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El miércoles, según el programa, se dedicaría a una sesión de lectura. Estaba previsto que los delegados recorrieran un camino abierto y aireado hasta llegar a un vallecito boscoso, donde disfrutarían de un almuerzo, y después cada uno leería en voz alta algún fragmento trascendental relacionado con alguna importante actividad contemporánea. Flora acompañaría al grupo para supervisar el servicio del almuerzo. (Nadie sugirió que ella pudiera leer nada a los demás, y Flora atribuyó este desprecio a la pobre opinión que el señor Mybug tenía respecto al gusto de la hija de Robert Poste en lo que se refería a cuestiones literarias; pues aunque el señor Mybug había murmurado algo sobre «darle algo de leer a la señora Fairford —¿por qué no?—, le vendría bien: se pasa el día esquivando la Realidad», inmediatamente después había negado con la cabeza y había decidido que constituiría una pérdida de tiempo precioso dedicarse a escuchar el tipo de ñoñerías que muy probablemente escogería Flora. Además, quería asegurarse de que él mismo dispondría de todo el tiempo del mundo para aburrir a los delegados con la lectura de El dromedario, la obrita bestialmente pequeña a la que ya se ha hecho referencia antes).

A la hora fijada, pues, los delegados fueron agrupados en el Patio Grande, donde un carromato tirado por dos caballos esperaba para llevarlos al vallecito escogido. Todos parecían satisfechos con el medio de transporte, excepto frau Dichtverworren, que admitió con una risa grave que sentía una pasión desaforada por los coches veloces, y que le encantaba ir a toda pastilla sintiendo el aire cálido del verano sobre su pelo hasta que perdía por completo el sentido del tiempo, del lugar, la personalidad y la seguridad pública. Y Peccavi tampoco estaba demasiado contento que digamos. Había descubierto una bicicleta oxidada entre unos trastos viejos en un cobertizo. Tenía transportín, así que él y Riska se dispusieron a pedalear por turnos. Riska vestía pantalones cortos con un roto, y un jersey muy ajustado, algo muy apropiado para llevar a cabo aquella hazaña. El señor Mybug le señaló a Flora cuán envidiosos se sentían los otros delegados al observar el alegre e infantil ensimismamiento de aquellos dos seres ante su nuevo juguete. Respecto a Flora, viajaría en un jeep descapotable, custodiando las cestas del almuerzo, las bebidas y una barra portátil de acero inoxidable.

El señor Jones se encaminó a la excursión refunfuñando. Decía, muy fastidiado, que en el bosque habría abundancia de moscas y escasez de champán.

—Se equivoca usted, habrá champán de sobra —le dijo Flora cuando se cruzaron. Ella y el ayudante atravesaban tambaleantes el patio con una cesta repleta de exquisitos manjares—: una botella mágnum. El presidente de la República Francesa en persona lo envió esta misma mañana. Venía en el avión que escuchamos aterrizar alrededor de las seis de la mañana.

—¡Ah! La belle France! Magnifique!—exclamó el señor Jones, y besó los dedos de mademoiselle Avaler, que deambulaba por el patio con una sonrisa boba en los labios. Llevaba un ejemplar de El existencialismo de Ruggiero bajo un brazo y el último número de Chiffons bajo el otro.[28]

Flora y su ayudante ya habían recorrido la mitad del patio con la segunda cesta cuando el ayudante, humedeciéndose los labios, musitó con voz ronca:

—Le ruego me perdone usted, señora. El caballero

—Ya sé a quién te refieres. ¿Qué pasa con él? —dijo Flora intentando alentarle con un gesto. Solo podía haber una persona en el congreso a quien ambos podían identificar con tal apelativo, y ese no era otro que el Sabio. Se referían a él como «el caballero» a pesar de que no tenía ropa de su propiedad, y aparentemente tampoco ninguna cuenta corriente a su nombre en un banco.

—Le gustaría venir de excursión con nosotros, señora. Se lo he oído decir. Luego, su amigo me dijo que jamás se le ocurriría pedir que lo lleváramos, porque para él, a ver si me entiende usted, señora, todos los días son días de ayuno y mortificación. Pero me consta que le gustaría venir, señora. Eso lo sé de buena tinta.

—Veré lo que puedo hacer —contestó Flora, consultando la hora en el reloj que le colgaba del cuello y pensando que quizás la serenidad y la belleza patriarcal que derrochaba el Sabio podrían ayudar a que la severidad de sus mortificaciones se relajase. Sobre todo pensando en que tendría que asistir a una larga y penosa lectura de El dromedario.

Flora encontró al Sabio haciendo meditación junto a una hoguera. El discípulo, que parecía más abatido y lóbrego que de costumbre, se afanaba en lavar la túnica de su maestro en un cubo que le había prestado Nancy.

¡Paz!—dijo el Sabio cuando Flora se aproximó.

—Sí, paz también para usted, Maestro. A ver… he estado pensando… Hace un día tan bueno… que quizás le resultaría entretenido…

—¡Todo cambio, mutación o traslado es nocivo, hija mía, exactamente como todas esas inútiles prisas para ir de la ceca a la meca, y todos esos esfuerzos para mirar embobados por encima de las rejas a los monos y a los loros!

—Consigue usted que parezca todo agotador —dijo Flora con una sonrisa—. Pero no tendrá que andar deprisa de un lado para otro ni asomarse por ninguna barandilla, porque hay un vehículo que le llevará al picnic…

—Esa simple expresión está llena de peligros innumerables… En la patria de este humilde siervo a los picnics se les llama «la comida de los pollinos».

—Claro, claro, de los pollinos, desde luego; pero aun así, me gustaría que usted asistiera, Maestro. No le diga que no a esta ignorante occidental que aspira a ser su discípula más fiel —dijo Flora, arrodillándose ante el Sabio, con aire engatusador—. Hale, ¿por qué no se anima y viene con nosotros?

—Deseo ir, hija mía, lo deseo. Igual que deseo ver de nuevo el Río Negro y los árboles ignotos, pues en mi juventud, este humilde siervo fue un pintor de esas ilusiones sobre madera y lienzo. ¡Todo deseo conduce a las ansias, y todas las ansias constituyen un mal en sí mismo! Así pues, debo dejar que mi deseo se apague, y declinar su invitación.

Flora lo miró completamente perpleja.

Los dulces aunque soberbios ojos del Sabio se hallaban profundamente sumidos en el nirvana. Solo los nerviosos jadeos del discípulo, afanado en escurrir los húmedos ropajes de algodón en la tabla de Nancy, lograban romper la quietud matutina. Flora sonrió.

—Y si lo llevaran a usted al carromato por la fuerza, Maestro, ¿intentaría resistirse? —le preguntó.

—No, hija mía. Toda resistencia a la fuerza es un mal en sí mismo.

—¡Estupendo! —dijo Flora, y se fue corriendo en busca de dos hombres que fueran lo suficientemente fornidos como para cumplir la misión con garantías de éxito.

Por supuesto, a nadie le apetecía acometer semejante tarea. De hecho, a esas alturas la mayoría de los delegados se encontraban en un estado lamentable tras varias noches en estado de perpetua borrachera, sin dormir apenas, fumando continuamente como carreteros y trasegando litros de café cargado. Ni por asomo habrían sido capaces de trasladar al Maestro al carromato aunque hubieran querido; aun así, Flora logró persuadir al señor Jones y a uno de los peritos revolucionarios, que por casualidad se había especializado en Teoría y Práctica de Aligeramiento de Pesos, para que acarrearan al Maestro hasta el carromato.

«Ahora empiezo a comprender por qué la gente tiene tanto miedo a estos revolucionarios», pensó Flora, siguiendo triunfalmente la estela del Sabio, que en esos momentos estaba siendo transportado a la sillita de la reina entre el señor Jones y el experto en Aligeramiento de Pesos; «pero aun así resultan bastante útiles. De hecho, uno de ellos me puso tafiletes nuevos en los zapatos esta noche pasada, y esta misma mañana otro descorchó una botella en un periquete. Cierto que lo único que saben hacer es poner tafiletes en los zapatos y descorchar botellas, y eso les confiere un aterrador poder sobre la gente que aún no está tan especializada. Pero, se diga lo que se quiera, resultan bastante útiles».

—Tú darás testimonio, hija mía —dijo el Sabio, mientras era depositado por sus acarreadores en el pescante del carromato, justo al lado del conductor—, de que me llevan por la fuerza y de que no opongo resistencia.

—Claro, claro, Maestro, lo que usted diga… ¡Oh! —exclamó Flora recordando algo de repente—, ¿y qué hacemos con su discípulo? ¿Va a venir también?

—Es un pecador, hija mía —dijo el Sabio dulcemente.

—Sí, ya lo vi. Ayer por la noche pecó de lo suyo. Pero hace un día tan bueno que…

—Los ojos de su espíritu se han oscurecido. Se ha dejado arrastrar por imágenes irreverentes e ignominiosas.

—Pero ya se habrá dado cuenta, Maestro…

—Todo a su debido tiempo, hija mía, todo a su debido tiempo. Y si no es aquí en la tierra, será en la eternidad. Pero sus pies no quieren mantenerse en el Sendero.

—Estoy segura de que está deseando venir al picnic…

—Sin duda, hija mía, sin duda. Ese chico solo ansia diversiones. Seguro que ahora está llorando.

—No se diga más. Voy a traerlo —dijo Flora con decisión, y se alejó apresuradamente, pues los delegados estaban comenzando a subir al carromato y empezaban a pelearse por ver quién se sentaba con quién.

Flora encontró al discípulo llorando desconsoladamente. Tenía la cabeza metida dentro del cubo de fregar, mientras la túnica rosa y amarillenta del Sabio, ya limpia, ondeaba en la cuerda de tender, por encima de su cabeza.

—¡Vamos, vamos, anímese usted! —dijo Flora, sintiéndose como si acabara de salir de una calabaza agitando una varita mágica—. ¡Se viene usted al picnic! Sí, el Maestro dice que puede venir. ¡Dése prisa y póngase una guirnalda nueva… o lo que sea que tenga que ponerse! —El discípulo habitualmente llevaba una guirnalda ladeada de hierbajos comunes alrededor de la cabeza—: Vamos. No tenemos mucho tiempo.

El discípulo se metió entre unos arbustos, y reapareció casi inmediatamente con su perol de cocinar en una mano, mientras con la otra intentaba ajustarse un taparrabos andrajoso en torno a la cintura. Llevaba una guirnalda ceremonial de parravirgen en la cabeza. Flora levantó las cejas al ver la parravirgen, que posiblemente el discípulo habría escogido por sus llamativas flores rosadas, pero ya no había tiempo para reprenderlo severamente al respecto, si es que había decidido hacerlo; además, en opinión de Flora, aquel hombre ya había recibido suficientes reprimendas aquel día.

El discípulo lanzó una mirada al tejado de uno de los cobertizos (demasiado alto para que pudiera trepar hasta él), donde presumiblemente el Sabio había lanzado el ídolo prohibido; luego le hizo una reverencia oriental a Flora y salió corriendo con una expresión cercana a la ansiedad en su turbio rostro mugriento.

—No habrá sitio para uno de tamaño pequeño… —observó una voz deprimente tras Flora. Ésta se dio la vuelta y vio al ayudante—. Y que conste que no me estoy quejando —añadió de inmediato.

Flora le dijo que podía acompañarla en el jeep descapotable, y ambos se apresuraron a ocupar sus asientos. Se encontraron con que el discípulo ya se había acurrucado entre las cestas.

Y así fue como el grupo se dispuso a partir. La salida, no obstante, se retrasó unos minutos porque el señor Mybug se había entretenido releyendo una interminable carta de Rennet en la que esta disertaba sobre las reparaciones que tenían que hacer en el techo de la cocina en su casa de Londres. Llegó corriendo con su indumentaria un tanto desaliñada (obsequio de la asociación de beneficencia americana Zúrcelo y viste a un inglés).

—¿Cómo puede esperar que tenga energía para mis propios asuntos cuando continuamente esta mujer me acucia con todas estas minucias…? —inquirió el señor Mybug al señor Jones. Éste le correspondió con la indiferencia más absoluta.

En todo caso, la comitiva partió finalmente. La marcha la abría el carromato, seguido a poca distancia por el pequeño coche de la señora Ernestine Thump, que conducía la misma chica de aspecto depresivo que había visto en Londres. Cerrando la procesión circulaba Flora en su jeep descapotable. Al volante iba un joven engominado de Howling, de nombre Hick, que venía con las mejores recomendaciones en condición de vástago menor de la familia Dolour. Su manejo del vehículo era tan imprudente y sus modales tan distantes que a Flora le agradó poder utilizar ambas circunstancias como excusa para no dirigirse a él durante todo el viaje.

Por lo que se refiere a Peccavi y a Riska, nadie tenía ni la más remota idea de dónde se habían metido.

Muy pronto a Flora se le hizo evidente que algo no marchaba bien en el carromato. Al parecer, sus ocupantes se habían enzarzado en algún tipo de trifulca. Los brazos manoteaban en el aire, en la distancia vislumbró algún que otro rostro amoratado, y a los oídos de Flora llegaban fragmentos de frases sueltas y airadas… «¡Heidegger!», «… angustia…», «l’homme est ce qu’il faut», «wahl!», «el hombre común…», «¡el id!». Los físicos, algunos de los cuales iban colgando precariamente de los flancos del carromato, sobrepasados por una sensación de irrealidad ante la percepción de todos los fenómenos naturales (e incluso por la sensación de irrealidad del sentido visual que les permitía percibirlos, si es que eso era posible) que con frecuencia los sumía en violentos ataques de histeria, proferían una avalancha de ininteligibles símbolos. El señor Mybug, el señor Jones y mademoiselle Avaler se dedicaban a discutir con el señor Hubris y frau Dichtverworren, y Messe y Hacke chasqueaban desagradablemente la lengua cada vez que creían entender lo suficiente de lo que se decía para desear marcharse a casa.

Entre tanto, el Sabio entró en trance («No puedo culparlo», pensó Flora, «pero es una lástima que se esté perdiendo este paisaje tan encantador»).

Los vehículos comenzaron a ascender un camino empinado de gravilla. De repente Flora notó como si una especie de polilla revoloteara a sus pies. Miró hacia abajo y vio unos dedos negros que se apartaban de los volanderos cordones de sus zapatos. Se giró y miró al discípulo, que apartó sus ojillos brillantes con un movimiento viperino y los dirigió hacia las lejanas colinas, tras las cuales se vislumbraba el mar. Saludó con una reverencia oriental en aquella dirección, intentando atraer la atención de Flora hacia la costa.

—Sí, es muy bonito —sonrió Flora, asintiendo.

—Huele a arenques. Qué bien —murmuró el ayudante, quitándose el sombrero y cerrando los ojos.

Pensando que el agradecido espíritu de sus compañeros de viaje compensaba de sobra su falta de conversación, Flora se concentró en evitar que las cestas salieran volando del jeep, que ahora comenzaba a descender hacia un estrecho valle boscoso. Por el camino adelantaron a Peccavi y Riska, que se abofeteaban el uno al otro en medio de los restos retorcidos de la bicicleta y el transportín. Riska tenía un ojo morado, lo cual podía deberse tanto al accidente como a Peccavi, y aunque los ocupantes del carromato los miraron con envidia reverencial, nadie sugirió que quizás deberían animarlos a subir con ellos en el vehículo.

Poco después los coches se internaron por un bosque de hayas que se fue espesando hasta alcanzar una densidad casi tropical. Las hojas de los árboles brillaban lustrosas debido a la humedad que reinaba en la hondonada. Bajo aquel espeso dosel vegetal no había claros de hierba apropiados para celebrar un picnic, y el suelo de tierra negra y lleno de hojarasca estaba húmedo. Sin embargo, a lo largo de las cunetas del camino había unos terraplenes bajos acribillados con madrigueras y cubiertos de musgo. Cuando por fin el carromato llegó a un punto en que el camino se hacía más ancho, permitiendo que los rayos de sol se filtraran entre las ramas más delgadas, el conductor (tras sugerir en vano a sus pasajeros, que seguían discutiendo de modo furibundo, que aquel sitio era el más agradable que encontrarían por aquellos andurriales) tiró de las riendas y saltó del pescante. Automáticamente la señora Ernestine Thump le clavó un dedo en la nuca a la muchacha depresiva que hacía de conductora, y empezó a pegarle unos berridos tremendos al oído. Hick Dolour, por su parte, detuvo el jeep y se apeó de un brinco.

—¿Un pitillo? —le ofreció amablemente a Flora, cogiendo un par de ellos que tenía sujetos tras la oreja.

Flora lo rechazó sin sonreír, pero intentando no parecer descortés.

—Pues vale… —dijo Hick Dolour. Y tras dar un par de vueltas, se apartó tras el terraplén musgoso y se echó a dormir.

Los delegados se habían bajado ya del carromato. La señora Ernestine Thump corrió a su encuentro y se zambulló de cabeza en la piscina existencialista, mientras Flora, el discípulo y el ayudante, que ya habían sacando las cestas del jeep, comenzaban a montar el bar portátil.

—¿Cuándo se echa de comer aquí a la tropa? —protestó el señor Mybug. Llevaba la camisa desabotonada a causa del calor, así que tenía todo el pecho al aire—. Vaya, ¡tendría usted que haber venido en el carro con nosotros, Flora! Hacke estaba en plena forma (chispeantemente malicioso), Dios, ¡qué hombre! ¡Tiene una lengua viperina! Y Messe le servía de contraste perfecto: lento, grave, brutalmente impenetrable. Ha sido una buena pelea dialéctica. Lo mejor que he oído en años.

—Sí, tenía toda la pinta de haber sido divertidísimo. ¿Cree usted que podría ayudarnos a desenvolver los sándwiches? Se necesitan tres personas para montar esta barra portátil, y los delegados parecen hambrientos.

—Mi querida muchacha… me encantaría ayudarla, pero es un hecho incontestable que le he prometido a Ernie Thump que la acompañaría a echar un vistazo a los cruces de los caminos a ver si nos topábamos con Bob Flatte. Va a deleitarnos con unos temas de la ópera El despellejado vivo. Se ha traído su grabadora, ya sabe. Ernie tiene miedo de que no encuentre el camino y se pierda.

Flora sabía que los temores de la señora Ernestine Thump se habían confirmado hacía ya mucho tiempo (desde luego, musicalmente), pero se calló. Así que, con una amable sonrisa, le dio permiso al señor Mybug para que se marchara si quería. Además, había observado que la muchacha depresiva, la que trabajaba como conductora para la señora Ernestine Thump, llevaba un rato rondando por las inmediaciones, y dedujo que no tardaría en ofrecerle sus servicios. Y así fue, puesto que en cuanto el señor Mybug se alejó de allí, la conductora depresiva se acercó donde estaba Flora y murmuró:

—Si quiere les puedo echar una mano… Sé arreglármelas bastante bien, quiero decir.

Flora aceptó el ofrecimiento con gratitud y no tardaron mucho en tener la barra totalmente montada, las bebidas y los vasos preparados, con el señor Jones instalado tras ella como un perfecto camarero, apartando a empujones de su lado a un especialista revolucionario con pinta de moscón que se había ofrecido tímidamente a ayudarles. El tipo en cuestión había escrito una tesis titulada La psicología del comportamiento alcohólico e incluso había asistido a un curso intensivo de Administración Avanzada de Bebidas Alcohólicas. Los sándwiches, las empanadas y los pasteles ya se habían desenvuelto y se dispusieron a extender el mantel en una parcelita de terreno musgoso relativamente llana y a organizar allí la colación. Entre tanto, el grupo se sentó en un amplio corro y el señor Claud Hubris descorchó su primera botella de champán, haciendo que el corcho volara tan alto que desapareció brillando entre las hojas de las ramas de las hayas más altas.

Flora había conseguido que le prepararan un pequeño mantelito para ella y sus acompañantes, a cierta distancia del grupo principal, lo suficientemente lejos como para no parecer maleducada, pero no tan cerca como para correr el riesgo de que la invitaran a unirse a la conversación. Solo mademoiselle Avaler, en su camino hacia el lugar de honor junto al señor Hubris, se detuvo a inspeccionar el modesto condumio de Flora y sus acompañantes. (Sin duda, su gesto obedecía a la curiosidad que cierto tipo de intelectuales sienten por las cuestiones domésticas de los que no son intelectuales, sobre la que ya se ha hecho alguna referencia anteriormente).

—¡Ah, qué fresquitos y qué cómodos están ustedes! ¿Puedo venir a sentarme aquí con ustedes?

—No sé si los caballeros se lo perdonarían —replicó Flora sonriente, esperando que mademoiselle Avaler no se hubiera percatado de la mirada de terror cerval que había teñido los rostros del discípulo y del ayudante ante la sugerencia de la joven dama.

En todo caso, mademoiselle Avaler se limitó a sonreír traviesamente y a entrecerrar sus grandes ojos de color azul marino, antes de alejarse con aire desenfadado para sentarse junto al señor Hubris. Casi de inmediato Flora y sus compañeros se sintieron suficientemente libres para empezar a dar buena cuenta de las empanadas, pero no sin antes invitar a la muchacha depresiva y conductora a compartir con ellos su refrigerio.

El grupo más grande apenas se había acomodado para empezar a comer, a beber y a discutir de nuevo, cuando Peccavi y Riska aparecieron dando tumbos por un sendero del bosque. Gritaban, entre risas histéricas, que les habían robado dos bicicletas a un cura y a una enfermera que las habían dejado, vaya par de bobos, a la puerta de la iglesia. Cuando llegaron adonde se encontraba el grupo no se bajaron de las bicis, sino que enderezaron todo recto por encima del mantel hasta que aterrizaron en medio de la brillante concurrencia. Riska se tambaleó, perdió el equilibrio y se cayó sobre el profesor Farine, que se aferró a ella emitiendo un rugido de placer. Peccavi, por su parte, dio con sus huesos en tierra aprovechando que un bol de gelatina de naranja hizo resbalar su rueda delantera. Pero ni el apetito ni la alegría de los comensales se vieron afectados por aquel incidente; Peccavi, de hecho, estaba exultante, y acusaba a las damas de los vicios más refinados a voz en grito, con la boca llena y señalándolas a todas con un dedo lleno de pintura. Cuando se detuvo para coger aliento, W. W. R. Token agarró el relevo, y empezó a relatar algunas historias bastante licenciosas que le había contado en confianza su psiquiatra. La gente estaba empezando a desmandarse y los científicos comenzaban a ponerse furiosos. Mientras tanto, la empanada de langosta, las tostadas de caviar y los sándwiches de pepino iban desapareciendo a ojos vistas, y en el bar el señor Jones seguía ocupadísimo sirviendo vasos de absenta y copas de champán a destajo.

De repente, un alarido atrajo la atención hacia el señor Mybug. Descendía por el sendero acompañado por un hombre alto y calvo, vestido irreprochablemente de gris, que acarreaba un magnetofón. El individuo tenía un aspecto lamentable, y parecía muy, muy triste. Era Bob Flatte, el compositor, y parecía dispuesto a cumplir su amenaza. Tras él venía dando tumbos su secretario, cargando con dos cajas que contenían la grabación de la ópera El despellejado vivo.

Flatte anunció su intención de poner inmediatamente los temas de acompañamiento, pues debía regresar sin tardanza a la ciudad para un ensayo de su nueva obra. Así que Flora apenas tuvo tiempo para repartir entre sus compañeros los tapones para los oídos que convenientemente había decidido llevar consigo para tal eventualidad: antes de que se hubiera dado cuenta, el secretario había extraído ya la grabación de sus cajas, el propio Flatte había pasado por encima las primeras cuatrocientas páginas de la obra con la velocidad propia de quien lleva semanas ensayando, había encontrado el lugar donde empezaba el tema titulado «El esqueleto compungido», se había apoyado contra un árbol y había comenzado a pegar alaridos.

Durante los siguientes quince minutos Flora y su grupito siguieron degustando plácidamente su almuerzo en perfecto silencio, con los tapones bien embutidos en los oídos, aunque Flora de tanto en tanto se permitía mirar de reojo a la distinguida turbamulta. Flatte movía los labios como un loco y todo el mundo parecía absolutamente deprimido.

Para los lectores que no estén muy familiarizados con la obra de Flatte, cabe señalar que El despellejado vivo es una pieza típica de su estilo tardío y más vigoroso, y narra la tragedia de Stan Brusk y Em Wallow, una adorable pareja que vive en un pueblo del condado de Bedfordshire. Em es la novia de Stan, pero se encapricha de Bert Scarr cuando este llega al pueblo para trabajar en la fábrica local de curtidos. Stan Brusk es un sádico que solo halla placer en el curtido de pieles y ha sido amonestado públicamente en dos ocasiones por el capataz de la empresa, debido a su afición por recrearse en las labores de despellejamiento. En un fenomenal recitativo y en el aria subsiguiente, Stan desafía al capataz, y describe los placeres del despellejamiento, y al final cae agotado bajo una tinaja de pieles en remojo.

A continuación sigue una sucesión de sinuosos temas que pretenden representar los olores que se desprenden de la tinaja sobre el cuerpo inconsciente de Stan. A la hora del almuerzo, Em entra cautelosamente en escena con una empanada, que ella no sabe que ha sido envenenada por los vapores de la tinaja. Entonces entra Bert Scarr. Él y Em cantan un dueto, en el que Bert confiesa que él siempre ha albergado el secreto anhelo de ser desollado como uno de esos animales cuyas pieles se tratan en la curtiduría. Em expresa su horror y su desprecio hacia él. Al final, ella también cae derrumbada junto a la tinaja de curtir, encima de Stan, que recobra la consciencia y no entiende bien qué está haciendo Em encima de él. Em, Stan y Bert caen entonces en la inconsciencia, merced a los vapores de la tinaja, y sueñan que están en el Infierno.

A continuación viene la canción de «El esqueleto compungido». Esta ocurrente tonada, tal y como ya se ha avanzado, refuta de una vez por todas la acusación de que las óperas de Flatte adolecen de una falta casi absoluta de alegría o de espíritu festivo. Puede que la canción no sea de risa exactamente, tal y como se entiende generalmente que es una canción de risa, pero negar que el tema de cuatro acordes menores que desembocan en un glissando interpretado por el primer violín y repetidos en fuga por distintos solos de todos los instrumentos, uno tras otro, hasta que concluye abruptamente con unos tambores, es la expresión de un humor racionalizado y resignado (quizá más cercano a la ironía), simplemente es no darse cuenta de las cosas.

La que primero recobra la consciencia es Em, que a su vez reanima a Bert embutiéndole en la boca un pedazo de empanada. El capataz entra acompañado por un coro de operarios y curtidores, y acusa a Bert de ser un holgazán. Bert, ya envenenado, y acuciado por su neurosis, salta al depósito de pieles encurtidas y se ahoga. Em come un poco de empanada y también se muere. Stan apuñala al capataz con una navaja (un regalo de su madre por su séptimo cumpleaños, que simboliza el dominio neurótico sobre su hijo) y el capataz muere igualmente. Mientras Stan entona «La canción de la flagelación» y expulsa al coro de operarios y curtidores con un látigo, entra en escena su madre, Widow Brusk. Después de cantar un aria en la que confiesa que Stan es el hijo ilegítimo de un taxidermista que la sedujo cuando era muy jovencita (lo cual explica la sádica obsesión de su hijo), Stan intenta despellejarla (también simbólicamente) y ambos enloquecen. La ópera acaba ahí.

La obra terminaría representando a Inglaterra en el Festival Internacional de Música del año siguiente.

El hecho de que comenzaran a aparecer signos de vida en los rostros de la audiencia, y que estos vinieran acompañados de gestos de admiración y gratitud, unidos a una displicente reverencia de Flatte, indicaron a Flora que el peligro ya había pasado así que recogió los tapones para los oídos (el discípulo del Maestro dijo que prefería quedárselos, pero fue amablemente disuadido) y volvió a guardárselos en el bolso.

—Por favor, ¿podría comer otro sándwich? —preguntó repentinamente la conductora depresiva. Era la primera vez que hacía algo que no fuese murmurar.

—Claro, cógelo, querida. —Y Flora le ofreció la bandeja de los sándwiches de pepino.

—Gracias… muchísimas gracias, quiero decir.

—Supongo que la señora Thump está siempre tan ocupada que no tiene usted muchas ocasiones de disfrutar de una comida regular —añadió Flora, compasivamente.

—Ya ve, y tanto. Pero ella cree en el ayuno. Dice que mantiene la mente alerta.

—Ya. ¿Y vive usted en casa de la señora Thump?

—Desde que mi familia tuvo que abandonar la casa de Chester Square. ¡Vaya…! —exclamó la conductora, y dejó escapar una risilla tonta al tiempo que agitaba el vaso—. Me gusta este… este champán de aquí. Es delicioso… Estupendo, vaya que sí. A mi padre le oía yo hablar mucho del champán. ¿Les importaría por un casual que tomara un poquito más…?

—Desde luego. —Flora le volvió a llenar el vaso con una de las tres botellas que el señor Jones le había adjudicado al pequeño grupo—. ¿Es la primera vez que prueba usted el champán?

—Sí. Papá… papi, vaya, papi nunca se lo pudo permitir, ya ve… —Y apuró el vaso.

—Una verdadera desgracia. ¿Está… en fin, está su padre en el paro en estos momentos?

—Bueno, sí, papi apenas trabaja. Es el conde de Brackenbourne, en realidad —confesó la conductora, ladeándose hacia Flora y agitando un dedo con vehemencia—; y yo soy lady Geraldine Tresswilliam. ¿No le parece maravilloso mi leve acento de clase obrera? Estuve un semestre en la Real Escuela de Arte Dramático aprendiendo a decir «¡eh, tú!». Solo me sale mal cuando me siento cansada o cuando ya no puedo tenerme en pie de lo borracha que estoy, ¿me entiende? Ah, y que no lo sepa mamá, ¿vale? —añadió confidencialmente, mirando de reojo a la señora Ernestine Thump—. Tengo que llamarla mamá, y ella a mí me llama Willian. Todo el mundo piensa que en realidad quiere decir William, y por eso suena tan extraño. Pero ya no tiene remedio —concluyó, sonriendo a todos los presentes y sujetando el vaso para que le sirvieran más champán.

—Supe que pertenecías a la casta superior de los brahmines en cuanto abriste la boca, hija mía —dijo de repente el Sabio, que había emergido unos instantes antes de un claro cercano en el que había estado sumido en sus meditaciones, y se había sentado con las piernas cruzadas en los márgenes exteriores del círculo que formaba el grupo de Flora—. Tus palabras son las de los pordioseros, pero tu voz es dulce como el viento noctívago entre los pinos de las colinas…

—¡Oh, qué bonito…! —contestó lady Geraldine, dedicándole una sonrisa de agradecimiento.

—¿Y qué? ¿Cómo es trabajar para esa, eh? —preguntó ásperamente el ayudante.

—Una puñeta, como se podrá imaginar; pero la verdad es que he sido tremendamente afortunada encontrando este trabajo, desde luego. Es decir, fíjese en mi acento. No tengo siquiera nociones de mecanografía ni de taquigrafía ni de economía ni de español comercial, y apenas he pasado un año en Francia, y otro con mi tío Agustine, que me enseñaba griego (es que es profesor en la abadía de Saint Osyth). Lo que quiero decir es que fui increíblemente afortunada al conseguir simplemente que me hicieran una entrevista. Y aquí estoy: cobro tres libras a la semana y como de vez en cuando. En fin… ¿les importa mucho si me retiro a echarme una siestecita?

Se estiró sobre el suelo y cerró los ojos. Flora le quitó con mucho cuidado la gorra visera que llevaba puesta y le indicó al discípulo que cogiera un abanico que había hecho él con una ramita de castaño y lo agitara un poco sobre la delicada y nívea cara de la joven. Pero por desgracia en ese preciso momento la señora Ernestine Thump se percató de la presencia de aquellos personajes de rostro oriental y se abalanzó sobre ellos para estrecharles las manos y felicitarlos por todo el asunto del Pakistán. Aquella maniobra inesperada desató el terror en el discípulo (que tomó a la señora Thump por una reencarnación de la diosa Kali y por tanto de la Venganza), mientras que el Sabio, que nunca había oído hablar siquiera del Pakistán, la acogió con perfecta indiferencia.

Entonces, la señora Ernestine Thump decidió que ya era hora de que le hiciera una de sus visitas sorpresa a La Pequeña Melopea, cuya feliz parroquia se veía con frecuencia sacudida hasta sus cimientos por aquellas imprevistas apariciones por parte de una de sus más insignes adeptas («Recuerden: si yo les represento a ustedes, ustedes me representan a mí, así que ambos debemos comportarnos del mejor modo que sepamos», solía advertir la señora Ernestine Thump a sus parroquianos con una amenazante carcajada). Así pues, se marchó renqueando hasta su coche, pegándole gritos a su conductora para que la acompañara, y gritándole también a Bob Flatte, de paso, para invitarlo a él, a su secretario y a la grabación entera de El despellejado vivo a que la acompañaran a la estación de ferrocarril más cercana.

Lady Geraldine, tras guiñarle un ojo a Flora, volvió a convertirse en la chica depresiva que hasta hacía un rato había sido, y se dirigió presta hacia el coche de la señora Ernestine Thump agachando la cabeza. El Sabio y su discípulo, por su parte, se retiraron a un claro del bosque para llevar a cabo un elaboradísimo ritual de purificación al que se sintieron obligados tras haberle estrechado la mano a la señora Ernestine Thump.

Concluido el almuerzo, y con la tarde ya bien entrada, los delegados decidieron proceder a las lecturas de obras contemporáneas y textos inéditos de los miembros del congreso. Ya tendrían tiempo de volver a casa más tarde.

Así pues, el señor Mybug, que había dedicado infatigables esfuerzos a propiciar que llegara ese momento, se levantó entusiasmado para abrir la sesión con una lectura de El dromedario.

El autor era un nativo de Besarabia que (temporalmente, confiaban sus admiradores) había tenido que regresar a su país. El argumento del libro, en apariencia, tenía lugar a lo largo de un día cualquiera en la vida de un dromedario anónimo en un lugar no revelado del Oriente Próximo; pero tras un ávido escudriñamiento en los aparentemente inocuos párrafos de la obra, los intelectuales internacionales habían descubierto que el dromedario representaba realmente… ¡al Universo entero! Los productos que contenían sus tres estómagos (paja, bolo alimenticio y desperdicio final) no eran más que el pasado, el presente y el futuro de todo lo que ha sido, es y será. El árabe que lo cuidaba representaba en realidad… ¡al Ser Humano! Ah, ¿pero quien era entonces el Superintendente, la figura inasible y al parecer siniestra, pero a veces pretendidamente benévola que, a cada paso (y mira que había pasos a lo largo del libro) ignoraba o trataba de confundir a Bhee, que es como se llamaba el árabe? Dado que el libro del señor Mybug combinaba sabiamente las emociones derivadas del juego del ratón y el gato con las tensiones que inspiran los crucigramas de The Times, los intelectuales internacionales podrían haber considerado que El dromedario bien valía los diez chelines y seis peniques que pedían por él sus editores (suponiendo que estas mezquindades monetarias tuvieran cabida en sus mentes).

Recostándose contra un arbolillo joven cuya frágil apariencia contrastaba enormemente con la gordura del señor Mybug, este comenzó a leer con voz intensa y grave:

Temprano se levantó Bhee de la cama y escuchó esa desconsolada voz que para la mayoría de los hombres no es más que el berrido de un dromedario… «¿Quién, por Alá, limpiará de estiércol mi pesebre? Mi establo está sucio y Bhee aún yace en su lecho, borracho». Con cuánto amor entonaba aquellas palabras la noble bestia, pero Bhee, triste y sediento como siempre tras una noche de francachela, solo podía pensar en que tenía que hablar con el Superintendente para ver si su perro, que quizá fuera en realidad el perro del Superintendente, había regresado a casa tras la larga noche. No sabía cuál era el camino que llevaba hacia la tienda que le habían dicho que era la tienda del Superintendente, pues la tienda que había visto la noche anterior no parecía la misma que la tienda que hoy se alzaba ante sus ojos. Había un perro junto a la hoguera, y el Superintendente no levantó su mirada del mosaico en el que estaba trabajando cuando Bhee entró. Bhee no sabía si aquel de la puerta era el mismo perro del día anterior, o si era otro perro, y cuando el Superintendente se quitó su fez, Bhee descubrió que jamás había visto a aquel hombre antes de ese día, aunque sin duda tenía el aspecto del Superintendente, e incluso podría haber sido el mismísimo Superintendente pero sin el fez. El mosaico parecía como si pudiera ser el mismo mosaico del día anterior, aunque no estaba seguro. Bhee decidió sentarse en la alfombra y el perro se abalanzó sobre él para morderlo.

El señor Mybug continuó leyendo en este mismo plan durante cerca de tres cuartos de hora, interrumpido únicamente por murmullos que exclamaban «¡Soberbio!», y por ocasionales y picaras risillas apreciativas. Luego, después de que el señor Mybug hubiera concluido, y de que hubieran cesado los fervientes aplausos que había inspirado su lectura, mademoiselle Avaler se puso en pie con aire de ser perfectamente comestible, cubierta con un vestido de muselina color crema adornado con cintas grises brillantes, y comenzó la lectura de un poema escrito aparentemente en una mezcla de inglés y alemán por un poeta existencialista italiano residente en Padua. Decía así:

Envuelto en la nada el Dasein está,

Geworfen como algo inservible;

Valores antitéticos

de salvación y pecado

cedieron a los dialécticos…

(etcétera…).

Flora no pudo detectar ningún indicio de irritación o aburrimiento en el auditorio, y decidió que aquello se debía, al menos parcialmente, a que algunos de ellos en realidad entendían lo que significaba el poema (y eso les hacía sentir bien, pensó). Aunque también podía ser que los caballeros, al menos, disfrutaban contemplando los crueles encantos propios de las veinte primaveras de mademoiselle Avaler.

La sesión continuó con la lectura, a cargo de uno de los especialistas revolucionarios, de un fragmento de un panfleto titulado La sustitución de los plomos eléctricos en la caja de fusibles. El texto se consideró muy representativo de la literatura técnica contemporánea. Luego, alguien sugirió servilmente que se invitara al señor Hubris a leer unos extractos de la obra titulada La función directiva, pero como nadie se atrevió a ir a buscarlo detrás del árbol bajo el que se había tumbado para fumar y leer un libro guarro, la idea se acabó desestimando. Fue entonces cuando un oscuro científico, que tenía todo el aspecto de estar drogado con éter, leyó con voz inaudible dos páginas de un trabajo completamente ininteligible sobre física atómica. Una vez acabada la lectura, se derrumbó estrepitosamente contra el suelo. Fue retirado con presteza por dos especialistas revolucionarios. Y así fue como, en medio de un murmullo de aplausos aliviados, la sesión se dio por concluida.

—¿Ha pasado usted un día agradable, Maestro? —le preguntó Flora al Sabio cuando este pasó a su lado dando grandes zancadas en dirección al carromato. Resultaba muy evidente que en medio del ajetreo de la inminente partida y la necesidad de refrenar los deseos del discípulo, el Maestro había olvidado que tenía que esperar a los dos fortachones que debían trasladarlo sin ofrecer resistencia hasta su asiento, así que Flora se sintió un tanto aliviada por no tener que tomarse el pesado trabajo de organizado todo de nuevo.

—No, hija mía. El Mono ha estado aquí, junto a nosotros; el Mono se ha dedicado a merodear de acá para allá, rascándose y husmeando y distrayéndonos y provocando que los pies se nos salieran del Sendero.

—Vaya por Dios. ¿Ni siquiera le han gustado el aire fresco y los sándwiches de pepino?

—La comida era también una añagaza del Mono, hija mía; no la comí. En cambio, la contemplación —añadió, elevando los ojos hacia las ramas de los árboles a la luz de las últimas horas vespertinas— permite a este miserable siervo —y se tocó el pecho— y a este de aquí —mirando de soslayo al discípulo— adquirir algún mérito, aunque sea mínimo, apenas una pizca. Así pues, el día no se ha entregado del todo al Mono. O no todavía, al menos.

Hizo una reverencia y continuó su camino. El discípulo apretó el trote tras él. Su expresión revelaba remordimiento a la par que melancolía, pero era previsible. A lo largo de toda la velada, cada vez que Flora había mirado casualmente hacia el discípulo, lo había visto entregado al Mono en cuerpo y alma.

La partida de la caravana se retrasó durante un rato más, para dar tiempo a que el ayudante, que había estado descansando sus zarpas desnudas (así las llamaba) en el musgo, se volviera a poner entre jadeos los calcetines y las botas bajo la altanera e incrédula mirada de todos los delegados, (el señor Claud Hubris apenas podía creer lo que veían sus ojos, y a punto estuvo de embarcarse en la redacción de una nota sobre el asunto con vistas a presentar una queja ante la Secretaría de Organización). Al final el incidente se pasó por alto, y el viaje de regreso a casa transcurrió sin más sobresaltos.