La Guerra Civil

La Guerra Civil

Las inquietudes de un joven aristocrático

Los dos torreones que se asoman por el palacete del Señorío de Reparacea miran hacia una de las encrucijadas más emblemáticas de Navarra. Justo en este lugar, donde el puente comunica a este noble linaje con las caminos que llevan a Elizondo, Pamplona e Irún, la regata pirenaica cambia su curso, da un giro y abandona su nombre de nacimiento, Baztán, para convertirse en el río Bidasoa. Desbocado por la prisa de alcanzar el mar, deja atrás Santesteban y las Cinco Villas; unos kilómetros más allá de Vera, perfora la barrera montañosa entre las peñas de Aya y el Larún buscando una salida al golfo de Vizcaya. Ahí, se encarga de marcar la línea divisoria con el País Vasco del norte. No habrá en territorio navarro lugar donde las ancestrales raíces culturales, históricas y míticas euskaras estén tan telúricamente arraigadas. Este era el hogar de los Repáraz, familia de la alta alcurnia navarra, vecinos del no menos noble Señorío de Bértiz.

Si, al iniciarse la nueva centuria, el señor del palacio de los Repáraz, que tan buenas relaciones tenía con ducados de la Rusia zarista, hubiera sabido que su hija Salomé iba a alumbrar al abanderado de la Revolución Bolchevique en Navarra, tal vez no la habría desposado con Cipriano Monzón, prestigioso doctor pero, a fin de cuentas, médico del pueblo. También es verdad que, tras haber biencasado al resto de sus hijas, no había mucho donde elegir y Salomé, pese a contar con indiscutibles encantos femeninos, iba camino de permanecer en la soltería.

Una vez que se trasladaron a vivir a Pamplona, Salomé no se conformó con codearse con lo más granado de la aristocracia local. El hogar de los Monzón Repáraz era un compendio de virtudes nobiliarias, incluidos el fervor religioso, los guantes con los que la servidumbre debía ofrecer las comidas, la relegación como lengua doméstica del vascuence o el castellano frente al francés aprendido en los Sagrados Corazones de París. Allí se había hecho amiga de quien sería la condesa de La Viñaza, que tenía una hermosa mansión a la que llamaban La Fontaine en la villa de Biarritz. Con ella emprendió un exótico viaje al Imperio de los zares en compañía de otras amigas, vástagas de nobles ducados rusos, cuando los bolcheviques comenzaban a enseñar sus afilados colmillos. Catapultado por esta exquisitez, el ya prestigioso pediatra no encontró problemas para ser uno de los más afamados de toda la ciudad y abrir, por primera vez en Pamplona, un consultorio exclusivo en su especialidad.

Sito, el cariñoso y familiar nombre con el que le conocerían sus más cercanos durante toda su vida, nació en esta casa del número 25 de la calle Navas de Tolosa el 22 de enero de 1910; era la principal de un ensanche en el que se levantaban, a costa del terreno perdido por las murallas derribadas, edificios de sabor modernista. Un bosquecillo les separaba de la iglesia de San Lorenzo y la capilla del patrono pamplonica, San Fermín. Este fue el territorio de su infancia; en casa tenía su propio profesor de francés y un clérigo preceptor. Los Monzón eran de misa diaria, a las 6 de la mañana, en la Iglesia del Carmen de la calle Descalzos, a la que también acudía el pequeño Jesús acompañando a su progenitor. Para profundizar su adecuada formación fue enviado a estudiar con los jesuitas de Tudela. Cuarenta años después todavía se le recordará en el colegio, formando parte de la particular leyenda del centro como el alumno que se hizo comunista y volvió al redil de la fe tras pagar con la cárcel su pecado. Aunque los jesuitas de Tudela insistían en ponerlo como ejemplo ante las nuevas generaciones, la realidad era bien distinta porque Monzón se mantuvo inquebrantable en su ateísmo marxista aunque, eso sí, haciendo gala de respeto a las creencias religiosas de los demás.

Jesús Monzón, el pequeño, con sus padres y sus hermanos Carmelo y Mariacho

¿Fue la pesada carga de estos aires de nobleza y la beatitud estricta de los padres los que hicieron saltar la chispa de la rebelión contra su propia clase en la conciencia de Jesús? ¿Jugó la Revolución Bolchevique, entonces en plena efervescencia, un papel desencadenante en sus incipientes inquietudes juveniles? Probablemente fuese la conjunción de ambas. También contribuiría, con toda seguridad, el deslumbramiento que para un joven de provincias suponía la mundana y cosmopolita vida de Madrid y Barcelona, ciudades que visitó entre 1927 y 1931, cuando en ellas campaban por sus respetos ideas revolucionarias que se extendían como la pólvora ante la admiración de unos y el pánico de otros.

Es la época en la que comienza sus estudios de Derecho y cuando comienza a forjarse la amistad con Estanis Aranzadi, Tomás Garicano Goñi, Iñako Usechi e Ignacio Ruiz de Galarreta, con quienes le unían, además de la querida Iruña, el ser, como él, abogados en ciernes. En Barcelona no se priva de meterse por los antros de peor fama entre las callejuelas del Barrio Chino; allí conoce a Carlos Gardel, con él aprende a bailar tangos que no se le olvidarán en su vida y se atreve con las novedosas sensaciones de los placeres amorosos. En Madrid tampoco se quedaba a la zaga como juerguista, cuentan de sus enredos con una mujer mayor y de alguna borrachera en la que perdió el conocimiento durante tres días. Los médicos temían lo peor y llamaron a su familia, que tuvo que desplazarse desde Pamplona para recogerlo. Pero, de su estancia en Madrid para seguir los estudios como abogado, hay un hecho que no puede pasar desapercibido. Monzón fue uno de los afortunados inquilinos de la Residencia de Estudiantes cuando esta institución era punto de referencia destacado del movimiento progresista español.

Son los tiempos jóvenes de Pamplona. Monzón está apoyado en la barra. Aranzadi es el de la izquierda

El bagaje cultural con el que Monzón regresa a Pamplona al comenzar los años treinta no tiene nada que ver con los valores sacrosantos que había dejado atrás. Su conciencia revolucionaria le exigía otro ambiente y en una ciudad que no llegaba a los 50 000 habitantes no era nada difícil entablar relación con los círculos más izquierdistas, de los que ya estaba surgiendo una incipiente organización comunista. Mientras le siguen llevando el desayuno a la cama, Monzón se dedica a leer el periódico izquierdista La Tierra o Trabajadores, órgano provincial de la UGT; su padre no lo puede tolerar; no soporta que tenga la mala educación de ponerse a leer aquel libelo rojo en la mesa, más fascinado por los éxitos de la Revolución Rusa que por los de la cocinera. El enfrentamiento era cuestión de tiempo. Tras una de las broncas, Monzón se va de casa y su madre, alarmada, reclama la ayuda de Ruiz de Galarreta. Ignacio sabe adónde ha podido ir: a Las Pocholas, una fonda al final del Paseo Valencia que con los años será uno de los restaurantes más renombrados. Exactamente, allí estaba. «¿Qué quieres?», le dice Monzón. «Primero que me invites a cenar, luego que te vengas conmigo a casa; no le puedes hacer esto a tu madre». Monzón volvió, pero los lazos con su clase social ya estaban rotos.

La proclamación de la República en 1931 tiene en la capital del Reino de Navarra un sabor diferente. El legitimismo carlista, tan influyente en estas tierras desde las guerras civiles del siglo pasado, se frota las manos contemplando la humillación a que se ve sometida la dinastía alfonsina, responsable de sus derrotas militares y políticas. Navarra no era precisamente caldo de cultivo para que floreciera el Partido Comunista; el tradicionalismo y la religión católica fuertemente enraizados en una sociedad eminentemente rural dejaban poco espacio a la ideas revolucionarias. Sin embargo ese año Sito decide pedir el carnet del PC-Euzkadi. La organización navarra del Partido Comunista era minúscula, ridícula en comparación con Asturias, Bilbao, Madrid o Barcelona; se había formado por iniciativa de algunos inmigrantes que regresaron de Francia y sus militantes apenas llegaban al centenar en toda la provincia. Solamente había células en algunos pueblos de la Ribera, como Murillo El Fruto o Caparroso, algo en el Roncal, en Alsasua y Olazagutía, siendo la incidencia electoral nula. Cruz Juániz, que militó con Monzón durante aquellos años, reconoce que dentro de la izquierda «dominaban más las ideas socialistas». «Nosotros —dice— no hacíamos más que ir, hablar, dar la cara y encajar después el golpe de la reacción». A un joven con la preparación de Monzón le faltaría tiempo para sobresalir en aquel núcleo embrionario. El comienzo de la actividad de los comunistas navarros coincide con la suya; tras la intentona insurreccional del general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932, varios militantes son detenidos por lanzar octavillas llamando a una manifestación en Pamplona para el día 28. Al año siguiente, la red de células y colaboradores comunistas se ha extendido a Tudela, Valtierra, Mendavia, Olite, Carcastillo, Cadreita, Sangüesa, Cárcar, Artazu, Corella y Cortes, además de contar con una Juventud Deportiva en Pamplona y poner en marcha el Socorro Rojo Internacional[1]. La prueba de fuego iba a ser la Revolución de Octubre de 1934. El ya destacado activista es detenido y encarcelado por dirigir manifestaciones y reuniones ilegales el 6, 7 y 22 de ese mes en la capital navarra. Un militante comunista, que llega a Pamplona huyendo de la oleada represiva que se extiende desde Asturias, se ve sorprendido por el grado de audacia y dinamismo de los comunistas navarros, entre los que Monzón ya ha imprimido su sello personal.

Pero la consagración del liderazgo de Monzón vendría unos meses después de la Revolución de Octubre, cuando en junio de 1935 estalla la huelga general de la construcción para mejorar las bases de contratación en todo el sector, en el que trabajaban cerca de cuatro mil peones. El paro había sido convocado por una coordinadora de «comités de tajo» que había en todas las obras y en los que participaban sindicalistas de todos los colores. Allí estaban los socialistas de la UGT, los anarquistas de la CNT, los comunistas, los nacionalistas de Solidaridad de Trabajadores Vascos (STV) y hasta los carlistas de los Sindicatos Profesionales, que eran los que más obreros tenían afiliados en Pamplona. Además de los aumentos salariales y del reconocimiento de la representación directa en la negociación, una de las reivindicaciones consistía en que el Ayuntamiento de Pamplona no cobrara a los parados las tasas municipales por consumo de agua y luz, y que tampoco pagaran alquiler por vivienda. De esta forma se intentaba mejorar la penosa situación de muchos trabajadores que no encontraban empleo por el boicot económico que los empresarios navarros mantenían contra la República. Era la estrategia de «cuanto peor, mejor». Incluso, según recuerda Cruz Juániz, se habían producido por este motivo algunos asaltos a tiendas y almacenes para robar comida. Evidentemente, el Ayuntamiento, controlado por los sectores más reaccionarios del carlismo y por lo tanto más fervientemente militantes contra la II República, no estaba dispuesto a realizar la más mínima concesión; si querían trabajo, debían pedírselo al Gobierno de Samper.

Los delegados elegidos en las obras nombraron, a su vez, un comité de huelga, que estaba formado por José Gastón, Luis Goicoechea, Angel Falces, Lamberto Caballero, Cipriano Calavia, los nacionalistas vascos Javier Iturbe y Emilio Goñi, y Vicente Aizpún por los Sindicatos Profesionales. La respuesta a la convocatoria de huelga fue total y los trabajadores se reunían para seguir la marcha de las negociaciones en las Escuelas de San Francisco, cuyo salón de actos se quedó pequeño para acoger a tantos obreros; cientos de ellos se tuvieron que conformar con seguir las arengas desde los pasillos o, incluso, en la calle. «¡Jamás acudió a asamblea obrera alguna de Pamplona tanto personal!», exclamaba el semanario Trabajadores. «Allí estaban —informaba este periódico— revueltos y noblemente hermanados trabajadores de todas las tendencias; allí hablaron comunistas, nacionalistas, socialistas, anarquistas y carlistas. ¡Y todos y en todo de absoluto acuerdo!» Ovaciones, aplausos, vivas a la huelga, excitación por un ambiente que muchos podrían considerar prerrevolucionario… los murmullos de aprobación fueron generales cuando el representante de los Sindicatos Profesionales aseguró la participación de sus afiliados, hartos ya del egoísmo de los patronos. Era lo nunca visto, el exponente de una fuerza obrera que se había consolidado con vigor en la capital navarra.

Durante las negociaciones el movimiento huelguístico había quedado, en el apartado de las reivindicaciones municipales para los parados, en una dura disyuntiva: o se cedía ante el rechazo institucional o se iniciaba una lucha maximalista de carácter político que agotaría a los trabajadores. Monzón, ante las sorprendidas miradas de los líderes sindicalistas, toma la palabra ante la multitud. Jacinto Ochoa, otro militante comunista de esa época, recuerda cómo seducía a las masas cuando hablaba; tenía maderade líder. Monzón propone que sean los propios empresarios de la construcción y no el Ayuntamiento quienes aporten una cantidad que ayude a los parados a costear los alquileres, el agua y la luz. La intervención de Monzón se esforzaba en mantener el espíritu unitario del movimiento huelguístico y evitar una derrota al llegar al choque frontal con el consistorio derechista. La idea fue aceptada no solo por la asamblea de trabajadores sino también por la patronal, por mucho que le pesara a la CNT, contraria de plano al apaño; la bronca fue mayúscula y los puños salieron a relucir; pero nadie podía negar que la victoria había sido total y que Monzón y el Partido Comunista eran quienes se llevaban los triunfos por su agilidad táctica. El acuerdo, que permitió desconvocar la huelga general al mediodía, consistía en pagar algo más de 5 pesetas diarias a los parados que estuvieran casados y 3 pesetas a los solteros. Se lograba así implantar en Pamplona, por primera vez, un subsidio de desempleo, algo que, según recuerda Cruz Juániz, «no se había conseguido en ninguna parte de España».

Portada del semanario ¡¡Trabajadores!! anunciando la huelga de la construcción de Pamplona

La actividad de los comunistas navarros se dispara; hay otras pequeñas huelgas impregnadas con el mismo espíritu unitario; el prestigio del PCE no deja de ganar enteros y eso le permite arrebatar el protagonismo al Partido Socialista en el seno del poderoso sindicato ugetista de la Construcción en Navarra. En los círculos del PC-Euzkadi se crea también un espíritu de amistad, familiaridad y camaradería. Jesús se lanza a una agitación política desenfrenada, llena de entusiasmo. Discute e interviene incansablemente en reuniones y tertulias; al mismo tiempo que introduce en Pamplona la vanguardia poética de Federico García Lorca, a quien lleva para dar una conferencia; muestra una gran facilidad para relacionarse con fuerzas ideológicamente opuestas, llegando, incluso, a invitar a Jaime del Burgo, en representación del Partido Carlista, a una mesa redonda; da la cara en la calle y se pone al frente de las reivindicaciones; Monzón propugna la unidad entre todas las fuerzas progresistas, anticipándose así a la política del Frente Popular, hasta el punto de desplazar parte de la actividad del partido a otros foros, como el Ateneo Republicano, situado encima del Café Suizo en la Plaza del Castillo, donde se reunían los jóvenes de Izquierda Republicana, y a la Casa del Pueblo de la UGT. Hasta quienes le denunciarán después, durante el proceso estalinista dirigido por Carrillo en 1945, reconocen que, debido a este espíritu unitario y a su «metódica» táctica de mantener «conversaciones personales y pequeñas reuniones», llegó a «ganarse a buena parte de los cuadros socialistas, cenetistas y republicanos».

Panorámica, antes de la guerra, tomada desde el pretil de la carretera de Guipúzcoa. A la izquierda se ve el barrio obrero de la Rochapea y a la derecha, arriba, el centro de Pamplona (Foto: L. Roisin).

Durante estos agitados años, el PC logra en el barrio de la Rochapea, principal zona obrera de Pamplona antes e inmediatamente después de la Guerra Civil, su único foco de incidencia urbana. Este barrio, de unas ciento veinticinco hectáreas donde se mezclaban las industrias, el ferrocarril, las huertas y las viviendas, tenía entonces algo más de cuatro mil habitantes. La Rochapea era la parte de Pamplona, literalmente, situada en el nivel más bajo, es decir, está «pegada» al centro de la ciudad pero separada por un desnivel vertical de unos cincuenta metros, el formado por el corte del río Arga que sitúa al resto del municipio en una meseta. Pero La Rochapea, nombre mezcla de romance y euskera que quiere decir «bajo la roca», no solamente estaba situada en el nivel más bajo físicamente, sino que este desnivel representaba igualmente una fractura social y cultural. A comienzos de siglo La Rochapea era destino del ferrocarril, de las primeras fábricas, los primeros depósitos de gas, los molinos hidroeléctricos, el lavadero público de la ciudad y todo lo que el centro, que representaba el poder y a la burguesía capitalina, desechaba; tal era el caso de los asilos de niños, ancianos abandonados y pobres. Además, este barrio, situado al norte de Pamplona, en la salida hacia San Sebastián y Vitoria entre el monte San Cristóbal y el recinto amurallado, siempre había sido despreciado por «los ciudadanos de pro». Allí se habían asentado siempre los «mezquinos», quienes seguían hablando el vascuence, y lo despreciable, tanto humana como materialmente —por este barranco se tiraban las basuras antiguamente—. Durante los años veinte había sufrido un gran desarrollo, debido a las obras para construir un ferrocarril con el que se pensaba unir Madrid y París atravesando el Pirineo navarro. El proyecto, que quedó después paralizado, atrajo sin embargo una gran cantidad de ferroviarios y nuevos talleres para facilitar el suministro a las obras. Así es como, también aquí, surgió un potente núcleo sindical de ferroviarios, que abrieron el llamado Centro de Ferroviarios y Obreros, veinte de cuyos miembros serían asesinados por los franquistas durante la Guerra Civil. En La Rochapea, recuerda Cruz Juániz, los comunistas «eran los amos». Los trabajadores de una de las industrias, la factoría Meset, situada junto a las Hermanitas de los Pobres y que se dedicaba a la fabricación de sacos, siguieron una de las huelgas más sonadas, que fue difundida como un gran éxito por Euzkadi Roja, órgano de difusión del Partido Comunista de Euzkadi.

Otra actividad peculiar de este periodo fue la campaña de solidaridad con los presos encarcelados en el Fuerte de San Cristóbal, una vasta fortaleza construida por Alfonso XII para evitar nuevas revueltas carlistas justo en la cima del monte a cuyas faldas se extiende hoy la ciudad. Aunque impulsada por el Socorro Rojo y tomando la iniciativa las mujeres de izquierda, la campaña tomó un carácter humanitario que terminó arrastrando a personas fervientemente católicas movidas por el espíritu de la solidaridad humana.

Esta vinculación con sectores religiosos, a pesar de profesar explícitamente el ateísmo, es una de las constantes que seguirán a Jesús Monzón a lo largo de toda su vida. Durante mucho tiempo, las relaciones con los obreros afiliados a los Sindicatos Profesionales fueron cordiales. Esta central no solamente intervino en la gran huelga de la construcción, sino en otras acciones reivindicativas y en los comités de fábrica y taller. Apenas si se exteriorizaban las diferencias cuando un comunista contestaba con un «¡Salud!» al «Dios os guarde» que caracterizaba a los sindicalistas «libres». A medida que se fue enconando el enfrentamiento político y social en España, en estas relaciones fueron surgiendo los temas del comunismo y la religión, sobre todo los ataques a las iglesias. Según recuerda Juániz «el criterio de la dirección era aceptar su participación» en las actividades sindicales unitarias y ellos, los carlistas, comprendían que los comunistas «luchaban por mejorar las condiciones económicas de los obreros». Sin embargo, empezaron a plantear, azuzados por el clero, «la lucha contra el comunismo» y el peligro en que se encontraba «la fe religiosa». «Nosotros —dice Juániz— decíamos que el problema de la religión quedaba al margen de los intereses de los obreros», pero, «amparados en ciertas actitudes dentro del movimiento obrero, como la de los anarquistas, fueron surgiendo los síntomas del odio». «Las exigencias religiosas de unos y la intransigencia de los otros crearon una situación de odio personal; las relaciones se rompieron y aquello terminó en insultos, registros, detenciones…» Son días en los que la ira se adueña de las conciencias y en los que comienza a surgir el germen del enfrentamiento fratricida: los ataques a la religión y el miedo al comunismo ateo están abriendo una fisura que se convertirá, en apenas unos meses, en abismo insalvable. Quienes habían colaborado en las fábricas siguiendo a su impreciso instinto de clase se dispararán a muerte desde trincheras enemigas.

Monzón intuía ya el drama que se avecinaba, y entre los proyectos en los que puso más empeño destacaba la creación de un partido confesional, católico, que asumiera las reivindicaciones de los campesinos navarros. Trataba así de contrarrestar la creciente influencia de un carlismo que, bajo la dirección de Fal Conde, renacía de sus cenizas para presentarse como abanderado de la religión y los valores tradicionales. Él estaba convencido de que en Navarra había católicos dispuestos a ponerse al frente del proyecto y se puso manos a la obra para ponerlo en marcha. Sin embargo, un enviado del partido le aconsejó que era más adecuado realizar una propuesta al Comité Central. Monzón esperó en vano una respuesta; la efervescencia militante del tradicionalismo navarro no estaba entre las prioridades de la dirección.

Precisamente el ser vástago de una de las familias más pudientes y conocidas de esta pequeña capital de provincia le permitía relacionarse con jóvenes que también estaban aprendiendo, desde posiciones bien contrarias, a ser consumados conspiradores. Entre ellos hay que mencionar a Francisco Lizarza, con quien compartía mesa en el departamento de Montes de la Diputación y que tras la sublevación del 19 de julio estaría al servicio de la Junta de Guerra Carlista; Antonio de Lizarza, auténtico coordinador de los preparativos insurreccionales que los carlistas ya habían puesto en marcha y que, pese a tener el mismo apellido, no estaba emparentado con el compañero de trabajo de Jesús; Antonio Añoveros, sacerdote que se destacaría por su oposición a Franco como obispo de Bilbao en los años setenta; Jaime Del Burgo, uno de los más significados capitanes de requetés; José Solchaga, que siendo general recibiría el apodo de «el espadón de los carlistas»; Antonio Iturmendi, futuro ministro de Justicia —en 1951— de Franco, y Luis Arellano, que encabezaría la escisión «juanista» del tradicionalismo navarro. Uno de los pioneros de la Falange en Navarra, Rafael García Serrano, describe en su biografía La gran esperanza una significativa anécdota sobre el talante de Monzón. Ambos se habían presentado a un concurso literario convocado por la Hermandad del Árbol y del Paisaje, una especie de avanzadilla de los actuales movimientos ecologistas que reflejaba el amor que los navarros siempre han tenido por el privilegiado trozo de naturaleza donde se asentaron las primeras tribus vasconas. Fue en el verano del 34. La Hermandad del Árbol decidió que ambos jóvenes compartieran el primer premio, la nada despreciable cantidad de 1000 pesetas, el sueldo de un parlamentario. Tras recibir el galardón, Jesús y Rafael se fueron a celebrarlo a un bar. Durante la charla Jesús le preguntó, a bocajarro, sus simpatías políticas. «Falangista», le contestó Rafael para, a renglón seguido, hacer lo propio. Rafael dice que, entonces, Jesús sonrió campechanamente y dijo: «Yo, comunista». Y, sin más, siguieron degustando el suculento aperitivo a costa del dinero conseguido a medias. Rafael, que después sería uno de los fundadores del sindicato falangista SEU, y Jesús llegaron a tener un amigo común, Tomeu Buades, un mallorquín que conocería durante su exilio en México.

En los informes que sirvieron para condenar políticamente a Monzón dentro del PCE tras la Guerra Civil, estas relaciones jugaron un papel clave. Textualmente, el encargado de recordar estos datos le acusaba, haciendo la salvedad de que Pamplona era «un pueblo y la familia de Monzón y él mismo eran muy conocidos», de mantener relaciones personales y familiares con «elementos extraños» al partido, y que en la calle «saludaba y hablaba con muchos reaccionarios», pese a que «la gente le veía como un genio malo (sic)».

Sin comprender la familiaridad de estos ambientes, resulta imposible explicarse el completo abanico político que formaba su cuadrilla de amigos: Aranzadi, Garicano Goñi, Usechi y Ruiz de Galarreta. Estanis Aranzadi pertenecía a uno de esos grupos familiares que, desengañados por la derrota del carlismo, habían abrazado el nacionalismo vasco. El padre de Estanis, dedicado a los estudios de antropología y filología vascas, era, concretamente, una figura importante dentro del Partido Nacionalista. Tomás Garicano Gofii, por el contrario, estaba emparentado con conocidos carlistas de Pamplona y él mismo se uniría a los requetés durante la Guerra Civil. Ignacio Usechi, Iñako, se convierte en un ferviente defensor del sistema republicano, e Ignacio Ruiz de Galarreta representaba, como militante de Acción Católica y después de la CEDA, a la derecha española no tradicionalista. Solo faltaba en el grupo la izquierda y fue Jesús Monzón quien optó por ella, por la más pura, la que estaba en boga: el marxismo-leninismo.

Es en estos agitados años cuando conoce, en los ambientes de Izquierda Republicana, a una hermosa joven, Aurora Gómez Urrutia, de la que se enamorará perdidamente truncando así las aspiraciones de una de las hermanas de Garicano Goñi. Aurora era hija de un destacado profesor que militaba en el partido de Azaña y ella misma, con 20 años, ya despuntaba en su organización juvenil. Quienes la conocieron, la recuerdan como una mujer extremadamente inteligente, autodidacta, de carácter severo y sin cuyas aportaciones intelectuales Monzón no habría ingeniado muchas de sus sorprendentes propuestas políticas. Aurora sería la persona que, pese a los alejamientos temporales, le acompañaría en los peores momentos de su vida. Jesús le solía llamar cariñosamente «Ciruela» o «Ciruelica», apodo íntimo que les serviría de contraseña particular en los momentos difíciles. El primero de ellos, el enfrentamiento con sus padres, cobraría una magnitud mayor con esta pasión que no respondía, precisamente, a las expectativas que Cipriano y Salomé habían puesto en él. Monzón era indudablemente no solo la oveja negra de la familia sino también una vergüenza ante toda Navarra.

Como ocurre con muchas mujeres inteligentes que permanecen ocultas tras hombres afamados, en el reparto de papeles a Aurora le tocó estar a la sombra de la resplandeciente estrella en que se estaba convirtiendo el joven líder comunista. No cabe duda de que, de no haber brotado este amor en los ambientes de Izquierda Republicana, la trayectoria de Jesús habría seguido derroteros bien distintos.

Aurora Gómez Urrutia, compañera

de Monzón

Aurora pertenecía a los sectores más izquierdistas de los seguidores de Azaña, a esas personas que permitieron formar, en el corazón de este feudo tradicionalista en que se había convertido Navarra, un poderoso germen de activismo izquierdista. El protagonismo galopante que estaba asumiendo el carlismo, ya en la fase preinsurreccional, no les permitía dar tregua al Bloque de Derechas y cualquier excusa era buena para presentar orden de batalla. Monzón es detenido de nuevo el 1.º de mayo de 1935 por desórdenes públicos y el 30 de noviembre del mismo año figura entre los más destacados dirigentes del Sindicato de Empleados y Obreros de la Diputación de Navarra, institución en la que también trabaja su hermano Carmelo, que era ingeniero, en calidad de subdirector de Caminos. Sito es suficientemente conocido como para ser uno de los candidatos presentados por el Frente Popular en Navarra ante las trascendentales elecciones del 16 de febrero de 1936. No es ninguna sorpresa que, mientras en España la coalición de izquierdas se alza con la victoria, en Navarra el Bloque de Derechas, hegemonizado por el carlismo, arrasa los comicios presentando como principal consigna la necesidad de «detener la revolución» en marcha. Uno de los carteles electorales muestra a un requeté, tocado con la boina roja, intentando detener con los brazos abiertos una multitud que avanza imparable bajo una nube de banderas rojas, hoces y martillos.

Da la impresión de que Monzón ha decidido quemar las naves respecto a su aristocrático ambiente familiar. Tres días después de la derrota electoral, Ciruela y Sito se casan por lo civil. Ninguno de los dos dice nada a sus familias respectivas. En la de Aurora, que vivía en las Escuelas de San Francisco, el hecho consumado cae como una bomba. Para la de Jesús, aquello supone romper las reglas sacrosantas del catolicismo imperante, y el que se fuera a vivir a las casas que, en un descampado, estaba construyendo la UGT para ubicar su futura «Casa del Pueblo» no superaba la categoría del concubinato. Allí, en aquellas viviendas en cuya construcción había participado Juan Cruz Juániz, también tenía su piso Juan Arrastia, un buen amigo dirigente sindical de la UGT que se iría aproximando progresivamente a las posiciones del PC. Arrastia y su compañera, Veremunda Olasagarre, de 28 y 23 años, se disponían a iniciar el recorrido de un calvario semejante al de Sito y Ciruela, pero en el caso de Arrastia el dolor, como en muchas otras familias navarras, se prolongará más de lo que humanamente se puede pedir a nadie y ni siquiera ha cesado en el momento de publicarse esta biografía.

Cartel electoral carlista con las siglas DFPR:

Dios, Fueros, Patria, Rey

Políticamente tampoco se da por vencido. Como si la campaña electoral continuara, se organiza un mitin para el domingo 1 de marzo en el Euskal Jai. Los pasquines encarnados que se pegan a brocha por las paredes están encabezados por un llamamiento a los trabajadores y antifascistas navarros. «¡Pueblo en pie!», dice la consigna, «por una Navarra digna y laboriosa». Jesús Monzón figura entre las cinco personas que intervendrán. Los otros cuatro son Ramón Bengaray y Aquiles Cuadra por Izquierda Republicana, Juan C. Basterra, por Acción Nacionalista Vasca, y el socialista Constantino Salinas, que finalmente no pudo acudir a la cita. La izquierda navarra sale de aquel mitin conjurada para arrebatar de manos la derecha la Gestora que gobernaba provisionalmente la Diputación Provincial y que se había convertido en el principal ariete político contra el Gobierno del Frente Popular. Pero, como ocurre en muchas otras ocasiones, quien tenía que dar la cara era el PC de Monzón. Jesús llama a Cruz Juániz, entonces responsable del Agitpró (Agitación y Propaganda) del partido: había que seleccionar a 15 elementos decididos, asaltar el Palacio de la Diputación y tomar de forma simbólica posesión de la sede foral. «Tú que conoces a la gente, vete y prepáralos», recuerda Juániz que le indicó Jesús. «Tuvimos que entrar pistola en mano; estuvimos allí hora y pico como dueños y señores, y, cuando se había conseguido el objetivo, preparamos la salida por la puerta de atrás. Mientras entraba la policía por la principal, nosotros nos mezclamos entre la gente de izquierdas que nos esperaba. No hubo detenidos, salvo Monzón, que se cargó con el mochuelo».

Mitin del Frente Popular después de las elecciones. Monzón representa al PCE

Durante el tiempo en que el 6 de marzo la Diputación estuvo en manos del grupo del Frente Popular, izaron la bandera republicana junto a la de Navarra y quemaron las hojas del acta de sesiones correspondiente al 21 de febrero, por considerar que las resoluciones tomadas por una Gestora no nombrada por el nuevo Gobierno no podían ser válidas.

Monzón explicaría el día 22 en las páginas del diario nacionalista La Voz de Navarra que la acción se había decidido porque la Gestora derechista no había dado ni un solo paso para remediar «la situación de los obreros y campesinos» navarros y porque se necesitaba un nuevo Gobierno provincial más justo socialmente que defendiera mejor los Fueros. La acción comando fue respaldada por una manifestación que recorrió las calles de Pamplona mientras Monzón permanecía retenido. El comunista Tomás Ariz y Ramón Bengaray, de Izquierda Republicana, intentaron calmar los ánimos pero parte de quienes se habían lanzado a la calle en solidaridad con el detenido terminaron atacando las oficinas del derechista Diario de Navarra. Las pistolas salieron a relucir de nuevo y en el suelo quedaron tendidos, sin vida, una mujer y un chico de 16 años[2].

Monzón advierte reiteradamente a la dirección del partido que el carlismo se está preparando militarmente para la rebelión, que en los montes de Navarra realizan maniobras, simulacros bélicos con unidades uniformadas, como si se tratara de un Ejército, que por los Pirineos están entrando de contrabando partidas de fusiles, pistolas y hasta ametralladoras que luego se ponen a buen recaudo, que hasta hay fotos de los requetés desfilando y en formación de compañías… Ahora sí, ahora el Comité Central, que no quiso apoyar la idea de formar un partido socialcristiano para segar la hierba a los pies de la Comunión Tradicionalista, le hizo caso y la propia Dolores Ibarruri le llamó para que se entrevistara con el presidente del Gobierno republicano. «Ustedes los comunistas ven fascistas por todas partes», fue la respuesta de Casares Quiroga.

Maniobras carlistas denunciadas por Monzón. Arriba, marcha

a la Peña de Echauri en 1932. Abajo, formación en Belzunegi.

Arriba, ejercicios realizados en 1932;

abajo, una concentración en 1935

Para entonces el PCE ya había formado un pequeño embrión para crear su propia fuerza de choque: las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas. Eran una treintena de jóvenes, fundamentalmente de La Rochapea; también estaban estructuradas militarmente, iban uniformadas, con pantalón azul Vergara y una camisa igualmente azul pero algo más clara; su misión: defender al Gobierno del Frente Popular de la creciente agitación falangista y, sobre todo, de los requetés, que se habían hecho los dueños de la calle. Cruz Juániz fue nombrado teniente; en 1997 todavía conservaba con orgullo las fotografías de una formación de su milicia en el Pasaje del Cuto, que todavía existía ese año en este barrio pamplonés. De todos ellos, el único que continuaba con vida era él. Alineados y con el puño en alto, se puede ver a Juániz, en primer plano, con las dos barras distintivas del grado de teniente. Las Milicias Antifascitas, desfilando marcialmente por las calles de Pamplona, dieron la nota aquel 1o de mayo de 1936, el mejor de los organizados por la izquierda navarra antes de la Guerra civil. Impresionados por la energía desbordante de los comunistas, un grupo de jóvenes de Izquierda Republicana, entre los que se encuentra Aurora, deciden aceptar este mes de mayo la propuesta de sumar sus fuerzas a las Juventudes Socialistas y Comunistas que ya se habían unido durante un acto celebrado en las Escuelas de San Francisco el 11 de abril.

Formación de las Milicias Antifascistas. Juaniz es el que está en primer plano

Miembros de las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas junto al pasaje del Cuto, en la Rochapea

Aún quedaba una batalla que dar antes del desastre: impedir que la derecha excluyera del Estatuto Vasco, entonces en manos de la Comisión de Estatutos del Congreso, la posibilidad de un vínculo institucional de Navarra con las demás provincias vascas. Los comunistas navarros, encuadrados orgánicamente en el Partido Comunista de Euzkadi y defensores del derecho a la independencia, exigieron junto a Izquierda Republicana, Unión Republicana, Acción Nacionalista Vasca, PSOE, Juventudes Socialistas y Comunistas y el sindicato UGT que el articulado del estatuto incluyera tal hipótesis. Cuando a finales de junio, ya en vísperas de los Sanfermines, el PC en Navarra realiza otro acto de protagonismo político celebrando su primer congreso en la sede que tenían en la calle San Francisco Javier, número 9, muchos de los asistentes todavía no son conscientes de que ya ha comenzado la cuenta atrás para la cita que tienen con la muerte.

Para entonces, los puños de las trifulcas se han abierto para empuñar las pistolas o encender la mecha de la dinamita. El propio hermano de Monzón, Carmelo, ya destacado militante socialista, había estado a punto de perder la vida en un atentado. Carmelo solía ir al Casino a jugar por la noche. Un día se entretuvo más de la cuenta; después de cenar, fue a lavarse las manos para no andar metiendo ruido al llegar a casa. Justo en ese momento, su coche quedó reventado al estallar una bomba que iba dirigida a él. Los nubarrones anunciaban ya un violento vendaval de sangre y fuego, cuando los amigos inseparables de esta historia —Sito, Aranzadi, Garicano, Usechi y Ruiz de Galarreta— se prometen fidelidad eterna teniendo como testigo a la Plaza del Castillo. Pase lo que pase, se juramentan, nunca dejarán de ser amigos.

Plaza del castillo, donde confluía la actividad política, cultural y social de Pamplona

18 de julio: refugiado en casa de carlistas

Aquellos Sanfermines le sirvieron al general Mola para establecer los últimos contactos y asegurar los cabos ya amarrados a la sublevación. Solo unos días después, el 17, Franco se alza en África y el 18 la sublevación triunfa en Navarra. El último conato de resistencia a los planes del general Mola había quedado frustrado cuando el comandante de la Guardia Civil de Pamplona, Rodríguez Medel, cae acribillado a las siete y media de la tarde en la misma puerta del cuartel por sus propios subordinados. Había intentado concentrar la mayor fuerza armada posible para emprender la defensa de la legalidad republicana, mientras los representantes de los partidos y sindicatos del Frente Popular formaban junto a Menor, el gobernador civil, un gabinete de crisis. Perdida la esperanza de entablar una resistencia en condiciones, cada uno de aquellos dirigentes reunidos en el Gobierno Civil buscará su salvación con suerte distinta, bajo el amparo de las sombras en el atardecer. Allí estaban, además de Jesús Monzón y su hermano Carmelo, Ramón Bengaray, el impresor que presidía Izquierda Republicana; Aquiles Cuadra, abogado del mismo partido; Antonio García Fresca, concejal y profesor del Instituto; Natalio Cayuela, secretario de la Audiencia; el director de Trabajadores, Tiburcio Osácar; Salvador Goñi, concejal socialista; el también concejal Rufino García Larraeche, y el dirigente del PSOE Constantino Salinas.

Unas horas más tarde, Josefina, una de Las Pocholas, observa desde su fonda la ciudad vaciada por una noche de malos augurios, cuando ve aparecer a Monzón, caminando, solo, calle abajo; por un instante dirige su mirada hacia la casa de Josefina. ¿Hay en aquellos silenciosos ojos un desgarrador reclamo de amparo? Nunca se sabrá. Como muchos secretos de su vida, no quiso compartirlos con nadie. Josefina tiene claro que si en ese instante le hubiese pedido que le escondiera, ella le habría dicho que sí. A pesar de no compartir sus ideas políticas ni religiosas, profesaba a Sito un gran afecto y siempre pensó que era una persona honesta y respetable. Solo a unos metros de distancia, en el Círculo Carlista de la Plaza del Castillo, auténtico cuartel general de los rebeldes, los correos y los mensajes parten hacia los rincones más recónditos de la geografía navarra.

Al día siguiente, 19 de julio, los boinas rojas, con el Corazón de Jesús en el pecho y en la mano la pistola, se adueñan, en pocas horas, no solo de Pamplona sino de la mayor parte de Navarra. Apenas hay algunos núcleos de resistencia en el valle del Bidasoa y la Ribera. Miles y miles de carlistas inundaron la Plaza del Castillo hasta cubrirlo como un campo de amapolas. Las premoniciones del PC de Navarra, muy al contrario de las ilusiones de Casares Quiroga, se cumplían; los requetés estaban por todas partes.

La sublevación ha estallado. Los requetés parten hacia el frente desde la Plaza del Castillo de Pamplona

Falangistas, tras la sublevación carlista, aprovechan para asaltar el local de Izquierda Republicana

El pequeño movimiento obrero y de izquierdas queda literalmente «atrapado» porque la rebelión también triunfa en Logroño y Zaragoza; no hay salida. «No sabíamos qué hacer», recuerda Juániz. «No había forma de encontrar armas por ningún sitio; tampoco éramos gran cosa, no teníamos capacidad para asaltar los cuarteles como se estaba haciendo en otros sitios y hacernos con armas». «A los socialistas, que eran la mayor fuerza de izquierda en Navarra, no se les ocurrió una idea más genial que presentarse en Comisaría; era como meterse en la boca del lobo y decir: hagan con nosotros lo que les dé la gana. Y así ocurrió, se los cargaron». Juániz logró escapar; junto a una decena de izquierdistas, con ayuda de algunos ferroviarios, se esconde en un tren de mercancías que salía hacia Alsasua, todavía en tierra de nadie. Desde allí no encontrarían problemas para alcanzar Guipúzcoa y San Sebastián.

Jesús Monzón es de los más nítidamente señalados en el punto de mira de quienes, quedándose en la retaguardia, se dedicarán a la rutina del aniquilamiento. Mientras Aurora se va a casa de sus padres, Sito, acompañado por su amigo Juan Arrastia, se dirige en busca de refugio a la casa de su compañero de trabajo y carlista Francisco Lizarza, que vive en la avenida Carlos III, no muy lejos de lo que iba a ser la futura Casa del Pueblo. En ese mismo momento, Jaime del Burgo, que va a despedirse de su novia antes de salir para el frente, se le cruza en el camino, justo cuando Monzón está entrando en el portal de Lizarza. Del Burgo, que sabe perfectamente quién es, le mira; los dos se observan fijamente unos segundos antes de seguir cada cual su camino.

Plaza de Pablo Iglesias de Pamplona, de la que partía la avenida de Carlos III, tal y como era en 1936. A la derecha, en la esquina, el edificio en el que se refugió Jesús Monzón al estallar la sublevación (Foto: L. Roisin).

«Estoy perdido, me ha visto Del Burgo», dice Monzón nada más entrar en casa de Lizarza; Juliana, la mujer de Francisco —han contraído matrimonio recientemente tras 20 años de relaciones— le tranquiliza: «Si es Del Burgo, pierde cuidado». Y Del Burgo se mantuvo en silencio, mientras combatía como capitán de requetés primero en el frente de Madrid y después en el de Vizcaya, donde le tocó defender a punta de fusil el árbol sagrado de los vascos en Guernica ante una expedición falangista procedente de Pamplona armada de hachas para cortarlo. Durante muchos días su madre y su hermana Mariacho, que también conocían el escondite, se dedicaron a pasear, al atardecer, por la acera de enfrente de la casa de Francisco y Juliana. Jesús las podía ver desde la ventana; ellas le miraban con disimulo mientras subían y bajaban por la avenida Carlos III. Veremunda, la compañera de Arrastia, incluso, llegó a verlos desde la casa de una amiga. Estaba de visita en esta vivienda, que comparte patio con la casa donde estaban Jesús y Juan. Cuando estaba junto a una de las ventanas que dan al patio interior, se dio cuenta que le hacían señas desde el baño de otra casa; eran los dos refugiados.

En otro domicilio, el de los Gómez Urrutia, en las Escuelas de San Francisco, Aurora, que ya estaba embarazada, ocupaba un pequeño cuarto destinado al servicio. Esta habitación tenía una entrada independiente que daba a uno de los pasillos de las escuelas, desde el que también se podía acceder a la cocina, de tal forma que, si alguien venía a buscar sospechosamente a Aurora, la compañera de Monzón salía al pasillo y se escondía en su cuarto; si la visita era de confianza, Aurora permanecía en la cocina como si nada pasara. Así escapó de los «paseos» en los que se asesinaba a lo más significado de la izquierda navarra, entre ellos los socios de la sociedad ferroviaria de La Rochapea.

Las ejecuciones sumarias llegaron a escandalizar a muchos carlistas comprometidos con la sublevación, hasta el punto de que el obispo Marcelino Olaechea, de ideas tradicionalistas, y el jefe provincial de la Comunión Tradicionalista, Joaquín Baleztena, pidieron que se detuviera la sangría, aunque para muchas personas ya era demasiado tarde. Pasaron los meses de julio y agosto y surgió la idea de acabar con aquella comprometida situación realizando un canje que le haría ganar muchos puntos a Francisco Lizarza ante la Junta de Guerra Carlista: intercambiar Monzón y Arrastia por dos destacados políticos tradicionalistas detenidos en Guipúzcoa. Se trataba de dos auténticos proceres parlamentarios, el encendido diputado Joaquín Beunza y Víctor Pradera, discípulo de Vázquez de Mella y principal teórico del partido en los años treinta.

Sin embargo la idea no sale adelante y la situación de los dos asilados es cada vez más comprometida. Francisco Lizarza se apresta a resolver el problema por su cuenta. En Guipúzcoa también se encuentran encarcelados los hermanos Eugui, dos empresarios navarros propietarios de una azucarera. Lizarza se pone en contacto en Pamplona con sus familiares y no tardan en llegar a un sustancioso arreglo que, además, aliviará las penalidades económicas de los recién casados. Los Lizarza recibirán de los Eugui 125 000 pesetas por cada uno de los hermanos canjeados; una bonita suma para 1936. El intercambio se realiza sin que la Junta de Guerra Carlista, que había establecido su cuartel general a solo dos manzanas de la casa de Lizarza, sepa nada del negocio. Monzón y Arrastia, disfrazados de monjes capuchinos y acompañados por Francisco, cruzan los Pirineos y pasan a Francia. Todos juntos celebran por todo lo alto el éxito de la operación; Lizarza está tan satisfecho que les da parte del botín; concretamente 25 000 pesetas a cada uno. Antes de pasar a la zona fiel a la República, Monzón le advierte a Francisco que no regrese a Pamplona, que ahora su vida corre peligro, pero no le hace caso y vuelve a pasar la frontera en dirección a Pamplona.

Cuando la Junta de Guerra Carlista se entera de que Lizarza, movido por la amistad con Monzón, ha decidido por su cuenta, actuará sin piedad. Francisco Lizarza será juzgado en consejo de guerra sumarísimo y condenado a muerte. Mientras Monzón y Arrastia saborean las miles de la libertad en la zona controlada por el Gobierno Vasco, su salvador, Francisco Lizarza, es conducido a la sierra Andía, donde es ejecutado por orden de la Junta[3]. Juliana, extrañada por la prolongada ausencia de su marido, se dirige al cuartel general del Requeté, instalado en el colegio de los Escolapios, uno de los edificios más característicos del vanguardismo gótico con el que el arquitecto y miembro de la Junta, Víctor Eusa, ha adornado la ciudad. Allí le dicen que Francisco está en Francia, cumpliendo una importante misión secreta y que volverá pronto. No ocurre así; Juliana se preocupa más e insiste. Se la quitan de en medio asegurándole que estará en casa cuando termine la guerra. Juliana permaneció en este engaño hasta el momento en que los fusiles y los cañones enmudecieron y, cuando todo acabó, esperó ansiosa el retorno de su amado. Llega a pasar noches enteras en el balcón, oteando inútilmente la avenida Carlos III. Francisco no vuelve ni volverá nunca. A uno de los que conocen lo ocurrido, el sacerdote Mónico Azpilicueta, cura de Lezáun, le remuerde la conciencia por haber asesinado a su correligionario y decide revelarle a Juliana la terrible verdad. Van a un descampado cerca de Lezáun, excavan y sacan el cuerpo. No hay duda, en los huesos de la muñeca todavía está el reloj que llevaba Francisco cuando fue ejecutado. Juliana todavía tiene el valor de publicar una esquela en El Pensamiento Navarro, altavoz de linotipia para la causa de los nuevos cruzados.

La junta de Guerra Carlista; de izquierda a derecha. De pie: José Uriz, Víctor Eusa, Blas Inza, Javier Martínez Morentin, Ricardo Arribillaga y Víctor Morte. Sentados: Marcelino Udibarri, Joaquín Baleztena, José Martínez Berasain, Gómez Itoiz y Eleuterio Arraiza.

Carmelo también había tenido suerte. Menchu Monzón Indave, su hija, recuerda aquellos trágicos días vividos con inocencia infantil. Un tío de Carmelo, Arturo Monzón, que era un conocido médico de derechas, había logrado esconderle en un pajar, cuando ni siquiera había transcurrido un mes, antes de pasarlo a Francia disfrazado de requeté. Como no estaba muy en forma y se agotaba por las trochas del Pirineo navarro, le tenían que pinchar con un cuchillo para que siguiera adelante. Mientras, ya habían ido a casa para llevarse a Carmelo. El matrimonio Monzón-Indave vivía justo encima de un hermano de Josefa, Paco, que también estaba metido en líos. Menchu, que entonces tenía apenas 10 años, vio a su madre, Josefa Indave, observar por la mirilla. Al darse cuenta de sus intenciones, Josefa le dijo a Menchu que advirtiera al tío Paco por una ventana del patio pero la niña no le entendió muy bien y, antes de que su madre pudiera reaccionar, agarró la puerta para correr escaleras abajo. Menchu fue detenida en seco por uno de los visitantes que le encañonaba con su arma y su madre se vio obligada, así, a abrir la puerta. Josefa también consiguió salir de Pamplona y juntarse con Carmelo en Ainhoa, después de dejar a Menchu y a su hermano al cargo de una amiga que más tarde sería asesinada. Un día, a las 10 de la noche, fueron a por los dos hijos de Carmelo y Josefa. Los llevaron primero al Ayuntamiento y, después, al convento de las Teresianas, imponente palacio barroco de la calle Mayor que en esos momentos estaba sirviendo de «presidio infantil». En ese lugar también estaban encerrados los hijos del gobernador civil, que había tenido que salir precipitadamente de Pamplona. Al enterarse Carmelo, lanzó desde Francia la amenaza de apresar a los hijos de los derechistas que habían quedado atrapados por la guerra mientras veraneaban en las playas de San Sebastián y Fuenterrabía. La amenaza surtió efecto y los dos hijos de Carmelo fueron llevados en un coche a la frontera[4].

Carmelo coincidiría con Sito en Bilbao, donde dirigió las obras del aeropuerto y, sobre todo, comenzó a construir un nuevo perímetro defensivo al comprobar que, el existente, hacía aguas por todos los lados. Las nuevas fortificaciones estaban siendo levantadas con mano de obra femenina ya que los hombres se encargaban de defender la ciudad. El primer proyecto de ingeniería militar de Carmelo no llegaría a cumplir su función porque los planos de las defensas de la capital vasca caerían en manos del enemigo y la ciudad sería tomada antes de que las pudiera terminar.

En Bilbao, la primera preocupación de Sito es sacar también a Aurora de Pamplona, cuyo padre ya había sido detenido y salvado de morir fusilado por ser conocido de destacados carlistas, como Santos Beriquistáin. En la capital vasca resulta que una joven perteneciente a la aristocrática y naviera familia de los Ibarra no se encontraba segura y quería conseguir un pase para ir a la zona nacional. Monzón, que ya había entrado en contacto con la dirección del Partido Comunista de E’uskadi y tenía competencias en la concesión de los pases, le dice: «Te mando a Navarra con la condición de que traigas aquí a mi mujer». Cuenta Elvira, la hermana de Aurora, que un día llamó a la puerta un señor que de nada conocían; pregunta por Aurora y la única respuesta que recibe es que «no está» y que «nada saben de ella». «Ya lo sabía», les dice la inesperada visita; «miren, me manda su marido, me ha dado este papel. Se lo dan ustedes a ella». El mensaje de aquel papel era una sola palabra: «Ciruelica», auténtica consigna que daba fe del mensajero. Según las indicaciones que traía el desconocido, Aurora había de prepararse para salir al día siguiente. La mujer de Monzón cruzaría las dos zonas en guerra utilizando los datos personales de la Arraluce de Ibarra a canjear, mientras que la aristócrata se valdría de los de Aurora para llegar hasta Pamplona. Durante el viaje por Fuenterrabía, los familiares de la Ibarra tratan a Aurora con una delicadeza exquisita antes de subirla a un barco que, a su vez, la acercará a Bilbao.

El líder de los comunistas navarros no tiene muchos problemas para zambullirse en la frenética actividad política y militar que se vive en territorio vasco. Reparte sus energías entre los esfuerzos bélicos del Frente Popular, el fortalecimiento del PC-Euzkadi y las causas judiciales que persigue al ser nombrado el 26 de octubre de 1936 fiscal decano por el Gobierno de José Antonio Aguirre. Monzón, con la colaboración de un socialista apellidado San Miguel, intenta organizar una unidad denominada Brigadas Navarras, que integraría a todos los que habían conseguido escapar de su tierra y proponen a Juániz como oficial. El proyecto, sin embargo, no sigue adelante. Durante el mes de noviembre participa destacadamente en la crisis abierta dentro del PC de Euzkadi. Juan Astigarrabia, que era ministro en el Gabinete de Aguirre, abanderaba la línea partidaria de dotar a la organización vasca de mayor independencia respecto al PC de España, siguiendo los pasos del PSUC. Durante la crisis, Monzón, opuesto a esta «desviación nacionalista», propone a algunos camaradas agudizar el enfrentamiento para obligar a que el Comité Central de Madrid interviniera de una vez y diera fin a la crisis. Astigarrabia sería expulsado del partido ese mismo mes de noviembre.

El 28 de octubre de 1936, solamente dos días después del nombramiento de Jesús como fiscal, es detenido bajo la acusación de espionaje Herr Wilhelm Wakonigg, embajador de Austria-Hungría y encargado de negocios para Alemania. Con otros tres cómplices, intentaba sacar en el buque inglés Exeter documentos sobre las defensas de Bilbao e industrias armamentísticas de Euskadi. Fueron condenados a muerte, lo que provocó las iras de Hitler, Mussolini y Franco. Poco antes de las siete y cuarto de la mañana del 19 de noviembre Wakonigg fue conducido al paredón. El entonces ministro vasco de Justicia, José María de Leizaola, le había visitado para reconfortarle durante la noche «en capilla». Antes de la ejecución cada uno de los soldados vascos, en un gesto más propio de una guerra de caballeros, le estrechó la mano en señal de respeto a quien iban a quitar la vida. También fueron ejecutados por espionaje y rebelión, con Jesús Monzón como ponente fiscal, los alemanes Von Eignatten y Lotta Guten. Mientras él forma parte de los Tribunales Populares de Euskadi, son condenadas a muerte veinte personas. Monzón asumía el haber sentenciado a los espías nazis pero criticó el fusilamiento de una treintena de requetés que habían sido apresados en una acción. Así lo comunicó a la propia Pasionaria. Le comentó que aquello había sido un error político porque eran requetés y, por lo tanto, gente honrada a la que se podía ganar para la causa del socialismo.

Monzón, sin casco, observa las líneas del frente durante su estancia en el País Vasco

Gobernador de la República

Monzón había conseguido acomodarse en una casa de Algorta, donde Aurora puede dar a luz con relativa tranquilidad a su hijo Sergio, causa futura del profundo dolor que envenenará sus corazones hasta el punto de hacerlos añicos. Con apenas unos meses, Sergio, ajeno al drama en el que le ha tocado nacer, experimentará las primeras sensaciones viajeras cuando, al caer Bilbao en manos de las tropas del general Mola en junio de 1937, deben emprender el camino de Valencia, sede del Gobierno de la II República. Carmelo, que estaba en Gijón intentando construir otro aeródromo, caería en manos de los sublevados mientras Menchu quedaba a salvo en Francia. Peor suerte tendría su amigo Juan Arrastia, que también habían conseguido reencontrarse con Veremunda y la pequeña Milagros, que entonces apenas llegaba a los cinco años. Milagros solamente recuerda a su padre, comandante de las Milicias Populares, durante una parada en las calles de Bilbao. Esa difusa imagen, ese instante retenido vagamente desde la infancia, es el primer y último recuerdo que a Milagros le quedaba del dirigente sindical navarro 60 años después. Juan Arrastia era vocal del Tribunal Militar de Euskadi; tras la conquista de Bilbao por los nacionales, quedó atrapado en Santander. Procesado en la causa 576 por un consejo de guerra sumarísimo, fue condenado y ejecutado, acusado de rebelión militar, el 28 de septiembre de 1937 en la localidad de Torrelavega. A Veremunda le tocó vivir solamente con una sucesión de recuerdos que tienen una página en blanco justo en el momento de perder a su querido Juan, porque nunca ni ella ni su hija Milagros consiguieron saber dónde fue enterrado ni nadie les facilitó siquiera el acta de defunción; simplemente les fue arrebatado de sus vidas para convertirse en un desaparecido más.

Aurora con Sergio. Probablemente,

la foto está tomada en Alicante

A esas alturas de la guerra, muerto en accidente Emilio Mola, verdadero impulsor de la sublevación del 18 de julio junto a los carlistas, la figura de Franco emerge ya como dictador en ciernes. En el bando republicano, el nuevo Gobierno de Negrín nombra a Monzón el 31 de julio gobernador civil de la provincia de Alicante. Cruz Juániz, que, tras combatir en Asturias, había ido a parar también a la costa levantina para ser operado de un brazo inutilizado por la metralla, acude a visitarle. Juániz recuerda los jugueteos con el pequeño Sergio, desbordando de alegría aquella cabecita tan rechoncha, el pelo rubio y los ojos oscuros: ¡cuánto se parecía al padre! Para Carmen Caamaño, que sería colaboradora de Jesús durante su estancia en Alicante, «era la cosa más preciosa del mundo». Al ver su fotografía, con los brazos en cruz aupado en manos de su madre, da la impresión de estar bien alimentado. Nada más lejos de la realidad. «Si no se le murió Sergio fue de churro; no tenía ni leche para darle». Juániz se queja de que, siendo gobernador de una provincia tan importante, tuviera que ser él quien le llevara azúcar a casa, haciendo acopio en los bolsillos de bar en bar. Cuando otros camaradas dejaban los escrúpulos a un lado, Monzón no quiso apelar a nadie, no se aprovechó de su posición. No le habría sido nada difícil conseguir la leche condensada que se distribuía en los hospitales; otros la tenían, y sin embargo él se sentía orgulloso de vivir como vivía. Una frase de Juániz lo dice todo: «Las tres veces que estuve en su casa comí alubias con tocino».

Esta es una opinión que comparte Carmen Caamaño, una joven que acababa de terminar sus estudios de Historia en la universidad y, al estallar la guerra, se había ofrecido para trabajar con el Partido Comunista. Carmen era responsable de la Secretaría Femenina del PCE en Alicante, cuando llega Monzón. El partido le pide que colabore con el nuevo gobernador civil. Caamaño recuerda a Jesús como una persona de una capacidad como nunca ha conocido en su vida, «entrañable, una inteligencia fuera de los corriente» y, sobre todo, con una «cualidad extraordinaria»: su dedicación e interés por los demás. «Nunca le he visto burlarse de nadie; era muy respetuoso con las ideas de los demás; seguramente por eso caía tan bien a la gente; a cualquier sitio que iba, procuraba acercarse, preguntar a la gente», recordaba Caamaño poco antes de salir publicada esta biografía[5]. Ni la guerra le hacía olvidar su tierra, Caamaño le oyó ¡tantas veces! referirse a su patria chica, al espíritu navarro, al carácter de los navarros, a la franqueza de las gentes de su tierra, muchos de ellos situados en las trincheras de enfrente. Durante aquella época la principal misión que tenían era mantener e impulsar la industria de guerra, como la fábrica de municiones de Elche, existente en Alicante; Jesús Monzón y la secretaria que le había puesto el partido recorrían los pueblos animando a la gente a participar en el esfuerzo bélico y mejorar continuamente los suministros al Ejército de la República, intentando convencer a los alicantinos de que la guerra también se libraba en la retaguardia. Era poco amigo de mítines, de actos de masas, era más partidario del plano corto, de los encuentros con grupos pequeños, con las agrupaciones locales del partido y no abandonó el papel de la prensa, como la revista Nuestra Bandera, que se editaba en Alicante y, tras la guerra civil, prestó el nombre a la revista teórica del PCE. Sin embargo, como representante del Gobierno de la República en una provincia tan valiosa para el esfuerzo bélico, se le pudo ver en los actos oficiales y en uno de los más destacables estuvo acompañado por el histórico dirigente socialista Rodolfo Llopis.

Jesús Monzón, en la Tribuna, durante un acto político-militar siendo gobernador de Alicante

Del periodo alicantino se recuerdan, fundamentalmente, dos hechos. Para los tribunales militares que se formaron tras la guerra fue el responsable de muchas muertes porque, bajo su mandato, fueron internadas en el buque-prisión Rita Sixter hasta un total de 700 personas, algunas de las cuales fueron sacadas para morir acribilladas en un paredón. Como se verá más adelante, cuando Monzón sea juzgado, ni siquiera esta acusación tendrá un gran peso en la condena. La realidad es que, en los diez meses que Jesús Monzón estuvo al frente del Gobierno Civil, en Alicante fueron ejecutadas solamente 18 personas del millar contabilizadas durante todo el conflicto, y la mitad de ellas lo fueron en el frente, bien porque fueron sorprendidas pasándose al bando nacional, bien por motivos directamente relacionados con los combates. Es más que significativo que de todas las víctimas mortales de la represión republicana, solamente una, Montserrat Gilabert proceda del buque prisión Rita Sixter y que, precisamente, en este caso la causa de la defunción fuera el «suicidio»[6].

El otro hecho llevó la perplejidad a las filas del PCE. Había conectado con un sospechoso elemento que se hacía pasar en los ambientes de los quintacolumnistas, concretamente dentro de la Falange, como uno de los responsables de la organización clandestina. El objetivo de Monzón era fomentar y desarrollar esta organización con el fin de lograr atraparlos a todos cuando se diera la señal para asestar el certero golpe. También serían motivos de sospecha, cuando Carrillo lance sobre él de forma implacable la «justicia estalinista» acabada la guerra, las buenas relaciones que tenía con el director de Air France ya que se daba como indiscutible que este tipo de delegados extranjeros estaban vinculados a los «servicios imperialistas» de espionaje, o el que entablara amistad con Ramón Perelló, uno de los más conocidos coplistas de entonces al que se le atribuían simpatías anarcosindicalistas. Con quien sí estableció una verdadera amistad, según recuerda Carmen Caamaño, fue con el doctor Blanco quien ayudó para mantener abastecido el hospital que estaba su cargo.

Era mediados de enero 1938 cuando Jesús, caminando por una calle de Valencia, se llevo una de las sorpresas más grandes de su vida. Acababa de ver nada menos que a Antonio de Lizarza, uno de los firmantes del documento por el que la Comunión Tradicionalista se comprometía a sublevarse contra la República. Era algo totalmente increíble, solo comparable con toparse con La Pasionaria paseando juntó a la Capitanía de Burgos, donde se encontraba el cuartel general Franco. Cuando Antonio de Lizarza se dio cuenta de que había sido descubierto, volvió a ponerse a salvo de nuevo en la Embajada inglesa, donde se encontraba secretamente refugiado.

Lizarza había sido detectado poco antes de la sublevación derechista, cuando su avión aterrizó, camino de Lisboa, en el aeródromo de Burgos. El coordinador de toda la estructura rebelde que los carlistas habían monta en Navarra tenía una misión delicada: llevaba una contraseña general Sanjurjo para ultimar el momento del alzamiento militar. En la capital castellana fue reconocido y trasladado a una cárcel de Madrid, donde le sorprendió la fatal jornada del 18 de julio. Lizarza, conocido de los años jóvenes de Pamplona, habría seguido los pasos del tocayo y correligionario que escondió a Monzón en su casa, de no haber cundido el caos en un Madrid amenazado por las tropas de Franco. Su primera estratagema fue cambiase el apellido y hacerse pasar por un tal Lizarra. ¡No vayan a confundirse y fusilar a quien no deben! El siguiente golpe de suerte fue un bombardeo aéreo que dio de lleno en los muros de la prisión. La fuga tuvo menos secretos que el viaje a Valencia, donde la embajada de Su Majestad el rey de Inglaterra acogía a los fugados. Seis meses estuvo allí encerrado Antonio de Lizarza, a quien muchos de sus amigos de Pamplona daban ya por muerto. Aunque él pensara que su encuentro con Monzón, justo cuando había salido a estirar las piernas, era lo peor que le podía pasar, estaba radicalmente equivocado. Jesús se presentó otro día en la legación diplomática, más o menos cuando Lizarza cumplía los años, el 17 de enero. Antonio quiere salir de allí; Jesús está pensando en la posibilidad de aprovechar esta situación para sacar a su hermano Carmelo de la cárcel. «Tú, Monzón, me conoces bien; somos amigos de siempre y tienes confianza en mí. Haré y trabajaré cuanto pueda por ese canje. Como puedes suponer, yo soy el más interesado en que se lleve a cabo», recuerda en sus memorias conspirativas Antonio de Lizarza. No tardan en llegar a un acuerdo. Monzón le facilitará, en su calidad de gobernador civil, el salvoconducto para que pueda salir en avión hacia Francia. Él, cuando llegue a Navarra, hará las gestiones necesarias para salvar la vida de Carmelo. El 20 de enero de 1938 Antonio de Lizarza, uno de los máximos responsables del levantamiento contra la II República, tiene la credencial en sus manos, con un visado de tránsito expedido por el Consulado de Francia. No tendrá problemas para llegar por el Languedoc hasta la frontera navarra pero, una vez en Pamplona, Antonio de Lizarza se «olvidará» del compromiso contraído.

De Alicante será destinado a Cuenca, también como gobernador civil, a finales de mayo del 38; Jesús solamente pone una condición: llevarse a Carmen Caamaño con él. Un destino difícil; la provincia se encontraba un una de las zonas más delicadas del frente con los flancos cada vez más desguarnecidos, sobre todo por el avance de los nacionales hacia el Mediterráneo. Allí va a parar la familia Monzón-Urrutia acompañada de su secretaria y el marido de Carmen, Ricardo Fuente, que sería destinado como comisario político de la 6a División, al mando de Pepe Laín Entralgo. No cesarán aquí las críticas dentro del partido ni las acusaciones de sus enemigos, que considerarán el paso de Jesús Monzón por Cuenca como un periodo especialmente negro en el que habrían sido detenidas decenas de personas acusadas de «quintacolumnismo»[7]. También se reproducirán en Cuenca los chismorreos sobre su amistad con Carmen Caamaño, que ya habían comenzado en Alicante. En esta ciudad, marcadamente derechista, el hecho de que Jesús, Aurora y Carmen vivan en la misma casa da que hablar. Carmen Caamaño, casi 60 años después, se echa a reír cuando se entera, por primera vez, que uno de los rumores hacía dudar sobre la paternidad de su embarazo. Si los tres vivían juntos y el marido de Carmen no vivía allí, ¿de quién era el hijo? «Nunca he oído una cosa tan disparatada, qué cosa más curiosa», reacciona sin dejar de reírse. La explicación era bien sencilla, Ricardo Fuente, su marido, claro que no vivía con ellos porque estaba en la línea de frente que iba de Cuenca a Teruel, en la citada división de Laín, justo al lado de la unidad anarquista de Cipriano Mera. En cuanto podía, Ricardo bajaba a Cuenca, cenaba con ellos, pasaba la noche y, de madrugada, volvía a su posición. Lo que sí reconoce Carmen es que era «frívolo» con las mujeres y que cada vez que se encontraba con una chica de buen ver se le iban los ojos detrás de ella. Si quienes se dedicaban, con sus habladurías, a difamar la vida sexual de Monzón se hubieran enterado de que a Carmen Caamaño le molestaba esta actitud de Jesús precisamente porque no se fijaba en ella y no podía evitar sentirse minusvalorada en este sentido pese a que nadie podía negar su atractivo como mujer, habrían cerrado la boca en seco. Al extenderse el chismorreo, dos cargos del partido, según se recoge en los archivos del PCE, se acercan a la casa de Monzón con la pretensión de poner orden moral a su vida. Monzón los despacha con cajas destempladas, no sin antes hacerles un pequeño repaso de la catadura moral de algunos de los miembros más destacados del Buró Político del PCE.

Desde esta casa, situada en la zona que se llamaba de «la carretera» se veía el ferrocarril, una línea que unía el puerto de Valencia con la capital de España. Por esta vía férrea llegaban no solamente todos los alimentos, especialmente harina, y la madera que Monzón solía recoger en los campos de Cuenca para los madrileños sino también el carbón que se descargaba en el Mediterráneo. En los últimos años de su vida, Monzón solía contar a su sobrina Maite Asensio el frío que llegaron a pasar en aquella vivienda. Sito procuraba tener encendida la estufa solamente lo imprescindible: «Si los de Madrid tienen frío, nosotros también», esgrimía como argumento. Sergio, en su inocente pequeñez y cuando apenas articulaba una palabra tras otra, parecía seguir los caminos de su padre; era un niño muy sociable y, para sus algo más de dos años, sin un pelo de tonto. Temían que con aquella estufa en medio del salón, donde estaba la mesa, el pequeño pudiera, en cualquier descuido de sus padres, de Carmen o de la señora que les ayudaba en casa, meter la mano o caerse y quemarse. Jesús cogió un dedo de Sergio, que todavía no sabía pronunciar muy bien su nombre, se decía a sí mismo Seyo, y se lo acercó al fuego; vio las estrellas cuando su padre le provocó una minúscula quemadura a modo de vacuna. A partir de ese momento, Sergio, cuando tenía que pasar por la estufa daba un gran rodeo por el salón, levantaba el dedito y decía: «Seyo… no». Cuentan también que solía asomarse a la ventana mirando, asombrado, el paso de los convoyes cargados de carbón; y que intentaba repetir una cantinela que, traducido de su dialecto infantil, venía a decir: «Trenes con carbón para Madrid, que hace mucho frío».

Uno de los mayores esfuerzos de Monzón durante su estancia en Cuenca fue conseguir que los campesinos, profundamente tradicionalistas, colaboraran con sus cosechas en el suministro de alimentos a Madrid. Monzón, siempre acompañado por un guardaespaldas, un policía de gran confianza que se había traído desde Alicante, que ya era como su propia sombra, se hizo acompañar en esta tarea por fuerzas de los Guardias de Asalto para dejar claro que, aunque sin represión, aquello no era una broma. Hay un dato que indica hasta qué punto Jesús Monzón era respetuoso con otras formas de pensar. En el Gobierno Civil tenía como ayudante a una persona mayor muy conservadora; era el encargado de subirle, cada día, los informes y documentos que tenía que firmar. Se llevaban divinamente, recuerda Carmen Caamaño, hasta tal punto que, cuando Jesús tuvo que dejar el cargo, al ser llamado como adjunto al Comité Central por la dirección del PCE tras la batalla del Ebro ya a finales de 1938, este señor se quedó hecho polvo, como si hubiera sido abandonado por un ser querido de su familia.

Al irse Jesús Monzón a Madrid, Carmen Caamaño le sustituyó en el cargo. Ya eran los últimos meses de la guerra. Las tropas nacionales avanzan imparables hacia el Mediterráneo; dividen la zona republicana en dos al llegar al mar por Vinaroz; la República se bate en retirada en todos los frentes y la provincia de Cuenca queda prácticamente en descubierta ante las líneas nacionales. Apenas quedan ya unas semanas para que acabe la guerra fratricida. A comienzos de marzo de 1939, Negrín, presionado por un hegemónico Partido Comunista, realiza una serie de nombramientos gubernamentales que colocan a cargos del PCE al frente de puestos importantes. Entre los nombramientos está el de Jesús Monzón; a partir de ahora será secretario general del Ministerio de Defensa, según consta en la orden firmada por Negrín el 2 de marzo y publicada en el Diario Oficial del Ministerio al día siguiente. Es la excusa que necesita el general Segismundo Casado para dar su propio golpe de Estado el 4 de ese mes y negociar con Franco el fin de la guerra. El golpe frustraría los últimos esfuerzos de la República para resistir a las tropas franquistas, entre ellos la formación de un Cuerpo de Ejército, el que llevaba el número XIV, integrado por unidades guerrilleras. Con toda seguridad el nuevo secretario general del Ministerio de Guerra las tendría en cuenta cuando pensó que, si no hubiera salido precipitadamente de España con Dolores Ibarruri, podría haber frenado el golpe casadista echando mano de la División de Laín, pero incluso estas fuerzas, que se conservaban intactas porque en el frente de Cuenca no había combates desde hacía tiempo, estaban en una situación comprometida al tener al lado a las de Cipriano Mera, que fueron, precisamente, las que aplastaron el conato de resistencia comunista contra Casado en los alrededores de Madrid[8]. De hecho los mandos militares comunistas de la División de Laín, incluido el marido de Carmen Caamaño, son encarcelados, como ocurrió en muchos otros lugares, en la prisión provincial. Los acontecimientos, sin embargo, se precipitaban; más bien, se atropellaban los unos a los otros desordenadamente. Se dirige a Elda donde se concentra la dirección del PCE y el Gobierno de Negrín. Allí está La Pasionaria. Es el final; la hora de la amarga derrota. El día 5 de marzo de 1939, al día siguiente del golpe casadista, Jesús, que lleva consigo la cartera del propio Negrín, se une al pequeño grupo que acompaña a La Pasionaria; en el aeródromo de Monóvar, Hidalgo de Cisneros les tiene preparado un pequeño Dragón listo para despegar. Con él van también Jean Cattelas, un francés que había hecho un efectivo trabajo en las tareas de evacuación, y el búlgaro Muniev Ivanov, delegado de la Internacional Comunista. Cuando el aparato comienza a temblar por el giro enloquecedor de las hélices, un grupo de guerrilleros forma en la pista. Es la última imagen de la España republicana, como relata Dolores Ibarruri en sus memorias, en cuyas páginas deja constancia de viajar destino a Orán con «un joven dirigente vasco» llamado Jesús Monzón. Solamente unas horas después, dejará el país el propio presidente Negrín.

Quedaba muy poco tiempo para la victoria de Franco. Había sonado la alarma del ¡sálvese quien pueda! del naufragio republicano. La situación de Caamaño es especialmente embarazosa; está a punto de salir de cuentas y debe emprender la huida con Aurora y el pequeño Sergio, mientras su marido está en la prisión siendo ella, oficialmente, la gobernadora de la provincia; consiguen llegar a Alicante, donde, poco a poco, se van concentrando miles de combatientes todavía fieles a la legalidad republicana, con sus familias; hacia allí se dirige Juan Cruz Juániz, el amigo de Jesús con el que organizó el asalto a la diputación; ahora es responsable de un grupo de mutilados de guerra que intentan desesperadamente llegar a tiempo al puerto de Alicante para subir a uno de los barcos que salen hacia el exilio; desde Valencia les han dado una camioneta que se niega a arrancar, que avanza a trompicones; pasan por pueblos que ya engalanan los balcones con banderas nacionales; la misma experiencia vive Manuel Gimeno, uno de los futuros colaboradores de Monzón, mientras se dirige hacia la capital alicantina llevando unas plataformas de carros blindados; también en ese puerto, la última esperanza para miles de personas, está otro navarro, Ricardo Zabalza, secretario general de la Federación de Trabajadores de la Tierra de la UGT, que intenta imponer un poco de orden en las labores de evacuación. Aurora y Carmen van a casa del doctor Blanc cuando ya les han conseguido una plaza en un barco para el día 29 de marzo[9] pero la víspera Caamaño da a luz en casa de los Blanc. Solamente unos días antes, cuando se vio con claridad que, pese a la oferta de paz de Casado, Franco no tenía en mente más que una venganza sangrienta, el director de la cárcel de Cuenca abrió las puertas y Ricardo Fuente se dirige también hacia el puerto de Alicante.

Cuando Aurora y Sergio se acercan al puerto, el espectáculo ya es dantesco: son miles y miles de personas las que se hacinan con la vana esperanza de que lleguen nuevos barcos antes de que lo hagan las tropas de Franco, cada vez más cerca de Alicante. El capitán que tiene que llevarse a Aurora y Sergio se extraña porque, según lo previsto, se tenía que llevar a tres: «¿No me tenía que llevar a dos mujeres y a un niño?», pregunta al ver solamente a Aurora y a Sergio. Sin perder el sentido del humor, en medio del drama, le contesta con guasa: «No, porque ahora usted se tendría que llevar dos niños y el segundo no está en condiciones de viajar»[10]. Se sabía que frente a las costas había barcos británicos y radio macuto se encargó de extender la especie de que se dirigían prestos al rescate. Algunos, incluso, llegaron a ver en el horizonte siluetas del espejismo salvador; las cerca de quince mil personas concentradas en el puerto esperaban que buques como aquellos se acercarían para ampliar la evacuación; el ingeniero del puerto le comentó a Caamaño que intentaría conseguirle plaza en uno de ellos, tal vez al día siguiente. Aurora se despidió de Carmen con esa esperanza: «A ver si vienes en el de mañana». Pero ese día nunca llegó y si hubiera llegado, como recuerda Juániz, nadie sabía lo que habría ocurrido con aquella masa humana, entre la que Carmen, ya con su bebé en brazos, logró encontrar a Ricardo cuando se acercó al puerto cuatro días después de dar a luz. ¿Las mujeres y los niños habrían sido los primeros, como establece la ley no escrita del mar o habrían tomado al asalto los buques los guerrilleros del nuevo XIV Cuerpo de Ejército, armados hasta los dientes, para salvarse de una muerte segura ante los pelotones de fusilamiento? Al verse perdidos, algunos optaron por el suicidio; Juániz vio cómo una persona se degollaba con una navaja de afeitar, cómo otro, encaramado a una farola, se precipitaba de cabeza después de haber lanzado una lapidaria arenga de despedida; quien tenía documentos comprometedores, carnets de partidos o sindicatos, tuvo tiempo de hacerlos añicos y tirarlos al mar. Los barcos británicos nunca llegaron, en su lugar las siluetas cada vez más definidas eran las que formaban la flota franquista que no tardaría en amarrar en los muelles de Alicante ocupados previamente por tropas italianas, con quienes se había negociado, inútilmente, como en Santander, una rendición avalada por potencias neutrales. Allí quedaron todos atrapados; el destino de Ricardo Zabalza estaba marcado por la sangre, su liderazgo no permitía otra salida, ni siquiera el haberse quedado en el puerto ayudando a los demás pese a estar en su mano la posibilidad de escapar sería siquiera un atenuante porque no era la hora del perdón sino de la venganza; Juániz la vio pasar cerca mientras iba de un campo de concentración a otro siempre con el mismo sonido de fondo: el estallido seco de las ejecuciones.

Manuel Gimeno sigue, al principio, la misma suerte que Juániz: primero la finca de Los Almendros, donde a falta de comida desaparecieron hasta las hojas de los árboles; después, el campo de concentración de Albatera, de donde unos serían destinados a los presidios y otros directamente al paredón. Gimeno logra enviar una carta a su ciudad, Valencia, donde vive un hermano suyo y donde su familia conoce a personas del ahora bando de los vencedores. Su hermano logra llegar a Alicante en una furgoneta, acompañado por un amigo franquista y dos firmas que avalan la buena conducta de Gimeno. Era un trámite que en ese momento podía salvarle de la muerte o la prisión. Incomprensiblemente, el aval y en esos momentos verdadero salvoconducto desapareció y se dio la casualidad de que estando discutiendo en la oficina dónde podía estar el dichoso papel, entró el nuevo delegado del Gobierno en la zona, resultando que era amigo del franquista que había acompañado al hermano de Manuel Gimeno en esta gestión. Tras un efusivo saludo, sale, inevitablemente, a colación la razón de su presencia allí. El delegado del Gobierno, al enterarse del motivo, dirige la mirada a Manuel y el pregunta: «¿Ha sido usted oficial?». «No», responde Gimeno. «Que se vaya», concluyó el representante de Franco en Alicante, y así, sin aval ni más trámites, salió por aquella puerta rumbo a la libertad quien sería, tras conseguir pasar la frontera de Francia por Camprodom con la ayuda de una mujer católica que se llamaba María Marsal, una de las piezas fundamentales para poner en marcha, bajo la dirección de Monzón, el primer movimiento de resistencia armada contra la dictadura[11]. Caamaño también acaricia por unos instantes la libertad. Cuando mandan salir a todo el mundo del puerto para dirigirse al campo de Los Almendros, logra escabullirse con su bebé y su marido y se encaminan hacia el cercano pueblo de San Juan donde les pueden esconder unos amigos, pero la fatalidad hizo que se cruzara por el camino un fascista que la conocía de la época estudiantil: «Detened a esa que la conozco de la Universidad», gritó el delator cuando cruzaban la plaza de San Juan, tal y como comenta en el libro de Fernanda Romeu Alfaro Mujeres contra el franquismo. En agosto, el matrimonio fue condenado a doce años y un día por Auxilio a la Rebelión; no volverían a reencontrarse con su hijo hasta que Ricardo cumplió ocho años. Aurora, en su viaje a Orán, tampoco se había privado de sustos. Uno de los buques franquistas que merodeaban por la zona intentó que el barco en el que iba con Sergio virara en redondo y regresara a puerto, y lo habría conseguido si no llega a intervenir otro británico, probablemente de aquellos que los miles de desesperados del puerto de Alicante ansiaban ver arribar, que se interpuso entre ambos, privando así a Franco de otra presa más. Lo peor para Aurora y Jesús ya ha pasado, a partir de ahora, comenzará para el matrimonio separado la descorazonadora travesía del exilio surcando el mar de la incertidumbre.