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Pero afortunadamente para Flora (que precisaba tiempo para reflexionar sobre todo lo que había visto y oído), por la cancela entraba ya el carromato con todos los invitados al congreso, seguido del autobús atestado de especialistas revolucionarios y de un gran coche alquilado repleto de físicos y científicos que iban roncando y atiborrados de anestésicos. Solo tuvo tiempo de despedirse apresuradamente de Reuben y de prometer que intentaría volver a verlo, antes de echar a correr para dar la bienvenida a los recién llegados.

Durante la siguiente hora reinó en la granja un gran ajetreo, pero no se produjeron desórdenes importantes. (El señor Jones tuvo la precaución de encerrar a los físicos y a los científicos en su coche, donde se dedicaron a despotricar y protestar, aunque inofensivamente). A Flora y al señor Mybug se les proporcionaron unos listados con los nombres y las habitaciones asignadas, y a cada delegado se le entregó una llave numerada.

Lánguidas figuras femeninas, ataviadas con vestidos estampados y delantales blancos, iban de acá para allá cansinamente, acarreando jofainas de agua caliente y conduciendo a los invitados a sus respectivas estancias, pero aunque Flora reconoció en ellas los gestos gallináceos y ovinos de Phoebe, Letty y las demás chicas Starkadder, estaba demasiado atareada para intercambiar con ellas más que un brevísimo saludo, e incluso eso produjo hipidos de susto en Prue. Flora pudo observar, de todas maneras, que las muchachas lucían más aseadas que antaño, y que no aparentaban haber envejecido en demasía; podía deberse tal vez a la persistencia de la influencia de los trabajos de rehabilitación que había llevado a cabo la propia Flora tantos años ha, al ambiente más tranquilo que reinaba en la granja en los tiempos actuales o incluso a los benéficos efectos del aire campestre y la mermelada casera.

No todos los delegados e invitados quedaron contentos con las dependencias que se les habían asignado, pues muchos de ellos querían contar con un salón privado en el que poder escribir informes, o pintar lienzos o mantener una tertulia multitudinaria o entrar en trance. Peccavi, por ejemplo, insistió en que le proporcionaran una habitación con vistas al estanque de los patos. («Es que tiene que meterse en el agua cinco veces diarias», explicó el señor Mybug que se había erigido en el protector de Peccavi. «Cinco veces… cinco sentidos… ¿comprende usted el simbolismo? Si le asignan esa habitación, simplemente le bastará con pegar un salto desde la ventana cada vez y zambullirse. Así de sencillo»). Flora se tropezó con el Sabio, apostado junto a las antiguas pocilgas. Estaba sumido en una profunda meditación. Se mostró tan impertérrito cuando Flora le preguntó cómo demonios se las había arreglado para recorrer siete millas a la misma velocidad que los coches, que sospechó que había utilizado alguna especie de truco de magia tibetana. El hombre se negó en redondo a pernoctar en el edificio principal, argumentando que todo lo que les rodeaba era una ilusión, y que mientras él estuviera allí sería mejor que durmiera junto a los humildes e ignorantes en vez de junto a aquellos que se habían convertido en esclavos del Mono. Luego se alejó con paso lento, casi se podría decir que deslizándose sobre el suelo, lo que sirvió para confirmar la teoría de Flora a propósito de la magia que practicaba. Su encorvado discípulo, que parecía terriblemente cansado, se apresuró tras él, jadeando. Flora no estaba muy preocupada por la comodidad de aquellos dos personajes, pues sus valores no eran los mismos que los del resto de los delegados, así que regresó a la granja sin más tardanza.

Llegó justo a tiempo para pillar al señor Mybug escondiendo su bolsa de mano en el tocador de las dependencias de mademoiselle Avaler, al tiempo que confesaba con una risilla jovial que en realidad estaba dispuesto a dormir en cualquier rincón que le ofreciesen. En ese caso, replicó Flora, quizás no le importara compartir habitación con su amigo Hacke, que dormiría a los pies de sus dos creaciones, la Mujer con viento y la Mujer con niño: se habían dispuesto dos camastros de campaña junto a las estatuas a tal efecto; y así, de paso, los dos caballeros se harían mutua compañía.

Resuelto este asunto, se entabló una acerba disputa con Messe a propósito de la habitación que ocuparía la propia Flora. Le habían asignado la buhardilla más pequeña, más oscura y de techo más bajo de todas las que había en la casa. Tan miserable era que ni siquiera en los viejos tiempos se había podido meter a nadie allí. Pero a Flora no le importó, porque la estancia estaba lo suficientemente lejos de las que ocupaban los otros invitados como para que la elección mereciera la pena. Por si fuera poco, las ramas más altas de un enorme peral alcanzaban con sus frondosas hojas y sus frutos el alféizar de la ventana, y eso era algo que a Flora le encantaba. Por desgracia, Messe estaba deseoso de someterse al martirio consistente en pernoctar en un dormitorio dotado de techos irregulares y camas incómodas, y Flora se lo encontró subiendo las escaleras en dirección a las buhardillas con una expresión de éxtasis en su rostro y con la bolsa de viaje bien sujeta entre los dientes. Tras un breve y educado intercambio de saludos, dignos y amables, pero serios por parte de Flora y suplicantes por parte de Messe, la hija de Robert Poste lo envió de vuelta al piso de abajo, a la habitación amplia y a la cama mullida que se le había asignado, y con esas regresó a su alcoba.

Miró por la ventana, y contempló el paisaje a través de las ramas del peral. La habitación daba al Patio Grande. El señor Jones y el hombre alto y rico cuyo coche había divisado en el aparcamiento de la estación departían con gesto circunspecto. El ricachón en cuestión, según le habían dicho antes de que subiera a su buhardilla, era el señor Claud Hubris, representante del lobby de los Empresarios Industriales Democráticos, y al parecer un tipo muy identificado y cercano al Partido Revolucionario de Obreros Especializados. Él y el señor Jones acababan de dar suelta a los científicos, que emanaban del vehículo dando tumbos, como los tigres en el circo. Eran todos hombres altos, muy activos, tan asilvestrados como pueda imaginarse. Cualquiera habría dicho que eran los nietos de aquellos viejos amables y despistados científicos de las tiras cómicas, que tanto divertían a los estudiantes cuarenta años atrás. Ahora los científicos ya no gustaban a nadie, y nadie los encontraba divertidos ni dignos de aprecio.

De todos modos, el señor Hubris sabía como ponerlos bajo control. De inmediato los aprovisionó con bebidas de alta graduación y les prometió que habría fiesta abundante esa noche; ellos formaron una fila india y se pusieron en marcha hacia sus habitaciones cantando «Los joviales científicos»:

Nadie nos importa un bledo, pues claro que no,

y sabe Dios que nosotros a nadie importamos.

¿Quién diabloooos… era… Britaniaaaaa?

¡Los neutrones dominan las olas![16]

Entonces el señor Hubris se limpió el polvo de las manos con un pañuelo y se acercó al Pequeño Herbolario (antiguamente el retrete), el cual (como Flora pudo ver tras estirar notablemente el cuello por la ventana) se había acondicionado, tras los últimos cambios, como un bar. El señor Jones, por su parte, se quedó deambulando por el patio, pateando los adoquines.

Un ruido de pasos obligó a Flora a girarse hacia dentro de la habitación. Una figura femenina estaba colocando toallas limpias junto a la palangana.

—¿Phoebe…? ¿Eres tú? —dijo Flora alegremente—. Estoy segura de que me recuerdas: ¡soy la señorita Flora Poste!

—Ya —contestó Phoebe con aire abatido—. Y yo aún soy la señorita Starkadder. ¿Ha logrado pasar usted por la vicaría? Claro, algunas tienen suerte…

Flora deseaba conocer el estado de ánimo de Phoebe y de sus familiares más cercanos, así que volvió a la carga:

—Me han dicho que tú y las demás… bueno, las chicas… Que ahora vivís en el granero grande.

—Sí… por lo visto somos una especie de engorro. Andamos ahí gracias a la caridad de mi medio hermano Reuben.

—Claro, desde luego, debes sentirlo así, estoy segura. ¿Pero todavía haces aquella preciosa labor para los edredones?

—Qué va. Esas cosas no sirven más que para perder el tiempo.

—En los tiempos que corren… no creo que sea así. Podrías vendérselos a los americanos ricos.

—Yo no tendría valor suficiente…

—No digo que se lo vendieras tú; quiero decir que puede que tú no conozcas a americanos con dinero, pero si quieres, yo te daré la dirección de algunas personas que sí que conocen a gente rica de América —le dijo Flora escribiendo algo en una hoja arrancada de una de sus abundantes libretitas que la habían acompañado a todas partes desde que tenía quince años.

Phoebe miró el papel con gesto apático, y finalmente se lo guardó medio arrugado en un bolsillo.

Flora consiguió que le hiciera un breve resumen de la vida de las otras chicas de la familia. Al parecer estaban bastante desanimadas, pero por fortuna era un abatimiento más negativo que otra cosa, y Flora se alegró al saber que las mujeres obtenían la mayor parte de sus placeres en la vida yendo a rezar a la iglesia. Tras apuntar una nota para sugerir al vicario que hiciera un sermón que versara sobre «Corazones orgullosos y manos desocupadas», Flora le pidió a Phoebe que le subiera una bandeja con un tentempié, pues había decidido no asistir a la cena común que se celebraría con ocasión de la primera noche en la granja. Los invitados eran más que capaces de entretenerse ellos solitos. Flora deseaba estar sola, para pensar qué podía sacar en claro de lo que había averiguado aquella tarde.

En esas reflexiones estaba cuando la atardecida se fue convirtiendo poco a poco en un crepúsculo rojo, así que cuando finalmente decidió bajar, ya era de noche, y la luz de la luna estival se colaba a través de las muchas ventanas abiertas de la granja. Un murmullo lejano, como de olas que rompen en Cornualles, pero más tímido, llegaba procedente del Lavadero Grande, donde los delegados se entretenían tomando café, pero el resto de la granja permanecía en silencio.

A la brillante luz de la luna, Flora fue recorriendo él lugar, de aposento en aposento. Había estado tan absolutamente ocupada durante las primeras horas que había pasado allí que no le había sido posible obtener más que una impresión general de las níveas paredes en las que antaño se habían podido leer guarrerías garabateadas sobre la mugre y el hollín que todo lo cubrían. Admiró los pulidos suelos que Flora había conocido sin brillo y llenos de arañazos producidos por las botas claveteadas de los Starkadder, y comprobó que acá y allá todo había sido etiquetado en hierro forjado con las palabras “Grande” y “Pequeño”: «El Fregadero Grande», «La Pequeña Cestería», «La Escalera Grande», «La Pequeña Destilería», «La Alcoba Grande», «La Pequeña Despensa», y así todo. Pero ahora, observando el lugar con cierto detenimiento, apenas podía reconocer algunos de los viejos y estremecedores armarios y de las alcobas mugrientas y llenas de telarañas, adecentadas como estaban con asientos en los alféizares y arcones de roble. Había típicos y rústicos relojes de carillón dando los cuartos por doquier, y donde perfectamente podía haberse dejado un buen lienzo de pared vacía, se había rellenado con un aparador gales repleto de cerámica rústica. En el Fregadero Pequeño había quince guadañas ordenadas en forma de media luna sobre la pila; también había aperos de caballerías colgados de las paredes en El Hogar Grande y alrededor de Los Pequeños Lares, e innumerables jarras de cerveza con forma de cabeza humana y perros dálmatas de cerámica en todos los alféizares de absolutamente todas las ventanas. Todas las estancias despedían un ligero olor a heno caliente y húmedo; por lo demás, era como estar encerrado en el Victoria and Albert Museum después de que hubieran echado el cierre.[17]

Flora concluyó su paseo en aquel pequeño saloncito empapelado de color verde claro que había sido su refugio favorito durante su primera visita. Se sentó en un escaño de roble (por supuesto, habían desaparecido los pequeños y rechonchos sillones tapizados en tela verde, el sillón sin brazos para que se sentara una dama con miriñaque y el otro sillón con reposabrazos para un caballero) y miró a su alrededor. De repente se sintió tremendamente abatida. El papel verde de la pared también había desaparecido y sobre el revestimiento de madera de roble colgaba una hilera perfecta de bordados enmarcados; había suficientes alfabetos, cenefas, numerales y árboles de intrincadas ramas en punto de cruz como para llenar hasta los topes los sótanos de los Almacenes La Costurera.

«¿Acaso será todo esto un castigo infligido contra los Starkadder por no haber sabido cuidar la granja?», se preguntó la hija de Robert Poste.

De repente sus pensamientos se vieron interrumpidos por un sonido extraño. Era como si alguien estuviese royendo algo bajo la ventana abierta. Flora se levantó y, acercándose de puntillas a la ventana, miró afuera.

Un hombrecillo de cierta edad, andrajosamente vestido, estaba sentado justamente debajo del alféizar de la ventana con un paquete de sándwiches sobre las rodillas. Contemplaba las colinas de los Downs a lo lejos, iluminadas por la luz de la luna. Flora tosió educadamente y el hombre se volvió, y se incorporó de un salto.

—Únicamente estaba dando un bocado. No pretendía fastidiarla a usted —dijo con voz débil y en tono de disculpa.

—No me ha molestado —replicó Flora con gesto tranquilizador—. Y… bueno… ¿está usted de visita aquí? ¿O es que tiene parientes en Howling?

Flora había observado que mademoiselle Avaler y Greetë Grümbl, la delegada existencialista sueca, lucían joyas muy valiosas, así que había decidido vigilar para que no hubiera personas no identificadas rondando por la granja.

—Pues ya que lo dice, sí que tenía un pariente, señora, pero debe de haberse ido. Nunca me contestó a una postal con foto que le mandé.

—¿Cómo se llamaba?

—Rumbottom, señora. Desde hace catorce años trabajaba aquí, y pensé que a lo mejor todavía andaba por la zona. Echando una mano anduvo con la cosecha de las cebollas la primavera pasada. Así que cuando me dieron las vacaciones, las primeras que he tenido en los últimos diez años, le mandé a Ruffie…

—¿…?

—A Rufus, Ruffie. Rufus Rumbottom, ese es su nombre completo, señora… Pues como le digo, le mandé una postal con foto a Ruffie diciéndole que tenía idea de venir a verlo. Pero si no está, pues mira, es que no está. ¡Ruffie siempre fue mucho de ir de un lado para otro! Un culo inquieto…

Entonces se produjo un silencio y Flora pudo observar a aquel tipo más detenidamente… Efectivamente, se trataba de un individuo tan esmirriado, tan poca cosa y tan insignificante que solo su presencia solitaria a la luz de la luna consiguió convertirlo en un hecho relevante; en medio de una multitud, ni por asomo habría llamado la atención de nadie. A Flora se le ocurrió que las mujeres Starkadder podrían agradecer tal vez una pequeña ayuda.

—¿Le gustaría quedarse aquí una semana y de paso echar una mano? —le preguntó—. En este momento tenemos alojados aquí a un montón de damas y caballeros extremadamente inteligentes. Permanecerán aquí hasta el día 25, porque van a celebrar una especie de… bueno… algo así como…

—Ya, una especie de Consejo de Sabihondos —asintió el hombrecillo, aunque no pareció tan contento por el ofrecimiento de Flora como esta había esperado.

—¡Exactamente! Aunque más bien es de Sabios. Necesitaremos ayuda para limpiar y para ayudar en la casa. Le podemos ofrecer siete chelines diarios, además de comida y alojamiento.

El murmullo de voces y los chasquidos de los interruptores de la luz al encenderse comenzaron a llegar desde las distintas estancias, precedidos por aromas de cigarros y café, y advirtieron a la hija de Robert Poste que los invitados tenían intención de acomodarse junto al Hogar Grande, en pleno Lavadero Grande, para pasar allí la velada. Flora de repente se sintió inquieta, pues deseaba marcharse ya a la cama.

—¿Perdón…? ¿Qué ha dicho? —preguntó Flora, ya que al parecer el hombrecillo había murmurado algo.

—¡Digo que estoy aquí de vacaciones!

—Y tendrá sus vacaciones, si es que se presta a quedarse para echar una mano. Le aseguro que el trabajo no será muy duro, y tendrá mucho tiempo libre, y toda la comida que le apetezca. Si va usted a ese edificio que hay allí, ese que llaman el Granero Grande, una de las señoritas Starkadder le dará acomodo. Dígale que va de mi parte —concluyó Flora con firmeza.

El hombrecillo saludó tocándose levemente el ala de su sombrero y se marchó, aunque aún parecía reticente. A continuación, todos los delegados (incluidos los científicos, que eran muy habladores y ruidosos) entraron en tromba en el Lavadero Grande, que estaba situado, como tal vez recuerde el lector, junto al saloncito favorito de Flora, y que se comunicaba con él mediante una puerta.

Cuando Flora pasó al Lavadero Grande para despedirse educadamente del señor Mybug antes de retirarse, miró de reojo el dintel de la puerta del Saloncito Verde. Sí, allí estaba el cartel metálico rústico que lo indicaba: ahora el saloncito se llamaba «El Pequeño Retiro Apacible».

El señor Mybug estaba sentado en una esquina de la habitación, dándole la espalda a la brillante concurrencia, mientras sorbía con los ojos cerrados una taza de café negro hirviendo.

—Mi querido señor Mybug —le dijo Flora susurrándole al oído—, todo el mundo parece encontrarse agradable y cómodamente instalado…

—¡Cómodamente! ¡Ay, Dios!

—Así que me voy a dormir. Le sugiero a usted que haga lo mismo. Parece un poco indispuesto.

—¿Acaso no ve lo que me pasa? —le interrumpió el señor Mybug, decidido, tal y como Flora advirtió con terror, a entablar una larguísima conversación sobre sí mismo—. ¿Cómo iba yo a saber que esto podría ocurrirme a mí? Yo no quería que ocurriera. Todo es por mi maldita susceptibilidad. No me bastaba con ser tan hipersexual

—Estoy segura de que mañana por la mañana verá las cosas de un modo muy diferente —intentó tranquilizarlo Flora, apartándose de él lo suficientemente despacio como para que no se diera cuenta de que se estaba yendo (pues entre tanto había vuelto a cerrar los ojos)—. «Con la mañana vendrá la alegría»,[18] ya sabe. Buenas noches.

Tras esquivar hábilmente a Riska y a Peccavi, que estaban bastante entretenidos dibujando símbolos de magia negra en el suelo de la Cocina Grande, y que le murmuraron algo distraídamente cuando pasó junto a ellos, Flora subió a su habitación, que olía a hierba recién cortada, y se dispuso a descansar.

Algunas horas antes, la Nancy de Reuben, al abrir la puerta de atrás de su chamizo para tirar las hojas de té y enseñarle a la pequeña Nan la luna que se elevaba en el cielo, se quedó asombrada al ver una figura alta y medio desnuda sentada junto a una hoguera temblorosa en el umbral de la puerta. Una figura más pequeña, achaparrada y sucia tendía hacia ella un pocillo vacío.

—Que tenga usted buenas noches —dijo Nancy al cabo de un rato, puesto que ninguna de las dos figuras parecía articular palabra.

¡Paz!—replicó el Sabio, sin levantar la mirada.

El discípulo no abrió la boca pero permaneció con el pocillo levantado hacia Nancy, con mirada suplicante.

—¿Le darás a este humilde siervo —dijo el Sabio tocándose el pecho— y a este otro —señalando a su discípulo— su alimento nocturno, hija mía? —dijo el Sabio finalmente—. Aceite y fruta y arroz se te requiere.

La mirada del discípulo refulgió como si en vez de ojos tuviera dos cuentas de azabache, tras lo cual acercó aún más el pocillo a Nancy Starkadder, recibiendo en respuesta una mirada de reproche de su maestro.

—No se preocupe, yo se lo daré —respondió Nancy amablemente—. Nan, cariño, corre dentro y coge la mantequilla de la mesa y un puñado de avellanas del cestillo de las nueces, y dos puñaditos tuyos de cebada de la tinaja. Pónselo todo en ese pocillo que te da este señor.

Cuando Nan regresó con el pocillo lleno, el discípulo se lo arrebató violentamente, luego recogió las hojas de té del suelo con una concha de vieira de la linde del jardín y las puso aparte, como si fueran para él.

—¡No haga eso, hombre, no coma usted esa porquería, criatura, que le va a dar Dios sabe qué! —exclamó Nancy—. Nan, entra corriendo otra vez y sácale a este hombre una rebanada de pan con caldo de vaca.

Pero apenas el discípulo se llevó el pan a la nariz, lo cual hizo presa de gran ansiedad, cayó desvanecido en el suelo. Una expresión de horror se dibujó en su rostro, y a punto estuvo de quemarse los pies en el fuego.

Su maestro pareció no darse cuenta de nada, así que Nancy, habiéndole apartado los pies al discípulo para que no se los chamuscara, intentó reanimarlo con las hojas de té y echándole agua en la cara; cuando comprobó que estos remedios caseros eran inútiles, todos los muchachos de la pareja, que se habían apelotonado en la puerta, comenzaron a chillar como desesperados, y Reuben, que acababa de regresar a casa, salió hecho una furia.

Agarraron al discípulo y le dieron de patadas en los pies, le levantaron y le bajaron repetidamente los brazos, le quemaron plumas debajo de la nariz para ver si así reaccionaba: todo fue en vano. Al final, Reuben, que lo único que quería era cenar de una vez, se dirigió al Sabio:

—Lamento mucho molestarle a usted, señor mío, pero ¿podría llevarse usted de aquí a este amigo suyo?

Cuando Reuben se lo repitió por tercera vez, el Sabio levantó la vista.

—Todo es una ilusión —dijo, y volvió a bajar la mirada.

—Muy bien que le quedan esas frases tan divinas mientras su amigo se le está muriendo ahí mismo —murmuró Reuben, pero en ese preciso instante el discípulo dejó escapar un profundo suspiro, se incorporó de un salto y, cogiendo la cebada, comenzó a triturarla en un pequeño molinillo de mano que llevaba oculto en un pliegue bajo sus harapientos ropajes.

—¡No te amuela el tío este…! —concluyó Reuben con enojo, entró en el chamizo y cerró dando un portazo.