12

Durante las primeras horas de aquella velada se había creado entre nosotros una intimidad que me afectó profundamente. El corazón me latía a toda velocidad, tenía el rostro sonrojado, y mis pensamientos eran los de un adolescente incontrolable. La presencia de la chica, sentada en el suelo junto a mí, silenciosa, su belleza, su fuerza, su aparente tristeza, todo se combinó para organizar un caos en mis emociones. Para impedirme a mí mismo agarrarla por los hombros, intentar torpemente besarla, tuve que abrazar el respaldo de la silla y luchar para mantener los pies inmóviles sobre la alfombra.

Creo que ella era consciente de mi confusión. Me sonrió y me miró, insegura, antes de clavar otra vez sus ojos en el fuego. Más tarde, se inclinó y apoyó la cabeza en mis piernas. Le toqué el cabello, primero tentativamente, luego con más seguridad. No se resistió. Le acaricié el rostro, pasé los dedos ligeramente por entre los rizos de pelo rojo, y empecé a pensar que el corazón me iba a estallar en el pecho.

La verdad, pensé que aquella noche dormiría conmigo. Pero, más o menos a medianoche, se marchó, sin una mirada, sin una despedida. El fuego se apagó, y la habitación quedó fría. Quizá se había dormido apoyada en mí, no lo sé. Tenía las piernas insensibles de estar en la misma postura durante horas. No quería molestarla con el menor movimiento de mi cuerpo, aparte de las suaves caricias. Y, de repente, se levantó, recogió su cinturón y sus armas, y salió de la casa. Me quedé sentado allí y, en algún momento de la madrugada, me cubrí con el mantel de la mesa a modo de manta.

Volvió al día siguiente, por la tarde. Mostraba una actitud despegada, distante, rehuía mi mirada y no contestaba a ninguna pregunta. Decidí hacer las cosas habituales: cuidar de la casa (o sea, limpiarla) y arreglar la puerta trasera. No eran cosas que me hubieran preocupado en condiciones normales, pero tampoco quería seguir a Guiwenneth en su vagar por la casa, perdida en sus propios pensamientos.

—¿Tienes hambre? —le pregunté más tarde. Ella estaba junto a la ventana de mi dormitorio. Sonrió y se volvió hacia mí, sin dejar de mirar hacia fuera.

—Tengo hambre —respondió.

El acento era extraño. Las palabras, perfectas.

—Estás aprendiendo mi idioma muy bien —dije, marcando exageradamente el énfasis en cada palabra.

Pero eso ya no lo entendió.

Esta vez se preparó el baño sin que yo se lo dijera, y chapoteó en el agua fría durante algunos minutos, sin dejar de apretar entre los dedos la pastilla de jabón Lifebuoy. Hablaba consigo misma y, de vez en cuando, se reía. Hasta se comió la ensalada de jamón frío que le había preparado.

Pero algo iba mal, algo que mi escasa experiencia me impedía comprender. Yo le atraía, estaba seguro, y también tenía la sensación de que me necesitaba. Pero algo la retenía.

Más tarde, por la noche, se dedicó a curiosear por los armarios de las habitaciones en desuso, y encontró algo de ropa vieja de Christian. Se despojó de la túnica y se puso una camisa blanca sin cuello. Abrió los brazos y se echó a reír. La camisa le quedaba enorme, le llegaba a medio muslo, y las mangas le colgaban más allá de las manos. Le enrollé los puños, y sacudió los brazos como un pájaro, mientras reía, encantada. Luego, volvió al armario y sacó unos pantalones grises de franela. Con unos alfileres, conseguimos que sólo le llegaran a los tobillos, y atamos el conjunto a su cintura con el cordón de una bata.

Con aquel estrambótico atuendo, parecía cómoda. Era como una niña perdida en las ropas de un payaso, pero ¿cómo iba ella a juzgar tales cosas? Y, sin preocuparse lo más mínimo por su aspecto, era feliz, Supongo que, en su mente, asociaba el hecho de usar unas ropas que consideraba mías, con estar más cerca de mí.

Fue una noche cálida, de ambiente veraniego. A la escasa luz del crepúsculo, paseamos alrededor de la casa. A Guiwenneth le intrigó la cantidad de robles jóvenes que rodeaban la casa y crecían por todo el césped, junto al estudio. Caminó entre los arbolillos inmaduros, pasando las manos sobre la corteza flexible, doblándolos, soltándolos, acariciando las yemas más recientes, nacidas durante la nueva estación. La seguí, concentrado en cómo la brisa vespertina le hinchaba la amplia camisa y acariciaba aquella cascada increíble que era su pelo.

Dio dos vueltas a la casa, caminando casi a paso de marcha. Yo no entendía el motivo de tanta actividad, hasta que volvió de nuevo al patio trasero, y contempló el bosque casi con nostalgia. Dijo algo en un tono que tenía un extraño matiz de frustración.

La comprendí al momento.

—Esperas a alguien. Alguien va a venir del bosque para buscarte. ¿Es eso?

¡Esperas a alguien!

Y, al mismo tiempo, se me ocurrió una idea aterradora: ¡Christian!

Por primera vez me descubrí a mí mismo deseando fervorosamente que Christian no volviera jamás. El deseo que me había obsesionado durante meses, su regreso, se invirtió tan fácil, tan cruelmente, como fácil y cruel sería destruir una camada de gatitos. Ya no me dolía recordar a mi hermano, ya no le necesitaba, la pena había desaparecido. Desapareció porque él buscaba a Guiwenneth, y porque aquella hermosa muchacha, aquella melancólica niña guerrera, quizá también le esperase. Había acudido a la casa, fuera del bosque, para aguardar su regreso, con la certeza de que él volvería algún día a su extraña morada.

No era mía. En absoluto. No era a mí a quien quería. Amaba a mi hermano mayor, al hombre cuya mente la había creado.

Pero aquel momento de reflexiones airadas se vio interrumpido cuando recordé la imagen de Guiwenneth escupiendo en el suelo, y pronunciando el nombre de Christian con un desprecio amargo. ¿Era el desprecio de la que ha visto traicionado su afecto? ¿Un desprecio que el tiempo había suavizado?

De alguna manera, supe que no. El pánico pasó. Ella había tenido miedo de Chris, y aquella violenta reacción contra él no fue fruto de un amor despechado. Volvimos a la casa y nos sentamos junto a la mesa. Guiwenneth me habló y me miró, vehemente, al tiempo que se tocaba el pecho y movía las manos para ilustrar los pensamientos que se ocultaban bajo las extrañas palabras. Durante el monólogo, utilizó vocablos de mi idioma con una frecuencia sorprendente, pero seguí sin comprender qué me decía. Pronto, su rostro reflejó una mezcla de cansancio y frustración. Esbozó una sonrisa algo triste al comprender que las palabras eran inútiles. Hizo una señal, indicándome que yo le hablara a ella. Durante una hora, le conté cosas sobre mi infancia, sobre la familia que había vivido en Refugio del Roble, sobre la guerra, y sobre mi primer amor. Durante todo el rato, ilustré la conversación con gestos, exagerando abrazos imaginarios, disparando pistolas inexistentes, haciendo caminar mis dedos sobre la mesa, persiguiendo mi mano izquierda y, por último, atrapándola e ilustrando un primer beso tentativo. Era puro Chaplin. Guiwenneth sonrió y rió a carcajadas, hizo comentarios, dejó escapar sonidos de aprobación, de sorpresa, de incredulidad… Y, así, nos comunicamos a un nivel que estaba más allá de las palabras. Creo que entendió todo lo que le conté, y ahora conocía mi vida interior a grandes rasgos. Pareció intrigada cuando le hablé de la infancia de Christian, pero adoptó una expresión solemne cuando le conté cómo había desaparecido en el bosque.

—¿Comprendes lo que te digo? —le pregunté por fin. Sonrió y se encogió de hombros.

—Entiendo hablar. Un poco. Tú hablar. Yo hablar. Un poco. —Se encogió de hombros otra vez—. En bosque. Hablar…

Flexionó los dedos, tratando de explicar un concepto difícil.

—¿Muchos? ¿Muchos idiomas?

—Sí —asintió ella—. Muchos idiomas. Algunos entender. Algunos no…

Sacudió la cabeza y cruzó las manos abiertas, en un claro gesto de incomprensión.

El diario de mi padre hacía referencia a cómo un mitago puede aprender el idioma de su creador mucho más de prisa que a la inversa. Era increíble ver y oír cómo Guiwenneth comprendía cada vez más, entendía y usaba más conceptos casi con cada frase que le decía.

El reloj de palisandro marcó las once. Contemplamos la repisa de la chimenea en silencio y, cuando el delicado sonido se extinguió, conté en voz alta hasta once. Guiwenneth me respondió en su propio idioma. Nos miramos el uno al otro. Había sido una velada muy larga, y yo estaba cansado. Tenía la garganta reseca de tanto hablar, y los ojos me picaban por el polvo, o quizá por las cenizas de la chimenea. Necesitaba dormir, pero no quería romper el contacto con la chica. Tenía un miedo mortal de que, tras marcharse al bosque la noche anterior, no volviera, así que me había pasado la mañana paseando intranquilo, esperándola. Cada vez la necesitaba más.

Toqué la mesa.

—Mesa —dije.

Ella pronunció una palabra que sonaba como «tabla».

—Cansado —dije.

Dejé que la cabeza me cayera hacia un lado, y fingí unos ronquidos exagerados. Ella sonrió y asintió, mientras se frotaba los ojos castaños con las manos, y parpadeaba rápidamente.

—Chusug —afirmó, para añadir luego en mi idioma—: Guiwenneth cansada.

—Me voy a dormir. ¿Quieres quedarte?

Me levanté y le tendí la mano. Entonces, titubeó. Me rozó los dedos con las puntas de los suyos, pero permaneció sentada, mirándome, y sacudió lentamente la cabeza. Me lanzó un beso, quitó el mantel de la mesa (como había hecho yo la noche anterior), y se tendió en el suelo, junto a la chimenea apagada. Allí, se enrolló sobre sí misma como un animal, y pareció dormirse de inmediato.

Subí la escalera hacia mi fría cama, y permanecí despierto más de una hora. En cierto modo, decepcionado, pero también triunfante: por primera vez, ella iba a pasar la noche en mi casa.

¡Estábamos progresando!

* * *

Aquella noche, la naturaleza avanzó hacia Refugio del Roble de una manera aterradora, dramática.

Yo había dormido a intervalos irregulares, con la mente llena de visiones de la chica que dormitaba abajo, junto a la chimenea, y de recuerdos de su paseo entre los brotes de roble que rodeaban la casa. No podía olvidar su imagen, con la camisa azotada por el viento, ni sus manos acariciando la flexible corteza de los árboles, que tenían ya la altura de un hombre. Me parecía que toda la casa se movía y crujía, mientras las raíces en expansión penetraban y taladraban el suelo. Y quizá era una intuición de lo que sucedió a las dos de la madrugada.

Me despertó un sonido extraño, el ruido de la madera al agrietarse, el gemido de grandes vigas que se retorcían y se combaban. Durante un segundo, mientras todos mis sentidos se despertaban, creí estar en medio de una pesadilla. Entonces comprendí que la casa entera temblaba, y vi como el haya que crecía ante mi ventana se movía como si la azotara un huracán. Oí el grito de Guiwenneth en el piso inferior, agarré la bata y corrí escalera abajo.

Un extraño viento frío soplaba desde el estudio, y Guiwenneth estaba de pie, en el oscuro pasillo que llevaba a esa habitación. No era más que una forma frágil, envuelta en ropas demasiado grandes. El sonido empezaba a atenuarse. Un fuerte olor a barro y a tierra me llegó de repente cuando me acerqué cautelosamente a través del vestíbulo y encendí la luz.

El bosque había llegado al estudio, irrumpiendo a través del suelo, creciendo y retorciéndose contra las paredes y el techo. El escritorio estaba destrozado, los armarios caídos y rotos bajo los dedos engarfiados de los árboles. No sé si se trataba de un solo árbol o de varios. Quizá no fuera un árbol normal, sino una extensión del bosque cuyo único objetivo era imponerse a las frágiles estructuras de factura humana.

Allí imperaba el olor a tierra y a bosque. Las ramas que cubrían el techo temblaban. El barro caía en pequeños terrones de los troncos oscuros que habían destrozado el suelo en ocho puntos diferentes.

Guiwenneth entró en aquella sombría jaula de bosque, y extendió la mano para rozar uno de los miembros temblorosos. Toda la habitación pareció estremecerse ante su toque, pero, ahora, una sensación de calma envolvía la casa. Era como si… como si, de pronto, en cuanto el bosque hubo atrapado el Refugio, en cuanto lo convirtió en parte de su aura, la necesidad de poseerlo hubiera desaparecido.

La luz del estudio ya no funcionaba. Todavía atónito por lo sucedido, seguí a Guiwenneth hacia el interior de la escalofriante habitación oscura, para rescatar el diario de mi padre de entre los restos del escritorio. Cuando revisé los libros de un cajón, juro que una rama de roble se retorció para golpearme los dedos. Mientras trabajaba, algo me miraba, me calibraba. Hacía frío en aquella habitación. Me caía tierra en el pelo, para después estrellarse contra el suelo en pequeños terrones. Y, allí donde pisaba con los pies desnudos, parecía arder.

Todo el estudio susurraba. Murmuraba. Fuera del balcón, que seguía intacto, los brotes de roble se aglomeraban cada vez más, ahora más altos que yo, y crecían cada vez más cerca de la casa.

* * *

A la mañana siguiente, desperté de unas últimas horas de sueño irregular, inquieto, sólo para darme cuenta de que eran casi las diez, y de que el cielo estaba encapotado, amenazando lluvia. El mantel yacía arrugado en el suelo, junto a la chimenea, pero un ruido procedente de la cocina me indicó que mi invitada no se había marchado todavía.

Guiwenneth me recibió con una sonrisa alentadora y unas palabras en su lengua céltica, que tradujo brevemente como «Bien. Comer». Había encontrado una caja de galletas del Cuáquero, y había preparado unas gachas espesas con miel y agua. Se lo llevaba a la boca con dos dedos, y se relamía con ruidoso placer. Alzó la caja y observó el dibujo del Cuáquero con su larga túnica oscura. Se echó a reír.

—¡Meivoroth! —dijo, señalando el caldo espeso—. Bueno.

Había encontrado algo que le recordaba su hogar. Cuando alcé la caja, descubrí que estaba casi vacía.

Entonces, algo en el exterior le llamó la atención. Se acercó rápidamente a la puerta trasera, la abrió, y salió bajo el viento de la mañana. La seguí, consciente del sonido de los cascos de un caballo que trotaba por el prado cercano.

La persona que cabalgó hasta la valla y se inclinó para abrir la puerta de la verja no era ningún mitago. La chica guió a la pequeña yegua por el jardín. Guiwenneth observó a la jovencita con interés. Parecía casi divertida.

Era la hija mayor de los Ryhope, una chica desagradable que ejemplificaba todas las caricaturas crueles de la clase alta inglesa: mandíbula débil, ojos aburridos, con demasiadas opiniones y poca información. Era una obsesa de los caballos y una fanática de la caza, cosa que a mí me parecía particularmente ofensiva.

Dirigió a Guiwenneth una larga mirada arrogante, con más celos que curiosidad. Piona Ryhope era rubia, pecosa y vulgar hasta la saciedad. Llevaba pantalones de montar y una chaqueta negra y, a mis ojos, no se distinguía en nada de todas las jovencitas chaladas por los caballos que solían saltar barriles y vallas en las carreras locales.

—Una carta para usted. La enviaron a casa.

Y no dijo una palabra más. Me entregó el abultado sobre, e hizo dar la vuelta al caballo en el jardín. No cerró la puerta de la verja. Desde la falta de cortesía hasta el hecho de que no se molestó en descabalgar, cada segundo de su presencia en mi territorio fue molesto e insultante. No me digné a darle las gracias. Guiwenneth se quedó viéndola alejarse, pero yo entré otra vez en la casa y abrí el sobre.

Era de Anne Hayden. La carta era sencilla y breve:

Estimado señor Huxley:

Creo que los folios adjuntos son las hojas que buscaba cuando vino a Oxford. Desde luego, están escritos con la letra de su padre. Se hallaban en un ejemplar de la Revista de Arqueología. Creo que su padre los escondió ahí, y luego envió el ejemplar de la revista al mío. En cierto modo, usted mismo los descubrió: sin su visita, yo no me habría molestado en enviar el montón de periódicos a la universidad. Un amable bibliotecario encontró las hojas y me las devolvió. También le incluyo cierta correspondencia que quizá le interese. Sinceramente suya,

Anne Hayden

Junto a la carta había seis páginas dobladas, procedentes del diario de mi padre. No había querido que Christian las encontrase. Las seis páginas hablaban de Guiwenneth… y de la manera de traspasar las defensas exteriores del bosque primario.