Highbury, Londres
Calor, calor. Un calor que despierta a Gretta justo al amanecer, la arroja de la cama, la impulsa escaleras abajo. Un calor que ronda por la casa como un invitado inoportuno: recorre los pasillos, se arremolina alrededor de las cortinas, se apoltrona en sillas y sillones. El aire en la cocina es como una entidad sólida que lo llena todo, que empuja a Gretta contra el suelo y contra la mesa.
Sólo a ella se le ocurre ponerse a hornear pan con este calor.
Fijémonos en ella: está abriendo el horno para sacar el molde del pan y hace una mueca ante la abrasadora ráfaga que la asalta. Va en camisón, con los rulos todavía en el pelo. Retrocede dos pasos y echa la humeante hogaza en el fregadero. Su peso le recuerda, como siempre, a un bebé, un recién nacido, ese bulto de calor húmedo.
Lleva toda su vida de casada haciendo pan casero tres veces a la semana, y no va a dejar que una minucia como una ola de calor se lo impida ahora. Como en Londres es imposible conseguir suero de leche, tiene que apañárselas con una mezcla mitad leche, mitad yogur. Una mujer le contó en misa que funcionaba, y funciona hasta cierto punto, pero no es lo mismo.
Al oír un chasquido en el suelo de linóleo a su espalda, dice:
—¿Eres tú? El pan está listo.
—Va a ser... —comienza él, y se interrumpe.
Gretta aguarda un momento antes de volverse. Robert está entre el fregadero y la mesa, con las manos tendidas, las palmas hacia arriba como si llevara una bandeja. Tiene la vista clavada en algo. El cromo deslustrado del grifo, tal vez, los regueros del escurridor, esa oxidada sartén de esmalte. Todo alrededor de ellos resulta tan familiar que a veces es imposible saber en qué se ha posado la mirada, como el que ya no oye las notas individuales de una canción conocida.
—¿Va a ser qué? —pregunta. Él no contesta. Gretta se acerca y le apoya una mano en el hombro—. ¿Estás bien? —Últimamente se encuentra con asiduos recordatorios de su edad: el repentino encorvamiento de su espalda, su expresión levemente aturdida.
—¿Qué? —Robert vuelve la cabeza para mirarla, como sobresaltado por el contacto—. Ah, sí. Decía que va a ser otro día agobiante.
Se acerca arrastrando los pies, como ella sabía que haría, hacia el termómetro, colgado mediante una ventosa humedecida con saliva en la parte exterior de la ventana.
Ya hace diez días que la temperatura excede los treinta y cinco grados. No llueve desde hace días, semanas, meses. Tampoco pasan nubes lentas y majestuosas como navíos sobre los tejados.
Con un chasquido metálico semejante al de un martillo hundiendo un clavo, un punto negro aterriza en la ventana, como atraído por una fuerza magnética. Robert, todavía mirando el termómetro, da un respingo. El insecto tiene el abdomen estriado y seis patas tendidas hacia fuera. Aparece otro detrás del cristal, luego otro, y otro.
—Han vuelto, los puñeteros —murmura.
Gretta se acerca para verlos, poniéndose las gafas. Se quedan mirándolos como hipnotizados.
Enjambres de pulgones han invadido la ciudad la última semana. Se arraciman en los árboles o los parabrisas de los coches. Se enganchan en el pelo de los niños que vuelven del colegio, se abren camino hacia las bocas de los insensatos que deciden montar en bicicleta con este calor, sus patas se adhieren a la piel untada de crema solar de los que salen al jardín.
Los pulgones se despegan de la ventana, separando las patas del cristal al mismo tiempo, como alertados por una señal secreta, y desaparecen en el cielo azul.
Gretta y Robert se yerguen a la vez, aliviados.
—Se han ido —constata él.
Poco después, Gretta lo ve mirar el reloj de pared: las siete menos cuarto. Justamente a esta hora, durante más de treinta años, Robert salía de casa. Cogía su abrigo de la percha en la puerta, cogía su cartera, se despedía de todos, que entonces estaban parloteando a gritos en la cocina, y cerraba de un portazo. Siempre se marchaba a las seis y cuarenta y cinco en punto, pasara lo que pasase, tanto si Michael Francis se negaba a levantarse de la cama como si Aoife estallaba en una pataleta por Dios sabe qué o Mónica se empeñaba en freír ella el beicon. No era cosa suya, nada de aquello era nunca cosa suya. A las seis y cuarenta y cinco salía por la puerta y se marchaba.
Ahora parece sentir un hormigueo en el cuerpo, una especie de ansia, vestigio de aquel entonces, de ponerse en marcha, de salir al mundo. Y ella sabe que en cualquier momento se irá al quiosco de periódicos.
Llevándose una mano a la cadera mala, Gretta aparta con un pie la silla de la mesa.
—Voy por el periódico a la esquina —anuncia Robert.
—Claro —responde ella sin alzar la vista—. Te veo en un rato.
Gretta se sienta a la mesa. Robert ha dispuesto todo lo que necesita: plato, cuchillo, cuenco con cuchara, mantequilla, mermelada. Es por estos pequeños detalles que sabemos que nos aman. Lo cual es, reflexiona mientras aparta el azucarero, sorprendentemente raro a su edad. Muchas amigas suyas sienten que sus maridos las desdeñan, las excluyen, las arrinconan como un mueble viejo. Pero ella no. A Robert le gusta saber dónde está en cada momento, se inquieta si se marcha de casa sin decírselo, se pone nervioso si se aleja sin que él la vea, y bombardea a los niños con preguntas sobre su paradero. De recién casados le resultaba desesperante —ansiaba un poco de invisibilidad, un poco de libertad—, pero ahora se ha acostumbrado.
Corta una rebanada de la hogaza y la unta con mantequilla. La asalta una terrible debilidad si no come con frecuencia. Años atrás, le dijo al médico que creía tener hipoglucemia, después de haber leído sobre el tema en un suplemento dominical. Lo cual explicaría su necesidad de comer tan a menudo, ¿no? Pero el médico ni siquiera alzó la vista de su talonario de recetas.
—Me temo que no tiene esa suerte, señora Riordan —le soltó el muy impertinente, y le dio un papel con una dieta.
A todos sus hijos les encanta su pan. Cuando va a ver a alguno de ellos, hornea una hogaza extra y la envuelve en un paño de cocina. Siempre ha hecho todo lo posible por mantener viva Irlanda en el corazón de sus hijos, nacidos en Londres. Las dos niñas asistieron a clases de danza irlandesa. Tenían que coger el autobús y recorrer el largo trayecto hasta Camden Town. Gretta solía llevarse una lata con galletas irlandesas o bizcocho de jengibre para repartir entre las otras madres —exiliadas, como ella, de Cork, de Dublín, de Donegal—, y contemplaban a sus hijas dar saltos y patadas al ritmo del violín. Mónica, comentó la profesora al cabo de tan sólo tres clases, tenía talento, potencial para descollar. Lo había sabido desde el primer momento, afirmó, siempre sabía reconocer a una número uno. Pero Mónica no quiso descollar ni presentarse a concursos. Lo odio, murmuraba, odio que todo el mundo me mire, que los jueces tomen notas. Siempre ha sido muy temerosa, muy cauta y apocada. ¿Era culpa de Gretta o los hijos nacían ya así? Difícil de saber. De cualquier forma, tuvo que permitir que Mónica abandonara la danza, lo cual fue una verdadera lástima.
Gretta insistió en que todos asistieran regularmente a misa y comulgaran (aunque, al final, ya ves para lo que ha servido). Iban a Irlanda todos los veranos, primero a casa de su madre y luego a una casita de campo en la isla de Omey, incluso cuando se hicieron mayores y comenzaron a quejarse del viaje. De pequeña, a Aoife le encantaba la emoción de esperar a que la marea bajase y dejara al descubierto la lengua de arena mojada y reluciente por la que se podía caminar. «Es una isla sólo a ratos —observó una vez, cuando tenía unos seis años—, ¿verdad, mamá?». Y Gretta la abrazó, alabándola por ser tan lista. Era una niña muy peculiar, siempre con esa clase de ocurrencias.
Eran unos veranos perfectos, piensa ahora, mientras da un mordisco a la segunda rebanada de pan: Mónica y Michael Francis por ahí todo el santo día, y cuando llegó Aoife, un bebé en la cuna haciéndole compañía en la cocina, antes de que saliera a llamar a los otros para la merienda.
No, no podía haber hecho más. Y, a pesar de todo, Michael Francis había dado a sus hijos los nombres más ingleses que cupiera imaginar. Ni siquiera un segundo nombre irlandés. Ahora no quería ni pensar que se estaban educando como paganos. Cuando le mencionó a su nuera que sabía de una estupenda escuela de danza irlandesa en Camden, no lejos de donde ellos vivían, aquélla se echó a reír. En su cara. Y le soltó... ¿cómo era?... «¿Es la escuela esa en que no te dejan mover los brazos?».
Con respecto a Aoife, por supuesto, cuanto menos se dijera, mejor. Se había ido a Estados Unidos. No llamaba nunca. No escribía nunca. Vive con alguien, sospecha Gretta. No es que se lo hayan dicho, es instinto de madre. Déjala en paz, le exhorta siempre Michael Francis si ella se pone a hacerle preguntas sobre su hermana menor. Porque, si alguien sabe algo de Aoife, ése es Michael Francis. Siempre fueron uña y carne esos dos, a pesar de la diferencia de edad.
Las últimas noticias que tuvieron de ella fue una postal por Navidad. ¡Una postal! Con una fotografía del Empire State. ¡Por el amor de Dios!, exclamó cuando Robert se la tendió, ¿es que ni siquiera es capaz de mandar una felicitación de Navidad? ¡Como si no hubiera recibido una educación adecuada!, siguió vociferando. Gretta se había pasado tres semanas confeccionando un vestido de comunión para esa niña, que con él puesto parecía un ángel. Todo el mundo lo dijo. Quién habría pensado entonces, viéndola en la puerta de la iglesia con su vestidito blanco y sus calcetines de encaje, el velo aleteando con la brisa, que de adulta llegaría a ser tan desagradecida, tan desconsiderada como para mandarle a su madre la fotografía de un edificio como conmemoración del nacimiento del Niño Jesús.
Gretta hunde el cuchillo en la roja boca del bote de mermelada, sorbiéndose la nariz. No puede ni pensar en Aoife. La oveja negra, la llamó su propia hermana en una ocasión, y Gretta perdió los estribos y la mandó callar de muy malas maneras, pero hubo de admitir que Bridie tenía algo de razón.
Se santigua y reza una rápida novena entre dientes por su hija pequeña, bajo el ojo vigilante de Nuestra Señora, que la mira desde la pared de la cocina. Corta otra rebanada de pan y observa el vaho que se desvanece en el aire. Ahora no va a pensar en Aoife. Hay muchas cosas buenas en las que centrarse. Es posible que Mónica llame esta noche. Gretta le ha dicho que estará junto al teléfono desde las seis. Michael Francis casi ha prometido traer a los niños el fin de semana. No pensará en Aoife, no mirará la foto de Aoife con el vestido de comunión sobre la repisa de la chimenea, no, no va a mirarla.
Después de poner de nuevo el pan en la rejilla para que se airee, Gretta toma una cucharada de mermelada, para poder seguir tirando, y luego otra. Echa un vistazo al reloj. Y cuarto ya. Robert debería estar de vuelta. Tal vez se ha encontrado con alguien y se han puesto a charlar. Quiere pedirle que la lleve en coche al mercado esa tarde, cuando las multitudes que se dirigen al estadio de fútbol ya se hayan dispersado. Necesita un par de cosas, harina, huevos... ¿Adónde podrían ir para escapar del calor? A lo mejor a tomar un té al sitio ese donde hacen unos bollos tan buenos. Podrían dar un paseo cogidos del brazo, tomar el aire. Hablar con gente. Es importante mantener a Robert ocupado: desde su jubilación, puede tornarse melancólico y taciturno si se queda mucho tiempo encerrado en casa. A Gretta le gusta organizar esas salidas.
Atraviesa el salón, abre la puerta principal y sale al camino particular, soslayando el oxidado esqueleto de la bicicleta que utiliza Robert. Mira a la izquierda, mira a la derecha. El gato del vecino arquea el lomo y echa a andar con refinados pasos felinos por la tapia, hacia el lilo, donde procede a afilarse las uñas. La calle está desierta. No hay nadie. Un coche rojo maniobra más arriba. Una urraca gime y se lamenta en el cielo, traza un círculo con el ala apuntando hacia abajo. A lo lejos, un autobús renquea colina arriba, un chico avanza con una moto. En algún lugar, alguien enciende una radio. Gretta pone los brazos en jarras y llama a su marido una vez, dos veces, y la tapia del jardín le devuelve el sonido.