18
Lugares abandonados
Dos días después de dejar el poblado shamiga encontramos las ruinas de la torre de piedra, el edificio que Keeton había fotografiado desde el avión. Se alzaba de espaldas al río, y estaba casi cubierta de maleza. Nos quedamos entre los arbustos, contemplando el claro y los imponentes muros grises, las rendijas que servían de ventanas, las lianas y enredaderas que se apoderaban poco a poco de la torre.
—¿Qué crees que es? —preguntó Keeton—. ¿Un puesto de vigilancia? ¿O la extravagancia de algún chiflado?
La torre no tenía tejado, y la puerta estaba formada por pesados bloques de piedra. El dintel estaba adornado con complicadas tallas.
—No tengo ni idea.
Cuando nos encaminamos hacia el edificio, advertimos en el suelo unas huellas inequívocas: el rastro de varios caballos. También encontramos los restos de dos hogueras. Y, más evidentes todavía, marcas más profundas, más anchas: las huellas de una criatura gigantesca, pasando por encima de las primeras.
—¡Estuvieron aquí! —dije, con el corazón latiéndome a toda velocidad.
Por fin tenía pruebas tangibles de la proximidad de Christian. Algo le había retrasado. Ahora me llevaba dos días de ventaja, quizá menos.
Dentro de la torre, el olor a cenizas seguía siendo fuerte. Evidentemente, la banda de merodeadores se había dedicado allí a arreglar armas, o a forjar otras nuevas. La luz se filtraba en el sombrío interior a través de las estrechas ventanas. El agujero donde en otros tiempos estuviera el tejado, se encontraba ahora cubierto de follaje. De todos modos, había luz de sobra para ver el lugar donde habían tenido a Guiwenneth, quizá con una capa sobre la paja podrida que allí se amontonaba. Dos hebras de su pelo, brillantes, largas, habían quedado enganchadas en la áspera piedra de aquel lugar bárbaro. Las recogí cuidadosamente, y me las enrollé en torno al dedo. Bajo aquella media luz, las observé largo rato, luchando contra la repentina desesperación que amenazaba con apoderarse de mí.
—¡Mira esto! —gritó Keeton de repente.
Me dirigí hacia la baja puerta. Aparté las lianas y raíces que dificultaban el paso, y vi que el piloto había cortado las plantas del dintel para observar con más detalle los dibujos tallados.
Era una escena panorámica, un paisaje de bosque y fuego. A cada lado del dintel aparecían árboles, todos surgidos de una única raíz sinuosa que se extendía a lo largo de la piedra. De la raíz colgaban ocho cabezas humanas, sin ojos. El bosque se hacía más denso hacia el centro, a medida que se acercaba al fuego que ardía en su corazón. En medio del fuego, el artista había tallado una figura de hombre, un hombre desnudo. Todos los detalles anatómicos eran bien claros, excepto los rasgos del rostro. El falo erecto resultaba desproporcionadamente grande. El hombre tenía los brazos levantados sobre la cabeza, y sostenía una espada y un escudo.
—Hércules —aventuró Keeton—. Como el gigante de tiza en Cerne Abbas. Ya sabes, la figura de la colina.
Era una suposición tan probable como cualquier otra.
Mi primera idea sobre aquellas ruinas era que tenían miles de años de antigüedad, y que el bosque las había rodeado, como estaba sucediendo con Refugio del Roble. Pero habíamos avanzado tanto por aquel extraño territorio, nos habíamos adentrado tantos kilómetros, salvando dificultades casi increíbles… ¿Era posible que aquel edificio hubiera sido construido por manos humanas? También quedaba la posibilidad de que, a medida que se extendía el bosque, también creciera la distorsión del tiempo en su interior…
Keeton dijo las palabras que yo sabía eran ciertas:
—Este edificio es un mitago. Pero, de todos modos, no significa nada para mí… La torre perdida. Las piedras en ruinas, fascinantes para las mentes de los hombres que vivían bajo techos de paja, en edificios de barro. No había otra explicación posible.
Y, desde luego, la torre marcaba el límite de un paisaje extraño e inquietante, una zona de edificios legendarios, perdidos.
El bosque no parecía diferente, pero cuando seguimos las sendas de animales y los riscos naturales, a través de la brillante vegetación, pudimos ver los muros y los jardines de aquellas construcciones abandonadas, en ruinas. Vimos una casa con gablete, las ventanas destrozadas y el tejado caído hacia dentro. Había también un edificio Tudor de diseño exquisito, con las paredes de un color verde grisáceo por el musgo, y las vigas de madera corroídas y putrefactas. En el jardín, las estatuas se alzaban como espectros de mármol, con los brazos estirados, los dedos apuntándonos, y sus rostros nos observaban desde una maraña de espinos y rosales.
En cierto punto, el mismo bosque cambiaba sutilmente. Se hacía más oscuro, más denso. Los árboles de hoja caduca, antes predominantes, escaseaban de repente. Ahora, en aquella pendiente del terreno, crecían sobre todo pinos de escaso follaje.
El aire parecía enrarecido; el olor de los árboles, demasiado denso. Tropezamos casi bruscamente contra una casa alta de madera, con las ventanas cerradas y las tejas del techo brillantes. En el claro que rodeaba la casa había un lobo tumbado. Era un jardín desnudo, que en vez de césped tenía una alfombra de agujas de pino, secas como huesos. El lobo nos olió y se incorporó, alzando el hocico para emitir un aullido espantoso, aterrador.
Nos retiramos hacia los pinos, y volvimos sobre nuestros pasos, alejándonos de aquel antiguo enclave germánico del bosque.
De vez en cuando, el bosque caduco se hacía menos espeso, y en cambio los matorrales nos impedían avanzar. Tuvimos que esquivar más de una zona impenetrable, tratando por todos los medios de no perder la orientación. En algunos momentos, vimos montones de paja sucia, incluso algunas paredes de argamasa. También encontramos grandes postes o columnas de piedra, erigidas por culturas que no pudimos identificar. En uno de aquellos claros, tan bien defendidos por la maleza, atisbamos tiendas de lona, restos de hogueras y los huesos de ciervos y ovejas: un campamento en el oscuro bosque… y, por el olor a cenizas recientes, no hacía mucho que lo habían utilizado.
Ya estaba a punto de anochecer cuando, en un claro, encontramos el mitago más increíble y memorable. Lo habíamos divisado un par de veces entre los árboles, cada vez más delgados: torres altas, muros almenados…, una auténtica aparición de piedra oscura.
Era un castillo surgido de los sueños más locos de un hada: una fortaleza gigantesca, sombría, de los tiempos de los Caballeros, cuando la caballería había sido más romántica que cruel. Siglo doce, pensé, quizá cien años antes. No importaba. Aquella fortaleza era la imagen típica de las épocas anteriores a los saqueos y a los abandonos de las grandes propiedades, cuando tantos castillos acabaron en ruinas, y algunos quedaron perdidos en los bosques más remotos de Europa. La hierba que lo rodeaba era corta, gracias a un pequeño rebaño de ovejas grises que pastaban por allí. Cuando salimos de entre los árboles, en dirección a las aguas del foso, los animales se dispersaron, balando furiosos.
El sol se pondría de un momento a otro. Llegamos junto a la sombra de los grandes muros, y comenzamos una pausada expedición por el castillo. Tuvimos buen cuidado de no acercarnos a la pendiente traicionera que llevaba al foso. Las ventanas, tan altas y tan estrechas, proporcionaron a los arqueros del pasado un buen lugar desde el que disparar contra las fuerzas atacantes… y, al recordar esto, nos apartamos rápidamente, volviendo al bosque. Pero no vimos ni oímos nada, ni descubrimos rastro alguno de presencia humana en la fortaleza.
Nos detuvimos para echar un vistazo a la más alta de las torres de vigilancia. De prisiones como aquella, doncellas míticas al estilo de Rapunzel, habían dejado caer sus cabelleras doradas para que los caballeros treparan por ellas.
—Una experiencia dolorosa, sin duda —reflexionó muy serio Keeton. Los dos nos echamos a reír, y seguimos caminando.
Nos apartamos de la sombra de la muralla, para dirigirnos hacia el portalón de entrada. El puente levadizo estaba levantado sobre el foso. Parecía podrido, a punto de desmoronarse. Aunque Keeton quería echar un vistazo dentro, yo sentía una extraña aprensión. Sólo entonces advertí las cuerdas que colgaban de dos de las almenas del muro. Al mismo tiempo, Keeton vio los restos de una hoguera en la orilla del río donde pastaban las ovejas. Miramos a nuestro alrededor y, desde luego, el terreno estaba lleno de huellas de cascos. Cascos de caballos.
Sólo podía tratarse de Christian. Todavía le seguíamos. Había pasado antes que nosotros por aquel castillo, y escaló el muro para entrar. ¿O no?
En el foso, flotando boca abajo, había un cadáver humano. Me fui dando cuenta de los detalles gradualmente. No llevaba nada de ropa. El pelo negro y las nalgas blanquecinas tenían ahora un tono verdoso a causa del limo. Una pequeña mancha rosada en el centro de la espalda, como un alga rojiza, me informó qué herida había condenado al halcón.
Apenas me había recuperado de la conmoción que me causara el espectáculo de aquel guerrero muerto, cuando oí un movimiento más allá del puente.
—Un caballo —dijo Keeton.
Advertí el sonido rítmico de los cascos, y asentí.
—Sugiero una retirada estratégica —señalé.
Pero Keeton, sin dejar de mirar el portalón de madera, titubeaba.
—Vamos, Harry…
—No, espera. Quiero ver qué hay dentro…
Se adelantó sin dejar de observar las hendiduras sobre el portalón. Entonces, oímos el crujido de la madera, y el zumbido de las cuerdas al tensarse. El enorme puente levadizo se derrumbó. Golpeó la otra orilla del foso a pocos centímetros del sobresaltado Keeton, y la vibración que provocó la caída, hizo que me mordiera la lengua.
—¡Cristo! —fue todo lo que dijo Keeton.
Corrió hacia mí, tanteando en busca de la pistola que llevaba en el bolsillo. Una figura a caballo apareció en el gran portalón. Espoleó a su montura, y bajó la lanza corta de penacho azul, dispuesto a atacar.
Nos dimos la vuelta y echamos a correr hacia el bosque. El caballo galopó tras nosotros, y sus cascos resonaban contra la tierra. El Caballero nos gritó algo con voz furiosa. Las palabras me resultaban familiares, tenían una entonación francesa, pero no las entendí. Sólo tuve tiempo de echarle un breve vistazo. Era rubio, y lucía una barba rala. El pesado casco de acero colgaba de la silla de su montura, pero llevaba una banda oscura alrededor de la cabeza. Iba protegido por una cota de mallas y unos pantalones oscuros de piel. El caballo era negro y tenía tres cascos blancos…
«¡Tres blancos son una muerte!». Recordé la rima de Guiwenneth con una intensidad que me dejó paralizado.
… y los arreos, de color rojo, no podían ser más sencillos: las riendas, la brida al cuello y la silla de montar sobre una manta que colgaba más abajo del vientre de la bestia.
El caballo resoplaba tras nosotros, sus pezuñas retumbaban sobre el terreno, se acercaba por momentos. El Caballero lo espoleaba para que corriera más. Su cota de mallas tintineaba, y el casco reluciente golpeaba estruendosamente contra alguna parte metálica de la silla. Mientras corríamos en busca de refugio, miré hacia atrás: el Caballero se inclinaba ligeramente hacia la izquierda y bajaba la lanza, dispuesto a levantarla en cuanto nos atravesara.
Conseguimos lanzarnos entre los arbustos segundos antes de que la lanza se clavara en un árbol gigantesco, con un golpe brutal. Espoleó al caballo para que se encaminara hacia el bosque, agachándose todavía más contra el lomo del animal, y la lanza cautelosamente pegada a lo largo del flanco. Keeton y yo nos alejamos siempre ocultos por los arbustos y los troncos de los árboles, tratando de evitar que nos viera.
Un momento más tarde, el Caballero se dio la vuelta y salió de nuevo al claro, bañado en la ya escasa luz del ocaso. Lo recorrió al galope durante unos minutos, y luego desmontó.
Sólo entonces comprendí la auténtica envergadura del hombre: medía unos dos metros. Blandía la espada de doble filo para abrirse paso entre los espinos, sin dejar de gritar en su semifrancés.
—¿Por qué demonios está tan furioso? —susurró Keeton, a unos metros de mí. Pero el Caballero le oyó. Miró en dirección a nosotros, nos vio y se acercó corriendo. El sol arrancaba reflejos de su cota de mallas.
Sonó un disparo. No había sido Keeton. Era un sonido extraño, atenuado, y el aire húmedo se llenó de repente con el olor acre del azufre. El Caballero se vio lanzado hacia atrás, pero no cayó. Miró a nuestra derecha, atónito, agarrándose el hombro donde le había alcanzado la bala. Yo también miré. Por un momento, vi la sombra del mitago que me había disparado junto a la alberca. En aquel momento, intentaba frenéticamente recargar su trabuco.
—No puede ser el mismo —dije en voz alta.
El mitago se volvió hacia mí y me sonrió. Quizá hubiera tenido otra génesis, pero era el mismo.
El Caballero salió del claro y llamó a su caballo. Le quitó los arreos. Luego, con una fuerte palmada en los cuartos traseros, le devolvió la libertad.
El tirador había desaparecido en la penumbra. Una vez, intentó matarme. Ahora, me acababa de salvar de un ataque potencialmente letal. ¿Acaso me seguía?
Cuando se me ocurrió la increíble idea, Keeton me llamó la atención hacia la zona del bosque donde habíamos visto el castillo por primera vez. Allí había una figura erguida, a la que la escasa luz daba un brillo verdoso. Tenía el rostro demacrado, pero llevaba armadura, y nos miraba. Seguramente, nos había estado siguiendo desde nuestro primer encuentro en las Cataratas de Piedra.
Acobardado por aquella tercera aparición, Keeton abrió la marcha por la floresta, siguiendo el rumbo que nos habíamos trazado previamente. Pronto perdimos de vista la gran fortaleza, y no captamos el sonido de ninguna persecución.
* * *
Cuatro días después de salir del poblado shamiga encontramos el camino. Keeton y yo nos habíamos separado. Nos abríamos paso a la fuerza entre la vegetación del bosque, en busca de un sendero de osos, o de un camino de ciervos, de cualquier cosa que nos facilitara el camino. El río quedaba a nuestra izquierda, y caía en una cascada. Las orillas resultaban intransitables.
El grito de Keeton no me asustó, porque no era de angustia. Atajé entre los arbustos y espinos, para acercarme a él, y pronto comprendí que se encontraba en una especie de claro.
Salí de entre la maleza para descubrir un camino de piedras, lleno de hierbajos. Mediría unos cinco metros de anchura, y a ambos lados había sendas zanjas. Los árboles parecían formar una especie de arco sobre él, un túnel de follaje a través del cual se filtraba la luz del sol.
—Santo Dios —dije.
Keeton, de pie en aquel camino imposible, asintió. Se había quitado la mochila del hombro, y descansaba con las manos en las caderas.
—Parece una vía romana —dijo.
Otra suposición que, en este caso, parecía acertada.
Seguimos el camino durante unos minutos, aliviados por aquella libertad de movimiento tras tantas horas de abrirnos paso a la fuerza por el bosque. A nuestro alrededor, los pájaros emitían gritos agudos. Sin duda, se alimentaban con la nube de insectos que pululaban en aquel aire claro.
Keeton se inclinaba a pensar que el camino no era un mitago, sino una estructura auténtica de la que el bosque se había apoderado. Pero nos habíamos adentrado demasiado como para que fuera probable.
—Entonces, ¿para qué serviría? Yo no tengo ninguna fantasía sobre caminos perdidos.
No era así como funcionaban las cosas. En algún tiempo, un camino misterioso hacia lo desconocido podía haber sido una imagen mítica de gran fuerza. Quizá degeneró con los siglos, pero yo recordaba las historias de mis abuelos sobre los «caminos de las hadas», que sólo resultaban visibles en ciertas noches.
Tras caminar unos cientos de metros, Keeton se detuvo y señaló los extraños tótems que había a cada lado del deteriorado camino. Habían estado semiocultos entre los arbustos. Aparté las hojas para ver uno, y la mirada que me recibió me hizo dar un salto: se trataba de una cabeza humana, en estado de putrefacción, con las mandíbulas abiertas de par en par y el hueso largo de un animal en la boca. La cabeza estaba empalada sobre tres agudas estacas de madera. Al otro lado del camino, Keeton se tapaba la nariz para huir del hedor.
—Ésta es de una mujer —dijo—. Tengo la sensación de que se trata de un aviso. Con aviso o sin él, seguimos caminando. Quizá fueran imaginaciones, pero nos pareció advertir algo extraño en las copas de los árboles, que se cerraban sobre nosotros. Había movimiento en las ramas, pero no se oían cantos de pájaros.
Vimos más tótems. Estaban atados a las ramas más bajas de los árboles, algunos a los arbustos. Aparecían en forma de criaturas zarrapastrosas, bolsitas de tela coloreada, con un burdo simulacro de brazos y piernas. Algunos estaban empalados con huesos y uñas, y la temible presencia de las ofrendas sugería la presencia de brujería.
Pasamos bajo un arco de piedra que se tendía sobre el camino, y sorteamos el árbol caído que nos cortaba el paso un poco más adelante. Llegamos a una especie de claro, a un jardín en ruinas lleno de columnas y estatuas que se alzaban entre la hierba, las flores silvestres y los zarzales. Frente a nosotros había una villa, de diseño evidentemente romano.
El tejado de tejas rojas se había derrumbado en parte. Los elementos y el tiempo habían oscurecido las paredes, otrora blancas. La puerta estaba abierta, y entramos en aquel lugar frío, aterrador. Parte del suelo de mosaico y mármol seguía intacto. Los mosaicos eran exiquisitos: mostraban imágenes de animales, cazadores, escenas de la vida campestre y dioses. Los pisamos cautelosamente. Gran parte del suelo se había derrumbado ya hacia el hipocausto.
Recorrimos la villa y exploramos la sala de baños, con sus tres piscinas profundas, todavía bordeadas por losetas de mármol. En dos de las habitaciones había pinturas en los muros, y los rostros de una anciana pareja de romanos nos contemplaron, serenos, perfectamente conservados… Las únicas taras eran los salvajes tajos de espada que alguien había hecho a la altura de las gargantas de los ancianos, sobre la misma pared.
En la sala principal, sobre el suelo de mármol, encontramos restos de muchas hogueras; los huesos chamuscados y roídos de algunos animales habían sido arrojados a un rincón. Pero las cenizas estaban frías, no eran recientes.
Decidimos quedarnos allí a pasar la noche, un agradable cambio comparado con la pequeña tienda, siempre entre árboles infestados de insectos. Pero, dentro de las ruinas de la villa, no podíamos relajarnos: ambos éramos conscientes de pernoctar en el producto de los miedos o esperanzas de otra era.
A su manera, la villa era el equivalente de la torre o del gran castillo junto a cuyos muros habíamos estado un par de días antes: un lugar misterioso, perdido, sobre el que sin duda se habían compuesto infinidad de canciones. Pero ¿a qué raza pertenecía? ¿Era el final del sueño romano, la villa donde vivieron los últimos representantes del imperio? A principios del siglo V, sus legiones habían abandonado Gran Bretaña, dejando a miles de ciudadanos suyos indefensos ante los ataques de los invasores anglosajones. Quizá aquella villa estuviera relacionada con el sueño británicoromano de supervivencia. ¿O era el sueño sajón, la villa donde había oro enterrado, o donde habitaban los fantasmas de los legionarios? ¿Se trataba de un lugar buscado o temido? A Keeton y a mí, sólo nos inspiraba miedo.
Encendimos una pequeña hoguera con los troncos que encontramos en los restos del sistema de calefacción. Y, cuando cayó la noche, el calor de nuestro fuego, o quizá el olor de la comida, atrajeron visitantes.
Yo fui el primero en oírlo: un movimiento rápido en la sala de baños, seguido por un susurro de aviso. Luego, silencio. Keeton se puso en pie de un salto, y sacó el revólver. Me encaminé por el frío pasillo que llevaba de nuestra habitación a la sala de baños. Llevaba una pequeña antorcha para buscar a los intrusos.
Estaban sobresaltados, pero no asustados. Me miraron desde más allá del círculo de luz, escudándose los ojos con las manos. El hombre era alto, de constitución recia. La mujer, también alta, llevaba un pequeño bulto de tela en los brazos. El niño que les acompañaba estaba inmóvil, y su rostro no tenía la menor expresión.
El hombre me habló en un idioma que parecía alemán. Advertí que no apartaba la mano izquierda de la empuñadura de una espada larga, todavía en su vaina. La mujer sonrió, y también dijo algo. Por el momento, la tensión desapareció.
Les guié hacia la habitación que ocupábamos. Keeton echó más leña a la hoguera, y empezó a asar parte de la carne que llevábamos. Nuestros invitados se sentaron junto al fuego, frente a nosotros, sin dejar de observar la comida, la habitación, a Keeton y a mí mismo.
Evidentemente eran sajones. Las ropas del hombre eran de lana, pesadas, y se ceñía los pantalones y la camisa con tiras de cuero. Llevaba un gran forro de piel. Tenía el pelo, largo y rubio, recogido en dos trenzas que le caían por delante de los hombros. La mujer también era rubia, y vestía una túnica amplia, con dibujos de cuadrados, ceñida a la cintura. El niño era una versión en miniatura del hombre, y se sentaba silencioso, sin dejar de mirar el fuego.
Después de comer, expresaron su gratitud y se presentaron: el hombre se llamaba Ealdwulf, la mujer Egwearda, y el niño Hurthig. Era obvio que la villa les atemorizaba. Pero nosotros les inspirábamos curiosidad. Mediante gestos, traté de explicar que estábamos explorando el bosque, pero tardaron unos minutos en comprender el mensaje. Egwearda me miró con el ceño fruncido, bastante pálida, encantadora pese a las arrugas que la tensión y las penalidades le habían grabado alrededor de los ojos.
En seguida dijo algo —una palabra que sonaba como «Engre»— y Ealdwulf asintió. Por fin comprendía.
Me hizo una pregunta que incluía la palabra. Me encogí de hombros, sin entender.
Dijo otra palabra, o palabras «Elchempa». Me señaló.
—Engre —repitió.
Con las manos, hizo gestos que indicaban «perseguir». Me estaba preguntando si yo perseguía a alguien, y asentí vigorosamente.
—Sí —dije—. ¡Ja! —añadí.
—Engre —jadeó Egwearda.
Cambió de postura para extender el brazo sobre la hoguera y tocarme la mano.
—Tienes algo raro —comentó Keeton—. Al menos, para esta gente. Y para los shamiga.
La mujer estaba desenvolviendo el bulto de tela. El pequeño Hurthig gimió y se apartó, mirándola con ansiedad. Ella había puesto el bulto junto a la hoguera, y lo que apareció a la luz del fuego me hizo estremecer.
Lo que Egwearda había llevado, como si se tratara de un bebé, era el brazo momificado de un hombre, cortado justo por debajo del codo. Los dedos eran largos y fuertes. En el dedo corazón lucía una brillante piedra roja. El mismo paquete contenía la hoja rota de una daga de acero, cuyo puño enjoyado demostraba que en otros tiempos fue un arma decorativa.
—Aelfric —dijo suavemente.
Puso la mano con suavidad sobre el brazo momificado. El hombre, Ealdwulf, hizo lo mismo. Después, Egwearda volvió a recoger la espantosa reliquia. El niño dejó escapar un sonido, y sólo entonces comprendí que era mudo. También estaba bastante sordo. Pero en sus ojos brillaba una inteligencia increíble.
¿Quiénes eran?
Me senté allí para mirarles. ¿Quiénes eran? ¿A qué período histórico pertenecían? Casi con toda seguridad, al siglo V después de Cristo, a las primeras décadas de las infiltraciones germánicas en Gran Bretaña. Si no, ¿por qué estaban asociados con la villa romana? En el siglo VI, los bosques y los corrimientos de tierra habían ocultado casi todos los emplazamientos romanos.
No podía imaginar qué representaban. Seguramente, en algún momento se había contado una historia sobre la extraña familia, el hijo mudo, el marido y la esposa que transportaban la preciosa reliquia de un rey o un guerrero, mientras buscaban algo, quizá la conclusión de su leyenda.
Yo no conocía a ningún personaje llamado Aelfric. Seguramente, la leyenda nunca fue escrita y, con el tiempo, hasta la tradición oral se perdió. Por tanto, sólo permanecía en la memoria inconsciente.
Los sajones no significaban nada para mí, pero, como señaló Keeton, yo sí significaba algo para ellos. Era como si… como si me conocieran. O, al menos, como si hubieran oído hablar de mí.
Ealdwulf me hablaba al tiempo que trazaba unas rayas sobre el mármol. Pronto comprendí que quizá estuviera dibujando un mapa, y le di papel y lápiz. Entonces me di cuenta de lo que quería decir: señaló la villa y el camino, y un río lejano —el Arroyo Arisco—, que ahora se había convertido en una corriente gigantesca a través del bosque. Al parecer, por delante de nosotros había un desfiladero lleno de árboles, y el río discurría por el fondo.
—¡Freya! —dijo Ealdwulf, indicándome que debía seguir caminando río arriba. Repitió la palabra, buscando en mi rostro signos de que le comprendía.
—¡Drichtan! ¡Freya! —dijo.
Me encogí de hombros para indicar un desconcierto absoluto, Ealdwulf bufó, exasperado, y miró a Egwearda.
—¡Freya! —dijo la mujer.
Hizo unos extraños movimientos con las manos.
—¡Drichtan!, repitió.
—Lo siento. Como si me hablarais en sajón.
—Wiccan —insistió.
Trató de buscar otra manera de explicar el concepto, pero se encogió de hombros, y se rindió.
Pregunté qué había al otro lado del desfiladero. Cuando Ealdwulf comprendió lo que le decía, dibujó llamas, señaló nuestra pequeña hoguera, e hizo un gesto para ilustrar un fuego de proporciones gigantescas. Parecía indicarme que bajo ningún concepto fuera allí.
—Elchempa —dijo, golpeando con un dedo el dibujo de las llamas. Me miró y repitió el gesto.
—¡Feor buend! ¡Elchempa!
Sacudió la cabeza y me tocó en el pecho.
—¡Engre. Freya. Her. Her!
Tocaba el punto del mapa donde aparecía el río, quizá el punto más cercano para cruzar el desfiladero.
—Creo… —titubeó Keeton—. Creo que está diciendo… sangre.
—¿Sangre?
—Engre, Sangre. —Keeton me miró—. Es una posibilidad.
—¿Y Elchempa? Extranjero, supongo.
—Sí, quizá tengas razón. Tu hermano va hacia el fuego, pero Ealdwulf quiere que vayas río arriba y encuentres el Freya.
—Sea lo que sea eso…
—Egwearda ha dicho algo sobre wiccan —siguió Keeton—. En inglés, eso suena como «witch», brujo, o quizá como «wise», sabio. Quizá no pueden ser más precisos…
Con algunas dificultades, pregunté a Ealdwulf sobre Elchempa, y sus dramáticos gestos de matar, despedazar y quemar no me dejaron duda alguna sobre que hablaba de Christian. Lo había asolado todo a su paso por el bosque, y todos le conocían y le temían.
Ahora, Ealdwulf parecía albergar una nueva esperanza. Y esa esperanza era yo. Recordé las palabras de la pequeña Kushar:
«Ahora te reconozco…, pero no ha sucedido nada irreparable. La historia no ha cambiado. No te reconocí».
—Te han estado esperando —dijo Keeton—. Te conocen.
—¿Cómo es posible?
—Quizá los shamiga hayan hecho correr la voz. Hasta es posible que Christian haya hablado de ti.
—Lo principal es que saben que estoy aquí. Pero ¿a qué viene el alivio? ¿Creen que puedo controlar a Christian?
Me toqué el cuello, allí donde las cicatrices todavía me dolían de vez en cuando.
—Pues se equivocan.
—Entonces, ¿para qué le sigues? —preguntó Keeton en voz baja.
—Para matarle y liberar a Guiwenneth —respondí sin pensar. Keeton se echó a reír.
—Creo que eso será suficiente.
Estaba cansado, pero la imponente presencia del sajón me asustaba. De todos modos, Ealdwulf nos hizo señales de que Keeton y yo debíamos dormir. Los gestos y la palabra slaip, tan parecida al inglés sleep, dormir, eran más que claros.
—¡Slaip! ¡Ich willa where d’yon!
—Yo os cuidaré —tradujo Keeton con una sonrisa—. Cuando le coges el ritmo es fácil.
Egwearda vino a nuestro lado, extendió su capa y se acurrucó junto a nosotros. Ealdwulf caminó hasta el hueco de la puerta y salió a la noche. Desenvainó la espada y la clavó en el suelo, para luego sentarse tras ella, con una rodilla a cada lado de la brillante hoja.
En aquella postura, vigiló nuestro sueño durante el resto de la noche. Por la mañana, tenía la barba y la ropa empapadas en rocío. Cuando me oyó desperezarme, se levantó y sonrió, volvió a entrar en la habitación y se sacudió la humedad de la ropa. Tomó mi espada y la sacó de la funda de cuero. Frunció el ceño al observar el juguete celta, y sobre todo al compararlo con el acero templado de su propia arma. Mi espada curva sólo medía la mitad que la de Ealdwulf. Sacudió la cabeza, dubitativo, y golpeó una hoja contra la otra. Eso pareció hacerle cambiar de opinión. Sopesó y blandió el regalo que me hiciera Magidion, cortó el aire por dos veces con la hoja, y asintió, aprobador.
Me repitió el consejo gutural de que siguiera el río y me olvidara de perseguir al Extranjero. Después, Egwearda y él partieron. Su hijo mudo, triste, caminaba ante ellos, pasando la mano por los arbustos que crecían en el jardín desierto.
Keeton y yo desayunamos, es decir, nos obligamos a ingerir un puñado de galletas secas, ayudándonos con agua. De alguna manera, aquel sencillo ritual, el respiro de aquellos momentos, nos permitieron comenzar el día con alegría.
Volvimos sobre nuestros pasos por el camino romano, y entramos de nuevo en el bosque, por donde parecía haber un paso natural entre la espesura de arbustos. No sabía dónde iríamos a parar, aunque si el Arroyo Arisco trazaba una curva como la indicada en el mapa de Ealdwulf, volveríamos a encontrarlo.
Llevábamos más de un día sin dar con rastros de Christian, y ya habíamos perdido su pista por completo. Ahora, mi única esperanza era encontrar el lugar por donde mi hermano había cruzado el río. Con ese fin, Keeton y yo nos separamos durante un trecho, para explorar el Arroyo Arisco en ambos sentidos.
—Entonces, ¿no piensas hacer caso del consejo del sajón? —dijo Keeton.
—Quiero a Guiwenneth, no las bendiciones de algún pagano supersticioso. Estoy seguro de que tenía buenas intenciones, pero no puedo permitir que Christian me tome demasiada ventaja…
Tenía clavado en la mente un fragmento del diario de mi padre:
«… he estado fuera durante tres meses, pero en Refugio del Roble sólo han pasado dos semanas…».
Y la conmoción de ver a Christian tan envejecido…
«Ojalá hubieras estado conmigo estos quince últimos años».
¡Y sólo había estado en el bosque durante unos doce meses!
Cada día de ventaja de Christian, podía transformarse en una semana, o en un mes. Quizá en el corazón del bosque, más allá del fuego —en el reino que Kushar había llamado Lavondyss— había un lugar donde el tiempo no significaba nada en absoluto. Cuando mi hermano cruzara esa frontera, ya estaría demasiado lejos de mí, en un mundo que me resultaba tan extraño como lo había sido Londres para Kushar. Y se acabaría toda esperanza de encontrarle.
La sola idea me provocó un escalofrío de terror. Había aflorado de repente, involuntariamente, como una semilla que brota cuando llega su hora. Y, entonces, recordé lo que me había dicho Kushar sobre Lavondyss:
«El lugar donde los espíritus de los hombres no están atados al tiempo». Cuando imaginé a Christian entrando en un reino de tiempo infinito, sentí un escalofrío de angustia, y supe que yo estaba en lo cierto. No podía perder ni una hora, ni un minuto…