XI
Crepúsculo. Remolinos de aves verdes y anaranjadas desparramábanse en las alturas, girando cada vez con mayor amplitud cual círculos en el agua. Dos cerditos al galope se perdieron en la tolvanera. Con la gracia de Rebeca, una mujer que llevaba equilibrado sobre la cabeza un cántaro pequeño y ligero, pasó con rapidez…
Luego, después que hubieron dejado atrás el ‘Salón Ofelia’, asentóse el polvo. Y su camino, que llevaba al bosque atravesando por el estruendo del agua y junto a los baños donde, temerarios, se demoraban los últimos bañistas, se hizo recto.
Directamente frente a ellos, hacia el nordeste, se erguían los volcanes tras los cuales remontábanse sin cesar a los cielos oscuros nubarrones.
…La tempestad, que ya enviaba sus avanzadillas, debía haber estado moviéndose en forma circular: la verdadera embestida quedaba por venir. Mientras tanto, se calmó el viento y volvió la luminosidad, aunque ya el sol se había ocultado tras ellos, ligeramente a la izquierda, en el sudoeste, donde un resplandor encarnado se abría en forma de abanico por encima de sus cabezas.
El Cónsul no había estado en el ‘Todos Contentos y Yo También’. Y ahora, al través del cálido crepúsculo, Yvonne, precediendo a Hugh, caminaba adrede demasiado aprisa para no tener que hablar. Sin embargo, la voz de Hugh (como antes ese mismo día la del Cónsul) la perseguía.
—Sabes perfectamente bien que no voy a huir y a abandonarlo —dijo Yvonne.
—¡Por Cristo! ¡Esto nunca habría ocurrido si yo no hubiese estado allí!
—Probablemente habría ocurrido alguna otra cosa.
La selva cerróse sobre sus cabezas y desaparecieron los volcanes. Empero, no caían aún las tinieblas. Del agua que corría junto a ellos emanaba un resplandor. Brillando como estrellas en la penumbra, enormes flores amarillas con aspecto de crisantemos crecían a ambos lados del agua. La buganvilia silvestre —de color rojo ladrillo en la media luz—, y ocasionalmente algún arbusto de blancas campánulas con las lengüetas hacia abajo, saltaban a su encuentro, y de vez en cuando un letrero clavado a un árbol, puntiaguda y desteñida flecha, apuntaba con palabras apenas visibles: ‘a la Cascada’.
Más adelante, rejas de arados fuera de uso y algunos chasis retorcidos y herrumbrosos de coches norteamericanos abandonados, formaban un puente sobre el agua que seguía corriendo a la izquierda.
El rumor de las cataratas que quedaron atrás confundíase con el de la cascada de adelante. Rocío y humedad impregnaban el aire. A no ser por el fragor, casi se hubiese podido oír el crecer de las cosas mientras el torrente se precipitaba entre el follaje húmedo y espeso que surgía por doquier en el terreno de aluvión.
De pronto volvieron a ver el cielo sobre sus cabezas. Las nubes, que ya no eran rojas, tornáronse de un extraño azul blanquecino, masas profundas y montones flotantes, como si más que el sol, las iluminara la luna, y entre ellas seguía rugiendo el profundo cobalto insondable del atardecer.
Allá en lo alto volaban majestuosas las aves que ascendían cada vez más. ¡Infernales aves de Prometeo!
Eran los zopilotes que en la tierra disputan entre sí y se mancillan con sangre e inmundicias, pero que no obstante son capaces de ascender de esta manera por encima de las tempestades hasta alturas reservadas sólo al cóndor sobre la cima de los Andes…
Hacia el sudoeste flotaba la luna, preparándose a seguir al sol tras el horizonte. A la izquierda, entre los árboles que se alzaban allende el agua, surgían bajas colinas como las que había al terminar la calle Nicaragua: purpúreas y melancólicas. Al pie de estos cerros, tan cercanos que Yvonne podía escuchar débiles crujidos, en los campos inclinados movíase el ganado entre maizales de dorado tinte y misteriosas tiendas rayadas.
Ante ellos, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl continuaban dominando el nordeste, aunque de ambos picos quizás fuese ahora el más hermoso la Mujer Dormida, con su cima dentada cubierta de nieve sanguinolenta que se desvanecía ante sus miradas al fustigarla las sombras más oscuras color de roca, mientras que su cumbre parecía flotar en el aire entre grumosos nubarrones que ascendían sin cesar.
¡Chimborazo, Popocatépetl —así decía el poema que gustaba al Cónsul— habíanle robado el corazón! Pero en la trágica leyenda indígena, el Popocatépetl resultaba ser, extrañamente, el soñador: el fuego de su amor guerrero, que nunca se extinguió en el corazón del poeta, ardía para siempre por Iztaccíhuatl, a quien perdió tan pronto como la hubo encontrado, y a la que velaba en su sueño sin fin…
Habían llegado al final del claro, donde el camino se dividía en dos sendas. Yvonne vaciló. Apuntando hacia la izquierda, es decir, como si fuera derecho, otra vetusta flecha clavada a un árbol repetía: ‘a la Cascada’. Pero una flecha semejante en otro árbol apuntaba en dirección opuesta a la corriente, a un camino que iba hacia la derecha: ‘a Parián’.
Ahora sabía Yvonne dónde estaban, pero la alternativa, los dos senderos, extendíanse ante ella a ambos lados como los brazos —ocurriósele la idea extrañamente dislocada— de un crucificado.
De escoger el camino de la derecha, llegarían mucho antes a Parián. Por otra parte, el sendero principal los llevaría a la larga al mismo sitio, y (lo cual convenía más) pasando cuando menos por otras dos cantinas.
Optaron por la senda principal: las tiendas rayadas y los maizales desaparecieron de la vista y volvió la maleza con su terroso aroma húmedo y leguminoso que surgía envolvente junto con la noche.
Este camino (pensó Yvonne después de salir a algo como una carretera principal cercana a un restaurante cantina llamado El Ron Popo, o ‘El Popo’) cortaba, al seguir —si es que podía ser considerado el mismo camino— en ángulo recto, por el bosque, hasta Parián, pasando por ‘El Farolito’, que hubiera podido ser el sombrío travesaño del que pendiesen los brazos del crucificado.
El estruendo de las cataratas cercanas resonaba ahora como el despertar de cinco mil gritos de perdices, arrastrado por el viento en una sabana de Ohio; sobre ellas precipitábase con furia el torrente, alimentado río arriba, donde, en la ribera izquierda que se transformaba de súbito en un gran muro de vegetación, brotaba el agua, en el caudal entre matorrales festoneados de campanillas de mayor altura que los árboles más altos de la selva. Y era como si la vertiginosa corriente arrastrase también al espíritu, junto con los árboles arrancados de cuajo y los destrozados arbustos en desorden, hacia aquella última caída.
Llegaron a la pequeña cantina ‘El Petate’. Surgiendo a corta distancia de las estruendosas cataratas, con su hospitalaria luz que se filtraba por las ventanas y brillaba en el crepúsculo, sólo estaban en ella (y al advertirlo el corazón de Yvonne palpitó y se abatió, volvió a palpitar y a abatirse) el cantinero y dos mexicanos, pastores o labriegos, reclinados en el mostrador y atentos a su propia conversación. Sus bocas se abrían y cerraban sin emitir sonido alguno y sus manos morenas trazaban dibujos en el aire con corteses ademanes.
‘El Petate’, que desde donde Yvonne estaba parecía una especie de complicada estampilla, con sus muros exteriores sobrecargados de los inevitables anuncios de Moctezuma, Criollo, Cafiaspirina, Mantholatum —‘¡no se rasque las picaduras de los insectos!’— era casi cuanto quedaba, según les habían referido a ella y al Cónsul, del antaño próspero pueblo de Anochtitlán, que sé incendió y que otrora extendíase hacia el oeste, del otro lado de la corriente.
En el ensordecedor estrépito, Yvonne aguardó afuera. Desde que salió del ‘Salón Ofelia’ hasta ahora, Yvonne había sentido que la más absoluta indiferencia la poseía. Pero ahora que Hugh formaba parte de la escena en la ‘cantina’ (hacía preguntas a los dos mexicanos, describía la barba de Geoffrey al cantinero, describía la barba de Geoffrey a los mexicanos, hacía preguntas al cantinero, el cual con dos dedos imitaba burlón una barba en su rostro) se dio cuenta de que se reía con inhumanas carcajadas; al mismo tiempo sintió locamente como si el rescoldo de algo en su interior se hubiese incendiado, como si a cada instante todo su ser estuviese a punto de estallar.
Retrocedió un paso. Había tropezado con un objeto de madera cerca de ‘El Petate’ que pareció echársele encima. Según pudo ver a la luz que emanaba de las ventanas, era una jaula en donde había una gran ave acurrucada.
Era un aguilucho al que había espantado y que ahora tiritaba en la humedad y lobreguez de su prisión. La jaula hallábase entre la ‘cantina’ y un árbol chaparro y tupido: en realidad, dos árboles que se abrazaban: un ‘amate’ y un ‘sabino’. La brisa rociaba con partículas de agua el rostro de Yvonne. Sonaba el estrépito de las cataratas. Las raíces entrelazadas de ambos árboles amantes corrían sobre la tierra hacia la corriente a la que buscaban en éxtasis, aunque no la necesitasen en realidad; bien podían las raíces haber permanecido en donde estaban porque en torno a ellas superábase la naturaleza en extravagante fructificación. Allende los más altos árboles escuchábase un crujido, un desgarramiento rebelde y un rechinar como de cordaje; las ramas, cual botalones, se agitaban sombrías y rígidas sobre su cabeza con sus grandes hojas desplegadas. Una atmósfera de negra conspiración, como la que invade la bahía antes de la tempestad cuando están anclados los barcos, sentíase en los árboles, entre los que fulgió de, repente, allá en lo alto de las montañas, el relámpago; y las luces de la ‘cantina’ vacilaron hasta apagarse; encendiéronse y se volvieron a apagar. Pero no siguió el trueno. La tempestad volvía a estar lejos. Yvonne esperó con nervioso temor: las luces se encendieron y Hugh —¡así eran los hombres, oh Dios!, aunque tal vez ella tenía la culpa por haberse rehusado a entrar— se tomaba rápidamente una copa con los mexicanos. Y allí seguía el ave, forma furiosa y sombría de alas gigantescas, microcosmos de fieras desesperanzas y sueños, y recuerdo de altos vuelos sobre el Popocatépetl, kilómetro por kilómetro, para descender a través del desierto y posarse vigilante en los árboles fantasmagóricos de los asolados linderos de la montaña. Con mano apresurada y temblorosa Yvonne comenzó a desatar la jaula. El ave salió aleteando y se posó sobre sus patas, voló a la azotea de ‘El Petate’ y luego emprendió el ascenso a través de la penumbra, aunque no al árbol más cercano, como hubiera podido suponerse, sino —Yvonne tenía razón, el aguilucho sabía que estaba libre— hacia las alturas, con un súbito despliegue de sus alas, al límpido cielo de sombrío azul profundo, en donde, en este mismo instante apareció una estrella. Yvonne no sintió remordimiento alguno. Sólo un inexplicable triunfo secreto y un alivio: nadie sabría jamás que ella lo había hecho; y luego la invadió una furtiva y total sensación de pérdida y congoja.
La débil luz de las lámparas se reflejaba entre las raíces de los árboles; los mexicanos, en el umbral de la puerta, junto a Hugh, indicaban el mal tiempo con movimientos de cabeza y apuntaban hacia el camino, mientras que en el interior, el cantinero se servía una copa de una botella que había sacado de debajo del mostrador.
—¡No!… —gritó Hugh para dominar el estruendo—. No estuvo allí para nada. Busquemos en el otro lugar.
—…
—¡En el camino!
Después de ‘El Petate’, el sendero se desviaba a la derecha y pasaba junto a una perrera en donde estaba encadenado un oso hormiguero que con el hocico hurgaba en la negra tierra. Hugh tomó a Yvonne del brazo.
—¿Ves el oso hormiguero? ¿Te acuerdas del armadillo?
—¡No he olvidado nada!
Yvonne contestó esto, mientras igualaban sus pasos sin saber con precisión lo que había querido decir. Montaraces criaturas salvajes pasaban junto a ellos ocultas entre la maleza, y por doquiera Yvonne buscaba en vano su águila con la esperanza de volverla a ver. La espesura se aclaraba poco a poco. Pudriéndose, la vegetación los rodeaba y en el aire flotaba un hedor de corrupción; la barranca no debía de quedar muy lejos. Luego, extrañamente, comenzó a soplar un vientecillo cálido y dulzón y la senda se angostó. La última vez que Yvonne recorrió estos parajes había escuchado un chotacabras. Uip-pur-uil, uip-peri-uil, decía que en su país la voz quejumbrosa y solitaria de la primavera, invitándola a volver a casa… ¿adónde? ¿Al hogar de su padre en Ohio? ¿Y qué estaba haciendo este chotacabras tan lejos de casa, en este oscuro bosque mexicano? Pero, como el amor y la sabiduría, el ave no tenía sede fija; y tal vez, como añadió después el Cónsul, prefería estar aquí que arrastrándose por Cayena, donde se suponía que invernara.
Ascendieron y se acercaron a un claro en lo alto de una loma; Yvonne podía ver el cielo. Pero no lograba dominarse. El aspecto del cielo mexicano se volvía extraño y las estrellas le enviaban esta noche un mensaje más solitario aún que el evocado por el chotacabras sin nido. ¿Por qué estamos aquí —parecían decir— en lugar indebido y posición indebida, tan lejos, tan lejos, tan lejos de casa? ¿De qué casa? ¿Cuándo no había ido Yvonne a casa? Pero las estrellas, con su sólo ser, la consolaban. Y caminando, caminando, sintió que volvía a invadirla la sensación de indiferencia. Ahora se hallaban ella y Hugh en un promontorio que les permitía ver, por entre los árboles, las estrellas próximas al horizonte occidental.
Escorpión estaba a punto de ocultarse… Sagitario, Capricornio; ¡ah!, después de todo, allí estaban en su lugar sus configuraciones, correctas de inmediato, identificadas, con su prístina geometría centelleante, impecables. Y esta noche, como hacía cinco mil años, saldrían y se ocultarían: Capricornio, Acuario, con Formalhaut solitario; Piscis; y Aries; Tauro con Aldebarán y las Pléyades. «Cuando Escorpión se oculta en el sudoeste, las Pléyades se levantan en el nordeste. Y Ceto, la Ballena, Mira.» Esta noche, como hace muchos siglos, la gente repetía estas palabras, o cerraba sus puertas, huyendo de las estrellas con acongojada agonía o se acercaba a ellas para decir amorosamente: «Aquélla es nuestra estrella, tuya y mía.» O con ellas se orientaba más allá de las nubes o, extraviada en los mares o de pie en el castillo de proa y bañada por la brisa marina, de súbito las miraba mecerse; ponía en ellas su fe o su falta de fe; dirigía hacia ellas, en mil observatorios, los débiles telescopios en cuyas lentes nadaban enjambres de estrellas y nubes de astros oscuros y muertos, catástrofes de soles que habían estallado, o la gigantesca Antares que rabiaba hasta extinguirse, ardiente rescoldo pero quinientas veces mayor que el sol que ilumina la tierra. Y la tierra misma que sigue girando sobre su eje, rotando en torno de aquel sol, y el sol que gira en torno a la rueda luminosa de esta galaxia, las ruedas incontables, inconmensurables y cubiertas de joyas de incontables e inconmensurables galaxias que giran, giran, giran majestuosamente en lo infinito, en la eternidad, durante todo lo cual la vida seguía su curso. Mucho después de que Yvonne muriese, los hombres seguirían leyendo todo esto en el cielo nocturno, y a medida que la tierra girase durante aquellas lejanas estaciones y ellos contemplasen las constelaciones que seguían ascendiendo, culminando, poniéndose para volver a surgir —Aries, Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra y Escorpión, Capricornio cabra marina, y Acuario, portador de las aguas, Piscis, y luego, de nuevo y triunfalmente ¡Aries!— ¿acaso no seguirían también ellos preguntándose la eterna, la insoluble interrogante?: ¿para qué? ¿Qué fuerza mueve a esta sublime maquinaria celeste? Escorpión se oculta… Y ascienden —pensó Yvonne— invisibles tras los volcanes, aquellas cuya culminación tiene lugar hoy mismo a media noche al ocultarse Acuario; y algunos contemplarían todo esto con sensación de fugacidad, aunque sintiendo refulgir en su alma por un momento el brillo diamantino de los astros, tocando todo aquello que en la memoria es dulce o noble o valeroso o altivo, mientras en las alturas aparecerían, volando levemente como parvada de aves rumbo a Orión, las benéficas Pléyades…
Las montañas, que antes habían desaparecido, volvieron a surgir ahora allá adelante, mientras ambos caminaban por el bosque cada vez menos espeso. Y ello no obstante, Yvonne seguía quedándose atrás.
A lo lejos, en el sudeste, el cuerno inclinado de la luna, pálida compañera de esa misma mañana, ocultábase al fin e Yvonne la observaba —¡muerta hija de la tierra!— con extraña y hambrienta súplica. El Mar de la Fecundidad, con su forma de diamante, el Mar del Néctar, pentagonal, y Frascatorio con su muro al norte que se había derrumbado, la gigantesca muralla occidental de Endimión, elíptica en la extremidad poniente; las montañas de Leibniz en el Cuerno del Sur y, al este de Proclo, el Pantano de un Sueño. Hércules y Atlas seguían allí, en mitad del cataclismo, allende nuestro saber…
La luna había desaparecido. Una ráfaga de cálido viento sopló sobre el rostro de ambos y en el nordeste se encendió el relámpago, blanco y desgarrado; lacónico, el trueno rugió, cual alud en suspenso…
Empinándose, el sendero inclinóse aún más hacia la derecha y comenzó a serpentear entre árboles desperdigados que, altos y solitarios, hacían de centinelas, y entre enormes cactos cuyas espinosas manos de innúmeras contorsiones obstruyeron la vista por ambos lados cuando el sendero dio vuelta. Había oscurecido tanto, que resultó sorprendente no encontrar la noche más tenebrosa en el mundo allende la selva.
No obstante, el espectáculo que vieron sus ojos al salir al camino fue aterrador. Las masas de negros nubarrones seguían ascendiendo en el cielo crepuscular. Mucho más arriba, a gran altura, a una altura aterradora, negras aves incorpóreas, que parecían más bien esqueletos de aves, flotaban en el aire. Y a lo largo de toda la cúspide del Iztaccíhuatl, oscureciéndolo, soplaban las nevascas mientras que, en la base, apiñábanse los cúmulos. Pero toda la escarpada silueta del Popocatépetl se les echaba encima, parecía viajar con las nubes, asomarse al valle, en una de cuyas laderas brillaba, resaltando merced a la extraña melancolía de la luz, una minúscula cima rebelde en la que había un pequeño cementerio.
Hervía en el cementerio una multitud que sólo resultaba visible por la luz de las velas.
Pero de pronto fue como si un heliógrafo de relámpagos tartamudease mensajes a través del montaraz paisaje; Yvonne y Hugh distinguieron, congeladas, las diminutas figuras blanquinegras. Y luego, mientras esperaban el estallido del trueno, las escucharon: el viento impelía desde las alturas sus débiles gritos y lamentos. Los dolientes cantaban junto a las tumbas de sus deudos, tocaban en sordina sus guitarras o rezaban. Un rumor semejante a un repiqueteo de campanas, un fantasmagórico tintineo, llegó hasta sus oídos.
Pero el titánico rugido de un trueno lo ahogó y retumbando por los valles perdióse en la distancia. El alud comenzaba. Y, sin embargo, no apagaba la luz de las velas. Seguían brillando, impávidas, y algunas movíanse en la procesión. Algunos de los dolientes bajaban en fila por la ladera.
Yvonnne sintió con gratitud el duro contacto del camino bajo su pie. Las luces del ‘Hotel y Restaurante El Popo’ se encendieron. En lo alto de una cochera contigua, un letrero luminoso apuñalaba la oscuridad: Euzkadi. De una radio cercana escapaba con increíble velocidad una frenética música de jazz.
Estacionados fuera del restaurante, formando una fila ante el callejón sin salida en la linde del bosque, algunos autos de fabricación norteamericana daban al lugar algo del aire de espera y retraimiento que en la noche tienen las fronteras; y había, en efecto, una especie de frontera no lejos de allí, donde la barranca, provista de un puente en las afueras de la antigua capital, marcaba la línea divisoria entre los estados.
Por un momento, el Cónsul apareció sentado en el porche, cenando tranquilo y solitario. Pero sólo ella lo vio. Yvonne y Hugh se deslizaron por entre las mesas redondas y llegaron hasta el equívoco bar en donde el Cónsul estaba sentado, frunciendo el ceño, con tres mexicanos. Pero nadie sino Yvonne lo advirtió. El cantinero no había visto al Cónsul. Ni tampoco el ayudante del administrador —un japonés inusitadamente alto que también fungía de cocinero— que reconoció a Yvonne. Sin embargo, mientras negaban haberlo visto (y aunque ya para entonces Yvonne había decidido que él estaba en ‘El Farolito’), el Cónsul desaparecía en cada rincón y salía por cada puerta. Algunas mesas colocadas en el piso de mosaico en el exterior del bar hallábanse desiertas y, no obstante, también aquí se hallaba imprecisamente sentado el Cónsul, que se ponía de pie al verlos acercarse. Y afuera, en el patio trasero, fue el Cónsul quien empujó hacia atrás la silla en que estaba sentado y adelantóse, inclinándose, a recibirlos.
De hecho, como a menudo ocurre por alguna razón en tales lugares, la cantidad de personas que había en ‘El Popo’ no alcanzaba a justificar el número de coches estacionados afuera.
Hugh dejó errar la mirada, en parte por la música que parecía provenir de la radio en alguno de los automóviles y sonaba como algo extraterreno en este sitio desolado: abismal fuerza mecánica descarriada que precipitándose a la muerte, quebrantándose y lanzándose contra temibles obstáculos, bruscamente calló.
El patio de la cantina era un largo jardín rectangular cubierto de flores y melaza. En la semioscuridad corrían a ambos lados terrazas cuyos arqueados parapetos les conferían apariencia de claustros. Los dormitorios daban a las terrazas. Con desnaturalizado brillo, la luz del restaurante caía de vez en cuando sobre una flor escarlata, sobre un verde arbusto. Dos cacatúas de iracundo aspecto, plumaje colorido y encrespado estaban posadas en dos aros de acero que colgaban entre los arcos.
Palpitante, el relámpago fustigó las ventanas por un momento; el viento hizo crepitar las hojas y apaciguóse, dejando un cálido vacío en el que los árboles se agitaron caóticamente. Yvonne se reclinó en un portal y se quitó el sombrero; el estridente chillido de una de las cacatúas le hizo taparse los oídos con las palmas de las manos, y cuando volvió a retumbar el trueno, las apretó con mayor fuerza, manteniéndolas allí, cerrados los ojos, ausente, hasta que el ruido hubo cesado y llegaron las cervezas que Hugh ordenó.
—Bien —decía Hugh—, ¡vaya diferencia entre esto y la Cervecería Quauhnáhuac! …Sí, supongo que siempre recordaré esta mañana. ¡Estaba tan azul el cielo!, ¿verdad?
—Y el perro lanudo y los potros que nos acompañaban y el río sobre el que volaban las aves…
—¿A qué distancia estaremos de ‘El Farolito’?
—Como a dos kilómetros y medio. Podemos ahorrarnos más de kilómetro y medio si tomamos el atajo por el bosque.
—¿En la oscuridad?
—No podemos esperar mucho si hemos de tomar el último camión para Quauhnáhuac. Son más de las seis. Yo no puedo beber esta cerveza, ¿tú sí?
—No. Sabe a metal de cañón… ¡demontres!… ¡por Dios! —dijo Hugh—. Vamos a pedir…
—Algo diferente de beber —propuso Yvonne, medio irónica.
—¿No podríamos telefonear?
—Mezcal —dijo Yvonne entusiasmada.
El aire estaba tan cargado de electricidad, que vibraba.
—Comment?
—Mezcal, por favor —repitió Yvonne sardónica y agitando la cabeza con gesto solemne—. Siempre he querido descubrir qué encuentra Geoffrey en él.
—‘¡Cómo no!’ Tomemos dos mezcales.
Pero aún no regresaba Hugh, cuando otro camarero, escrutando la penumbra, trajo dos copas en la bandeja equilibrada en una mano, y encendió otra luz.
Las bebidas que Yvonne tomó en la cena y durante el día, aunque pocas, pesaban en su alma como cerdos: transcurrieron algunos momentos antes de que alcanzara la copa y la bebiera.
Enfermizo, tétrico, con sabor a éter, al principio el mezcal no produjo calor alguno en su estómago, sino, como la cerveza, un frío, una sensación de frescura. Pero surtió efecto. Desde el pórtico exterior una guitarra algo desafinada entonaba ‘La Paloma’; una voz mexicana cantaba y el mezcal seguía surtiendo efecto. A la larga tenía la cualidad de una buena bebida fuerte. ¿Dónde estaba Hugh? ¿Habría, después de todo, encontrado aquí al Cónsul? No: Yvonne sabía que no estaba aquí. Abarcó de una mirada el ámbito de ‘El Popo’: desalmada muerte atravesada por corrientes de aire, que gemía y latía cual mecanismo de reloj, según había dicho en alguna ocasión el propio Geoff: triste remedo de hostería norteamericana; pero ya no parecía tan terrible. Tomó un limón de la mesa; exprimió algunas gotas en su vaso, y el tiempo que le tomó hacer todo esto fue exageradamente largo.
De repente se percató de que su risa era forzada; había en su interior un rescoldo, algo se incendiaba; y también una vez más se formó en su mente la imagen de una mujer que sin cesar golpeaba sus puños contra la tierra…
Pero no; no era ella lo que se incendiaba. Era la morada de su espíritu. Era su sueño. Era la granja, Orión, las Pléyades, la casa de ambos a orillas del mar. Pero, ¿dónde estaba el fuego? El Cónsul fue el primero en advertirlo. ¿Qué eran todas estas ideas insensatas, pensamientos sin forma ni lógica? Estiró el brazo para beberse el otro mezcal, el de Hugh, y el fuego se extinguió, lo ahogó una repentina ola de amor desesperado y de ternura por el Cónsul, que recorrió todo su ser.
—oscurísimo y despejado con una brisa marina y el murmullo de la resaca invisible, en la profundidad de la noche primaveral brillaban sobre tu cabeza las estrellas, presagios del verano, y relucían los astros; despejado y oscuro, y la luna no había salido; una brisa marina, hermosa y fuerte, y luego la luna menguante se alzaba sobre las aguas, y después, en el interior de la casa, el rugir de invisible resaca que resuena en la noche…
—¿Qué, te gusta el mezcal?
Sobresaltóse Yvonne. Casi se había recostado sobre la copa de Hugh; éste, oscilante, estaba parado detrás de ella y tenía bajo el brazo un estuche de manta, enorme y estropeado, en forma de llave.
—¿Qué diablos traes ahí? —la voz de Yvonne sonó lejana y borrosa.
Hugh colocó el estuche en el parapeto. Luego puso sobre la mesa una lámpara de pilas. Era un instrumento de boy-scout con aspecto de ventilador de barco, y provisto de un anillo metálico para pasar el cinturón al través. —Me encontré en el porche con el tipo al que Geoff trató tan mal en el ‘Salón Ofelia’ y le compré esto. Pero quería vender su guitarra y comprar una nueva, así que también se la compré. Sólo ‘ocho pesos cincuenta’…
—¿Para qué quieres una guitarra? ¿Vas a tocar con ella la «Internacional» o qué, a bordo de tu barco? —dijo Yvonne.
—¿Cómo está el mezcal? —volvió a preguntarle Hugh.
—Como diez metros de alambrado de púas. Casi me arrancó la tapa de los sesos. Mira, éste es tuyo, Hugh… lo que queda.
Sentóse Hugh. —Me tomé un tequila afuera con el ‘hombre’ de la guitarra…
—Bien —añadió—, en definitiva no voy a tratar de regresar a México esta noche y, habiendo decidido esto, hay varias cosas que podríamos hacer respecto a Geoff.
—Preferiría emborracharme —dijo Yvonne.
—‘Como tú quieras’. Sería una buena idea.
—¿Por qué dijiste que sería una buena idea emborracharse? —volvió a preguntar Yvonne, por encima de los nuevos mezcales—. ¿Para qué compraste esa guitarra? —repitió.
—Para acompañarme. Tal vez para engañar a la gente.
—¿Con qué objeto te comportas de manera tan rara, Hugh? ¿Para engañar cómo y a quién?
Hugh echó hacia atrás la silla hasta tocar el parapeto, y permaneció sentado así acariciando la copa de mezcal.
—El tipo de mentira que medita Sir Walter Raleigh cuando se dirige a su alma. «La verdad será tu garantía. Ve, puesto que debo morir. Y engaña al mundo. Di a la corte que relumbra y brilla como leña podrida. Di a la iglesia que enseña lo que es bueno y no lo practica. Si la iglesia y la corte replican, entonces engáñalas.» Cosas como ésas, sólo que un poco diferentes.
—Estás haciendo un drama, Hugh. ¡‘Salud y pesetas’!
—¡‘Salud y pesetas’!
—¡‘Salud y pesetas’!
Fumando y copa en mano, Hugh seguía apoyado contra el sombrío portal monástico y contemplaba a Yvonne.
—Pero, por el contrario —decía—, queremos hacer el bien, ayudar, mostrarnos fraternales en la desgracia. Condescenderemos hasta vernos crucificados, bajo ciertas condiciones. Y esto ocurre regularmente casi cada veinte años. ¡Pero para un inglés es de tan pésimo tono ser mártir de buena fe! Podremos respetar con parte de nuestra inteligencia la integridad, digamos, de hombres como Gandhi o Nehru. Podremos hasta reconocer que, por ejemplo, su altruismo podría salvarnos. Pero gritamos desde nuestro corazón: «¡Echen ese tipejo al río!» O «¡Dejen libre a Barrabás!», «¡Con D’Dwyer hasta la muerte!» ¡Por Cristo! También para España resulta de bastante mal tono ser mártir; claro que de manera muy diferente… Y si Rusia demostrara…
Hugh decía todo esto mientras Yvonne escudriñaba un documento que él mismo acababa de poner sobre la mesa para que ella lo viera. Era sólo un sucio y grasiento menú que parecía haber sido recogido del suelo o haber pasado largos meses en el bolsillo de alguien, e Yvonne lo leyó varias veces con alcohólica deliberación:
«EL POPO»
SERVICIO A LA CARTA
Sopa de ajo . . . $ 0.30
Enchiladas en salsa verde . . . $ 0.40
Chiles rellenos . . . $ 0.75
Rajas a la «Popo» . . . $ 0.75
Machitos en salsa verde . . . $ 0.75
Menudo estilo Sonora . . . $ 0.75
Pierna de ternera al horno . . . $ 1.25
Cabrito al horno . . . $ 1.25
Asado de pollo . . . $ 1.25
Chuletas de cerdo . . . $ 1.25
Filete con papas al gusto . . . $ 1.25
Sandwiches . . . $ 0.40
Frijoles refritos . . . $ 0.30
Chocolate a la española . . . $ 0.60
Chocolate a la francesa . . . $ 0.40
Café solo o con leche . . . $ 0.10
Todo esto estaba escrito a máquina en color azul, y más abajo —ella lo descifró con la misma deliberación— había un dibujo como pequeña rueda en cuyo interior estaba escrito: ‘Lotería Nacional Para la Beneficencia Pública’, formando otro círculo, dentro del cual aparecía una especie de sello de fábrica que representaba a una madre acariciando a su niño.
Ocupaba todo el lado izquierdo del menú una litografía de cuerpo entero de una joven sonriente sobre cuya figura se leía el anuncio que ‘en el Hotel Restaurante El Popo se observa la más estricta moralidad, siendo esta disposición de su propietario una garantía para el pasajero que llegue en compañía’. Yvonne estudió la efigie de esta mujer: rolliza y desaliñada, con peinado casi al estilo norteamericano, llevaba un vestido largo de tela estampada multicolor; con una mano hacía un ademán picaresco mientras que en la otra sostenía una ristra de diez billetes de lotería, en cada uno de los cuales una vaquera montaba un caballo encabritado y (como si estas diez minúsculas imágenes fueran réplicas de los semiolvidados egos de Yvonne que se despidieran de ella) agitaba la mano.
—Bien —dijo Yvonne.
—No; me refería al otro lado —dijo Hugh.
Volvió Yvonne el menú y permaneció mirando al vacío.
El reverso del menú estaba casi totalmente cubierto con la escritura del Cónsul en su fase más caótica. A la izquierda del ángulo superior leíase:
Recknung
1 ron y anís - - - 1.20
1 ron Salón Brasse - - - .60
1 tequila doble - - - .30
———
2.10
Estaba firmado G. Firmin. Se trataba de una cuenta que, meses antes, dejó el Cónsul, una notita que calculó para sí… No, acabo de pagarla —dijo Hugh, que ya entonces estaba sentado al lado de Yvonne.
Pero debajo de este «recuento» estaba escrito, enigmáticamente: «penuria …inmundicia …tierra», y más abajo había un incomprensible garabato alargado. En el centro del papel leíanse estas palabras: «Cuerda…muerda…recuerda» y luego «de fría celda», mientras que, en el lado derecho —progenitor y explicación parcial de estas extravagancias—, estaba lo que parecía ser un poema en proceso de composición, tal vez intento de cierta índole de soneto, aunque de disposición irresoluta y malograda, y tan borroneado, tachado, deteriorado y cubierto de garabatos —un palo de golf, una rueda, hasta una gran caja negra que se asemejaba a un féretro— que casi llegaban a ser indescifrables; acababa teniendo esta apariencia:
Some years ago he started to escape
………has been … escaping ever since
Not knowing his pursuers gave up hope
Of seeing him (dance) at the end of a rope
Hounded by eyes and thronged terrors now the lens
Of a glaring world that shunned even his defense
Reading him strictly in the preterite tense
Spent no……thinking him not worth
(Even)……the price of a cold cell.
There would have been a scandal at his death
Perhaps. No more than this. Some tell
Strange hellish tales of this poor foundered soul Who once feld north …[11]
Que antaño huyó hacia el norte, pensó Yvonne. Hugh decía:
—‘Vamonos’.
Yvonne asintió.
Afuera soplaba el viento con excéntrica estridencia. En alguna parte golpeaba y golpeaba un postigo suelto, y el terrero eléctrico en lo alto de la cochera aguijoneaba la noche: Euzkadi…
Encima del letrero, el reloj —¡encuesta pública del hombre sobre la hora!— indicaba: doce para las siete: «Que antaño huyó hacia el norte.» Ya la gente había abandonado los pórticos de ‘El Popo’…
Al relámpago —que estalló cuando ambos comenzaban a bajar los escalones— siguieron casi simultáneamente salvas de truenos dispersos y prolongados. En el norte y el este, los cúmulos de negros nubarrones engullían a los astros; cabalgando. Pegaso ascendía, invisible, por los cielos; pero a mayor altura seguía despejado: Vega, Deneb, Altair; entre los árboles, hacia el oeste, Hércules: «Y que antaño huyó hacia el norte», repetía Yvonne. Directamente frente a ellos alzábanse, junto al camino, con dos columnas altas y esbeltas, las confusas ruinas de un templo griego al que se llegaba subiendo por dos anchos escalones: o bien este templo existió por un momento con la exquisita belleza de sus columnas, su equilibrio y proporciones perfectos, la amplitud de extensión de sus escalones que ahora se convertían en dos rayos de borrascosa luz que, provenientes de la cochera, atravesaban el camino, y las columnas, dos postes de telégrafo.
Dieron vuelta y tomaron la vereda. Hugh proyectaba con su lámpara de mano un fantasmal blanco de tiro que se dilataba, volvíase gigantesco, se desviaba y transparentemente se enredaba en los cactos. Angostábase el sendero y caminaban, en fila india, Hugh atrás con el luminoso blanco de tiro deslizándose ante ellos y barriendo el terreno en elipsis concéntricas a través de las cuales saltó la falsa sombra de Yvonne, o la sombra de una giganta. Al descubrirlos la luz de la lámpara, se irguieron los órganos de color gris salobre, demasiado rígidos y carnosos para doblarse con la fuerza del viento; levantábanse en lenta ola interminable, inhumano parloteo de escamas y espinas.
«Que antaño huyó hacia el norte…»
Yvonne se sentía ahora completamente sobria: desvaneciéronse los cactos, y la vereda —angosta aún— entre inmensos árboles y maleza, parecía bastante cómoda.
«Que antaño huyó hacia el norte.» Pero no iban hacia el norte, iban rumbo al ‘Farolito’. Ni tampoco huyó entonces el Cónsul hacia el norte; había ido, por supuesto, como esta noche, al ‘Farolito’. «Acaso con su muerte habría estallado el escándalo.» El follaje de los árboles producía un sonido como si cayese agua sobre la cabeza de ambos. «Con su muerte.»
Yvonne estaba sobria. Era la maleza, que se movía a su paso con repentina agilidad, obstruyendo así su camino, la que no estaba sobria; los árboles móviles no estaban sobrios; y por último era Hugh quien —ahora lo descubría, sólo la había traído hasta aquí para comprobar la mayor viabilidad del camino, el peligro de estos bosques bajo las descargas eléctricas que ahora casi caían sobre sus cabezas— no estaba sobrio: e Yvonne advirtió que se detenía bruscamente y que cerraba las manos con tal fuerza que sus dedos le dolían, y decía:
—Deberíamos apresurarnos; ya deben ser casi las siete —y luego, que iba aprisa, que casi corría por la vereda, hablando en voz alta y con excitación—: ¿Te dije que la noche anterior al día en que me marché hace un año, Geoffrey y yo concertamos una cita para cenar juntos en México y que él olvidó en qué restaurante, según me dijo, y que se fue de restaurante en restaurante buscándome, como ahora lo buscamos nosotros?
‘En los talleres y arsenales
a guerra todos, tocan ya’,
cantaba Hugh resignado y con voz de bajo.
—…y lo mismo ocurrió cuando lo conocí en Granada. Hicimos cita para cenar en algún sitio cercano a la Alhambra y yo creí que debíamos encontrarnos en la Alhambra pero no pude hallarlo, y vuelvo a ser yo quien lo busca… la primera noche después de mi regreso.
‘…todos, tocan ya;
morir ¿quién quiere por la gloria
o por vendedores de cañones?’
Volvió a resonar en el bosque una salva de truenos, e Yvonne se detuvo casi paralizada al imaginar ver por un instante a la mujer de los billetes de lotería, sonriéndole fijamente y haciéndole señas al final del camino.
—¿Cuánto falta? —preguntó Hugh.
—Creo que ya casi llegamos. Más adelante hay dos curvas y un árbol caído sobre el cual tenemos que pasar.
‘Adelante, la juventud;
al asalto, vamos ya,
y contra los imperialismos
para un nuevo mundo hacer’.
…entonces, creo que tenías razón —dijo Hugh.
Por un momento hubo tal calma en la tempestad, que para Yvonne —que veía mecerse las oscuras copas de los árboles amplia y lentamente en el viento contra el cielo tempestuoso— fue un momento como el del cambio de marea, en el cual, sin embargo, había algo semejante a la cabalgata de esa mañana con Hugh, cierta esencia nocturna de los pensamientos que habían compartido entonces, con un violento anhelo de juventud, amor y dolor por el amor.
En algún lugar cercano se escuchó una detonación como de arma de fuego o del escape abierto de un automóvil, que rompió aquella oscilante inmovilidad, y luego siguió otra, y otra: —Más prácticas de tiro —dijo Hugh riéndose; y no obstante estos sonidos, de efecto consolador si se les comparaba con el malsano retumbar del trueno que siguió, eran diferentes, terrenos, porque implicaban que estaban cerca de Parián, que pronto sus luces brillarían entre los árboles; por el resplandor de un relámpago, claro como la luz del día, vieron una flecha inútil y afligida que apuntaba hacia el camino por donde habían venido, hacia la incendiada Anochtitlán: y ahora, en la oscuridad más profunda, la luz de Hugh iluminó un tronco de árbol a la izquierda, en donde un letrero de madera con una mano que apuntaba les confirmó la dirección:
‘A PARIÁN’
Hugh iba cantando detrás de Yvonne… Comenzó a lloviznar y del bosque ascendió un dulce aroma de limpieza. Y ahora, aquí estaba el lugar en que el camino volvía sobre sí para verse obstruido por un inmenso tronco cubierto de lama que dividía la vereda de la senda que Yvonne se había rehusado a seguir, y que el Cónsul debió haber tomado después de Tomalín. Allí estaba aún la escala enmohecida con sus peldaños ampliamente separados en el flanco cercano del tronco, e Yvonne casi había acabado, de subir por ella cuando advirtió que le faltaba la luz de Hugh. De algún modo logró mantenerse en equilibrio en lo alto del sombrío tronco resbaloso y volvió a ver que la luz de Hugh, ligeramente a un lado, se movía entre los árboles. Dijo con aire de triunfo:
—Cuidado, no vayas a perder el camino por allí, Hugh; es algo engañoso. Y ten cuidado con el tronco caído. Hay una escala por este lado, pero tienes que saltar por el otro.
—Saltemos, pues —dijo Hugh—. Debo haberme salido de tu camino.
Al oír Yvonne los quejumbrosos lamentos que emitía la guitarra de Hugh mientras éste golpeaba contra el estuche, llamó: —Aquí estoy; por aquí.
‘Hijos del pueblo que oprimen cadenas
esa injusticia no debe existir;
si tu existencia es un mundo de penas,
antes que esclavo, prefiere morir, prefiere morir…’
cantaba, irónico, Hugh.
De pronto, comenzó a llover a torrentes: Un viento, cual tren expreso barrió el bosque en vertiginosa carrera; precisamente delante de ellos estalló el relámpago entre los árboles con salvaje rugido desgarrador de trueno que hizo temblar la tierra…
Hay, a veces, cuando estalla el trueno, otra persona que piensa por uno, alguien que pone al abrigo los muebles de nuestro pórtico mental, cierra y pone los postigos a las ventanas de la mente contra lo que parece menos aterrador como amenaza que como distorsión del recogimiento celestial, una estrepitosa locura de los cielos, una forma de catástrofe que los mortales tienen prohibido observar de muy cerca: pero en la mente queda siempre entornada una puerta —como se sabe que los hombres en las grandes tempestades dejan abiertas sus puertas verdaderas para que por ellas pase Jesús— pero el ingreso y la recepción de lo inaudito, la temible aceptación de la centella que nunca cae sobre uno, para el relámpago que siempre cae en la próxima calle, para el desastre que tan raras veces golpea en la desastrosa hora probable, y por esta puerta mental Yvonne, que seguía equilibrándose en el tronco, percibió ahora algo ominosamente aciago. En el trueno que disminuía acercábase algo como un rumor que no era de lluvia. Era un animal de alguna especie, aterrado por la tempestad, y fuera lo que fuese —ciervo, caballo, sin duda tenía pezuñas— acercábase despavorido con seco galope, entre la maleza; y ahora que estallaba de nuevo el relámpago, y el trueno se apagaba, oyó Yvonne un prolongado relincho que se convirtió en un grito de pánico casi humano. Yvonne advirtió que le temblaban las rodillas. Trató de volverse, dando voces a Hugh, para bajar la escala, pero sintió perder pie en el tronco; al deslizarse, procuró recobrar el equilibrio, volvió a resbalar y cayó hacia adelante. Al caer, uno de sus pies se dobló bajo su peso y le produjo un agudo dolor. Al momento siguiente, cuando trató de levantarse, vio, a la luz de un relámpago, al caballo sin jinete. Precipitábase de lado, no hacia ella, y vio hasta el último de sus detalles: la silla que se deslizaba ruidosamente por la grupa, hasta el número siete marcado en el anca. Al tratar de levantarse de nuevo escuchó el grito de su propia voz cuando el animal se dirigió a ella y se le echó encima. El cielo era una sábana de blancas llamaradas en las que quedaron clavados por un instante los árboles y el caballo encabritado y suspendido en los aires…
Eran las cestas de la feria las que remolineaban a su alrededor; no, eran los planetas, mientras que el sol, ardiente y brillante, giraba en el centro; aquí volvían Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón; pero no eran los planetas, porque no era el volantín, sino la rueda de la fortuna, eran constelaciones en cuyo eje, cual gigantesco y frío ojo, ardía la Estrella Polar, y girando, girando en torno suyo iban: Casiopea, Cefeo, el Lince, la Osa Mayor, la Osa Menor y el Dragón; y, a pesar de ello, no eran constelaciones, sino, en cierto modo, millares de hermosas mariposas, la nave de Yvonne entraba en la bahía de Acapulco en medio de un huracán de hermosas mariposas que zigzagueaban en lo alto y que sin cesar se desvanecían por la popa, sobre el mar, el mar violento y puro y las largas olas del alba que se acercaban, se alzaban y se desplomaban para deslizarse convertidas en elipsis incoloras en la arena, hundiéndose, hundiéndose, alguien la llamaba por su nombre en lontananza y ella recordó que estaban en una selva oscura y oyó el viento y la lluvia precipitándose en el bosque y vio los estremecimientos del relámpago trepidar entre los cielos, y el caballo —¡santo Dios!, ¡el caballo!… ¿y se repetiría esta escena interminablemente y para siempre?— el caballo, encabritado, suspendido sobre su cabeza, petrificado en el aire, estatua, alguien estaba sentado en la estatua, era Yvonne Griffaton, no, era la estatua de Huerta, el borracho, el asesino, era el Cónsul o era un caballo mecánico del volantín, el carrusel, pero el carrusel se había detenido y ella estaba en una barranca por la cual bajaban estrepitosamente un millón de caballos que se dirigían hacia ella, y tenía que huir por la selva amiga, a su casa, la casita de ambos a orillas del mar. Pero la casa estaba en llamas, según podía verlo ahora desde el bosque, desde lo alto de los escalones, oía la crepitación, estaba en llamas, todo ardía, ardía el sueño, ardía la casa y no obstante allí permanecieron un momento, Geoffrey y ella, en el interior, dentro de la casa, apretándose las manos y todo parecía estar en orden, en su lugar, la sala seguía allí, con todos sus objetos naturales, amados y familiares, salvo que el tejado estaba ardiendo y había este ruido como de hojas secas que pasaron rozando por el techo, esta crepitación mecánica, y ahora el fuego se extendía precisamente mientras ambos lo contemplaban, el aparador, las sartenes, la antigua marmita, la nueva marmita, la figura del guardián en el pozo hondo y fresco, la trulla, el rastrillo, el techo inclinado con sus tejas de madera en donde caían las flores de cornejo pero en donde ya no volverían a caer porque el árbol estaba en llamas, el fuego se extendía cada vez más aprisa, ardían las paredes con sus reflejos a la manera de ruedas de molino proyectaban los rayos del sol sobre el agua, las flores del jardín estaban ennegrecidas y ardían, retorcíanse, se enroscaban, caían, ardía el jardín, ardían el porche en donde solían sentarse en las mañanas primaverales, la puerta roja, las ventanas encajonadas, las cortinas que ella misma hiciera, ardían, ardía la vieja silla de Geoffrey, su escritorio, y ahora su libro, su libro ardía, las páginas ardían, ardían, ardían, levantábanse del fuego en torbellinos y esparcíanse incandescentes a lo largo de la playa, y ahora aumentaba la oscuridad y subía la marea, la marea se agitaba bajo la casa en ruinas, los botes de excursión que habían transportado sus canciones río arriba, navegaban mudos al regreso en las aguas de Erídano. Su casa expiraba, ahora no había en ella sino agonía.
Y, abandonando el incandescente sueño sintióse Yvonne arrebatada hacia las alturas y transportada hacia las estrellas, en medio de un torbellino de astros que se esparcían en lo alto en círculos cada vez mayores, como ondas en el agua, entre los cuales ahora aparecían, como una grey de aves diamantinas que volasen suave y firmemente hacia Orión, las Pléyades…