Stoke Newington, Londres
Michael ha ido andando desde la estación de Finsbury Park. Una decisión demencial con semejante calor, incluso a esa hora del día. Pero el tráfico estaba paralizado cuando salió a la superficie, los autobuses parados en el atasco, las ruedas inmóviles en el asfalto reblandecido, de manera que echó a andar entre unos edificios que parecían transpirar calor por sus ladrillos y convertían las calles en asfixiantes túneles con los que él debía bregar.
Se detiene un momento, sudando, jadeando, a la sombra de los árboles que bordean Clissold Park. Se quita la corbata, se saca los faldones de la camisa del pantalón e inspecciona los daños causados por esa ola de calor que nunca se acaba: el parque ya no es el ondulante pulmón verde que siempre le ha gustado. Va al parque desde que era pequeño. Su madre preparaba el picnic (huevos duros, algo azulados bajo sus quebradizas cáscaras, agua que sabía a tupperware, un trozo de tarta para cada uno), y al bajar del autobús les daba a todos una bolsa, incluso a Aoife. «Aquí no hay holgazanes», proclamaba su madre en voz alta mientras aguardaban a que se abrieran las puertas, atrayendo las miradas de todos los pasajeros. Michael recuerda que llevaban a Aoife en su cochecito a rayas por el sendero, intentando que se durmiera; recuerda que su madre trataba de persuadir a Mónica para que se metiera en la piscinita infantil. Recuerda el parque como un espacio de distintos tonos de verde: las grandes extensiones de hierba esmeralda, el verdín desportillado de la piscina, el verde lima del sol entre los árboles. Pero ahora la hierba es de un ocre achicharrado y deja asomar parches de tierra desnuda, y los árboles ofrecen unas ramas yertas al aire estancado, como en un reproche.
Inspira por la nariz y el aire seco le quema las fosas nasales. Mira el reloj. Las cinco pasadas. Debería volver a casa.
Es el último día del trimestre, el comienzo de unas largas vacaciones de verano. Ha conseguido llegar hasta el final de otro año académico. Durante las próximas seis semanas se acabaron los exámenes, se acabaron las clases, se acabó el madrugar y salir de casa a primera hora. Su alivio es tal que se manifiesta de manera física, como una sensación de ingravidez, casi de leve borrachera. Se siente tan libre, tan ligero, que tiene la impresión de que si se mueve demasiado deprisa dará un traspié.
Echa a andar por la ruta más directa, a través de la hierba reseca, por el claro sin sombra, donde cae a plomo un sol inclemente. Pasa por delante de la cafetería cerrada donde de pequeño siempre quería comer y nunca lo hizo. Un robo a mano armada, lo calificaba su madre, mientras sacaba unos bocadillos de sus sudarios impermeables a la grasa.
El sudor le brota en la frente y la espalda, sus pies se mueven nerviosos en el suelo, y se pregunta, no por primera vez, cómo lo verán los demás. Un padre volviendo del trabajo a su casa, donde lo aguardan su familia y su cena. O un hombre acalorado y sudoroso que llega tarde, cargado con demasiados libros y demasiados papeles en su maletín. Una persona ya madura, con el pelo algo ralo en la coronilla, con unos zapatos que necesitan suelas nuevas y calcetines faltos de un zurcido. Un hombre atormentado por esa ola de calor, porque cómo va a vestirse uno con camisa y corbata para trabajar con semejante temperatura, por Dios bendito, y pantalones largos, y cómo va a concentrarse uno cuando las féminas de la ciudad se pasean por las calles y las oficinas con las faldas más cortas imaginables, las piernas desnudas y bronceadas y cruzadas delante de sus narices, con estrechos tops que exhiben sus hombros y la más fina de las telas como única separación entre sus pechos y el insoportable calor del aire. Un hombre que se apresura a su casa, donde su mujer ya no lo mira a los ojos, ya no busca su contacto, una esposa cuya fría indiferencia le ha provocado tal rescoldo, tal temor, que ya no puede dormir en su cama; un hombre que no logra estar tranquilo ni en su propia casa.
Ya se ve el final del parque. Casi ha llegado. Una explanada más de césped a pleno sol, luego una calle, luego doblar una esquina, y ésa es su calle. Ya distingue los tejados de los vecinos y, si se pone de puntillas, las tejas de su casa, la chimenea, el tragaluz detrás del cual, sin duda, estará sentada su mujer.
Se enjuga el sudor del labio superior y se pasa el maletín a la otra mano. Al final de su calle hay una cola ante la boca de riego. Varios vecinos, una señora que vive un poco más abajo y otros a los que no reconoce, avanzan como en lenta procesión por la acera y la calzada, llevando cubos vacíos. Algunos charlan, otros lo saludan con la mano o la cabeza al verlo pasar. Se le ocurre que debería ofrecerse para ayudar a la señora, debería detenerse, llenarle el cubo, llevárselo a su casa. Sería lo correcto. Tiene la edad de su madre, tal vez más. Debería detenerse, ofrecerle su ayuda. ¿Cómo va a arreglárselas la pobre mujer si no? Pero sus pies no cesan de moverse. Tiene que llegar a casa, no soporta demorarlo más.
Abre la verja del jardín y se siente como si llevara semanas sin ver su casa. Lo inunda una oleada de alegría al pensar que no tendrá que salir de ella durante seis semanas. Le encanta ese lugar, esa casa. Le encanta el sendero de losas blancas y negras, la puerta pintada de naranja, con la aldaba de cabeza de león y las incrustaciones de cristal azul. Si pudiera, se estiraría hasta ser lo bastante grande para abrazar sus ladrillos rojos. No deja de asombrarse de que la haya comprado con su propio dinero, o, más bien, algo de su propio dinero más una cuantiosa hipoteca. De eso y de que en ese momento albergue a las tres personas más valiosas para él en este mundo.
Abre la puerta, da un paso, deja el maletín en el suelo y exclama:
—¡Hola! ¡Ya estoy en casa!
Y por un momento es exactamente la persona que tiene que ser: un hombre que vuelve del trabajo, en el umbral de su casa, a punto de saludar a su familia. No hay diferencia, no hay abismo alguno entre la forma en que puede verlo el mundo y la persona que en su fuero interno sabe que es.
—¿Hola? —repite.
La casa no emite respuesta. Cierra la puerta y echa a caminar entre el revoltijo de bloques de construcción, ropa de muñeca y tazas de plástico en el suelo del recibidor.
En el salón se encuentra a su hijo recostado en el sofá, con un pie apoyado en el revistero. Sólo lleva unos calzoncillos y tiene la vista clavada en la pantalla del televisor, donde una criatura azul, cuadrada y sonriente deambula por un paisaje amarillo.
—Hola, Hughie. ¿Qué tal el último día de colegio?
—Bien —contesta el niño, sin sacarse el pulgar de la boca. Con la otra mano se retuerce un mechón de pelo. Como siempre, a Michael Francis le resulta tan inquietante como conmovedor el parecido de su hijo con su mujer. La misma frente alta, la piel lechosa, la nevada de pecas en la nariz. Hughie siempre ha sido el hijo de su madre. Todas esas ideas de los hijos leales a sus padres, esos invisibles lazos masculinos... Con ese niño nunca ha sido así. Hughie salió del útero como el defensor de Claire, su aliado, su secuaz. Cuando era más pequeño se sentaba siempre a sus pies, como un perro. La seguía por toda la casa, la cabeza siempre ladeada, atento a su paradero, su conversación, sus estados de ánimo. Si oía a su padre mencionar siquiera que no encontraba una camisa limpia o preguntar dónde estaba el champú, se arrojaba sobre él y se liaba a golpes con sus puños diminutos, de lo mucho que lo enfurecía la más leve crítica velada contra su madre. Michael Francis siempre ha confiado en que eso cambie a medida que el niño crezca, pero no hay señal alguna de que el favoritismo vaya a tocar a su fin, a pesar de que ya tiene casi nueve años.
—¿Dónde está Vita?
Hughie se saca el pulgar de la boca lo suficiente para contestar:
—En la piscina.
Michael Francis tiene que humedecerse los labios con la lengua antes de preguntar:
—¿Y mamá?
Esta vez, Hughie aparta los ojos de la pantalla para mirarlo.
—En el desván —dice con gran claridad, con gran precisión.
Padre e hijo se observan un momento. ¿Tendrá Hughie alguna idea, se pregunta el padre, de que eso es lo que ha estado temiendo desde que salió del trabajo, desde que se metió a empujones en un vagón de metro abarrotado y asfixiante, desde que atravesó esa ciudad ardiente? ¿Sabrá Hughie que, contra toda esperanza, confiaba en volver a casa y encontrarse a su mujer en la cocina, sirviendo algo aromático y nutritivo para sus hijos, que estarían vestidos y aseados y sentados a la mesa? ¿Hasta qué punto comprende Hughie lo que está pasando últimamente?
—¿En el desván?
—En el desván —confirma el niño—. Ha dicho que tenía muchas cosas que hacer y que no la molestáramos a menos que fuera algo de vida o muerte.
—Ya.
Va a la cocina. El fogón está ocioso; la mesa, cubierta con una variedad de objetos: un bote de lo que parecen recortes de periódico manchados de cola seca, varios pinceles que parecen pegados al tablero, un paquete de galletas medio devorado y con el papel rasgado, la pierna de una muñeca, un trapo empapado en lo que parece café. En el fregadero se apilan platos, tazas, vasos y otra pierna de muñeca. A través de la puerta trasera abierta ve a su hija sentada en la piscina infantil vacía, con una regadera en una mano y la muñeca sin piernas en la otra.
Ahora tiene dos opciones. Puede salir, coger a Vita en brazos, preguntarle por el colegio, convencerla para que entre en casa, tal vez prepararles a los dos algo de comer del congelador. Suponiendo que haya algo en el congelador. O puede subir en busca de su mujer.
Titubea un momento, mirando a su hija. Se mete una galleta en la boca, luego otra, luego una tercera, antes de darse cuenta de que no está disfrutando de su dulzor arenoso. Traga deprisa, forzando la garganta, da media vuelta y sube por la escalera.
En el rellano encuentra el camino bloqueado por la escalerilla de aluminio que lleva al desván, ahora desplegada. La instaló él mismo cuando se mudaron a esa casa, después de que naciera Hughie. El bricolaje no es lo suyo, pero compró la escalera porque de pequeño siempre había querido tener un cuarto de juegos en el desván. Un espacio bajo las vigas adonde poder escapar, un lugar oscuro que oliera a ratones y madera expuesta. Se imagina que desde allí la cacofonía de su familia habría sonado lejana, benigna, que podría haber retirado la escalera y sellar así la entrada. Y había deseado eso para su hijo, aquel refugio. Jamás había calculado que sería requisado —porque así es como lo ve ahora, como un movimiento militar, como una ocupación— precisamente por su esposa. No, el desván no es como se lo había imaginado. En lugar de un tren eléctrico, una mesa plagada de papeles; en lugar de una guarida llena de cojines y sábanas viejas, estanterías de libros. Ninguna maqueta de avión colgada de las vigas, nada de colecciones de mariposas ni conchas ni hojas ni ninguna de esas cosas que les gusta coleccionar a los niños, sólo libros de bolsillo y cuadernos y carpetas medio llenas.
Se agarra a los peldaños. Su mujer está ahí, justo sobre su cabeza. Si se concentra, casi oye su respiración. Está muy cerca, pero algo lo detiene allí, en el rellano, con los dedos aferrados al aluminio, la cara contra los nudillos.
Lo que más difícil se le hace de la vida familiar es que, justo cuando cree dominar un poco la situación, todo cambia. Desde que recuerda, le parece que su mujer siempre ha tenido por lo menos un niño pegado a ella. Al volver del trabajo la veía en el sofá, enterrada bajo el peso de sus dos hijos, o en el jardín con Vita en la cadera, o sentada a la mesa con Hughie en el regazo. Por la mañana, al despertarse, se encontraba con el uno o con la otra enroscados en torno a ella como hiedra, susurrándole secretos al oído con su aliento caliente con olor a sueño. Si su mujer entraba en una habitación, siempre llevaba a alguien en brazos, o había una personita aferrada a su mano, a su falda, a su manga. Él jamás llegaba a ver su silueta. Se había convertido en una de esas muñecas rusas de largas pestañas y pelo pintado, siempre conteniendo versiones más pequeñas de ella misma.
Y así habían sido las cosas, así era la vida en su casa: Claire era dos personas y a veces tres. Era de suponer que ella también lo había pensado, porque últimamente, desde que Vita cumplió cuatro años, se le presentaba la imagen insólita de su mujer sentada a solas en la cocina, una mano sobre la mesa, o junto a la ventana, mirando hacia la calle. De pronto, Michael Francis la veía entera, en su portentoso aislamiento, los niños apartados, armando jaleo en su cuarto, riéndose juntos bajo una manta, o fuera en el jardín, trepando por la tapia o escarbando en los parterres. Cualquiera pensaría que para Claire aquel cambio habría sido un alivio, un rayo de sol entre las nubes después de una década de intensa dedicación maternal. Pero su rostro, cuando la miraba en uno de esos momentos, era el de alguien que ha perdido el norte, alguien que ha equivocado el camino, la expresión de quien está a punto de hacer algo importante y de pronto olvida qué es.
Michael Francis ha estado pensando cómo comunicarle que a él también le duele esa pérdida: la intensa y celosa necesidad de los hijos por sus padres, su ansia abrumadora de estar con ellos, de observarlos mientras pelan una naranja, escriben la lista de la compra o se atan los zapatos, la sensación de que son el modelo con que aprenden a ser humanos. Estaba pensando cómo podría decirle que sí, que eso había desaparecido, pero que la vida ofrecía otras cosas, cuando todo cambió de nuevo, y entonces, al llegar a casa, ya no se la encontraba en la cocina o en el ventanal, sino en otra parte, arriba, fuera de la vista. La cena no humeaba en el fogón ni se asaba en el horno. Comenzó a advertir extraños objetos tirados aquí y allá. Un viejo cuaderno de ejercicios con el nombre de soltera de su mujer escrito en cuidadosa cursiva en la cubierta. Un sobado y reblandecido ejemplar francés de Madame Bovary, con las serias notas al margen de una Claire adolescente. Un raído estuche de cuero rojo lleno de lápices recién afilados. Él recogía esas cosas, las sopesaba en la mano, volvía a dejarlas. Claire comenzó a pedirle que se encargara de los niños, porque de pronto salía por las tardes o los fines de semana. «Esta noche estarás en casa, ¿verdad?», decía ya de camino hacia la puerta. Y había en sus ojos una nueva expresión, una mezcla de inquietud y dinamismo. Una noche, al ver que su lado de la cama estaba desierto, deambuló por la casa buscándola, llamándola en la oscuridad, y ella respondió con una voz que sonaba apagada, incorpórea. Pasaron varios minutos antes de descubrir que estaba en el desván, que había subido en plena noche, tras abandonar su cama, y que una vez arriba había quitado la escalerilla. Michael Francis se quedó en mitad del rellano, pidiéndole en susurros que lo dejara subir y, por Dios bendito, ¿qué estaba haciendo allí arriba? No, le llegó su voz, nada, no, no puedes subir.
Al abrir una carta de aspecto oficial dirigida a ella, una tarde en que estaba en otra de sus misteriosas salidas, supo que se había matriculado en Historia en la universidad a distancia. Cuando Claire volvió, él arrojó el papel sobre la mesa entre ambos. ¿Qué demonios era eso?, quiso saber. ¿Por qué estaba haciendo ese curso?
—Porque quiero —respondió ella desafiante, retorciendo la correa de su bolso entre las manos.
—Pero ¿por qué en la universidad a distancia?
—¿Y por qué no? —Claire retorció la correa con más fuerza, el semblante pálido y tenso.
—Porque eres demasiado buena para ellos y lo sabes. Acabaste el bachillerato con sobresaliente, Claire. En la universidad a distancia aceptan a cualquiera, y su título no vale ni el papel en que está escrito. ¿Por qué no me lo habías dicho? Podríamos haberlo hablado en lugar de...
—¿Que por qué no te lo he dicho? —lo interrumpió ella—. A lo mejor porque sabía que ibas a reaccionar exactamente así.
Poco después, aparecieron por la casa varios nuevos amigos, a la estela de los lápices afilados y el Flaubert. Ellos también estudiaban en la universidad a distancia y, según Claire, era genial porque la mayoría vivía a tiro de piedra. Podrían ayudarla en los estudios. Y Michael consiguió morderse la lengua para no decir: ¿Por qué no me pides ayuda a mí? Al fin y al cabo soy profesor de Historia, estoy licenciado y he hecho parte del doctorado. Y de pronto esas personas se pasaban el santo día en su casa, con sus apuntes y sus trabajos y sus carpetas y sus conversaciones sobre la realización personal. No se parecían en nada a las otras amigas de Claire: mujeres con hijos pequeños y casas llenas de vasos de plástico y juguetes y ceras de pintar, mujeres con las que entablaba amistad en las puertas del colegio o en las reuniones de vecinas. El corrillo de la universidad a distancia dejaba flotando en la casa una especie de tensa carga eléctrica. Y a él, Michael Francis Riordan, aquello no le hacía gracia. Ninguna gracia.
Se toma un momento para serenarse. Se alisa el pelo, se remete la camisa en los pantalones y por fin sube al desván que él mismo creó por la escalerilla que él mismo instaló. Fue él quien claveteó el aglomerado sobre las vigas, quien limpió de hojas secas el tragaluz.
Su mujer aparece ante él desde los pies hacia arriba. Descalza, tobillos estrechos, piernas cruzadas, el trasero posado en un taburete, la espalda inclinada sobre la mesa de caballetes, los blancos y finos brazos desnudos, la mano aferrando una pluma, la cabeza vuelta.
Michael Francis se pone a su lado, como ofreciéndose.
—Hola.
—Ah, Mike —responde Claire sin volverse—. Ya me parecía haberte oído.
Y sigue escribiendo. Él reflexiona un momento sobre ese «Mike». Durante años, su esposa lo ha llamado casi siempre por su nombre de pila compuesto, como es conocido en su familia, como lo llamaban de pequeño. Adquirió ese hábito de sus padres y hermanas, y de la vasta red de primos y tíos. Sus colegas lo llaman Mike, sus amigos, sus conocidos, el dentista. No su familia, no sus seres queridos. Pero ¿cómo decírselo? ¿Cómo decirle: por favor, llámame por mi nombre compuesto, como antes?
—¿Qué haces? —se limita a preguntar.
—Estoy... —escribe frenética— terminando un trabajo sobre... —Se detiene, tacha algo, vuelve a escribir—. ¿Qué hora es?
—Las cinco, más o menos.
Claire alza la cabeza ante ese dato, pero sigue sin volverse.
—Has trabajado hasta tarde, ¿no? —murmura.
La figura de Gina Mayhew parece cruzarse entre ellos y atravesar el desván como un fantasma. Mira a Michael Francis bajo su frente cuadrada y desaparece por la trampilla. Él traga saliva, o lo intenta. Tiene la garganta cerrada y seca. ¿Cuándo bebió algo por última vez? No se acuerda, pero ahora tiene sed, una sed horrenda, una sed terrible, insoportable. Vasos de agua, hileras de fuentes, quemadas extensiones de hierba amarilla ondean en su mente.
—No —logra decir—. Cosas del último día del trimestre y... el metro. Iba con retraso... en fin... otra vez.
—¿El metro?
—Sí. —Pone en marcha un vigoroso asentimiento de cabeza, aunque ella no lo mira, y pregunta apresuradamente—. ¿Y de qué va el trabajo ese?
—De la Revolución Industrial.
—Ah. Muy interesante. ¿Qué aspecto en concreto? —Adelanta un paso para echar un vistazo sobre su hombro.
—La Revolución Industrial y el surgimiento de las clases medias. —Claire se vuelve hacia él y tapa con un brazo el papel, y Michael Francis experimenta un vahído en el vientre, en parte lujuria, en parte horror ante su pelo corto. Todavía no se ha acostumbrado, todavía no puede perdonarla.
Hace unas semanas llegó a casa y abrió la puerta todavía ignorante de lo que había sucedido allí ese día, todavía confiado en que su mujer seguía siendo la que siempre había sido. Daba por supuesto que continuaba teniendo su mata de pelo, no había razones para pensar lo contrario. El pelo que descansaba sobre sus hombros, de tono meloso al trasluz, el pelo que se derramaba sobre las dos almohadas de la cama, el pelo que formaba una carpa en torno a ellos en la oscuridad cuando cabalgaba sobre él. El pelo que le había llamado la atención en el primer trimestre de su doctorado, en una clase sobre la Europa de posguerra: aquella melena larga, limpia, suave, que atrapaba la luz del sol. Nunca había visto un cabello igual, y desde luego nunca había tocado un cabello igual. Las mujeres de su familia eran morenas, pelirrojas, de pelo rizado, de pelo alborotado, de pelo encrespado, de pelo ralo, de pelo que requería cuidados y lociones y horquillas y redecillas. Un pelo del que lamentarse, del que quejarse, del que dolerse. No un cabello para ser reverenciado como aquél, un cabello que se dejaba suelto para que mimbrease en todo su sencillo y anglosajón esplendor. Pero ese día, en la puerta del baño de arriba, con las llaves todavía en la mano, vio que el pelo que amaba, que siempre había amado, había desaparecido. Cortado a tijeretazos, finiquitado. Se desparramaba por el suelo como una extraña manada de animales. Y en el lugar de su esposa había un chiquillo de cabeza rapada ataviado con un vestido.
—¿Qué te parece? —preguntó el impostor con la voz de su mujer—. Estupendo y fresquito para el verano, ¿verdad? —Y se echó a reír, con la risa de su mujer, pero luego se miró en el espejo con un súbito y nervioso giro de cabeza.
Michael Francis la mira, ahora sentada frente a él, y siente de nuevo el dolor de aquella pérdida irreversible, quiere preguntarle si consideraría dejárselo largo otra vez, para él, y cuánto tardaría en crecer, y si sería igual que antes.
—¿En algún ámbito en particular? —pregunta en cambio.
—Bueno... —Ella mueve el brazo para tapar de manera más efectiva el papel—. En varios.
Michael Francis sabe que aquel pelo corto pretendía darle un aspecto pícaro, de duende, como el de aquella chica en la película sobre París. Pero en el rostro redondo de su mujer, con su nariz chata, no da resultado. Parece más bien una convaleciente victoriana.
—No te olvides de mencionar las migraciones masivas del campo a la ciudad —se oye decir—, el crecimiento de las grandes ciudades y...
—Sí, sí, ya lo sé.
La ve volverse de nuevo hacia la mesa. ¿Está rechinando los dientes o son imaginaciones suyas? Déjame ayudarte, quiere decirle, déjame intentarlo. Pero no sabe cómo decirlo sin parecer lo que Aoife llamaría «un idiota desesperado». Aun así, le gustaría que existiera una sola cosa en la que estuvieran unidos, una parte de su vida en la que pudieran estar hombro con hombro, como antes, antes...
—Y el ferrocarril —prosigue. ¿Es cosa suya o está utilizando la voz grave y autoritaria que emplea en clase? ¿Por qué lo hace allí, en el desván de su propia casa, ante su mujer?—. Los trenes facilitaron y aceleraron el transporte. Las vías las construyeron los irlandeses, claro, y... —Ella se rasca la cabeza con un gesto rápido e irritado, va a anotar algo en el papel pero al final aparta la pluma—. También te recomendaría leer...
—¿No deberías contestarle? —lo interrumpe Claire.
—¿Contestar a quién?
—A Hughie.
Sintoniza el oído más allá del desván, más allá de su mujer, y percibe la voz de su hijo, que lo llama: «Papá, papááá, ¿vienes o quééé?».
El día que conoció a los padres de Claire, lo que más llamó su atención fue lo amables que se mostraban entre ellos. Una cortesía, una consideración extraordinarias. Los padres se llamaban el uno al otro «querido». Durante la cena, la madre le preguntó si, en caso de que no fuera mucha molestia, podría ser tan amable de pasarle la mantequilla, por favor. Él tardó un momento en decodificar la relamida sintaxis de la frase, en abrirse paso a tientas por los abstrusos bucles semánticos. El padre fue a buscarle un pañuelo (de seda, con un estampado de candados de bronce) cuando la madre mencionó que hacía fresco. El hermano habló del partido de rugby que había jugado ese día en el colegio. Los padres le preguntaron a Clarita, como ellos la llamaban, por sus estudios, sus clases, las fechas de sus exámenes. La comida apareció en fuentes de porcelana, cada una con su propia tapa, y se sirvieron unos a otros la primera vez y cuando repitieron.
Michael Francis estaba alucinado, al borde de la risa incluso. No había gritos, ni palabrotas, ni refunfuños, ni trifulcas por las patatas. No volaban los cubiertos, nadie se marchaba indignado de la mesa, nadie cogía un cuchillo para llevárselo al cuello y gritar: ¡a que me mato ahora mismo! En su familia, estaba seguro, nadie sería capaz de identificar ni siquiera vagamente el tema de su doctorado, y mucho menos sacar un calendario para escribir las fechas y detalles de sus exámenes, mucho menos recitar una lista de libros que pudieran serle útiles, mucho menos ir a buscar esos libros a su biblioteca.
Y las preguntas sobre lo que estudiaba él, cuántas clases daba, si tenía suficiente tiempo para dedicar a su doctorado, le provocaron cierta alarma. Habría preferido que no le hicieran caso para poder comer tranquilamente, mirar a su antojo los cuadros antiguos de la pared o el ventanal que se abría al jardín, asimilar la revelación de que se acostaba con una chica que todavía llamaba a sus padres «papi» y «mami».
Pero ellos no cedían. ¿Cuántos hermanos tenía? ¿A qué se dedicaban? ¿Dónde se había criado? El hecho de que su padre trabajara en un banco pareció satisfacerlos, pero el dato de que se iba a Irlanda a pasar el verano fue motivo de sorpresa.
—Los padres de Michael son irlandeses —explicó Claire. ¿Fueron imaginaciones suyas o hubo cierto tono de advertencia en su voz, una leve mácula en el ambiente?
—¿Ah, sí? —El padre clavó la vista en él, como buscando alguna evidencia física de ello.
Y él tuvo la súbita tentación de recitar un Ave María, sólo para ver qué pasaba. Pues sí, anunciaría sobre las alcachofas —esas cosas tan tiesas y espantosas—: soy irlandés, católico, un salvaje, un feniano de armas tomar, y he desflorado a su hija. No obstante, se limitó a contestar:
—Sí.
—¿De Irlanda del Norte o del Sur?
Se debatió un momento con el deseo de corregir al padre de Claire: República de Irlanda, no Irlanda del Sur.
—De... eh... —Tragó saliva—. Del Sur.
—Ah, pero no serás del IRA, ¿verdad?
Su mano se detuvo a medio camino de la boca. Una hoja de alcachofa se quedó oscilando en el aire. Una gota de mantequilla fundida cayó en el plato. Michael Francis se quedó mirando a aquel hombre.
—¿Me está preguntando si soy del ira?
—¡Papá! —murmuró Claire.
El hombre sonrió. Una sonrisa rápida, de labios finos.
—No. Solamente si tú o tu familia...
—¿Si mi familia pertenece al ira?
—Era sólo una pregunta. No pretendía ofenderte.
Esa noche poseyó a Claire, a la una de la madrugada, sobre la colcha de flores, sobre la alfombra, sobre los cojines del banco de la ventana. Cogió su sedoso pelo trigueño para llevárselo a la cara. Embistió y embistió, con los ojos cerrados, y cuando se dio cuenta de que no se había puesto condón, se alegró, se alegró con furia, y al día siguiente, en el desayuno, todavía se alegraba, viéndola allí sentada, tan irreprochable, con su vestidito de verano, en su silla de respaldo recto, sirviéndose huevos revueltos y preguntándole a su padre si podía pasarle esto y lo otro.
Tres semanas más tarde se alegró menos, cuando ella fue a decirle que no le bajaba la regla. Y todavía menos cuando, un mes después, tuvo que comunicarles a sus padres que se casaba. Su madre lo caló con una rápida mirada y se sentó a la mesa.
—Ay, Michael Francis —susurró con una mano en la frente.
—¿Qué? —preguntó su padre, mirando a uno y otro—. ¿Qué pasa?
—¿Cómo has podido hacerme esto?
—¿El qué? —insistió su padre.
—Le ha hecho un bombo a alguna —masculló Aoife.
—¿Eh?
—Que le ha hecho un bombo a una, papá —repitió la niña en voz alta, repantingada en el sofá, sus perfectos miembros de catorce años desparramados—. Que la ha dejado preñada, gorda, en estado, en...
—Ya está bien —la interrumpió su padre.
Aoife se encogió de hombros y miró a Michael Francis con renovado interés.
—¿Es verdad? —le preguntó su padre.
—Pues... —Abrió las manos. No tenía que haber pasado, quería decir. No era la mujer con la que iba a casarme. Yo iba a hacer mi doctorado, iba a acostarme con toda la que se me cruzara por delante y luego me iría a Estados Unidos. El matrimonio y el niño no entraban en los planes—. La boda es dentro de dos semanas.
—¡Dos semanas! —Su madre se echó a llorar.
—En Hampshire. No tenéis que asistir si no queréis.
—Ay, Michael Francis —repitió su madre.
—¿Dónde está Hampshire? —quiso saber el padre.
—¿Es católica? —indagó Aoife, haciendo oscilar el pie descalzo y dándole un mordisco a una galleta.
La madre ahogó una exclamación.
—¿Es católica? ¿Es católica? —Dirigió una mirada al Sagrado Corazón colgado en la pared—. Por favor, dime que es católica.
Él carraspeó y miró furioso a Aoife.
—Pues no.
—Entonces, ¿qué es?
—Pues... no sé. Anglicana, supongo, pero no creo que eso tenga mucha importancia para...
Su madre se levantó de la mesa con un brinco y un aullido. Su padre se dio un palmetazo con el periódico en la mano. Y Aoife dijo a nadie en particular:
—Le ha hecho un bombo a una hereje.
—Calla la puta boca, Aoife —siseó él.
—¡Esa lengua! —bramó el padre.
—Esto va a acabar conmigo —sollozaba la madre desde el cuarto de baño, agitando los botes de tranquilizantes—. Por mí, podéis matarme ahora mismo.
—Bien —murmuró Aoife—. ¿Quién quiere empezar?
Hughie nació y las vidas de Claire y Michael Francis cambiaron de rumbo. Claire habría obtenido el título de Historia y accedido a la clase de puesto de trabajo que ocupaban las chicas como ella después de la licenciatura: en una revista o tal vez de secretaria de algún abogado. Habría compartido piso en Londres con una amiga, un sitio lleno de ropa y maquillaje. Se habrían pasado mensajes una a la otra, habrían invitado a sus novios y preparado cenas en la estrecha cocina. Habrían lavado su ropa interior en el lavabo y la habrían secado en la estufa de gas. Y luego, al cabo de unos años, Claire se habría casado con un abogado o un empresario y se habría mudado a una casa como la de sus padres, en Hampshire o Surrey, y habría tenido varios hijos siempre bien atildados a los que habría contado historias de sus días de soltera en Londres.
Y Michael Francis habría terminado su doctorado. Se habría trajinado a las mujeres más atractivas de la ciudad —y parecía haberlas a montones, por todas partes, en el Londres de mediados de los sesenta—, las de rímel en los ojos y jersey de cuello alto, las de vaporosos vestidos, las de minifaldas extremas y botas altas, las de sombrero y gafas de sol, las de moño y abrigo de tweed. Lo habría intentado con todas, una a una. Y luego habría obtenido una plaza de profesor en Estados Unidos. Berkeley, pensaba, o Nueva York, o Chicago, o Williams. Lo tenía todo planeado. Se habría marchado de ese país para no volver jamás.
Pero resultó que tuvo que abandonar el doctorado. No podía mantener a una mujer y un hijo con su beca. Se puso a trabajar dando clases de Historia en un colegio de las afueras. Alquiló un piso en Holloway Road, cerca de donde había pasado su infancia, y Claire y él se turnaban para calentar los biberones. Iban a Hampshire los fines de semana y debatían sin cesar si Michael Francis debía permitir que su suegro les prestara dinero para comprar «un sitio decente donde vivir».
Remueve la cazuela con la cuchara de madera, luego sirve la pasta en dos platos.
A veces, cuando atisba una expresión distante en el rostro de su mujer, se pregunta si estará pensando en la casa que podía haber tenido. En Sussex o Surrey, con un marido abogado.
Pone buen cuidado en que la pasta no toque la tostada en uno de los platos, porque Hughie se niega a comer si un alimento entra en contacto con otro. «¡Se tocan!», gritaría. En cambio, Vita la echa sobre la tostada con mantequilla. Vita está siempre dispuesta a comerse lo que sea.
Está poniendo los platos delante de sus respectivas sillas cuando algo topa contra su pierna, algo sólido y caliente. Vita. Ha entrado desde el jardín y golpea la cabeza de pelo rizado contra su muslo, como una cabrita.
—Papi —canturrea—. Papi, papi, papi.
Él la coge en brazos.
—Vita —dice. Y por un momento es una vez más y de manera absoluta la persona que tiene que ser: un hombre en su cocina, cogiendo a su hija en brazos. Deja la cuchara de madera. Deja la cazuela. Rodea a la niña con los brazos. Se siente poseído por... ¿qué? Algo más que amor, algo más que afecto. Algo tan agudo y elemental que se parece a un instinto animal. Por un momento piensa que la única forma de expresar ese sentimiento es a través del canibalismo. Sí, quiere comerse a su hija, empezando por los pliegues de su cuello, hasta la tersa piel perlada de sus brazos.
Ella se arquea agitando las piernas. Vita siempre ha querido tener los pies en el suelo, no le gusta que la cojan. Su forma de afecto favorita es un abrazo en las piernas. Detesta estar por los aires. Siempre ha tenido una solidez, una firmeza corporal de la que Hughie carece. Hughie es un espíritu ligero y flaco, con ese pelo tan largo flameando a su espalda, un ser etéreo, un Ariel, una criatura del aire, mientras que Vita es un animal de tierra. Un tejón tal vez, piensa su padre, o un zorro.
Con un suspiro la deja en el suelo, y al momento ella se pone a correr en torno a la mesa de la cocina gritando inexplicablemente «¡Felices para siempre!» una y otra vez, con una variedad de énfasis.
—Vita —dice él, decidido a hablar a un volumen normal por encima del estrépito—. Vita, siéntate. ¿Vita?
Hughie entra entonces y se deja caer en su sitio a la mesa. Coge un cuchillo y juguetea con la pasta, cuya salsa anaranjada se enfría y se está cuajando. Frunce el entrecejo ensartando uno, dos, tres macarrones en una púa del tenedor, y Michael Francis no sabe si pedirle disculpas por que haya de nuevo pasta o decirle que se ponga a comer.
La última vez que su madre fue de visita —acude cada dos semanas, pero sólo para tomar un té, negándose a quedarse más para no «incomodar» a Claire— comentó, ante una cena parecida a ésa, que para estar dando clases a jornada completa, ¿no era sorprendente lo mucho que cocinaba? Claire no se hallaba en el comedor, pero lo oyó. Michael Francis supo que lo había oído por la forma brusca con que cerró el libro que estaba leyendo en la sala.
—Vita —lo intenta de nuevo.
La niña sigue correteando en torno a la mesa, desnuda, llena de churretes, canturreando:
—¡Felices para siempre! ¡Felices para siempre!
Hughie se da un palmetazo en la frente y deja el tenedor con un golpe en la mesa.
—¡Cállate, Vita! —masculla.
—¡Calla tú! —le grita ella—. ¡Calla tú, calla tú, calla tú...!
Michael Francis coge a su hija cuando pasa dando saltos y la sostiene sobre su cabeza mientras la niña aúlla y patalea. Sabe que ahora tiene dos opciones. Una, ponerse serio, ordenarle que se comporte, que se siente ahora mismo. Eso cuenta con el atractivo de desahogar parte de la frustración que lleva acumulando desde la mañana, pero el peligro es que le salga el tiro por la culata y Vita eleve el estruendo unos decibelios. Dos, recurrir al humor. Opta por esto último. Es más rápido y menos arriesgado.
—Ñam ñam —dice, fingiendo comerse la barriguita de Vita—. Soy el monstruo comeniñas. —La deja en una silla—. Tengo tanta hambre que si no comes te comeré yo a ti. Sólo estarás a salvo si comes.
Vita se echa a reír y, como por arte de magia, se queda en la silla. Michael Francis contiene el aliento hasta que la ve coger el tenedor.
—¿Qué monstruo, papi?
—Un monstruo enorme.
—¿Peludo? —chilla la niña.
—Sí, muy peludo. Todo lleno de pelo verde.
Y como todavía no ha probado bocado, le coge con suavidad el tenedor y se lo mete en la boca mientras ella pregunta:
—¿Y tienes dientes grandes?
—Gigantescos. Los dientes más grandes del mundo.
—El tiburón —informa de pronto Hughie— tiene varias hileras de...
—¿Y garras? —insiste Vita, lanzando una rociada de pasta masticada sobre la mesa.
—¡Estaba hablando yo! —grita Hughie—. ¡Estaba hablando! Papá, me ha interrumpido.
—Vita, no interrumpas. Espera a que los demás terminen de hablar. Sí, tengo garras. Sigue, Hughie, ¿qué tiene el tiburón?
—Tiene varias hileras de dientes que...
—¿Y vives en una cueva?
—¡Otra vez! —exclama Hughie, temblando de rabia—. ¡Papá!
Claire elige ese momento para entrar en la cocina. Su marido advierte que se ha cambiado de ropa y ahora lleva una falda y una blusa muy fina anudada a la cintura.
—Hola, chicos. ¿Está rica la cena?
—¿Vas a salir?
Ella barre con la vista las superficies, los estantes, el suelo...
—¿Ha visto alguien mi...?
—Mamá, Vita me ha interrumpido dos veces —se queja Hughie, volviéndose en la silla hacia su madre.
Claire pasa una mano por la parte superior de los armarios, se detiene, da un paso hacia la puerta trasera, vuelve a detenerse.
—No sabes cuánto lo siento, pero tú acabas de interrumpirme a mí.
—¿Adónde vas?
—Yo no te he interrumpido.
—Sí, ahora mismo. Tienes que dejar que los demás terminen de hablar.
—No me habías dicho que ibas a salir.
Claire se centra un momento en su marido.
—Sí te lo dije. Vamos a ver un programa de la universidad a distancia y luego cenaremos todos juntos. Te lo dije ayer, acuérdate. ¿Has visto mi...? —Pero parece renunciar a la idea de pedir su ayuda—. Bueno, da igual.
—¿Tu qué?
—Nada.
—No, dímelo.
—Papi. —Vita le pone en la manga una mano pringosa de salsa de tomate—. ¿Cuántos ojos tienes, dos o muchos?
—Nada —dice Claire—. Da igual.
Cuando se agacha para coger del suelo un bolso de lona que él no conoce, Michael Francis atisba un instante su escote, el encaje del sujetador, los túmulos gemelos de sus pechos. Y se le ocurre que otros también lo verán, en su grupo de estudio o lo que quiera que sea.
—Me marcho —se despide ella, besando a los niños en la cabeza—. Os doy las buenas noches ya, porque puede que cuando vuelva estéis dormidos.
—¿A qué hora vuelves? —quiere saber Michael Francis.
—¿Dos ojos, papi, o muchos ojos? ¿Muchos ojos en sitios raros, como los brazos o las orejas?
—¿Y quién va a acostarme? —pregunta Hughie con su tono de huérfano abandonado.
—Tarde. —Claire mueve la mano en el aire—. No sé.
—¿O en los pies? Los ojos en los pies serían muy útiles, ¿verdad?, porque...
—¿Y mi baño? ¿Quién va a bañarme?
—Pues papá. —Claire le da un rápido abrazo a su hijo—. Pero de todos modos no puedes bañarte por las restricciones de agua, ¿te acuerdas?
—Pero ¿a qué hora, más o menos? Alguna idea tendrás.
—Pues no. Igual me quedo o igual...
—O en las manos. Así podrías ver las cosas que quisieras coger, verías las cosas al cogerlas, a una niña para comértela, por ejemplo, o...
Mientras Claire sale por la puerta, Hughie coge un triángulo de pan tostado.
—Adiós —se despide Claire desde el recibidor.
—Esto no me lo puedo comer —está diciendo Hughie—. Tiene salsa por el borde.
—Papá, no me escuchas. ¿Dónde tienes los ojos?
Suena el teléfono. Vita cada vez habla más fuerte. Hughie está sacando comida del plato diciendo que no se puede comer ni esto ni lo otro, y Claire grita algo desde la puerta.
—¿Qué? —Michael Francis echa a correr, atraviesa el salón y llega al recibidor, donde su mujer aguarda en la puerta—. No te oía.
Su silueta se recorta en el umbral. El sol ilumina la tela de su blusa e incendia el pelo en torno a su rostro pequeño y pecoso. Le duele el corazón al verla. Quédate, quiere decirle, no te vayas. Quédate conmigo.
—Decía que seguramente era tu madre. Se ha pasado llamando toda la tarde.
—Ah.
—Ha perdido una llave o no sé qué.
—Ya.
A su espalda, los timbrazos del teléfono cesan bruscamente y se oye la voz de Hughie:
—¿Sí?
—Claire...
—Dime... —Ella tiene una mano en la puerta, un pie ya fuera.
—No te vayas.
—¿Qué?
—Por favor. —Le coge la muñeca, donde los huesos de sus dedos se encuentran con los huesos largos del brazo.
—Michael...
—Sólo esta noche. Quédate aquí sólo esta noche. No vayas. Yo te cuento todo lo que necesites saber sobre la Revolución Industrial. Quédate con nosotros. Por favor.
—No puedo.
—Sí que puedes.
—No puedo. Les he prometido...
—Que les den por saco.
Un error. El rostro de Claire se contrae de rabia. Se queda mirándolo. Detrás de él, Hughie le está diciendo a su abuela que papá no puede ponerse porque le está gritando a mamá en la puerta. Claire parece que va a decir algo, pero al final agacha la cabeza, pone el otro pie fuera de la casa y cierra la puerta a su espalda.
Él tarda un momento en comprender que se ha ido. Se queda mirando la puerta, el bronce deslustrado de la cerradura, el cristal tan limpiamente encajado en la madera. Y entonces se da cuenta de que Hughie está a su lado.
—¡Papá! ¡Papá!
—¿Qué? —Baja la vista a esa versión en miniatura de su mujer, su mujer que acaba de marcharse, que ha salido por esa puerta, alejándose de ellos.
—La abuela al teléfono. Dice que...
Michael Francis atraviesa de nuevo el salón y coge el auricular.
—¿Mamá? Perdona, estaba...
Lo desconcierta oír que su madre está en mitad de una frase, una parrafada o posiblemente algo incluso más largo...
—... y le dije a ese señor que bueno, que hoy no necesitaba leche, así que tendría que volver el jueves, ¿y sabes lo que me contestó? Pues me dijo que...
—Mamá, soy yo.
—... de todos modos, no llevaba mucha en la furgoneta y...
—¡Mamá!
Una pausa en el teléfono.
—¿Eres tú, Michael Francis?
—Sí, soy yo.
—Ah. Creía que estaba hablando con Vita.
—No. Era Hughie.
—Ah. Bueno. Ya le he contado a Claire esta tarde (por cierto, parecía muy agobiada) que el problema es que se ha llevado la llave del cobertizo y...
—¿Quién?
—Yo le dije que el desayuno estaba listo, pero ya sabes cómo se pone con el periódico...
—¿Qué periódico?
—El caso es que el congelador está en el cobertizo, como bien sabes.
Michael Francis se lleva una mano a la frente. A veces, hablar con su madre es como deambular desorientado por un bosque de significados en el que nadie tiene nombre y los personajes aparecen y desaparecen porque sí. Hace falta un punto de apoyo, cierto sentido de la orientación, establecer la identidad de uno de los personajes, y entonces, con algo de suerte, todo lo demás va cuadrando.
—... me ha dicho que hoy no tenía tiempo, pero...
—¿Quién? ¿Quién no tenía tiempo?
—Ya sé que está siempre muy ocupada. Tiene mucho lío.
Esto es una pista definitiva. Sólo hay una persona para la que su madre utiliza esa frase.
—¿Mónica? ¿Me estás hablando de Mónica?
—Sí. —Parece algo ofendida—. Pues claro. Hoy no tiene tiempo por lo del gato, así que he pensado que a ver si tú...
—¿Yo? —Las compuertas de su furia se abren, y es un glorioso alivio, un maravilloso y torrencial desahogo—. A ver si lo entiendo. Me estás pidiendo a mí, que tengo una familia y un trabajo a jornada completa, que vaya a ayudarte a encontrar la llave del cobertizo. Y no se lo pides a mi hermana, que no tiene hijos ni trabajo, porque «tiene mucho lío».
Cómo odia esa frase. Aoife y él se la decían a veces, en broma. Pero en realidad el favoritismo de su madre por su hija mediana, su infinita tolerancia con ella, su capacidad para perdonarle cualquier cosa, no tiene nada de gracia. Es irritante. Es ridículo. Y sobre todo es hora de que se acabe.
Su madre inhala bruscamente y se produce un breve silencio. ¿Por dónde irá a salir? ¿Le gritará ella también? Su madre siempre está más que dispuesta a defenderse con uñas y dientes, eso lo saben ambos.
—Bueno —dice por fin con voz trémula. Es obvio que ha optado por mostrarse herida y un poquito valiente—. Pensé que quizá podías ayudarme. Pensé que podía llamarte en mi hora de necesi...
—Mamá...
—Vaya, que ya lleva fuera once horas y no sé qué hacer y...
Michael Francis arruga la frente, se acerca más el auricular a la oreja. Ésta es otra característica de las conversaciones con su madre. Ella es curiosamente incapaz de distinguir la información importante de los datos nimios. Para ella todo es crucial: una llave extraviada y la desaparición de su marido tienen la misma precedencia.
—¿Papá lleva fuera de casa once horas?
—... y como nunca había desaparecido así y yo no sabía muy bien a quién recurrir y Mónica está tan ocupada, pensé que...
—Espera, espera. ¿Le has dicho a Mónica que papá ha desaparecido?
Una pausa.
—Sí —contesta insegura—. Me parece que sí.
—¿O sólo le has dicho que no sabes dónde está la llave del cobertizo?
—Michael Francis, creo que no me estás escuchando. Sé perfectamente dónde está la llave del cobertizo. Está en el llavero de tu padre, pero como tu padre ha desaparecido, pues la llave también, y...
—Vale. —Decide hacerse cargo de la situación—. Te diré lo que vamos a hacer. Tú te quedas esperando al lado del teléfono. Yo voy a hablar con Mónica y vuelvo a llamarte dentro de diez minutos. ¿De acuerdo?
—Muy bien, cariño. Espero tu llamada, entonces.
—Eso. No te muevas de ahí.