11

Me marché de Oxford frustrado, sucio y muy, muy cansado. El viaje de vuelta a casa no pudo ser peor: uno de los trenes fue cancelado, y a la salida de Witney había un atasco de tráfico que retuvo mi autobús durante casi media hora. Por suerte, la lluvia cesó, aunque el cielo seguía encapotado, amenazador, y el viento soplaba con fuerza, mala señal para el principio del verano.

Cuando llegué a Refugio del Roble, ya eran las seis de la tarde, y en seguida advertí que había tenido un visitante: la puerta trasera estaba abierta de par en par, y había luz en el estudio. Aceleré el paso, pero me detuve junto a la puerta, mirando nerviosamente a mi alrededor por si había algún caballero de gatillo fácil, o algún mitago violento. Pero tenía que ser Guiwenneth. La puerta estaba forzada, y la pintura alrededor del pomo arañada, delatando los golpes de lanza. Dentro, capté enseguida el olor que asociaba con ella, agudo, pungente. Era evidente que necesitaba bañarse mucho más a menudo.

La llamé por su nombre mientras recorría cautelosamente todas las habitaciones. No la encontré en el estudio, pero dejé la luz encendida. Un movimiento en el piso superior me sobresaltó, y me dirigí al vestíbulo.

—¿Guiwenneth?

—Me temo que me ha pescado usted curioseando —me llegó la voz de Harry Keeton.

Apareció en lo alto de la escalera, con aspecto avergonzado, sonriendo para disimular su falta.

—Lo siento mucho, pero la puerta estaba abierta.

—Creí que era otra persona —respondí—. No hay nada digno de verse. Bajó la escalera y le guié hacia la sala de estar.

—¿Había alguien cuando vino?

—Sí, pero no llegué a verle. Como le he dicho, llamé a la puerta principal. No me abrieron. Rodeé la casa y encontré la puerta trasera abierta. Había un olor extraño, y luego esto…

Señaló la habitación. Todos los muebles estaban desordenados, y las estanterías vacías, ya que su contenido, libros y objetos, se hallaba esparcido por el suelo.

—No tengo costumbre de hacer este tipo de cosas —dijo con una sonrisa—. Alguien huyó de la casa cuando entré en el estudio, pero no llegué a verle. Pensé que sería mejor esperarle.

Ordenamos la habitación, y luego nos sentamos junto a la mesa del comedor. Hacía frío, pero opté por no encender la chimenea. Keeton se relajó. La cicatriz de la quemadura se le había enrojecido considerablemente con la vergüenza, pero poco a poco se fue haciendo más clara, más discreta, aunque se cubría la mandíbula nerviosamente con la mano izquierda cuando hablaba. Advertí que parecía cansado, ni mucho menos tan agudo y vivaz como el día que le conocí en el Aeródromo de Muckiestone. Llevaba ropas de civil, muy gastadas. Cuando se sentó junto a la mesa, advertí que tenía una cartuchera y una pistola en el cinturón.

—He revelado las fotografías que tomé hace unos días, durante ese vuelo.

Se sacó del bolsillo un paquete enrollado, lo estiró y lo abrió para sacar varias fotografías del tamaño de una revista. Casi había olvidado que aquellas fotografías del terreno constituían parte del proceso.

—Después de la tormenta en la que, al parecer, nos metimos, no creí que hubiéramos sacado nada. Pero me equivoqué. Cuando empujó las copias hacia mí, parecía inquieto.

—Suelo usar una buena cámara, de alta precisión. Película Kodak de alta sensibilidad. Así que he podido ampliarlas bastante. Mírelas…

Me observó mientras yo miraba las escenas algo difuminadas, a veces borrosas, del Bosque Mitago.

Las copas de los árboles y los claros parecían protagonizar todas las fotografías, pero pronto comprendí por qué Keeton estaba tan emocionado. En la cuarta foto, tomada cuando el avión se vio lanzado hacia el oeste, la cámara había hecho una toma panorámica algo inclinada del bosque, y mostraba un claro con una alta estructura de piedra, muy deteriorada, parte de la cual se alzaba por encima del nivel del follaje.

—Un edificio —dije innecesariamente.

—Hay una ampliación —siguió Harry Keeton.

Algo más borrosa, la siguiente fotografía mostraba un plano más cercano de la construcción: un edificio y una torre, se alzaba en una interrupción de los árboles del bosque. Había varias figuras. No se podía observar ningún detalle, aparte del hecho de que eran humanas: formas blancas y grises, que sugerían la presencia de hombres y mujeres caminando alrededor de la torre. Dos de las formas parecían estar escalando la ruinosa estructura.

—Probablemente fue construida en la Edad Media —comentó Keeton, pensativo—. El bosque creció alrededor del camino de acceso, y ese lugar se vio aislado…

Otra idea, menos romántica pero más plausible, era que la estructura fuese alguna extravagancia victoriana, algo construido más por capricho que por motivos lógicos. Pero ese tipo de locuras solían aparecer en la cumbre de las colinas: estructuras altas, desde cuya cima el propietario excéntrico, adinerado, o simplemente aburrido, podía observar el paisaje más allá de los límites del condado.

Si eso era lo que pretendía el lugar que observábamos en la fotografía, el arquitecto había sido particularmente inepto.

Examiné la siguiente foto: mostraba la imagen de un río que discurría entre los densos grupos de árboles. Su curso trazaba meandros. Visto desde el aire, parecía un camino entre los árboles. En dos puntos, algo desenfocados, el agua brillaba y el río parecía particularmente ancho. ¿Aquello era el Arroyo Arisco? Me resultaba difícil creer lo que veía.

—También he ampliado las fotos del río —dijo Keeton.

Cuando examiné las tomas de las que hablaba, comprendí que allí se veían más mitagos.

Esas formas también estaban desenfocadas, pero había cinco, muy juntas, vadeando el segmento del río que había atraído la atención de la cámara. Sostenían objetos sobre sus cabezas, quizá armas, quizá sólo cayados. Eran borrosas y mal definidas, como la foto que había visto en cierta ocasión del monstruo de un lago: sólo la sugerencia de una forma en movimiento.

¡Vadeando el Arroyo Arisco!

La última fotografía era, a su manera, la más dramática de todas. Sólo mostraba bosque. ¿Sólo? Allí había algo más y, en aquel momento, yo no quería ni imaginar la naturaleza de las fuerzas y estructuras que tenía ante los ojos. Según me explicó Keeton, el negativo no había recibido suficiente exposición. Ese sencillo error, provocado por causas que no entendía, delataba la presencia de unos tentáculos de energía que se alzaban de la gran mancha de bosque. Eran escalofriantes, insinuantes, tentativos… Conté veinte de ellos, como tornados, pero más delgados, retorcidos y arqueados, sondeando el cielo desde la tierra oculta más abajo. Los vórtices se tendían claramente hacia el avión, para sondear el vehículo intruso… y rechazarlo.

—Ahora sé qué clase de bosque es —dijo Keeton. Le miré, sorprendido. Me estaba observando. En sus ojos había una expresión de triunfo, pero no exenta de algo muy parecido al terror. Tenía la quemadura del rostro enrojecida, y la comisura de la boca afectada por el fuego, alzada, lo que daba cierta asimetría a su rostro. Se inclinó hacia adelante, con las palmas de las manos apoyadas en la mesa.

—He estado buscando un lugar como éste desde que terminó la guerra —siguió—. Y, en pocos días, he comprendido la naturaleza del Bosque Ryhope. Ya había oído historias sobre un bosque encantado en esta zona…, por eso me he dedicado a investigar el condado.

—¿Un bosque encantado?

—Un bosque fantasma —aclaró rápidamente—. Había uno en Francia. Allí fue donde me derribaron. Aquél no tenía un aspecto tan sombrío, pero era igual.

Le animé a que siguiera hablando. Parecía casi temeroso de hacerlo. Se echó hacia atrás en la silla, y su mirada vagó lejos de mí, mientras recordaba.

—Lo he borrado de mi mente. He borrado muchas cosas…

—Pero ahora las recuerda.

—Sí. Estábamos muy cerca de la frontera belga. Había volado muchas veces por aquella zona, casi siempre llevando suministros a la Resistencia. Un anochecer, iba en misión cuando el avión fue zarandeado en el aire. Como atrapado por una corriente termal terrible. —Me miró—. Ya sabe cómo son.

Asentí. Él siguió hablando:

—Por mucho que lo intentara, no podía volar sobre aquel bosque. Era bastante pequeño. Maniobré y traté de hacerlo una vez más. El mismo efecto lumínico en las alas, como el otro día: una luz que surgía sobre la cabina. Y, una vez más, me zarandeó como a una hoja. Allí abajo había rostros. Era como si flotaran sobre el follaje. Como fantasmas, como nubes. Tenues. Ya sabe cómo se supone que son los fantasmas. Parecían nubes atrapadas en las copas de los árboles, moviéndose, cambiando… ¡pero eran rostros!

—Así que no le derribaron —dije. Pero él asintió.

—Oh, sí. Desde luego, algo derribó el avión. Yo siempre digo que fue un francotirador porque…, bueno, porque es la única explicación que se me ocurre. —Se miró las manos—. Un disparo, un golpe, y el avión cayó sobre el bosque como una piedra. Conseguí salir de entre los restos del aparato, igual que John Shackieford. Tuvimos una suerte increíble… hasta entonces.

—¿Y luego?

Alzó la vista, suspicaz.

—Y luego… en blanco. Salí del bosque. Estaba vagando por entre las granjas de los alrededores, cuando una patrulla alemana me atrapó. Me pasé el resto de la guerra detrás de una alambrada de espino.

—¿Vio algo en el bosque mientras estaba allí? Titubeó antes de responder y, cuando lo hizo, había un dejo de irritación en su voz:

—Ya se lo he dicho, amigo. En blanco.

Supuse que, por el motivo que fuera, no quería hablar de lo que había sucedido después del accidente del avión. Debía de ser humillante para él: prisionero de guerra, con una quemadura terrible y derribado en extrañas circunstancias.

—Este bosque, el Bosque Ryhope, es igual… —empecé.

—También había rostros, pero mucho más cerca.

—No los vi —respondí, asombrado.

—Estaban allí, pero usted no miró. Es un bosque fantasma. Exactamente igual que el otro. Y a usted también le ha hechizado. ¡Dígame que estoy en lo cierto!

—¿Quiere que le diga algo que ya sabe?

Tenía una mirada vehemente. El pelo rubio, indómito, le caía sobre las cejas y le daba un aspecto infantil. Parecía emocionado, pero también aprensivo. O, quizá, asustado.

—Me gustaría entrar en ese bosque —dijo con una voz que era casi un susurro.

—No llegará muy lejos —repliqué—. Lo sé, ya lo he intentado.

—No le entiendo.

—El bosque le obligará a dar la vuelta. Se defiende… Pero bueno, santo Dios, ya lo vio el otro día. Puede caminar durante horas, y siempre descubrirá que ha trazado un círculo. Mi padre descubrió un camino hacia el interior. Y Christian, también.

—Su hermano.

—El mismo. Ya lleva allí más de nueve meses. Debe de haber encontrado un camino a través de los vórtices…

Antes de que Keeton me preguntara el significado del término, un movimiento en la cocina nos sobresaltó a los dos, y ambos reaccionamos con un gesto de silencio. Había sido un movimiento rápido, sólo delatado por el abrirse y cerrarse de la puerta trasera. Señalé el cinturón de Keeton.

—Le sugiero que desenfunde la pistola, y si el rostro que aparece por esa puerta no tiene una melena pelirroja… dispare un tiro de aviso contra la pared.

Con toda la rapidez posible, sin hacer ni un ruido innecesario, Keeton preparó el arma. Era una Smith and Wesson calibre 38. Armó el percutor, alzó el arma cargada y apuntó. Clavé la vista en la puerta de la cocina y, un momento más tarde, Guiwenneth entró cautelosa, lentamente, en la habitación. Miró a Keeton, luego a mí, y en su rostro se reflejó la pregunta: «¿Quién es éste?».

—Santo Dios —se atragantó Keeton, animándose un poco. Bajó el arma, puso el seguro y se la guardó en la cartuchera, sin dejar de mirar a la chica. Guiwenneth se acercó a mí, me puso una mano en el hombro (¡casi protectora!), y se quedó a mi lado mientras escrutaba al piloto. Dejó escapar una risita y se rozó el rostro. Estaba estudiando la desagradable marca del accidente de Keeton. Dijo algo en su extraño idioma, demasiado de prisa para que yo lo interpretara.

—Es usted increíblemente hermosa —le dijo Keeton—. Soy Harry Keeton. Me ha dejado sin aliento, casi olvido los buenos modales.

Se levantó y dio un paso hacia Guiwenneth, que se apartó de él, incrementando la presión sobre mi hombro. Keeton me miró.

—¿Es extranjera? ¿No habla nada de nuestro idioma?

—Ni una palabra. Pero su idioma es de este país…, más o menos. No comprende nada de lo que hablamos.

Guiwenneth se agachó y me besó la cabeza. También me pareció un gesto posesivo, protector, y no comprendí el motivo. Pero me gustó. Creo que enrojecí tanto como solía hacer Keeton. Alcé la mano, puse los dedos sobre los de la chica y, por un momento, nuestras manos se entrelazaron en una especie de comunicación que era inconfundible.

—Buenas anoches, Steven —me dijo con un acento fuerte, extraño, pronunciando cuidadosamente cada palabra.

Alcé la vista hacia ella. Sus ojos castaños brillaban, en parte de orgullo y en parte de diversión.

—Buenas noches, Guiwenneth —la corregí. Ella hizo una mueca y se volvió hacia

Keeton.

—Buenas noches…

Se interrumpió y dejó escapar una risita. Había olvidado el nombre. Keeton se lo recordó, y ella lo dijo en voz alta, al tiempo que alzaba la mano derecha, con la palma hacia él, y luego se ponía la palma en el vientre, Keeton repitió el gesto, hizo una reverencia, y los dos se echaron a reír.

Después, Guiwenneth concentró su atención otra vez en mí. Se acuclilló a mi lado con la lanza entre las piernas, algo incongruente, casi obsceno. La túnica era demasiado corta, y el cuerpo demasiado sensualmente juvenil y atractivo como para que un hombre inexperto como yo pudiera aparentar indiferencia. Ella me tocó la nariz con un dedo largo y delgado, sonriendo al identificar las ideas que discurrían bajo mi rostro enrojecido.

—Cuningabach —dijo en tono de advertencia—. Comida. Cocinar. Guiwenneth. Comida-añadió luego.

—Comida —repetí—. ¿Quieres comida?

Me señalé el pecho mientras hablaba, y Guiwenneth negó rápidamente con la cabeza, señalando su propio pecho.

—¡Comida!

—¡Ah! ¡Comida! —repetí, ahora señalándola a ella.

Guiwenneth quería cocinar. Ya la entendía.

—¡Comida! —asintió con una sonrisa. Keeton se lamió los labios.

—Comida —dije, inseguro, preguntándome cuál sería la idea de Guiwenneth sobre una cena.

Pero ¿qué importaba? Sería un buen experimento. Me encogí de hombros y asentí.

—¿Por qué no?

—¿Puedo quedarme… sólo para la cena? —intervino Keeton.

—Por supuesto —respondí.

Guiwenneth se puso en pie y se llevó un dedo a la nariz. (Parecía estar diciendo: «Va a ser un banquete»). Se dirigió a la cocina y revolvió entre las cazuelas y utensilios. Pronto oí el ominoso ruido de cortes, y el sonido desagradable de los huesos al ser quebrados.

—Supongo que es muy impertinente por mi parte autoinvitarme de esta manera —dijo Keeton mientras se sentaba en un sillón, todavía con la chaqueta puesta—. Pero en las granjas siempre hay buena comida. Si quiere, pagaré…

Le miré y me eché a reír.

—Ni lo mencione. Quizá tenga que pagarle yo a usted. Siento decirlo, pero nuestra cocinera de hoy no cree en los métodos tradicionales. Nada de huevos fritos con bacon, ni siquiera ha oído hablar de ellos. Lo más probable es que esté asando un jabalí salvaje.

Keeton frunció el ceño, por supuesto.

—¿Un jabalí? Hace tiempo que se extinguieron aquí.

—En el Bosque Ryhope, no. También hay osos. ¿Le gustaría un plato de oso estofado con mollejas de lobo?

—Pues, la verdad, no mucho —respondió el piloto—, ¿es una broma?

—El otro día le preparé una sopa de verduras de lo más normal, y le pareció repugnante. No quiero ni pensar qué considerará apetecible…

Pero, cuando me aventuré hasta la puerta de la cocina para echar un vistazo, me resultó evidente que estaba preparando algo mucho menos ambicioso que un asado de jabalí. La mesa de la cocina estaba llena de sangre, igual que los dedos de Guíwenneth. Ella se los lamía con la misma tranquilidad con que yo hubiera lamido miel o salsa. La carcasa era larga y delgada. Un conejo, o una liebre. Había agua hirviendo. Había cortado groseramente algunas verduras, y examinaba el bote de la sal mientras se chupaba las manos. Al final, la comida resultó sabrosa, aunque tenía un aspecto un tanto repugnante. Sirvió la carcasa entera, con cabeza y todo, pero había partido el cráneo de manera que los sesos se cocieran también. Los separó con el cuchillo y los cortó cuidadosamente en tres partes. Keeton rechazó la suya con una divertida exhibición de cortesía y pánico.

Guiwenneth comió con los dedos, y sólo usó su cuchillo corto para cortar tajadas del conejo, que resultó sorprendentemente abundante. Rechazó el tenedor, calificándolo de «R’vannith», pero probó a usarlo, y era evidente que reconocía su potencial.

* * *

—¿Cómo va a volver al aeródromo? —pregunté más tarde a Keeton.

Como la noche era algo fría, Guiwenneth había encendido la chimenea con madera de abedul. La sala de estar tenía un ambiente acogedor. Ella se sentó con las piernas cruzadas ante el fuego, y se dedicó a observar las llamas. Keeton se quedó junto a la mesa, y dividió su atención entre las fotografías y la espalda de la extraña chica. Yo me senté en el suelo, con la espalda apoyada en un sillón y las piernas estiradas tras Guiwenneth.

Tras un rato, ella se echó hacia atrás, apoyó los codos en mis rodillas y me rozó cariñosamente un tobillo. El fuego hacía que el pelo le brillara. Estaba inmersa en sus propios pensamientos, y parecía melancólica.

La pregunta que le hice a Keeton quebró bruscamente aquel silencio contemplativo. Guiwenneth se sentó y me miró, con el rostro solemne y los ojos casi tristes. Keeton se puso de pie y recogió la chaqueta, colgada en el respaldo de la silla.

—Sí, se está haciendo tarde… Me sentí avergonzado.

—No era una indirecta para que se fuera. Si quiere, puede quedarse esta noche, hay sitio de sobra.

Me sonrió de una manera extraña, y miró a la chica.

—Quizá acepte su oferta en otra ocasión, pero mañana tengo que madrugar.

—¿Cómo va a volver?

—Igual que vine, en la motocicleta. La he dejado aparcada en el cobertizo, para protegerla de la lluvia.

Le acompañé hasta la puerta. Antes de marcharse, dirigió una larga mirada hacia el bosque.

—Volveré —dijo—. Espero que no le importe…, pero tengo que volver.

—Cuando quiera —respondí.

Unos minutos más tarde, el rugido de la motocicleta hizo que Guiwenneth se sobresaltara y me mirase interrogadora, asombrada y alarmada. Sonreí, y le dije que no era más que el carro de Keeton. Unos segundos más tarde, cuando el sonido del motor desapareció en la distancia, Guiwenneth se relajó.