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Le leí la breve leyenda a Guiwenneth, enfatizando cada palabra, cada expresión. Ella me escuchó con vehemencia. Clavaba en mí los ojos oscuros, inquisitivos, tentadores. Creo que no estaba tan interesada en lo que yo le decía como en mí. Le gustaba mi manera de hablar, mi sonrisa: quizá esas características mías le resultaban tan excitantes como a mí su belleza, y aquella sexualidad infantil, increíble.

Tras un rato, me cogió la mano entre sus dedos para hacerme callar. La miré.

Ningún nacimiento, ninguna génesis debida a ninguna extraña bestia del bosque podía compararse con la chica que había generado mi propia mente, interactuando con el silencioso Bosque Ryhope. Era la criatura de un mundo tan apartado de la realidad como la Luna. Pero ¿qué significaba yo para ella?

Era la primera vez que me planteaba la pregunta. ¿Qué era yo a sus ojos?

¿Algo igual de extraño, igual de lejano? Quizá su interés se basaba en la fascinación, como el mío hacia ella.

¡Pero el poder que existía entre nosotros, esa afinidad inexplicable, esa comunión de las mentes…! No podía creer que no estuviera enamorado de Guiwenneth. La pasión, el nudo que sentía en el pecho, el deseo que me inspiraba…, ¡la suma de todo aquello era amor! Estaba seguro de que ella sentía lo mismo por mí. Y también sabía que aquello iba más lejos que la «función» de la chica de la leyenda, que era más que la simple obsesión de todos los varones por la princesa del bosque.

Christian había experimentado aquella obsesión y, en su frustración —¿cómo podía ella corresponderle adecuadamente?, después de todo, no era el mitago de mi hermano—, él la había obligado a volver al bosque, donde había sido brutalmente asesinada, casi con certeza por alguno de los mitagos malévolos.

Pero lo que existía entre esta Guiwenneth y yo era mucho más sólido, mucho más auténtico.

¡Qué convincentes me resultaban mis propios argumentos! ¡Qué fácil es dejar de lado las precauciones!

Aquella tarde entré otra vez en el bosque y llegué hasta el claro, para descubrir que la tierra había absorbido por completo los restos de la tienda. Agarrando el mapa de mi padre como si fuera un amuleto protector, me abrí camino internándome en el bosque. Guiwenneth me siguió en silencio, con los ojos alerta y el cuerpo tenso, preparada para la lucha o para la huida.

Aquel camino era el mismo que yo había recorrido con Christian el invierno anterior. Desde luego, llamarlo camino era elevar la categoría de aquella ruta casi imperceptible que discurría entre los troncos de los robles, que subía y bajaba surcando los desniveles del terreno. Los matorrales y los helechos me azotaban las piernas. Una vez más, los espinos me desgarraron los pantalones. Los pájaros huyeron aterrados en la oscura bóveda del follaje veraniego. Había conseguido adentrarme hasta allí en otras ocasiones, sólo para descubrir que volvía a tener el claro a unos cientos de pasos. En cambio, por aquel sendero ondulante del que tanto había hablado mi padre, conseguí avanzar más que nunca, y me sentí moderadamente triunfante.

Guiwenneth sabía perfectamente dónde estaba. Gritó mi nombre y cruzó las manos, esa manera tan suya de decir «No».

—¿No quieres que siga adelante? —pregunté.

Y volví hacia ella por entre los matorrales. Advertí que tenía la piel fría, y que su cabellera lujuriosa estaba llena de fragmentos de espinos y trozos de corteza muerta.

—¡Pergayal! —dijo—. No bueno —añadió.

Hizo un gesto, como si se clavara algo en el corazón, e interpreté que el mensaje era: «Peligroso». Nada más terminar de hablar, me tomó la mano entre sus dedos pequeños, fríos, pero fuertes. Tiró de mí hacia el claro, y la seguí de mala gana. Tras unos pasos, su mano se tornó cálida dentro de la mía. Ella se dio cuenta y me soltó, casi reluctante, no sin antes lanzar una mirada temerosa hacia atrás.

Seguía esperando. Yo no entendía qué. Cuando cayó la noche y empezó a amenazar lluvia, se quedó de pie junto a la valla, sin dejar de observar el Bosque Mitago. ¡Qué frágil parecía aquel cuerpo tenso! A las diez, me fui a la cama. La noche anterior había dormido muy poco y estaba agotado. Guiwenneth me siguió hasta mi habitación y se quedó mirando mientras me desnudaba, pero huyó entre risas cuando me acerqué a ella. Dijo algo en tono de advertencia, y añadió algunas palabras que parecían una disculpa.

Iba a ser otra noche de sobresaltos.

Poco después de las doce, se acercó a la cama y me zarandeó hasta despertarme, emocionada, exultante. Encendí la lámpara de la mesilla. Sus esfuerzos para hacer que la siguiera eran casi histéricos, tenía los ojos abiertos de par en par, salvajes, y los labios brillantes.

—¡Magidion! —gritó—. ¡Steven, Magidion! ¡Venir! ¡Con mí!

Me vestí a toda prisa, y ella no dejó de espolearme mientras me ponía los calcetines y los zapatos. Cada pocos segundos, miraba hacia el bosque, y luego volvía a concentrarse en mí. Cuando le devolví la mirada, me sonrió.

Al fin estuve preparado. Ella echó a correr como una liebre escalera abajo, y casi la perdí de vista antes de llegar a la puerta trasera.

Me esperó allí, medio oculta entre los matorrales, tras los árboles. Cuando llegué junto a ella y fui a decir algo, se llevó un dedo a los labios. Entonces, lo oí en la distancia: el sonido más escalofriante que había escuchado en mi vida. Era un cuerno, o un animal, alguna criatura de la noche cuyo grito era un monosílabo profundo, resonante, triste, que se alzaba en el cielo encapotado de la noche.

Guiwenneth olvidó su duro temple de guerrera y casi se estremeció de placer. Emocionada, me cogió de la mano, y prácticamente me arrastró en dirección al claro. Tras correr unos metros, se detuvo, se volvió hacia mí y me agarró por los hombros. Era varios centímetros más baja que yo, y se estiró un poco para besarme suavemente en los labios. Fue un momento tan mágico, tan maravilloso, que el mundo que me rodeaba se convirtió en un día de verano. La noche oscura del bosque tardó varios segundos en imponerse de nuevo, y Guiwenneth era ya una sombra gris que corría ante mí, instándome a que la siguiera.

Otra vez el grito, fuerte, sostenido. Un cuerno, ahora estaba seguro. El cuerno de llamada del bosque, el grito del cazador. Estaba más cerca. Los sonidos de la carrera de Guiwenneth se interrumpieron un segundo. El bosque pareció contener el aliento cuando el grito se reanudó, y sólo al desvanecerse la triste nota, volvió a susurrar los sonidos de la vida nocturna.

Corrí hacia la chica, que estaba acuclillada justo al borde del claro. Me hizo agacharme y volvió a pedirme silencio. Así sentados, juntos, vigilamos el oscuro espacio que se extendía ante nosotros.

Divisé un movimiento a lo lejos. Una luz parpadeó un instante a la izquierda y volvió a hacerlo justo enfrente. Oía la respiración de Guiwenneth, un sonido tenso, emocionado. Mi propio corazón latía a toda velocidad. No tenía la menor idea de si el que se acercaba era amigo o enemigo. El cuerno resonó por tercera y última vez, ahora tan cerca que resultaba casi escalofriante. A mi alrededor, el bosque reaccionó con terror; los animales pequeños huían de un sitio a otro, cada metro cuadrado de maleza se movía y susurraba mientras la fauna del bosque corría para ponerse a salvo.

¡Frente a mí había luces por todas partes! Parpadeaban y ardían, y pronto pude oír el sordo crepitar de las antorchas. ¡Antorchas en el bosque! Las luces inquietas se movían de lado a lado, acercándose.

Guiwenneth se puso de pie, me indicó que me quedara donde estaba, y se adelantó hasta el claro. Contra la luz de las antorchas, cada vez más brillante, una silueta pequeña caminaba confiada hacia el centro del claro, con la lanza preparada para usarla si fuera necesario.

Entonces, pareció que los troncos de los árboles se movieran hacia adelante, que se adentraran en el claro, formas oscuras resaltadas en la noche. Durante un segundo, mi corazón dejó de latir, y lancé un grito de aviso… ahogando el final, como si comprendiera que me estaba comportando como un idiota. Guiwenneth se quedó donde estaba. Las grandes formas negras la rodearon con un movimiento lento, cauteloso.

Cuatro de las formas portaban antorchas y tomaron posiciones alrededor del claro. Las otras tres se inclinaron hacia la muñeca que era la chica. Inmensas antenas curvas surgían de sus cabezas. Sus rostros eran espantosos cráneos de ciervo, a través de cuyas órbitas vacías brillaban a la luz de las antorchas unos ojos muy humanos. Un olor rancio, el olor del cuero, de la piel, de animales devorados por los parásitos, inundó el aire de la noche, mezclándose con el punzante aroma de la resina, o de lo que fuera que ardía en las antorchas. Tenían la ropa hecha jirones, y los cuerpos llenos de cicatrices. Se cubrían las piernas de pieles atadas con lianas. El metal y la piedra brillaban en sus cuellos, brazos y cinturas.

Las figuras se detuvieron. Se oyó un ruido como una carcajada, un gruñido ronco. El más alto de los tres dio otro paso hacia Guiwenneth, se llevó la mano a la cabeza y se quitó el casco del cráneo.

Un rostro negro como la noche, ancho como un roble, sonrió a chica. Pronunció unas palabras, e hincó una rodilla en tierra ante Guiwenneth, que le puso ambas manos y la lanza sobre la nuca. Los demás dejaron escapar exclamaciones de alegría, también se quitaron las máscaras y se agruparon en torno a la chica. Todos llevaban los rostros pintados de negro, y las barbas descuidadas o trenzadas, aun en aquella penumbra no se distinguían de las pieles oscuras en las que se envolvían los cuerpos.

La figura más alta abrazó a Guiwenneth, estrechándola con tal fuerza que la levantó del suelo. Ella se echó a reír, escapó de aquel abrazo asfixiante y se dirigió a los demás hombres por turno, tocándoles las manos. El murmullo de la charla subió de tono en el claro: el reencuentro estaba lleno de gozo y alegría.

La conversación era incomprensible. No era siquiera el celta que hablaba Guiwenneth, sino más bien una combinación de palabras apenas reconocibles y sonidos de animales del bosque, con cloqueos, silbidos y gritos, una cacofonía a la que la chica respondía de la misma manera. Tras unos minutos, uno de ellos empezó a tocar con una flauta de hueso. La melodía era sencilla, inquietante. Me recordó una canción popular que había oído cierta vez en una feria, mientras se bailaba el extraño Morris… {*} ¿dónde había sido? ¿Dónde había sido?

{* N. d.T.: «Morris» antigua danza popular inglesa, en que los participantes se disfrazaban al estilo de las leyendas de Robin Hood.}

La imagen de una noche, en un pueblo de Staffordshire… apretando muy fuerte la mano de mi madre, zarandeado por la multitud. El recuerdo vuelve…, una visita a Abbots Bromley, comer buey asado y beber litros de limonada. Las calles estaban llenas de gente y de bailarines, y Chris y yo les seguimos deprimidos, hambrientos, sedientos, aburridos.

Por la noche, llegamos a los terrenos de una gran casa, y observamos y escuchamos un baile, ejecutado por hombres que llevaban cornamentas de ciervo. Un violín tocaba la melodía. Aquel extraño sonido me dio escalofríos, incluso a mi temprana edad. Algo en aquella melodía inquietante llegaba directamente a una parte de mí que todavía estaba enlazada con el pasado. Aquí había algo que había conocido toda mi vida. Aunque no lo supiera, Christian también lo sentía. El silencio que se hizo entre la multitud sugería que la música y el movimiento circular de los bailarines astados eran algo tan primario que obligaba a todos los presentes a recordar, subconscientemente, tiempos pasados.

Ahora volvía a escuchar la misma melodía. Me ponía la carne de gallina, Guiwenneth y el jefe de la banda, el que llevaba el cuerno, bailaron alegremente al son de la música, cogidos de las manos, contorsionándose y girando el uno alrededor del otro, mientras los demás les rodeaban cada vez más cerca, iluminándoles con las antorchas.

Bruscamente, tras una carcajada compartida, la extraña danza se detuvo. Guiwenneth se volvió hacia mí y me llamó, y salí del escondite que ofrecían los árboles, hacia el claro. Guiwenneth le dijo algo al jefe de los cazadores nocturnos, y éste sonrió ampliamente. Caminó muy despacio hacia mí, a mi alrededor, inspeccionándome como si yo fuera una estatua. Despedía un fuerte olor, y su aliento era fétido. Me pasaba por lo menos treinta centímetros, y cuando extendió la mano para pellizcarme la carne del hombro derecho, sus dedos eran tan grandes que creí que con aquel sencillo gesto me iba a romper los huesos. Pero me sonrió tras las manchas de pintura negra.

—Masgoiryth k’k' thas’k hurath. ¿Aur’th, Uh?

—Jamás lo he puesto en duda —murmuré.

Sonreí, y él me lanzó un puñetazo amistoso contra el brazo. Los músculos que se ocultaban bajo las pieles eran duros como el acero. Dejó escapar un rugido de risa, sacudió la cabeza y volvió junto a Guiwenneth. Conversaron rápidamente durante unos segundos. Luego, él le tomó las manos entre las suyas, se las llevó al pecho y se las apretó. Guiwenneth pareció encantada y, cuando terminó el breve ritual, el guerrero volvió a arrodillarse ante ella, y la chica se inclinó para besarle la cabeza. Entonces se acercó a mí. Caminaba más despacio, menos emocionada, aunque a la luz de las antorchas, el rostro le brillaba de anticipación y de algo que me pareció afecto. Quizá amor, Me cogió las manos y me besó en la mejilla. Su gigantesco amigo la siguió.

—Magidion —dijo ella, a modo de presentación—. Steven —añadió, hablando ahora con él.

El hombre me miró. Su rostro parecía indicar satisfacción, pero en la mirada de aquellos ojos entrecerrados había un brillo que era casi una advertencia. Aquel hombre era el guardián de Guiwenneth, el jefe del Jaguth. Mientras le miraba, las palabras del diario de mi padre me vinieron a la mente con toda claridad, y sentí como Guiwenneth se acercaba más a mí.

Entonces, todos los demás se adelantaron, con las antorchas en alto. Rostros oscuros, pero no amenazadores. Guiwenneth señaló a cada uno por orden, diciendo sus nombres.

—Am’rioch, Cyredich, Dunan, Orien, Cunus, Oswry…

Frunció el ceño y me miró. De repente, en su rostro se reflejó la tristeza. Mirando a Magidion, dijo algo, y repitió una palabra que, evidentemente, era un nombre.

Magidion respiró hondo y encogió los anchos hombros. Dijo algo breve, con suavidad, y la mano de Guiwenneth estrechó la mía con más fuerza.

Cuando se volvió hacia mí, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Guillauc, Rhydderech. Ir.

—¿Adonde han ido? —pregunté en voz baja.

—Llamados —explicó Guiwenneth…

Lo comprendí. Primero Guillauc, y luego Rhydderech, habían recibido la llamada de la entidad, de la Jagad. El Jaguth le pertenecía, era el precio de la libertad de Guiwenneth. Ahora buscaban, en otros lugares, en otros tiempos, lo que les hubiera pedido la Jagad. Sus historias eran de otra época. Sus viajes serían las leyendas de otra raza.

Magidion sacó una espada corta y roma de entre los confines de sus pieles y luego extrajo la vaina. Me ofreció los dos objetos mientras hablaba en voz baja, con una voz que era como el gruñido dé un animal. Guiwenneth le miró encantada, y yo acepté el regalo, envainé la espada y me incliné. Volvió a ponerme la enorme mano sobre el hombro. Me lo apretó hasta hacerme daño mientras se acercaba más a mí, todavía susurrando algo. Luego, sonrió, me llevó junto a la chica, dejó escapar un alarido nocturno, que fue coreado por sus hombres, y se alejó de nosotros.

Con los brazos entrelazados, Guiwenneth y yo vimos como los cazadores de la noche se adentraban en el bosque, como las antorchas se extinguían en la distancia. Nos llegó el último sonido del cuerno, y luego el bosque quedó en silencio.

* * *

Se deslizó en mi cama, una forma fría, desnuda, y me buscó en la oscuridad. Yacimos abrazados el uno al otro, temblando ligeramente, aunque aquella madrugada no tuviera nada de fría. Olvidé todo rastro de cansancio, con los sentidos agudizados, el cuerpo estremecido. Guiwenneth susurró mi nombre, y yo susurré el suyo, y cada vez que nos besábamos el abrazo se volvía más apasionado, más íntimo. En la oscuridad, su respiración era el sonido más dulce del mundo. Cuando entró el primer rayo de luz del amanecer, vi de nuevo su rostro, tan blanco, tan perfecto. Seguimos tendidos, muy juntos, ahora en silencio, mirándonos, riendo de vez en cuando. Ella me tornó la mano y la presionó contra sus pequeños senos. Me acarició el pelo, luego los hombros, luego las caderas. Se estremeció, y después se quedó quieta. Gritó, y después sonrió. Me besó, me tocó, me enseñó cómo tocarla y, por fin, se deslizó debajo de mí. Tras aquel primer minuto de amor no podíamos dejar de mirarnos, de sonreír, de reír, de frotarnos nariz con nariz, como si no pudiéramos creer del todo que aquello estuviera sucediendo de verdad. Desde aquel momento y en adelante, Guiwenneth convirtió Refugio del Roble en su hogar, y puso su lanza junto a la verja, su manera de indicar que había terminado con su vida en el bosque.