que se callasen y agitando los brazos los arengó desde el ruedo. No se entendía si los incitaba a que siguieran esperando pacientes o bien a que pidiesen que otro jinete se ofreciese como voluntario.
Yvonne nunca llegó a averiguarlo. Porque ocurrió algo extraordinario, algo ridículo, aunque con la brusquedad de un terremoto…
Era Hugh. Dejando su chaqueta en el asiento, había saltado de las tribunas al ruedo y ahora corría en dirección al toro, del cual, tal vez en broma, o acaso porque lo confundían con el jinete previsto, soltábanse las reatas como por obra de magia. Yvonne se levantó: junto a ella, el Cónsul se puso de pie.
—¡Cristo, pero qué imbécil!
El segundo toro, no indiferente como hubiera podido suponerse, a que lo desatasen, y perplejo ante la confusa algarabía que saludó la llegada de su enemigo, se alzó bufando; al montarlo Hugh inició un enloquecido cake walk en medio del ruedo.
—¡Maldito estúpido! —dijo el Cónsul.
Con una mano, Hugh tiraba de las riendas y con la otra golpeaba los costados de la bestia, y lo hacía con una pericia que Yvonne se sorprendía de poder juzgar. Yvonne y el Cónsul volvieron a sentarse.
El toro saltó a la izquierda, luego a la derecha, con ambas patas delanteras simultáneamente en el aire, como si se las hubiesen atado juntas. Luego cayó de rodillas. Volvió a levantarse, feroz; Yvonne se dio cuenta de que el Cónsul bebía habanero a su espalda y volvía a tapar la botella.
—Cristo… ¡Jesús!
—No te preocupes, Geoff. Hugh sabe lo que está haciendo.
—Pero qué idiota…
—No le pasará nada. Sabe lo que está haciendo.
Era cierto que el toro se había despertado por completo y hacía cuanto podía por tumbarlo. Rascaba la tierra, se galvanizaba como una rana, hasta se arrastraba sobre la barriga. Hugh seguía asido. Los espectadores se reían a carcajadas y lanzaban vítores, aunque Hugh, que en realidad era indistinguible ahora de cualquier mexicano, veíase serio, hasta torvo. Echábase hacia atrás, asido con determinación, los pies echados hacia afuera y los tacones aguijoneando los costados sudorosos del animal. Los ‘charros’ atravesaron el ruedo al galope.
—No creo que lo haga por lucirse —dijo Yvonne con una sonrisa. No, tan sólo se sometía a aquella absurda necesidad que sentía de entregarse a la acción, necesidad que se había visto exacerbada por este inhumano día de holgazanería. Ahora todos sus pensamientos iban poniendo al miserable toro de rodillas: ¿Así les gusta jugar? Así me gusta jugar. ¿No les gusta el toro por alguna razón? Muy bien, tampoco a mí me gusta el toro. Yvonne sentía que estos sentimientos contribuían a endurecer la voluntad de Hugh para concentrarla en la derrota del toro. Y, en cierto modo, sentía poca ansiedad al observarlo. En tal situación tenía plena confianza en él, al igual que se confía en un piloto de carreras, en un equilibrista o en un limpiador de campanarios. En parte irónicamente, sentía uno que ésta era la actividad para la que Hugh estaba más capacitado, e Yvonne se sorprendió al recordar su instantáneo pánico de esta mañana, cuando había saltado sobre el parapeto del puente en la barranca.
—Lo que arriesga… ¡Idiota! —dijo el Cónsul bebiendo habanero.
En realidad, las dificultades de Hugh apenas comenzaban. Los ‘charros’, el hombre del ‘sombrero’, el niño que había mordido la cola del primer toro, los hombres de sarape y harapos, hasta el perrito que volvió a asomarse por debajo de la valla, todos contribuían a aumentarlas; todos representaban un papel.
De repente Yvonne se percató de que por el noreste ascendían por el cielo nubarrones ennegrecidos, y se hizo una oscuridad siniestra y momentánea durante la cual se tuvo la impresión de que era de noche, y el trueno, solitario gruñido metálico, retumbó en las montañas, y una ráfaga de viento atravesando los árboles, los dobló: la escena misma tenía una belleza extraña y remota: los pantalones blancos y los sarapes de vivos colores de los hombres tentaban al toro y brillaban contrastando con los árboles oscuros y el cielo que se encapotaba, los caballos se transformaron instantáneamente en nubes de polvo con sus jinetes que, provistos de látigos en forma de colas de alacrán, se alzaban sobre sus sillas, asomándose, para lanzar la reata a cualquier lado, a todos lados, la hazaña imposible, aunque de cierta manera espléndida, de Hugh, en medio de todo aquello, el muchacho trepado en lo alto de un árbol, cuyos cabellos se agitaban locamente con el viento sobre su rostro.
En medio del vendaval, la orquesta volvió a iniciar «Guadalajara», y el toro, indefenso, bramaba, atrapados sus cuernos en las barandas por entre las cuales lo aguijoneaban en lo que quedaba de sus testículos, hacíanle cosquillas con varitas, con un machete y, después de que se vio libre y volvió a quedar atrapado, con un rastrillo de jardín; echábanle también tierra y estiércol a los ojos enrojecidos; y ahora parecía que esta crueldad infantil no tendría fin.
—Amor mío… —murmuró Yvonne de súbito—, Geoffrey… mírame. Escúchame. He estado… no hay nada que nos detenga aquí… Geoffrey…
El Cónsul, pálido y sin sus gafas oscuras, la contemplaba con lastimosa mirada; estaba sudando y temblaba todo su cuerpo. —No —respondió—. No… No —añadió casi histérico.
—Geoffrey, amor mío… no tiembles… ¿qué temes?… Por qué no nos marchamos ahora mismo, mañana, hoy… ¿qué puede detenernos?
—No…
—¡Ah, qué bueno has sido!
El Cónsul pasó uno de sus brazos sobre el hombro de Yvonne y, como un niño, reclinó la cabeza empapada en sus cabellos y por un momento fue como si un espíritu de intercesión y ternura flotase por encima de sus cabezas, protector y vigilante. Dijo el Cónsul con hastío:
—¿Por qué no? ¡Vámonos, por amor de Cristo! ¡Vámonos a miles, a millones de kilómetros, Yvonne, a cualquier parte, siempre y cuando sea lejos! Sólo que sea lejos. Lejos de todo esto. Lejos, ¡por amor de Cristo!, de todo esto.
…a un indómito cielo tachonado de estrellas que se encienden y Venus y la luna dorada al salir el sol, y al mediodía montañas azulosas cubiertas de nieve y frescas aguas azules y toscas… —¿De veras lo quieres?
—¡Que si lo quiero!
—Amor mío… —parecióle a Yvonne que de pronto hablaban, que de pronto se ponían de acuerdo con premura, corno prisioneros que no disponen de mucho tiempo: el Cónsul la tomó de la mano. Estaban sentados uno junto al otro, apretándose las manos y tocándose los hombros. En el ruedo, Hugh tiraba; el toro, que tiraba por un lado, logró liberarse pero, furioso ahora, embestía contra cualquier parte del burladero que le recordase el corral que abandonó en forma tan prematura, y luego, cansado, perseguido más allá de toda medida, al encontrarlo, embistió sin cesar contra la puerta con exasperada y continua amargura hasta que, al volverle a ladrar el perrito que se hallaba detrás, volvió a perderlo… Hugh cabalgó sobre el toro vencido dando vueltas al ruedo.
—No se trata sólo de escapar; es decir, comencemos de nuevo, pero de veras, Geoffrey, de veras, en limpio y en alguna parte. Podría ser como un renacimiento.
—Sí, sí podría ser.
—Creo que ya sé, ya lo veo claramente, al fin. ¡Oh, Geoffrey, creo que al fin lo sé!
—Sí, creo que yo también lo sé.
Abajo, los cuernos del toro volvieron a embestir la valla.
—Amor mío… —llegarían en tren a su lugar de destino, en un tren que correría por un paisaje crepuscular de campos que se extendían junto a las aguas, un brazo del Pacífico…
—Yvonne.
—¿Sí, querido?
—He caído muy bajo.
—¡Qué importa, mi amor!
—…¿Yvonne?
—¿Sí?
—Te amo… ¿Yvonne?
—¡Oh, yo también te amo!
—Amada mía… Amor mío.
—¡Oh, Geoffrey! Podríamos ser felices, podríamos serlo.
—Sí… Podríamos.
…y en la distancia, más allá de las aguas, la casita, esperando…
Estalló de pronto el estruendo de un aplauso al que siguió un clamor acelerado de guitarras que se desplegaban en el viento; el toro había logrado zafarse de la valla y la escena volvía a animarse: por un momento Hugh y la bestia lucharon en el centro de un pequeño circulo fijo del que se retraían los demás que permanecieron en el ruedo; un velo de polvo cubría toda la escena; la puerta del corral, situada a la izquierda, había vuelto a abrirse y todos los toros, incluso el primero que tal vez era el responsable de lo ocurrido, se salieron por ella y embestían en medio de vítores, bufando y desperdigándose en todas direcciones.
Por un momento desapareció Hugh, que luchaba con su toro en un rincón lejano; de pronto, alguien gritó de aquel lado. Yvonne soltó al Cónsul y se puso de pie.
—Hugh… Algo ocurrió.
Tambaleante, levantóse el Cónsul. Bebió de su botella de habanero, y bebió hasta casi acabársela. Luego dijo:
—No puedo ver. Pero creo que es el toro.
Era aún imposible distinguir lo que ocurría allá, en medio de la polvorienta confusión de jinetes, toros y reatas. Luego Yvonne vio que sí, que el toro vencido yacía de nuevo en tierra. Hugh, tranquilo, se alejó de él, hizo una reverencia a los espectadores que vitoreaban y, evadiendo a los demás toros, saltó sobre la valla. Alguien le devolvió el sombrero.
—Geoffrey… —comenzóle a decir Yvonne con rapidez—. No espero que tú… es decir… sé que va a ser…
Pero el Cónsul estaba acabándose la botella de habanero. Sin embargo, dejó un poco para Hugh.
…Cuando descendieron a Tomalín, el cielo volvía a su color azul; los nubarrones seguían amontonándose tras el Popocatépetl, atravesadas sus masas purpúreas por los brillantes rayos de un sol tardío, y también se desparramaban sobre otro lago plateado que centelleaba, refrescante y fresco, invitándolos. Yvonne no lo había visto, ni lo recordaba.
—El Obispo de Tasmania —dijo el Cónsul—, o alguien que murió de sed en el desierto de Tasmania tuvo una experiencia parecida. La lejana perspectiva del Monte Cradle le consoló por un momento, y luego, cuando vio esta agua… Desgraciadamente resultaron ser los rayos del sol que resplandecían en millares de botellas rotas.
El lago resultó ser el techo roto de un invernadero perteneciente al ‘Jardín Xicoténcatl’; sólo la cizaña se daba allí.
Pero mientras caminaban, la casa seguía en la mente de Yvonne: su hogar era real: Yvonne lo veía al despuntar el día, en los largos atardeceres cuando soplaban los vientos del sudoeste, y lo veía al caer la noche bajo la luz de la luna y las estrellas cubierto de nieve: lo veía desde lo alto, en el bosque, con la chimenea y el techo a sus pies, y el muelle empequeñecido: veía que, desde la playa, se alzaba ante ella, y lo veía desde el mar diminuto, en la distancia, asilo y faro frente a los árboles. Era sólo que habían anclado precariamente el botecillo del que hablaran; podía oír los golpes que daba al estrellarse contra las rocas; y luego ella misma lo arrastraría hasta donde estuviese fuera de peligro. Y sin embargo, ¿por qué tenía que estar en el centro de su cerebro la imagen de una mujer histérica sacudiéndose como una muñeca de trapo y golpeando la tierra con sus puños?
—¡Adelante! Al ‘Salón Ofelia’ —gritó el Cónsul.
Un viento ardiente, viento de tempestad, lanzóse sobre ellos y después se abatió; de algún lado una campana tañía sus desolados triptongos.
Correteaban sus sombras por la tierra, deslizábanse sobre las paredes blancas y sedientas de las casas, y por un momento se vieron prisioneras de una sombra elíptica: la rueda torcida de la bicicleta de un muchacho, que giraba y giraba.
Desvanecióse la sombra enrayada de la rueda, enorme e insolente.
Ahora en la plaza sus propias sombras se dirigían hacia las puertas gemelas de la taberna ‘Todos Contentos y Yo También’: bajo las puertas vieron lo que parecía ser el extremo inferior de una muleta; su propietario discutía tras la puerta. Tal vez una última copa. Luego, desapareció: tiraron de una de las puertas y algo salió.
Doblado en dos, gimiendo bajo el peso, un indio viejo y cojo llevaba sobre las espaldas, mediante una correa atada en la frente, a otro pobre indio aún más viejo y decrépito que él. Llevaba al anciano con las muletas, y cada uno de sus miembros temblaba bajo este peso del pasado; llevaba las cargas de ambos.
Los tres permanecieron contemplando al indio que desapareció con el anciano al doblar una curva del camino, adentrándose en la noche y arrastrando en el polvo gris y blanco sus míseros huaraches.