5

Por la mañana, cuando Nancy abrió la puerta, se encontró una tercera figura sentada en el peldaño del umbral: era un hombre pequeño vestido con ropa oscura y tocado con un sombrero bombín.
—Únicamente estaba entrando en calor. No quiero fastidiar —dijo, y se tocó el ala del sombrero a modo de saludo—. La señorita de allí, la de la granja, me ofreció una cama en una habitación de este hotel de lujo, pero creo que a mí me conviene más bien estar aquí, ¿no le parece, amigo mío? —concluyó, dirigiéndose al discípulo del Sabio, que por toda contestación hizo un gesto de asentimiento.
—Pues si usted lo dice, sea bienvenido —respondió Nancy.
La mujer de Reuben pensaba que su marido bien podía enviar a aquellos tres fantoches a freír espárragos, pues ella era demasiado amable para hacerlo por sí misma. Había que preparar el desayuno, así que se metió en el chamizo.
Era lunes, el día en que el congreso se inauguraba oficialmente. El señor Meutre, presidente del Grupo Internacional de Intelectuales, había preparado un amplio programa de actividades, que recogió en un folleto que le fue entregado a cada delegado, así como al señor Mybug y a Flora. A la hija de Robert Poste el desayuno no le había sentado lo que se dice bien, debido a las noticias que le había trasladado el señor Claud Hubris, según las cuales la señora Ernestine Thump había llamado por teléfono a última hora de la noche anterior para anunciar que tenía previsto presentarse en Cold Comfort Farm en el transcurso de aquella misma semana, y que le gustaría disponer de una cama.
Aquella mañana se consagraría a «debates bilaterales» entre los delegados, y la tarde se destinaría a la promulgación de un Acta de Derechos Humanos, que se elaboraría después de que los delegados decidieran cuáles eran exactamente esos derechos. El Acta la promulgaría el señor Claud Hubris en una reunión general a celebrar en la Cocina Grande.
Tras el desayuno se produjo una escena bastante lamentable. El señor Gonn, un delegado liberal de avanzadísima edad, sufrió un ataque de nervios al oír hablar de la susodicha Acta de Derechos Humanos. Conforme iba perdiendo la respiración, profería generosamente epítetos como «soberbio» e «hito histórico», hasta que finalmente se echó a llorar desconsoladamente; Flora le tuvo que proporcionar un pañuelo, puesto que él era demasiado pobre como para poseer uno. Al parecer, el señor Gonn se había dejado llevar por la vana ilusión de que aquella promulgación podría llegar a tener verdaderos efectos prácticos, así que a Flora y al señor Jones les llevó casi una hora convencerle de que, por lo que concernía al señor Claud Hubris y al resto de los presentes con capacidad de decisión, aquello no suponía más que un inofensivo jueguecillo de salón.
—Dice que cuando él era joven, expresiones del estilo de «Acta de Derechos Humanos» no se utilizaban sino con «una voluntad práctica y con toda la seriedad del mundo» —dijo Flora mientras ella y el señor Jones observaban al señor Gonn alejarse tambaleante por el patio, farfullando aquellas expresiones absurdas y ridículas que tanto solían irritar a los especialistas revolucionarios.
—¿Por qué diablos no había miel en el desayuno? —exigió saber el señor Jones, haciendo caso omiso del señor Gonn y sus disparatadas ideas—. Esta mañana tengo el antojo de comer miel. ¡Me estimula ciertas glándulas!
Flora reprimió el deseo de sugerirle que tal vez, en una encarnación anterior, podría haber sido un oso en un parque, aunque en su opinión aún persistían en su figura algo más que vestigios de sus aires plantígrados.
Tras el desayuno ambos se sentaron en un banco del patio, bajo una ventana. Flora se había retirado a aquel lugar soleado con diez libras de guisantes que se disponía a pelar para la comida; era una ocupación que había elegido ella misma porque así podría mantenerse alejada de los delegados.
El señor Jones se tendió sobre las piedras calientes del patio, apoyó la cabeza sobre los brazos en silencio, y la cara comenzó a ponérsele gris.
«Me temo lo peor», pensó Flora.
—¿Quiere ayudarme con esto? —le preguntó, mostrándole una vaina.
—Mi querida chiquilla —chirrió el señor Jones, con una espantosa carcajada—: Soy un poeta, no un siervo suburbano.
—Estoy segura de que podría hacerlo, si lo intentara; no es difícil —replicó Flora, impertérrita, así que tras un minuto y medio aproximadamente de remoloneo, y después de infinitos bufidos y caracoleos más propios de un caballo culpable, el señor Jones se incorporó, cogió algunas vainas de guisantes y comenzó a pelarlas.
—¿Quién es ése? —preguntó Flora en voz baja, señalando a un científico alto y colorado que pasó caminando junto a ellos, bramando a grandes risotadas al oído de otro científico bajito y de color amarillo.
—¿El más grande de los dos? Es Farine, el hombre de las estructuras inconcebibles. En el laboratorio trabaja con un instrumental increíblemente delicado, pero fuera del laboratorio cuenta anécdotas increíblemente zafias.
—Oh.
—Como marido y como padre, por si lo quiere usted saber, resulta un tanto peligroso. También ha descubierto un gas que no sirve absolutamente para nada.
—Qué pena. ¿Y quién es el que va con él?
—O. E. Cumulus. Él tampoco ha descubierto nada que tenga utilidad en ningún campo.
—Ya, entiendo.
—Hubo un tiempo en que sonó para presidente de la Sociedad para el Fomento de la Leche Natural en Polvo…
—Pues no recuerdo…
—Mi querida Flora Fairford, ¿pero en qué país ha vivido usted en los últimos años? Fue un movimiento para liberar a la Mujer Obsoleta de sus últimas cadenas con la Naturaleza silvestre y obligarla a hacernos a todos la vida más apacible y feliz… Algo tiene que haber oído por ahí, chiquilla.[19] Pero el Comité decidió que Cumulus no tenía suficiente experiencia empírica para desempeñar el cargo.
—¿Y a quién se lo dieron entonces?
—A W. W. R. Token. Éste empezó como un furibundo de los fertilizantes químicos y las inseminaciones artificiales, y acabó saliendo con las Geórgicas de Virgilio bajo el brazo.[20] Decía que todo estaba ahí. Todo lo que necesitamos saber, quiero decir.
—Me parece recordar los anuncios y los carteles.
—Sí. Decían: «¡Granjeros! ¡Dejad que Publio Virgilio Marón os enseñe a trabajar la tierra!». Pero no funcionó. De hecho, nunca funciona nada. ¿Cuál es la razón? Dígamelo usted. Lo único que ambicionamos —dijo el señor Jones, volviéndose con languidez y aplastando de paso media libra de guisantes perfectamente pelados que tenía bajo su trasero— es disfrutar de una vida apacible y feliz, maldita sea. Pero nunca logramos disfrutar de una vida apacible ni somos felices. ¿Por qué?
—Bueno… —empezó Flora, bien cautelosamente, pues la conversación empezaba a adentrarse por terrenos pantanosos—, es probable que tal vez ciertas personas lleguen a ser felices…
—Sí, ¡los muchachos con fijación maternal y con cuentas corrientes tan abultadas que les permitan dar rienda suelta a sus neurosis anales! ¡Los granjeros de huertecillos suburbiales fumigados! ¡Los hortelanos de lechugas ridículas y tomates obscenos! ¡Los informes y perversos individuos que nunca han sido tocados por los rayos del sol!
—Algunos pertenecen a clubes ciclistas…
—¡Agitándose enloquecidos como peces sin agallas en los canales turbios y envenenados de las ciudades!
—Y a clubes de natación, también.
—¡Y de bolos, y de medias pintas, y de dardos! ¡Dios, qué manía le tengo a los dardos! —chilló el señor Jones, cogiendo un puñado de guisantes y lanzándolos en todas direcciones—. ¡Las ratas con cartillas de ahorros de Correos! ¡Los piojos con toda su prole piojosa! ¡Las comadrejas orgullosas de haberse convertido en médicos, y obispos, y almirantes!
—Bueno, entonces, señor Jones, ¿si nada ni nadie existiera, sobre qué escribiría usted poemas? —preguntó Flora con decisión—. Dios me libre, no quisiera molestarle, pero le hago saber que el mundo es esto precisamente, y que usted vive en él. Puede que no le guste mucho…
—¿Gustarme? ¡Jajajajajajá…! ¡Ja! ¿Sabe usted… —comenzó a gritar, agitando admonitoriamente un dedo azul ante la nariz de Flora—… sabe usted que cuando Peccavi (que ahora dice que es un espíritu libre) supo que O. E. Cumulus estaba «prendado» de su esposa y adoraba a su familia, se le estalló UNA VENA ?
—¿Una de las importantes? —Había un tono de esperanza incontrolable en las palabras de Flora.
—No. Fue una bastante pequeña, desgraciadamente —contestó el señor Jones de mal humor, tras una pausa.
—Espero que se encuentre bien ya —dijo Flora, recordando algo—. Aunque ahora que lo pienso, debe de encontrarse perfectamente, o no podría estar todo el rato brincando en el estanque de los patos con Hacke.
El señor Jones se limitó a asentir tristemente y se alejó despacio, dejando a Flora con los guisantes.
Flora concluyó su tarea sin más interrupciones ni molestias, salvo en una ocasión, cuando el señor Mybug pasó por allí, gritándole vehementemente a la anciana psicoanalista frau Dichtverworren:
—Probablemente el psicoanálisis ayudaría a mademoiselle Avaler a controlar ese espantoso poder que tiene sobre… bueno, en fin… sobre los hombres.
—A su joven amiga le gusta serr como es —contestó frau Dichtverworren, con una sonrisa que hizo que a Flora le viniera irremisiblemente a la cabeza el recinto de las hienas en Whipsnade.[21] —En fin, qué se le va a hacerr. Antes de que Dios murrierra (su joven amiga es existencialista, y porr tanto dirría que Dios ha muerrto), Dios a veces ayudaba a las perrsonas a lucharr contrra sus deseos. O eso erra lo que se decía. Nosotrros no somos Dios. No podemos serrlo. Lo único que podemos hacerr es ayudarrlos a soporrtarr las pequeñas frruslerrías que tienen en la cabeza. Perro en generral, no tienen muchas —concluyó frau Dichtverworren, ajustándose su acartonado pañuelo de lino y ensayando otra de sus sonrisas Whipsnade.
Flora escuchó con interés. Personalmente estaba predispuesta a apreciar a mademoiselle Avaler, que mostraba en sus blusas de delicadísimos encajes con prímulas y en sus pasadores de blanco carey el adorable talento francés para los detalles elegantes, y que no había molestado a Flora con confidencias ni quejas. La cara de la francesa estaba adornada con dos dientes ligeramente prominentes, que elevaban el labio superior como si de un capullito de rosa se tratara, y, por si esto no fuera suficiente, el Cielo le había otorgado, en herencia, una encantadora dificultad a la hora de pronunciar la ‘d’.
El almuerzo se sirvió en el Lavadero Grande, y esta vez sí que Flora estuvo presente: pensó que resultaría de lo más educado —independientemente de que también fuera su cometido— presentarse casualmente en la comida y participar en los symposia y las conversazioni. Se había instalado una radio portátil en el Lavadero Grande, al servicio de todos aquellos delegados cuya relevancia en el Estado de la Cuestión les imposibilitara mantenerse al margen del recuento diario de quiebras, crisis y hundimientos financieros varios. Así, el gozoso disfrute de la primera cucharada de guisantes fue atenuado por la noticia, proferida con voz desdeñosa y aterciopelada, del hallazgo de los restos mortales de dos gemelas octogenarias que al parecer habían decidido consagrar su vejez a sobrevolar el océano Pacífico en un armatoste a seiscientos cincuenta kilómetros por hora. Parece ser que un pescador samoano las había encontrado incrustadas en medio de una laguna de coral. Por lo demás, a nadie debía de importarle lo más mínimo la noticia, salvo, presumiblemente, a los parientes de las dos gemelas.
Después del almuerzo, los delegados se fueron reuniendo en la Cocina Grande. Flora estaba dando un garbeo por allí, echando un vistazo al mobiliario y convenciéndose más y más a cada hora que pasaba de que la granja definitivamente le estaba planteando otro difícil reto, cuando escuchó unos alaridos que le resultaron familiares al otro extremo de la sala. Y efectivamente, allí estaba la señora Ernestine Thump (su sombrero, como siempre, de Manqué et Cie.), hablando a grito pelado con el señor Hubris. Flora cruzó la habitación y se acercó a ella.
—¿Qué tal está usted, señora Thump? Qué agradable sorpresa… ¿Le gustaría ver su habitación?
—Sí, sí, sí. Pues ya ve, aquí estoy —aulló la señora Thump—; pero no me puedo quedar más que hasta el viernes a primera hora. ¡Solo he podido cuadrar esta visita entre una sesión del comité de la Sociedad Galesa de Arqueros y una reunión plenaria en La Pequeña Melopea! Vaya, parece usted más saludable que la última vez que nos vimos —dijo mirando a Flora de arriba abajo—, pero, naturalmente, ¡el aire nos sienta mejor en cualquier parte siempre que hacemos algo de provecho! Me gusta mantenerme en contacto con las zarandajas intelectuales, ya sabe a qué me refiero, y este Acta de los Derechos Humanos está justamente en consonancia con nuestro plan de coordinación de actividades industriales y agrícolas. Personalmente, espero con ansia viva una época en la que ya no haya ni una pulgada cuadrada de terreno no planificado y no coordinado en todo el globo terráqueo. ¡Ah! ¡Ya van a empezar! ¡Vamos!
Así pues, Flora dejó que la señora Ernestine Thump triscara hasta un asiento que se encontraba enfrente del señor Claud Hubris, mientras que ella misma ocupaba otro convenientemente cerca de la puerta. A su derecha no tenía vecino; a la izquierda tenía al señor Jones, que aún mantenía la cara de espanto que se le había puesto cuando vio aparecer a la señora Ernestine Thump. El señor Jones le ofreció a Flora un caramelo de fresa, que la hija de Robert Poste declinó amablemente.
El señor Claud Hubris, Directivo Especializado cuya especialidad consistía en maltratar a otros Directivos Especializados, se incorporó con la intención de dirigirse a los delegados. Estaba rodeado de miembros del Partido Revolucionario de Obreros Especializados, de supervisores técnicos, de ejecutivos operativos y de operarios para la investigación estadística de desempleados tecnológicos, todos los cuales se encontraban con sus pulcros rostros engafados girados con arrobo idolátrico hacia él. El resto de los delegados parecían bastante sombríos y, tal y como Flora observó, la propia mademoiselle Avaler parecía escasamente interesada en lo que el señor Claud Hubris pudiera decir.
—Damas y caballeros… —principió el señor Claud Hubris con un tono vivo a la par que pastoso, repartiendo destellos entre la concurrencia con sus gafas—, nos hemos reunido aquí esta tarde para redactar, mediante el infalible sistema del debate democrático por el que esta isla es mundialmente famosa, un Acta de Derechos Humanos. Cualesquiera que sean nuestros puntos de vista políticos —hay que decir que el propio señor Hubris no tenía puntos de vista políticos; no los necesitaba; tenía suficiente poder sin necesidad de recurrir a puntos de vista políticos—, estoy seguro de que todos estaremos de acuerdo en un punto: que las potencialidades del Hombre son enormes y aún desconocidas en su mayor parte.
En este punto, todos los supervisores técnicos, los superintendentes, los ingenieros administrativos comenzaron a aplaudir como posesos, y los dos profesores de Genética, el señor Reproducción y el señor Cría, aplaudieron incluso con los pies, pero mademoiselle Avaler silbó entre dientes, como hacen los espectadores franceses cuando no les gusta un actor.
—¡Desconocidas en su mayor parte! —repitió el señor Hubris—. ¡En la física! —Aplausos frenéticos y risas histéricas de los profesores Farine, O. E. Cumulus y W. W. R. Token—. ¡En la ciencia de la mejora de la ganadería! —Más aplausos y pataleos de aprobación por parte de los profesores Reproducción y Cría—. ¡En todas las ramas, de hecho, de la investigación científica aplicada, el Hombre está mejorando a pasos agigantados! Damas y caballeros: nada puede detenernos ahora. Estamos avanzando y elevándonos más y más y más…, ¡y llegaremos más alto, más alto, más alto…!
Flora pensó que era bastante probable que el tipo acabara elevándose del suelo, efectivamente.
—Solo por citar las palabras del difunto guionista-escritor, el señor don Futurible Wells —añadió el señor Hubris, cuando el atronador aplauso se fue acallando—: «El Hombre es el rey en su propia casa».[22]
—¡Y seguro que tendrá a los acreedores pisándole los talones! —gorjeó mademoiselle Avaler, con un exasperante movimiento de la cabeza.
El señor Hubris le lanzó una mirada indulgente y reinició su discurso.
—Así pues, por lo que toca a los Derechos de la Raza Humana (aunque podríamos llamarlos «consumidores», pues es este aspecto de sus actividades el que más nos interesa), estos derechos son tres. —Aquí el señor Hubris se detuvo e intentó que su enorme jeta adquiriera algo de aspecto humano al tiempo que mostraba a la concurrencia tres enormes dedos blancuzcos—. ¡Nutrición, empleo y domicilio! Las damas —y ahí su rostro de repente se adornó aterradoramente con una especie de mueca parecida a una sonrisa— sin duda aducirán que los consumidores (tal y como hemos acordado llamar a la raza humana en pleno) también tienen derecho al amor… —Aquí el señor Jones dejó escapar un débil aullido, aunque nadie se percató de ello—. ¡Vale, concederemos eso, naturalmente! Pero el amor no es fundamental, no señor. Los consumidores no pueden vivir sin nutrición, sin empleo o sin domicilio, ¡pero pueden funcionar eternamente sin amor! Y otro tanto se puede decir del arte, de la belleza, de la naturaleza (excepto cuando la naturaleza, obviamente, resulte de alguna utilidad para los consumidores), de la religión, y de todo ese tipo de zarandajas por el estilo. Ese tipo de cosas son muy bonitas, sin duda. Muy agradables, sin duda. ¡Muy útiles, en algunos casos, sin duda! Podrían utilizarse en campañas de publicidad… pero, damas y caballeros, ¡no son fundamentales!
»Y ahora, si me permiten, en primer lugar hablemos de la nutrición —continuó el señor Hubris, sonriendo a toda la concurrencia como lo haría un jaguar—. Puedo hablar con absoluta autoridad en este punto, en mi condición de consejero técnico interino de la empresa Suministros Nutricionales S. A., que, como saben, tiene sucursales por todo el mundo. Nuestra corporación proporciona sustancias que incluyen valores calóricos suficientes para mantener la vida en unos niveles razonables. Así que cuando digo que los consumidores tienen derecho al disfrute de tales sustancias, naturalmente debo precisar dicho argumento, dejando bien sentado que solo tendrán derecho a las sustancias nutricionales aquellos miembros pertenecientes a la especie de los consumidores que puedan pagarlas. En otras palabras, Suministros Nutricionales S. A. Siempre le venderá a quien quiera comprar productos de Suministros Nutricionales S. A.
—¡Sí, señor! ¡Muy bien, muy bien! —gritó la señora Ernestine Thump, y su sombrero Manqué et Cie. Se derrumbó sobre uno de sus brillantes ojillos.
—No puedo hablar por boca de otras empresas, naturalmente. No obstante —y una vez más los dientes del señor Hubris se hicieron visibles a su fascinado auditorio—, ahora que lo pienso, dudo que existan otras empresas. Suministros Nutricionales S. A. Se ha ocupado de todas ellas… vertical y horizontalmente. Suministros Nutricionales S. A. Posee arrozales en Dakota y campos de soja en Indochina, miles de acres de huertas en Italia, y ha drenado los fiordos noruegos que estaban repletos de rico liquen comestible. «Dondequiera que exista un proceso digestivo, allí estará Suministros Nutricionales S. A.» ¡Ése es nuestro orgulloso compromiso! Además estamos en permanente contacto con el Ministerio. Nos compran a nosotros directamente. Y es por eso por lo que a ustedes, damas y caballeros, regularmente se les proporcionan suficientes calorías como para mantenerles con vida en unos niveles razonables.
Se produjo otro prolongado estallido de aplausos, a través de los cuales pudo oírse al señor Jones murmurando: «Como si uno pudiera vivir en unos niveles no razonables…».
—Y créanme, damas y caballeros —dijo el señor Claud Hubris, poniéndose repentinamente serio. Una gélida nube pareció empañar los cristales de sus gafas—: esto es algo estupendo. Es lo mejor. Lo mejor de lo mejor. El derroche, el caos y el antieconómico desbarajuste propio de la Naturaleza (sequías, inundaciones, excedentes y carestías) pasará a mejor vida gracias a Suministros Nutricionales S. A. En definitiva, déjenme que evoque aquí el lema de nuestra empresa: «Si Dios sabe hacerlo, nosotros sabemos hacerlo mejor».
El aplauso que levantaron aquellas palabras fue tremebundo. O. E. Cumulus se cayó estrepitosamente de la silla y tuvo que ser auxiliado por el profesor Farine. Cuando el alboroto concluyó, el señor Hubris prosiguió, con un gesto que pretendía imitar una especie de brillante y confiada sonrisa.
—Así pues, no teman ustedes, damas y caballeros. La especie tiene derecho a la nutrición. ¡Perfecto! Suministros Nutricionales S. A. Se ocupará de que la especie jamás pase hambre. Y ahora vayamos al asunto del domicilio. Generalmente se entiende que el domicilio…
En ese momento una avispa se coló por una ventana abierta y empezó a acosar a los delegados que estaban cerca de Flora; desde hacía algún tiempo se había percatado de la existencia de ligeros ruidillos procedentes del Pequeño Fregadero, que se suponía vacío, así que simuló que salía en persecución de la avispa y logró abandonar la sala sin que nadie se diera cuenta.
Tras inhalar una bocanada de aire fresco, echó un vistazo al interior del Pequeño Fregadero. Las paredes encaladas y frescas, y el suelo de piedra, el enorme pilón y el igualmente enorme escurreplatos de madera pulida y húmeda dotaban a la estancia de un aspecto de lo más apacible. Todo permanecía en calma, excepto por un pequeño detalle. Atada a un amarradero, en medio del jardín en miniatura del exterior (antaño un redil para las reses), había una vaca extraordinariamente gorda que rumiaba con los ojos entornados mientras se abría su camino a través de un macizo de escogidas espuelas de caballero. Cuando observó más atentamente a la vaca, se dio cuenta de que le faltaba una pata.
Flora rodeó el pequeño pilón. Nadie de tamaño normal podría esconderse detrás. Luego inspeccionó la esquina umbría que había junto al escurridor. Y allí, en las sombras, escarbando en el suelo, distinguió una figura. La figura del suelo emitió una voz aflautada…
—¡Ay, que lo he perdío todo, y que lo he perdío para siempre! ¡Mi tesoro, mi estropajo! ¡Así les caigan las maldiciones a esos envidiosos de corazones negros como la pez que me lo robaron! ¡Sus pecados caigan sobre su casa y se les sequen las ubres a sus vacas! Ay, pero si ya cayeron… por eso tuvieron que marcharse de aquí al extranjero, dejando a sus mujerucas desoladas, y la granja toda emperifollada como el forraje de una vaca enferma. ¡Ay, las vacas bien que lo saben! Ya no queda ni un marrano decente a la vista, ni un pollo colorao, ni las ovejas modorras. Ah, esto a poco bastaría para romperle el corazón a este pobre aldeano, si no contara a lo menos con una casita de dos habitaciones, con tres acres de tierra para sus propios jolgorios, y con la Esquiva, con la Perdida, con la Desgraciada, y la Fechoría allí arriba dándose la vida padre en Howchiker Hall (¡que Dios en su santísima divinidad bendiga a mi señorita Elfine!). Nada, que aquí no está, mi tesoro perdío. Me tendré que volver otra vez a Howchiker.
Saliendo lentamente de las sombras, Flora vio a un hombre muy viejo, vestido con un guardapolvo blanco, y un sombrero de vaquerizo muy adornado con cintas de tela y ramas de espino. Llevaba también botas de cordones, y unos calzones, y se apoyaba en un bastón retorcido.
—¡Adam! ¡Adam Lambsbreath! —exclamó Flora, encantada de reencontrarse con el viejo vaquerizo, aunque en realidad nunca se habían caído especialmente bien el uno al otro—. Vaya, pensaba que estaría usted…
Se lo pensó dos veces y se detuvo, pero ya era demasiado tarde.
—¡Vaya, que me aspen! ¡Pero si es la mismísima hija de Robert Poste! —asintió Adam, frunciendo el ceño y apoyando ambas manos en su bastón—. ¿A que pensaba usted que estaría muerto? ¿A que sí? ¡Pero no! ¿Ve? Vivito y coleando…
—Sí, ya veo… Lo siento.
—¿Siente que no esté muerto? ¡Vergüenza le tendría que dar tener el corazón así de duro, que parece un cacho de pedernal! ¡Decirle eso a la cara a un pobre hombre como yo! —y blandió el bastón, amenazante.
—¡No, no…! ¡No quise decir eso, desde luego! Estoy pero que muy contenta de volverle a ver, Adam. —Y se calló todo lo que tuviera alguna relación con volver a ver a los «viejos» amigos—. Bueno… hace siglos que no nos veíamos, ¿no es así? Supongo que todavía vivirá usted en Haute-Couture Hall, con lady Hawk-Monitor.
—Sí, y a cuerpo de rey que estoy, hija de Robert Poste.
—¿Ha regresado ya la señorita? Me ha parecido oír que se esperaba el regreso de la familia esta misma semana procedente de América.
—Sí, hija de Robert Poste. Ya están todos en casa, y tan ricamente. Llegaron el sábado, de madrugada. ¡Pero mi lady Elfine sigue igualita, si es que quiere usted saberlo! ¡Tan silvestre y desenfadada como un pardalillo! Aunque no me parece a mí que sea propio de una madre de tres mozas y de cuatro muchachos bigardos andar por ahí montando a caballo, arriba y abajo por el campo a través.
—¿Se puede saber qué estaba usted buscando hace un minuto? —continuó Flora, y se apoyó cómodamente contra el pilón, al tiempo que cerraba con un ligero empujón la puerta del Pequeño Fregadero. La puerta giró en sus goznes lentamente y el sonido de la voz del señor Hubris graznando a propósito de los «domicilios» se redujo a un distante ulular que sugería el sonido de una bomba cayendo y cayendo, de modo que nunca acababa de llegar al suelo para explotar.
—Mi estropajo… —contestó Adam sombríamente—. ¡Es que lo tenía aquí desde… colgando ahí mismito, encima de la vieja pila de quitar la grasa! De eso hace tantos años…
—Ya me acuerdo… —dijo Flora, que decidió no recordarle que había sido ella precisamente la que le había regalado aquel estropajo, un hecho que al parecer Adam había olvidado—. ¿Y cómo es que lo perdió? ¿No lo cogió usted cuando se fue a vivir con sus vacas a Haute-Couture Hall?
—Claro que sí. ¡Claro que sí, hija de Robert Poste! Pero por entonces todavía estaban todos esos viviendo en Cold Comfort cuando me cogieron tirria envidiosa en sus sucios corazones, y entonces fue cuando me lo robaron.
—¡Vaya, qué lástima! ¿Y qué hicieron con él?
—No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo, hija de Robert Poste? Unos dicen una cosa, otros dicen otra, y todo para volverme loco, eso es. ¡Unos dicen que el señorito Ezra, antes de que se fuera a Sudafricania, lo tiró al pozo de Ticklepenny!
—¡Qué mal! Entonces, ¿aún tiene agua ese pozo? —preguntó Flora, encantada de saber que al menos había algo que no había cambiado desde que ella se fuera.
—Qué va; lo cegaron.
—¡Adam! ¿Y por qué demonios harían eso…?
—Qué sé yo. ¿Cómo iba a saberlo? Porque son estúpidos, será.
Flora también pensó que probablemente aquella fuera la explicación.
Entonces el tiempo se detuvo. Adam empezó a hurgar en el fregadero con el bastón y Flora observó a través de la puerta exterior, como en una ensoñación, la figura de la vaca que en aquel momento estaba dando buena cuenta de un lecho de preciosos claveles. La puerta del Pequeño Fregadero se abrió lentamente con la brisa, y Flora pudo escuchar los ecos de la reunión… («… gobernado de acuerdo con su nivel como una unidad socialmente productiva, lo cual significa de hecho su integración en el cuerpo social…»). La puerta se volvió a cerrar.
De repente se le ocurrió que la cara de la vaca también le resultaba familiar.
—Por cierto, esa vaca se parece mucho a Casquivana, ¿no es así? ¿Existe alguna relación entre ellas o…? —dijo. De pronto se preguntó si serviría de algo pedirle a Adam que la llamara simplemente señora Fairford.
—Pues ya que lo dice, sí —murmuró Adam. Seguía hurgando en el fregadero y le daba la espalda a Flora—. Pero la Casquivana está muerta, sabe usted. La arrojamos al estercolero del cementerio, hija de Robert Poste, y la Viveydejavivir crece desde entonces sobre su tumba, y vaya flores que echa. ¡A esto! ¡A esto estuvo de partírseme el corazón en dos pedazos llenos se sangre, ya le digo, cuando Dios se me llevó a mi Casquivana! ¡Mi Casquivana hermosa!
—Lo siento… Espero que su enfermedad no fuera muy larga.
—Cosa de seis semanas. Pero no fue una enfermedad. ¡Lo que le pasó es que se me conmovió, y eso la mató!
—Ya. Siempre fue una vaca muy sentida… —dijo Flora, con la esperanza de tranquilizar a Adam—. La recuerdo como si la viera.
—Pues sí. Y Gran Negocio… era… era, sabe usted, amigo íntimo de la Casquivana, ¿no se acuerda usted de eso?
Flora asintió.
—La Casquivana, y la Desgarbada, y la Ociosa, y la Desnortada… hacían todas muy buenas migas con Gran Negocio. Bien que las cuidaba a todas, Gran Negocio, digo, y ellas también miraban por él, vaya que sí. Ésa —y meneó la cabeza hacia la vaca—, esa es la bisnieta de la Casquivana.
—¿Ah, sí? ¡Qué interesante! Pero no es tan guapa como Casquivana, según veo.
—¡Qué va! ¡Ni por asomo, hija de Robert Poste! ¡Ni por asomo! ¿Se acuerda usted lo contenta que andaba la Casquivana cuando el señorito Reuben vino a ser el dueño de la granja y le echó un montón de comida?
—Claro, claro que me acuerdo —contestó Flora. No recordaba nada en absoluto, pero de repente se le había ocurrido que Adam podía conocer el secreto de la vergüenza que Gran Negocio había derramado sobre los Starkadder y la granja, que era lo que Reuben le había dicho el día anterior.
—Y dígame. ¿Qué le pasó exactamente a Casquivana, después de que se fuera usted con todas las vacas a vivir a Haute-Couture Hall? —continuó Flora—. ¿Tuvo algo que ver con Gran Negocio?
Adam se había inclinado tanto que casi había desaparecido dentro del pilón. Aún continuaba hurgando allí dentro con su bastón, pero Flora podía verle el cogote, que tenía casi tan rojo como su pañoleta de lunares.
—¡Qué va, hija de Robert Poste! Bueno, sí… sí… algo hubo. Pero es una historia que no me atrevería a contar delante de una señorita.
—A mí no me importa… quiero decir.… ya no soy una señorita. Soy la señora de Charles Fairford, y tengo cinco hijos.
—¿Y por qué no lo dijo antes? —exclamó de repente Adam, saliendo apresuradamente del pilón, y tambaleándose hasta que recuperó el equilibrio—. La cosa es que la Casquivana se nos murió de pena porque Gran Negocio… —y aquí bajó la voz y adoptó un tono confidencial—. Bueno, ya sabe, se fue por dinero con esos científicos.
—¿Qué?
—Como lo oye usted. Para mejorar las crías que nacen por ahí… Sí, y para eso se fue a Sudafricania también, o al menos eso es lo que cuentan.
—Ya… entiendo… —susurró Flora albergando serias dudas respecto al verdadero sentido de las palabras de Adam.
—Pues sí. Los científicos esos vinieron a rondar por acá y a rondar por allá, y empezaron a suplicar y a chinchar, y al señorito Micah y al señorito Reuben (yo estaba por aquí, buscando mi tesoro perdido, y pude escuchar lo que decían) les corrían las lágrimas por esa cara de falsos y de malos que tenían. Hablaban así, muy serios y solemnes, como si mismamente estuvieran en el banco de la iglesia, cuando no estaban más que dándole al pico junto a la charca de los patos, y el señorito Micah y el señorito Reuben los dos estaban así con la cara rabiosa, pero esos no dijeron ni pío.
—Pero si tanto les molestaba, ¿por qué permitieron que se llevaran a Gran Negocio?
—Fue el Ministerio, fue él quien mandó a esos científicos malvados a Cold Comfort; ¿y quién se atreve a decirle que no al Ministerio? Pues sí, y esas gentes les pusieron la cabeza como un bombo al señorito Micah y al señorito Reuben con toda clase de frases aduladoras. Les decían que tenían una tremendísima responsabilidad. Que los animales verdaderamente superiores, les decían para convencerlos, deberían diseminar sus bondades por el mundo. Y así, con las cosas del Ministerio y adulándolos con sus zalemas, pues el señorito Reuben y el señorito Micah dejaron que Gran Negocio se marchara. ¡Y esa es la vergüenza que cayó sobre esta casa, porque el animal hasta entonces había disfrutado de sus asuntos amorosos en privado, y eso a Casquivana le partió el corazón!
—¿Y dónde está el toro ahora?
—Pues me pareció entender que se lo llevaron a Sudafricania. Cuando volvió de su gira por las ferias de ganado, el señorito Micah y los demás se lo cogieron para llevárselo allí a Grootebeeste. ¡Que el Señor lo guíe y lo proteja! Al toro, digo.
—Seguro que está bien, y sano. En realidad, no sé qué pintaría un toro como Gran Negocio en un lugar como Cold Comfort, tal y como está ahora la granja.
—Ha dicho usted una verdad como un templo. Esto, con tantas florecillas y tanto tiesto, lo que parece es la rectoría del pueblo el día de la romería, ¿no cree? Lo que yo digo es que esto es un escupitajo en la cara de la Naturaleza.
—No se lo diga a nadie, pero opino lo mismo que usted.
—Pues sí, y llevarse a nuestro Gran Negocio para esos asuntos tan científicos fue también escupirle en la cara a la Naturaleza. ¡Son los peores escupitajos a la cara de la Naturaleza que jamás he conocido, eso es lo que fueron! Ea, hija de Robert Poste…
—Sí, sí, pero eso ahora no importa. ¿Podríamos subir hasta el recodo de Ticklepenny? Tal vez podríamos echar un vistazo al pozo, y ver si el estropajo aún sigue allí…
A juzgar por el entusiasmo del último estallido de aplausos que se escuchaba en la habitación de dentro, Flora juzgó que la promulgación del Acta de Derechos Humanos estaba ya a punto de caramelo. Pensó que lo mejor sería evitar a los delegados que sin duda saldrían en tropel de la sala anhelando admiración y té a partes iguales.
Pero Adam dudó. Duda y sospecha adornaban indistintamente las agrietadas arrugas de su terroso rostro.
—¿Cuál es el problema? —preguntó pacientemente Flora.
—No estará arguciando usted algún terrible plan contra mí y contra mis vacas…
—Le aseguro que no. Estoy demasiado ocupada para eso.
—¡Siempre hay tiempo de sobra para hacer maldades!
—Como quiera, pero creo que si subimos tal vez podamos recuperar el estropajo.
—Iré con usted, pero si va usted delante de mí y de la Desgraciada —dijo Adam finalmente, desatando a la vaca (que estaba acabando de zamparse un exquisito matojo de violetas alpinas) y haciéndole un gesto con el bastón a Flora para ponerse en marcha.
—¡Muy bien! —exclamó Flora, y así partieron los tres colina arriba.
Guiada por los malhumorados alaridos del viejo vaquerizo, Flora prescindió del camino habitual que llevaba hacia Ticklepenny, y cruzó el valle que discurría transversalmente a los pies de las laderas de Mockuncle Hill. Soplaba el viento en las lomas peladas, y las amplias telas de su camisa se hinchaban a medida que iba ascendiendo. Adam la seguía a buen paso, renqueante, y, a pesar de su minusvalía, Desgraciada también se las apañaba bastante bien.
Cuando llegaron por fin a los tesos que conducían a Ticklepenny, oyeron el ruido de unos hípicos cascos golpeando la hierba tras ellos. Cuando Flora se volvió, vio a cuatro jinetes que se aproximaban a buen paso. Desgraciada lanzó un grave mugido de bienvenida, y la señora que encabezaba la partida, montada en un gran corcel negro, agitó la fusta en señal de saludo. Un instante después tiró de las riendas y se detuvo junto a Flora.
—¡Oh, querida! —exclamó la amazona, bajándose y apretando su rostro frío y dulcemente perfumado contra la mejilla de Flora.
Era Elfine.
—Me enteré de que habías llegado —dijo la amazona, con un rastro de la antigua brusquedad que siempre regresaba a su voz cuando estaba nerviosa o se sentía cohibida—. He estado sencillamente como loca por volver a verte. Y digo yo… ¿te gustaría venir a cenar esta noche? Solo estaremos los chicos y yo… Mi marido ha de ir a una reunión de jueces de paz. Oh, estos son mis hijos: Hereward, Torquil, Peregrine… —dijo mientras los iba señalando con la fusta—. Chicos: esta es Flora Fairford. Ya sabéis: mi mejor amiga —concluyó bruscamente.
Los tres muchachos, tremendamente guapos, sentados a horcajadas sobre sus corceles grises moteados corearon: «¿Cómo está usted, señora Fairford?», y clavaron sus miradas, amables y juveniles, en el rostro terso y las mejillas encendidas de Flora. La hija de Robert Poste observó a Elfine con emocionada satisfacción.
Su cutis no había sufrido excesivamente con la calefacción central propia de las mansiones de los políticos de Washington, su figura aún conservaba ese aire de ninfa que la caracterizaba, y sus ojos aún eran puros zafiros. Pero la caudalosa melena dorada que Flora le había enseñado a dominar antaño se hallaba ahora recogida en un moño de aire helénico con una carencia absoluta de estructura y refinamiento, mientras que su traje de montar, ajustado à merveille, así como los guantes, las botas y el gorro, lucían absolutamente perfectos.
En todo caso, cuando se irguió tras haber abrazado a Flora, un librito delgado se le cayó del bolsillo de la falda. Adelantándose a los tres chicos, que ya habían descendido de los caballos, Flora recogió el libro y se lo devolvió a Elfine con una sonrisa: era el poema Snowbound de John Greenleaf Whittier.[23] Lady Hawk-Monitor se ruborizó.
—Mamá lee poemas —dijo Peregrine con atrevimiento.
—Unos poemas terribles, además —dijo Torquil.
—Todos los poemas son terribles… —murmuró Hereward, que también se había dado a las efusiones líricas y que por eso era el favorito de su madre.
—¿Vendrás, Flora querida? ¡Vamos…! —dijo Elfine.
Lamentándolo mucho, Flora le contó que sus deberes vespertinos la obligarían a quedarse en Cold Comfort hasta después de la hora de la cena, pero ambas acordaron que Flora subiría a tomar café a Haute-Couture Hall al día siguiente a las ocho y media. Una vez fijada la cita, Elfine se disculpó diciendo que tenía que volver a casa de inmediato para tomar el té con las chicas (cuyos nombres eran Naomi, Rachel y Esther). «Los judíos nunca les ponen esos dulces y adorables nombres a sus hijos», observó. «Así que alguien tiene que hacerlo».
Flora acompañó al grupo hasta la cima de Mockuncle Hill, caminando entre los ijares sudorosos y recios de los caballos, y respirando el aire caliente que expelían mientras hablaba con su amiga.
—¿Y qué me dices del congreso? ¿Te está gustando, querida? Claro, te estará encantando, supongo: eres tan inteligente… —La ingenua mirada de Elfine acentuó la admiración que sentía hacia Flora.
Flora contestó (precavida, pues no deseaba hacer tambalear el respeto reverencial que lady Hawk-Monitor sentía hacia la gente inteligente) que el congreso era, en términos generales… lo que se esperaba que fuera un congreso. Y de paso añadió que no estaba en absoluto satisfecha con el estado en que se encontraba Cold Comfort Farm.
—Pero, querida mía, ¿por qué? Si está tan preciosísima y tan arregladita… ¡Yo habría jurado que lo aprobarías absolutísimamente!
Flora admitió que podría haber sido así. Sin embargo, negó con la cabeza.
—Deberías tener una conversación con mi marido. Él también dice que la granja está hecha un completo desastre. Por supuesto, fue un error que los primos se marcharan todos juntos al extranjero —dijo Elfine.
—Supongo que no hay ninguna posibilidad de que la tía Ada regrese a casa…
—Oh, me temo que ninguna posibilidad en absoluto. Le encanta Hollywood. Cuando escribe a los chicos por sus cumpleaños siempre les dice que jamás volverá a casa.
—Debe de tener… ¿cuántos años tiene ya la tía, Elfine?
—Flora querida: eso no lo sabe nadie. Lo que es yo, no me atrevo ni a planteármelo. Siempre va vestida de blanco, ya sabes, y luciendo unos enormes zafiros. Y cada noche va a una fiesta distinta.
Flora fingió un escalofrío (pensando en las fiestas, no en la alegre ancianidad de la tía Ada Doom) y apartó de sí la idea de que alguien pudiera convencerla de que regresara y se ocupara otra vez de dirigir la granja. Luego, tras haber dispensado una afectuosa despedida a Elfine, observó cómo los cuatro jinetes, acompañados de Adam y de la vaca Desgraciada desaparecían tras la loma de Teazeaunt Beacon. Decidió regresar a la granja dando un paseo y mirando el paisaje. Deseaba con todas sus fuerzas no encontrarse con Mybug o con el señor Jones, y que le fastidiaran el día.
Cuando andaba por las eras de Ticklepenny pensó que sería buena idea desviarse para inspeccionar el pozo. Al parecer, le habían adosado un curioso arco por encima, una tapadera, un poyo con un fragmento de una poesía cincelada en letras góticas que trataba, cómo no, sobre pozos, y una estatua de aspecto industrial de un santo que —evidentemente— no era otro que O. C. Wells.[24] De hecho, en el pozo había de todo lo que uno pudiera imaginarse en un pozo, excepto agua. Cuando Flora arrojó una piedra a su interior, de allí no salió más que un seco golpecillo, al que siguió un ligero tufo a moho.
Flora negó tristemente con la cabeza mientras dejaba caer todo su peso sobre el poyo de piedra. Algo había que hacer, y si Reuben no se acercaba a ella pronto a pedirle ayuda, tendría que hacer algo al respecto sin contar con su primo.
(La petición llegaría a la tarde siguiente).
Pero aquella agradable atardecida del lunes, cuando lo único que enturbiaba la pretenciosa belleza de Cold Comfort Farm era el ruinoso chamizo de Reuben en una esquina de las pedregosas e inclinadas eras de Ticklepenny, los delegados vinieron en tropel por las laderas con la intención de contemplar admirados las amplias panorámicas de los Downs, y vislumbrar acaso un destello del lejano mar. (Algunos venían cargados con bocadillos y termos de té, y otros, debido a sus sacrificios privados, no podrían disfrutar ni del té ni de los sándwiches).
—¡Vaya! ¡Ahora no podremos tomarnos el té con la puerta abierta! —exclamó Nancy cuando el señor Claud Hubris asomó el hocico, acompañado por un enjambre de pequeños especialistas revolucionarios, puesto que el camino hacia el punto panorámico discurría junto a la parte trasera del chamizo—. No os preocupéis, angelitos míos. El próximo domingo ya se habrán ido. ¡Rosey Starkadder, te estoy viendo: estás sacándole la lengua a ese señor! ¡Por el amor de Dios, niños! ¡Que no se lo tenga que decir a vuestro padre!
—Pues yo vi cómo padre amenazaba con darle una paliza al tío gomoso ese.
—Sí, él nos deja hacerlo —concluyó Charley, el hijo mayor.
—Pero lo de vuestro padre es distinto. Venga, acabaos el té, y que no os oiga yo decir ni mu.
Por desgracia, el Sabio y su discípulo y el ayudante también aprovecharon para merendar a aquella misma hora, y puesto que para algunos delegados aquel humilde refrigerio poseía todos los encantos de la exótica ruralidad, el lugar se convirtió en el emplazamiento en el que los intelectuales se cansaron de sus propios libertinajes y de sus banquetes de inteligencia y de sus elevaciones de espíritu, y comenzaron a sacar con aire contrito el té y los arenques fritos que les habían preparado gentes que no eran intelectuales. Mademoiselle Avaler, Peccavi, Riska y el señor Mybug avanzaron entonces hasta el umbral de la puerta trasera del chamizo de Nancy y se quedaron allí, contemplando la escena que se desarrollaba en el interior.
—Oiga usted, Maestro —le dijo entonces el señor Mybug al Sabio—, ¿por qué no se ha presentado a ninguna de las conferencias? Teníamos entendido que iba usted a disertar sobre las Ideas Sublimes.
—¡Paz!—se limitó a contestar el Sabio, tras un largo silencio y sin levantar la mirada.
El pobre señor Mybug se quedó con cara de pasmo. Anotó mentalmente que debía expresar una queja formal ante Meutre, el presidente del G. I. I., por la extraordinaria falta de actividad pública del Sabio.
—¡Ahí, sentado en el suelo! ¡Y comiendo esa comida tan asquerosa! ¡Qué grosero! ¡Qué bueno! —suspiró mademoiselle Avaler—. ¡Qué encantador…! ¡Y qué disparatado!
—Parece que su amigo, el pintor Peccavi, prefiere quedarse en la casa —observó el señor Hubris, dirigiéndose al señor Mybug y deteniéndose en su paseo con los especialistas revolucionarios para que uno de ellos se pusiera de puntillas delante de él y le encendiera el cigarrillo.
—Por supuesto. Es la persona más sencilla que uno pueda imaginarse… Un crío, un salvaje, en el fondo —sentenció el señor Mybug.
Peccavi había acabado de engullir uno de los arenques ahumados del ayudante, tras lo cual empezó a dar cuenta de una exigua cantidad de bígaros que el discípulo había recogido aquella misma mañana en la orilla del mar. Éste no había podido esconderlos, porque estaba muy ocupado con Riska, quien (ataviada únicamente con una de esas guerreras militares que los Recientes Acontecimientos habían hecho aflorar en el mercado a precios reducidos) se entretenía haciéndole cosquillas con una ramita en los dedos de los pies. El discípulo, silencioso y atemorizado, la contemplaba muy envarado en cuclillas, con un brillo en sus ojitos. El ayudante, mientras tanto, estaba ocupado en trasladar, de una manera un tanto azorada, los arenques, el té y el bote de bígaros a lugar seguro para evitar que estuvieran al alcance de las damas y los caballeros de la reunión.
—¿Y por qué ese amigo suyo de las barbas no se levanta y le para los pies a ese zampón? —murmuró Reuben, observando la escena tras la cortina de la ventana de la cocina—. Míralo ahí, maltratando a ese pobre bárbaro, ese pobre tipo de Londres. … Es una vergüenza… Que si no hubiera perdido yo mi trabuco…
—Anda, anda, entra y tómate el té, querido —suplicó Nancy desde la mesa.
—¡Déjame vivir, Nancy Dolour! Corren malos tiempos para Cold Comfort, entérate, con la casa vieja emperifollada como un cordero en víspera de mercado, y el ternero Comistrajo yendo y viniendo por esas tierras afeminadas, y yo… Yo, que era el propietario de la casa de la familia, sin nada que sembrar ni arar, más que unas tierras que no son más grandes que las sábanas de nuestra cama conyugal…
—¡Vergüenza te tenía que dar, hablar así delante de las criaturas!
—Eso no les hace ningún daño, a que no, ¿eh, chicos? —Y Reuben observó las expresiones indiferentes y embadurnadas de melaza de su progenie—. Es que me pone los nervios de punta ver la casa vieja echada a perder por esos cabestros… No, cabestros no, que llamarlos así sería insultar a las pobres bestias. —E hizo un gesto señalando con la cabeza a los delegados del congreso.
—Ea, ya está bien —dijo Nancy, tímidamente, aunque con resolución—. ¿Por qué no escribes una carta a todos los muchachos pidiéndoles que vuelvan a la casa? Y así podrías trabajar toda la granja de nuevo, como cuando yo era cría.
El rostro de Reuben se tornó de color púrpura intenso. Con la mirada perdida en el infinito estampó el puño en la palma de la otra mano.
—¡No! ¡Nunca jamás! ¡Jamás de los jamases! He hecho un juramento y tengo que mantener mi palabra, vaya, aunque la granja se convierta en… en… en un maldito salón de té, o en un aeropuerto con esos malditos aviones elegantes yendo de acá para allá por todas partes. Tengo que arar la tierra natal yo solito hasta el final, porque aunque ya no viva ningún Starkadder en la granja, todavía queda uno en las tierras de Ticklepenny. Y ahora, a comer, muchachos. —Era una orden innecesaria, puesto que los niños en ningún momento habían parado de zampar—. ¡Y que no oiga yo nunca más hablar de cartas que van o vienen del extranjero! Lo que haya de ser, será… —Y se sentó a la mesa y se introdujo con gran esfuerzo media hogaza en la boca.
Nancy no dijo nada más. Estaba muy atareada atendiendo a su familia, pero cuando se dio la ocasión, a hurtadillas desató el nudo de su delantal. Entonces recordó que debía hablar con la señora Fairford, en cuanto pudiera encontrarla a solas.