El Consejo de Guerra

El Consejo de Guerra

Carrera contrarreloj con la muerte

Pero retomemos el curso de los hechos vividos por el dirigente comunista navarro: el momento de su detención en 1945. El factor sorpresa, la amplitud de la operación policial, el hecho de haberse identificado con nombre y apellidos desde el principio, el reconocimiento explícito de su lucha contra el régimen franquista, el tener en sus manos al «presidente» del PCE e, incluso, el que el régimen franquista se encontrara a la defensiva frente a todo el mundo ese año evitaron a Monzón las sesiones de tortura y una ejecución sumaria. De esta coyuntura se beneficiarán los detenidos incluidos también en el sumario de Monzón. Sin saberlo, la Policía franquista había arrebatado a Carrillo su víctima propiciatoria. Involuntariamente, Monzón había burlado a la muerte por segunda vez. Pero para el principal responsable del PCE, del maquis y de la Unión Nacional, aquello era salir de una capilla para entrar en otra. Nadie le podría librar de la condena a muerte, ahora a manos de la jurisdicción militar especial encargada de los delitos de comunismo y espionaje. Tras las diligencias de la Brigada Político Social, el caso pasaría como muchos de esa época a uno de los consejos de guerra que habitualmente solían terminar ante el pelotón de fusilamiento o con el gaznate estrujado por el garrote vil.

La Jefatura Superior de Policía de Barcelona, cuyo comisario era Eduardo Quíntela Boveda, utilizó un mes en presentar a Monzón la conclusión de sus interrogatorios y pesquisas. El 8 de julio le entregaron la declaración para firmarla. Jesús reconoce haber pertenecido a la Delegación del Comité Central del PCE en Francia entre 1941 y 1943, pero él no tenía el cargo de presidente. Como objetivos de esta Delegación menciona los siguientes: dar orientaciones políticas a los refugiados, mantener la «solidaridad entre ellos», «ayudar a los enfermos» y colaborar con los franceses en la lucha contra el invasor nazi, y niega rotundamente que tuviera como misión enviar guerrilleros a España. La Policía le habla de la estrategia para «multiplicar sus esfuerzos en España introduciendo grupos en las ciudades españolas para constituir una guerrilla urbana que prepare las condiciones para un levantamiento general del país». Monzón dice que sí, que eso es cierto, pero que él conoce esa estrategia porque lo ha leído en las publicaciones del partido; tampoco tiene muchos problemas en explicar que el PCE propugna el recrudecimiento de la lucha, con acciones de todo tipo, contra el régimen falangista, tanto en las ciudades como en el campo, organizando a las masas en sindicatos con el objetivo de derribar a Franco e implantar una República democrática. Y él no podía ser responsable de las invasiones porque en esa época estaba en Suiza y había llegado a Francia tres meses después de su liberación. La Policía, antes de firmar la declaración, deja constancia de que se han presentado documentos en los que aparece como presidente del Comité Central «cuando se inicia la invasión de los guerrilleros de ciudad».

La Policía, en esos momentos, disponía de dos informes elaborados por agentes franquistas en Francia durante el año 1943, en los que se advertía sobre la progresiva presencia de españoles en acciones «terroristas» y la posibilidad de que «en el futuro» llegaran a ser un peligro real[68]. En ambos informes se describe la organización dirigida por Jesús Monzón como el Comité Central del Partido Comunista de España, del que Jesús es su «secretario general», Pilar Lubián Clemente, la tesorera; Manuel Azcárate, el responsable de las Juventudes; Vicente Carrillo está al frente del aparato de propaganda; Adela Collado se encarga del movimiento de mujeres; Teresa Rueda, de las relaciones exteriores; Alfredo García de los enlaces con Moscú y México, y Jules Roslow figura como representante del Komintern. Sorprendentemente, Carmen de Pedro no aparece en las listas, que incluyen, además, a los responsables del PCE en varios departamentos: Benjamín Arias (Bouches du Rhone), Antonio Valls (Rhone), Fernández Luca (Altos Alpes), José Blanco (Garona), Agustín Franco (Altos Pirineos), Juan Cazorla (Bajos Pirineos), Antonio Pamies (Sena) y Jesús Corbato (Pirineos Orientales). Se cita como uno de los lugares donde realizaban sus reuniones al restaurante Don Carlos, regentado en Toulouse por un residente español, Carlos Hidalgo, en el que, según los agentes franquistas, se habría decidido los días 7 y 8 de septiembre de 1943 el paso al interior de tres camaradas por cada departamento, que debían ser voluntarios, para multiplicar las acciones contra la dictadura dentro de territorio español.

Jesús, por lo tanto, no podía convencer a sus interrogadores de su inocencia. Monzón sabe perfectamente dónde se encuentra: está en la línea de salida de una carrera contrarreloj; él y sus compañeros de redada, muchos de los cuales ni siquiera conoce, solamente tienen una contrincante cruel, rápida e inexorable: la muerte. El que tiene más cerca es Jaime Sierra Riera —32 años— en cuya casa estaba escondido a la espera de poder pasar a Francia cuando fue detenido. Junto a él están Sisquet —Francisco Serrat Pujolar— el joven de Olot que dirigió en su odisea al maquis desde la frontera hasta Barcelona pasando por las montañas de Poblet, y los guerrilleros que le acompañaban para preparar la «insurrección nacional»; Juan Arévalo Gallardo tenía 27 años y era en la vida civil carpintero. Juan Fortuny Calzada, un agricultor de 32 años de la provincia de Barcelona (La Roca, cerca de Mataró) había reconocido ante la Policía su estancia en la «escuela de capacitación» de las guerrillas españolas en Vernet Les Bains. José Trave Riu fue con mucho el más original en presentar una coartada para explicar su paso por la guerrilla: un asunto de cuernos. Como Fortuny, tenía 32 años y también era agricultor, de Orista, cerca de Vic. Según contó durante los interrogatorios, estaba trabajando para un agricultor en el pueblo francés de Cestayrals. Termina haciendo migas con la esposa del patrono, y este, finalmente, se entera de que el refugiado español se está acostando con su mujer. Lo denuncia a la Gendarmería y Trave no tiene más remedio que huir a Albí. Allí se encuentra con que hay un banderín de enganche de la Unión Nacional y, sin pensárselo dos veces, se alista al maquis como quien se mete en la Legión Extranjera para escapar de la Justicia. Le ordenan seguir a Serrat. Eduardo Segriá Domenech, que tiene 31 años, es el que procede de Ulldemolins; también pasa por la escuela de capacitación de Vernet, donde recibe «formación política» y aprende las últimas técnicas en la manipulación de explosivos. Junto a este grupo también está el jardinero del castillo de Riudavella, Andrés Priego Cabello, que había colaborado con el maquis de Serrat Pujolar. Hacía 47 años que había nacido en Montilla, Córdoba.

Dispuestos, a su pesar, a recorrer los tenebrosos calabozos y salas de los juzgados militares franquistas, comparecen en el punto de partida de esta carrera los entusiastas militantes de la Joventut Combatent, con Raquel Pelayo a su cabeza; detrás de ella: Pilar Juliá, su hermano Luis, Jaime Colomer, Enrique Yuglá, Manuel Martínez, Victoria Pujolar, Salvador Sanesteban, Antonio Casademont y Claudio Escarp. Isabel Gascón, que tiene 22 años, asegura que fue a la excursión de Gavá, donde recogieron a los guerrilleros y las armas, creyendo que realmente iba a una excursión dominguera y que eso era lo que le había dicho Raquel Pelayo. Isabel, a su vez, había invitado a ir a la salida campestre a otra chica que había conocido en un baile de Barcelona la misma víspera de la excursión. Emilio Sanmartín —37 años—, de oficio impresor y boxeador, presenta ante la Policía la excusa más peregrina de todas. Él no se enteraba de nada de lo que hacía su mujer, Conchita, principal líder con Raquel Pelayo de Joventut Combatent. Al preguntarle la Policía si sabía que su esposa había hecho un viaje en tren a Madrid —para llevar armas al maquis urbano— contesta simplemente que no, que no se enteró porque «estaba cuidando a una tía enferma en Esplugas».

En la calle, la señal de alarma por las detenciones la había dado una pequeña nota que, sobre la detención, apareció en las páginas del diario El Alcázar el 11 de junio. La noticia confundía el nombre de Monzón, al que llamaba José, pero dejaba bien claro que se trataba de un dirigente comunista navarro descarriado que pertenecía a una buena familia; lo peor de todo es que vinculaba directamente a Monzón con la muerte del jerarca falangista de Reus, Morales. Es el dirigente nacionalista Leizaola quien informa de la gravedad de la situación a la Unión Nacional, que, a su vez, se dirige por carta a la dirección del PCE. En ambos casos se advierte del peligro de que, con esos cargos, sea fusilado de forma sumaria. La carta de la Unión Nacional dice textualmente que «no dan ni un real por su pellejo» y que la única forma de detener la ejecución es la intervención internacional de los americanos. Se pide también que se hagan gestiones ante el ministro del Aire de Francia, Trillon, porque ambos se conocían de la época de la Resistencia Francesa.

Pero, para sorpresa de muchos, el partido se queda con los brazos cruzados, no realiza ningún movimiento para salvarle, pese a que todos dan por seguro su inmediata ejecución. Al contrario; la campaña iniciada en agosto por el PSUC, que se había apresurado a pedir una acción internacional de solidaridad a través de las páginas del periódico Per Catalunya y a la que se suman también la organización comunista existente en Gibraltar[69], es abortada desde sus inicios. Monzón está convencido de que Carrillo ya le cree un traidor y no va a hacer nada por él. Hasta los militantes del PCE presos, a excepción de los que le conocen bien, le darán la espalda siguiendo las consignas de la dirección. En los primeros días de estancia en la Cárcel Modelo, uno de estos presos se le acerca para advertirle que le van a poner una inyección y que no debe permitir que lo hagan; no le da ninguna explicación más. Cuando vienen a inyectarle, Monzón se niega, pero nunca sabrá ni qué peligro suponía aquello ni cuál de los dos bandos estaba detrás de la amenaza.

Olvidado por el partido, le quedan los amigos

Solamente le quedan su familia y sus amigos, aquellos que le habían jurado a Sito en la plaza del Castillo, en vísperas de la guerra, conservar siempre la amistad, pasara lo que pasara. Ellos han tenido más suerte en sus vidas desde aquel año de 1936. Ruiz de Galarreta comienza a ser un reconocido abogado, igual que Usechi; Estanis Aranzadi, que se había presentado voluntario para salvar la vida de su padre, reconocido nacionalista, había terminado como Garicano perteneciendo al Cuerpo Jurídico del Ejército debido a sus estudios de abogacía. Todos ellos se enteran por la prensa que el jefe de los bandidos había sido detenido en Barcelona e iba a ser juzgado en Consejo de Guerra. Posiblemente se pida para él la pena de muerte.

Después, en el momento en que pueda comunicar con el exterior, será el propio Monzón quien comience a mover los hilos para retrasar un desenlace fatal. Su amigo Garicano Goñi puede echarle un cable desde las mismísimas entrañas del sistema judicial del Ejército franquista. Más tarde, solicita que se gestione ante las autoridades suizas un certificado de estancia en Ginebra desde 1943 hasta tres meses antes[70] de la liberación de Francia. Una vez conseguido el certificado, deben hacerlo llegar a su familia para que se encarguen de llevárselo a prisión. Al Gobierno de Francia se le pedirá la acreditación de su colaboración en la Resistencia contra el invasor nazi.

General José Solchaga, al frente

de la Capitanía General de Cataluña

cuando fue detenido Jesús Monzón

Y el 21 de agosto él mismo se dirige en un recurso por carta nada menos que a José Solchaga Izala, que acababa de ser nombrado capitán general de Cataluña en sustitución de Moscardó. Este hecho tiene especial relevancia porque la familia de Solchaga, también navarra, y la de Monzón eran amigas en Pamplona, hasta el punto que la hermana del capitán general fue a visitarle a la Cárcel Modelo. Además, Solchaga y Garicano Goñi habían combatido juntos, como requetés, durante toda la campaña del norte en la Guerra Civil. En su escrito de descargo, Jesús vuelve a negar formalmente ante el general los cargos de los que se le acusa aunque no esconde su ideología comunista: «Como V. E. sabe, he nacido en una bendita tierra donde gustamos de decir las cosas claras: al pan pan y al vino vino». «Soy comunista y al serlo lo tengo en gran honor. Cuantas veces me interrogaron lo proclamé y no quiero esquivar repetirlo aquí». Pero no se detiene en proclamar con claridad el grave delito de ser comunista en la España de 1945, en la que se había dictado una ley específica para castigar «el comunismo y el espionaje». Aprovechando una de sus argumentaciones —que no había podido solicitar el visado necesario para entrar a España legalmente—, afirma que España no tiene legaciones diplomáticas en Francia debido al aislamiento internacional que sufre el país a causa del régimen franquista. «Jamás ha estado tan bajo el prestigio en el extranjero de un gobierno español», le dice Monzón a Solchaga para, a renglón seguido y seguro de las posiciones antihitlerianas del «espadón de los carlistas», atreverse aun a insinuarle que él también debiera hacer algo.

«Este hecho —continúa— estoy seguro de que hiere su fondo de patriota, Exmo. Sr. Tte. General José Solchaga, como me hiere a mí y al 99% de los españoles. Mas no vale que nos engañemos metiendo la cabeza debajo del ala. Es así, constituye un hecho real que no se remedia solo con lamentaciones»[71]. Las autoridades militares deciden, casi de inmediato, separar del grupo a los cinco maquis y al jardinero. Para ellos tienen preparado un final más corto. El 25 de febrero de 1946 son ejecutados Francisco Serrat Pujolar, por estar al mando del grupo, y Juan Arévalo, por ser el autor material de la muerte del falangista Morales. Irán al paredón junto a los también luchadores antifranquistas José Donaire Moreno y Juan Hernández Lizón; los demás del grupo serán condenados a largas penas de cárcel.

Solamente unos días antes de que Serrat y Arévalo fueran ejecutados, el 9 de febrero, Victoria Pujolat Amat había logrado evadirse de los policías que la trasladaban de la prisión de Barcelona a la de Madrid debido a una orden de búsqueda y captura. Nunca más volvería a caer en sus manos. Quien también desapareció del proceso, probablemente, por haber sido integrado en otro en Madrid, fue Miguel Álvarez Corcol, el joven que acompañó a Mercedes en tren hasta Barcelona para recoger una partida de armas traídas de Francia.

También puede echar mano su familia del obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, que se ha visto obligado a abrir una oficina en el Palacio Arzobispal para atender a las miles de personas que, sabiendo la posición de Olaechea contra la represión franquista, ruegan su intercesión ante los juzgados militares. Marcelino Olaechea, natural de Baracaldo y de ideas tradicionalistas y fueristas, ya se había distinguido durante la Guerra Civil por publicar un bando contra los «paseos» y las ejecuciones sumarias. El propio obispo había intervenido personalmente para que no se aplicara la «ley de fugas» a los cientos de presos que se habían escapado del Fuerte de San Cristóbal el año 1938 y muchas personas sabían que había llegado a personarse en algunos consejos de guerra para influir en las sentencias de los tribunales.

Tal era la cantidad de las peticiones de clemencia de familiares procedentes de todas las provincias españolas, que Cornelio Urtasun, secretario personal y chófer del obispo, recogía las solicitudes siguiendo un estadillo que había preparado para los reclamos. La «oficina» se abría a las 9 de la mañana y, a esa hora, ya había en la sala de espera medio centenar de personas «haciendo cola». Nadie se atreve a dar cifras sobre el número de casos que se atendieron allí porque los documentos permanecen ocultos a los investigadores al estar en periodo de «reserva», es decir no se pueden abrir hasta que no hayan transcurrido 65 años a partir de la muerte del obispo, pero no cabe duda de que fueron muchos millares. Una vez transcritos los datos personales, descrito el delito del acusado y señalado el tribunal designado para el proceso, el obispo recibía a cada una de las familias y, por la noche, el secretario remitía los ruegos de clemencia a los respectivos instructores de los sumarios. En la mayor parte de los casos, los fiscales y jueces castrenses respondieron atentamente los ruegos del obispo, enviaron cartas con acuse de recibo y la promesa de estudiar lo que se pedía. Miles de personas salvaron la vida por ello[72].

Hubo situaciones en las que Marcelino Olaechea llegó a interceder ante el propio dictador, como el caso de una madre para cuyo hijo, un miliciano comunista vasco acusado de asesinar a varios sacerdotes y monjas, no había lugar a la misericordia; estaba marcado por la muerte. Esta mujer, de modesta condición social, se había quedado embarazada estando soltera y, para ocultar el hecho, entregó el hijo a su hermana. El niño creció adorando a su madre real sin saber que lo era y odiando a su «madrastra» que él creía su madre auténtica. Atrapado por esta esquizofrenia maternal, terminó siendo uno de los más sanguinarios matarifes al estallar la Guerra Civil. Tenía segura no una, sino una sucesión de condenas a muerte. La madre real llamó a la puerta del Palacio Arzobispal de Pamplona, aledaño a las murallas que dan a los barrios bajos, con insistencia inigualable. Un día tras otro acudía a la cita lanzando, entre aquellas paredes de sobriedad religiosa, el mismo dolor de madre atormentada: «Que me maten a mí. Yo soy la culpable». Con tal intensidad y convencimiento insistió que Marcelino Olaechea lo tomó como un asunto personal.

Pero este caso era de los que no tenían remedio: no habría compasión; el reo de muerte terminaría sus días de inmediato, la fecha y la hora estaban fijadas. Tal era el apoyo social y político que entonces tenía Marcelino Olaechea, auténtico «virrey» de una Navarra a la que Franco le debía casi todo, que el dictador tuvo que ceder y otorgar personalmente el perdón. El emisario corrió con la buena nueva, ya de madrugada, hacia la cárcel donde se tenía que llevar a cabo la ejecución. Entregó la orden del mismísimo Caudillo a un oficial que la leyó estupefacto: ¡era demasiado tarde!, había sido ejecutado hacía escasamente una hora.

Cruz Juániz, el amigo de Monzón, recuerda que el consejo de guerra contra el grupo comunista que estaba reconstruyendo el partido y que cayó en manos de la Policía en 1942 tuvo que ser interrumpido porque apareció en la sala el obispo en persona. El tribunal militar suspendió la sesión y puso como excusa que el cabo escribiente se había puesto enfermo[73]. Se da por seguro que si Marcelino Olaechea intervino ante miles de consejos de guerra, lo hizo también en el caso de Jesús Monzón, a cuya familia, sobre todo a su madre, Salomé Repáraz, el obispo conocía personalmente.

Marcelino Olaechea dirigía la poderosa Iglesia navarra desde una postura opuesta a la hegemonía de la Falange dentro del régimen franquista. En esta posición se encontraba en el mismo bando que los carlistas, principal fuerza popular que se alzó en armas contra la República y que tampoco estaban de acuerdo con la orientación filonazi del nuevo régimen. Además de gobernar la provincia, a la que Franco tuvo que reconocer sus fueros y otorgó una laureada por el innegable heroísmo de sus requetés, el carlismo seguía teniendo una fuerte presencia dentro del Ejército: concretamente cinco destacados generales: José Varela, el mencionado José Solchaga, Rada, general de la 13.ª División, Rolando de Telia, gobernador militar de Burgos, y García Valiño. Al menos, los cuatro primeros estaban comprometidos en la conspiración monárquica aliadófila para evitar que España entrara en la II Guerra Mundial a favor de Hitler. La familia del general Solchaga, que había sido gobernador militar de Navarra durante la conflagración fratricida, era de Pamplona y las dos familias, la de Solchaga y la de Monzón, se conocían.

También tenía una especial amistad con Rada, Rolando de Telia y Varela Antonio de Lizarza, al que había salvado la vida canjeándolo por su hermano Carmelo cuando estaba al frente del Gobierno Civil de Alicante en 1938. Francisco Javier Lizarza, hijo del conspirador carlista, recuerda que, cuando su padre se enteró de que Sito estaba amenazado de muerte, comentó que iba a «hablar con sus generales amigos»[74]. Gregorio Morán, por su parte, asegura que Antonio aportó al proceso la pieza clave que le salvaría la vida: un documento testificando que Jesús había permanecido en Suiza desde el año 1943 hasta el momento de su detención; por lo tanto, si uno de los principales protagonistas de la sublevación contra la República, y en ese momento figura de prestigio indiscutible del carlismo, avalaba la coartada del detenido, aunque pareciera increíble, había que darla por válida[75]. De esta forma habría saldado la deuda que mantenía con él desde que, al retornar a Navarra en 1938, se había «olvidado» de las promesas que en la Embajada inglesa había hecho para liberar a Carmelo Monzón.

El 1 de septiembre de 1945 la Capitanía de la Primera Región Militar reclama al detenido, preso en la cárcel Modelo de Barcelona, para que se le interrogue debidamente en la Dirección General de Seguridad de Madrid y pide a la Capitanía de la Cuarta Región de Solchaga que se inhiba en este caso en favor de los tribunales militares de Madrid. Siguiendo los rutinarios trámites en estos casos, lograda la inhibición, el capitán general de Madrid ordena el traslado de los reos a la capital de España con fecha de 2 de noviembre del mismo año. Pero, como quiera que entre los trasladados no figura el cabecilla y, además, ya se ha producido una fuga —la de Victoria Pujolat—, el capitán general de Madrid apremia a que se cumpla la orden en el caso de Jesús Monzón. Evidentemente, sin él, no se puede continuar un proceso en el que el principal protagonista debe ser el jefe del Partido Comunista.

Al llegar con la nueva orden de traslado, firmada el 14 de febrero de 1946, la dotación enviada desde Madrid queda desconcertada: resulta que Monzón no está en la cárcel. Había sido trasladado hacía solamente tres días a Bilbao, concretamente a la prisión de Larrinaga. La explicación que da el director para tan sorprendente medida es que había sido reclamado por el Juzgado Eventual de Bilbao, en relación con un proceso ordinario abierto contra Monzón por sus actividades políticas en la capital vasca durante la Guerra Civil. En Bilbao pasa el tiempo y el juicio no se pone en marcha. En el mes de marzo, el director de la Prisión de Bilbao se tiene que dirigir a los juzgados militares del número 14 de la calle Ercilla para hacerles una advertencia: si no se le comunican los delitos por los que Jesús Monzón debe permanecer encarcelado, se verá obligado, con la ley ordinaria en la mano, a ponerle en situación de libertad atenuada. El día 25 de ese mes el Juzgado Eventual n.º 1 ratifica la prisión y advierte, a su vez, al director de Larrinaga que, debido a la peligrosidad del interno, no lo puede poner en libertad sin permiso del juzgado.

Este mismo juzgado, ante la existencia de otra causa, señala, con fecha de 30 de marzo, que el detenido debe permanecer en la capital vasca. De esta forma, cuando el 23 de mayo se ordena en la Capitanía de Madrid que se entregue el preso y se envía el día 25 otra dotación policial a la cárcel para hacerse cargo del mismo, se topan con la negativa del director de la prisión: el preso debe quedarse en Bilbao. Los policías se tienen que volver de vacío y el 16 de junio la Capitanía de Madrid vuelve a exigir su entrega, lo que ocurre de forma efectiva el 12 de julio de 1946, día en que Jesús Monzón entra en la prisión de Carabanchel de Madrid.

El auditor general solicita el 17 de mayo de 1947 que se concluya el sumario ya que no hay impedimentos legales que obliguen a continuar la instrucción. En este trámite se responsabiliza a los acusados de «actividades clandestinas de carácter comunista y de transporte de armas para los llamados bandoleros de ciudad». La conclusión del sumario se constata con fecha de 23 de mayo y el juez encargado de esta causa, clasificada con los números 3401 de la Capitanía de Barcelona y 134 361 de la de Madrid, es Enrique Eymar Fernández, coronel de Infantería, «caballero mutilado de Guerra por la Patria» y juez especial para los «delitos de comunismo y espionaje».

Tres semanas más tarde, el 12 de junio, dos años después de las detenciones, el coronel fiscal jefe formula las conclusiones provisionales y divide a los acusados en tres grupos. El primero lo compone un solo procesado: Jesús Monzón, «persona dotada de gran sentido político, amplia base cultural, práctica en la captación de masas y gran poder de organización». La petición fiscal: pena de muerte. En el segundo grupo se incluye a Raquel Pelayo, Enrique Yuglá, Mercedes Pérez, Jaime Sierra, para los que se solicitan 30 años de cárcel, y Emilio Sanmartín, Pilar Juliá, Isabel Gascón —20 años de prisión— y Jaime Colomer, este último con una solicitud de 12 años. En el tercer grupo están los demás: Manuel Martínez, Salvador Sanesteban y Antonio Casademont, con 12 años, y Luis Juliá y Claudio Escarp, con 6 años. Victoria Pujolat, se encontraba en rebeldía desde el día en que consiguió deshacerse de sus guardianes al ser trasladada de Barcelona a Madrid.

El fiscal jefe, coronel Federico Socazán Pons, justifica la solicitud de pena de muerte para Monzón por considerarlo cabecilla en un delito de «rebelión militar» de acuerdo con el artículo 286 del Código de Justicia Militar, y el 11 de marzo de 1948 ratifica los cargos contra los procesados. Monzón aún piensa que puede ganar más tiempo. El 9 de marzo había presentado una alegación para que el proceso pasara a la jurisdicción civil y, a la hora de nombrar defensor, se niega a hacerlo el 11 de marzo por el mismo motivo: considerar a la jurisdicción ordinaria como única competente. La petición es desestimada el 1 de mayo y se convoca formar consejo de guerra para el 18 de junio en la sala de sesiones del Ayuntamiento de Ocaña. El defensor, capitán de Infantería Emilio Aguilar Gómez, mantiene en defensa de Monzón que no había participado en ningún acto de violencia, realiza el trabajo político pacíficamente, se había resistido a la orden de ir a Francia dada por la dirección del partido y había sido detenido en un periodo de inactividad. La sentencia se pronuncia ese mismo día: Monzón es condenado a 30 años de prisión; daba esquinazo, por tercera vez, a la pálida figura que aspiraba a arrebatarle la vida. Algunos de los otros procesados también ven disminuir la pena solicitada inicialmente.

No cabe duda de que, abandonado por su propio partido, la intervención del obispo Olaechea y de antiguos amigos vinculados al carlismo influyeron determinantemente en retrasar, en primer lugar, el proceso y, después, en evitar la condena a muerte. En 1948, cuando se celebró el consejo de guerra, la situación internacional había cambiado radicalmente con la «Guerra Fría» y los aliados ya habían comenzado a flirtear con una dictadura que prometía convertirse en «democracia orgánica»; la orgía de sangre del franquismo estaba remitiendo y era posible impedir la pena capital. Un año antes, tal vez no habría podido ser. El 14 de agosto de 1948 se beneficia de uno de los indultos que comienza a conceder la Dictadura para vaciar de presos políticos las abarrotadas mazmorras franquistas; el 22 de noviembre se decide el traslado a la Penitenciería de El Dueso, en Santoña (Santander).