8

—¡Adelante! —exclamó Flora, en respuesta a unos suaves golpecillos que alguien daba en la puerta del Saloncito Verde, donde se había sentado a escribirle una carta a Charles después de la cena.

Era Nancy. Venía muy pulcramente vestida, como siempre, pero su gesto era de lo más meditabundo.

—Buenas noches, Nancy. Toma asiento, ¿quieres? —dijo Flora apartando discretamente la carta—. Y bien, ¿cómo van las cosas? ¿Te acordaste de hablarle a Reuben sobre el asunto del juramento?

—Oh, sí, señora Fairford, lo hice. Hablamos de eso hoy mismito, después del té.

—¿Y te dijo ante quién había dado su palabra?

—Oh, no, señora Fairford.

—¿Se enfadó?

—Oh, sí, señora Fairford. Como una fiera se puso. Como si le hubiera dado un ataque apopléjico, mismamente.

—Qué lástima. Entonces no te dijo nada…

—No podía. Le empezó a temblar la cara y se le pusieron los ojos ensangrentados de la misma rabia que tenía, y empezó a echar espumarajos por la boca…

—Ya, ya, no sigas… Debe de haber sido bastante desagradable. ¿Ya se ha recuperado?

—Allí lo dejé, leyendo los resultados de la jornada de fútbol en el South Sussex Star. Pero sobre la cosa de a quién le juró el juramento, ni pío.

—¡Será pesado! —Y Flora se abismó en momentáneas reflexiones mientras Nancy observaba plácidamente las luces del atardecer por la ventana.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Flora de repente—. Dile que venga a verme, Nancy. Creo que sé cómo preguntárselo.

—Pues no sé yo si vendrá, señora Fairford.

—¿Por qué no? Somos parientes: no en vano Reuben es nieto de la hermana de mi madre.

—Sí, pero es que mañana por la noche estaremos muy ocupados todos secando remolacha para el invierno, señora Fairford.

—Mañana por la noche es demasiado tarde, Nancy. ¡Reuben tiene que venir esta misma noche!

—¡Esta misma noche! ¡Válgame Dios bendito! ¡Esta misma noche!

—Exactamente, tiene que venir ahora. El congreso termina el sábado, y yo debo regresar a la ciudad ese mismo día. Antes de que llegue el domingo por la mañana, me gustaría ver cómo los Starkadder regresan a Cold Comfort Farm para quedarse.

—¡A tiempo para ir a misa de once! —dijo Nancy en un arrebato.

—En eso estaba pensando yo justamente. —Flora le dedicó una mirada de aprobación, aunque se calló la idea que le rondaba la cabeza: si conseguía que el siguiente domingo por la mañana los Starkadder entraran en fila en la iglesia en la misa de once, entonces es que sí que sería una señal de que los Starkadder habrían cambiado—. Lo mejor será que te vayas ya —añadió—. Dile a Reuben que se pase a medianoche.

—¡Ay de mí, señora Fairford! ¡A medianoche!

—Sí, comprendo que le resultará molesto tener que retrasar su hora de irse a dormir, y siento mucho citarle tan tarde, pero a esa hora las damas y los caballeros ya estarán de tertulia o bien ocupados con cualquier otra fruslería, y seguramente no osarán molestarnos.

Nancy se acercó a la puerta con paso inseguro.

—Por favor, señora Fairford, dígame usted: ¿cómo se las va a apañar para conseguir que todos vengan de Sudafricania tan pronto?

—Con la ayuda combinada del telégrafo y de los aviones. Aunque te parezca mentira, querida Nancy, te aseguro que es posible utilizar esos inventos para hacer el bien. Y esta es una ocasión tan buena como cualquier otra. Y ahora, vete.

El apacible atardecer se fue adentrando poco a poco en la noche. Flora terminó con las cartas, dedicó media hora a bordar un pequeño ratón en una camisita para su hija pequeña y se leyó un capítulo entero de una novela pesadísima pero divertidísima que se había traído en la maleta. Cuando cerró el libro y miró el reloj, vio que faltaban veinte minutos para que dieran las doce. De la Cocina Grande, donde los delegados se habían reunido tras la cena, le llegaba el lejano rumor de una conversación, tachonada con ocasionales grititos nerviosos; afortunadamente, a ninguno de los invitados se le ocurrió llegarse al Saloncito Verde, donde habrían resultado tremendamente molestos (a Flora le resultaba imposible pensar en esa estancia como «El Retiro Apacible», de hecho). Estaba tranquilamente mirando por la ventana, abierta a la cálida oscuridad nocturna, cuando distinguió una luz, allá abajo por los sembrados, avanzando por medio del Campo Grande.

Aquél no podía ser de ningún modo el fanal de viaje de Reuben, pues Reuben no vendría por aquella parte. Y sin embargo era un farol, de eso no cabía duda, y quienquiera que lo llevara andaba dando tumbos, avanzando irresolutamente hacia la granja, deteniéndose aquí y allá, como si estuviera buscando algo por el suelo.

Pronto la luz estuvo a menos de seis metros de donde se encontraba Flora.

Se asomó a la ventana y se dirigió al desconocido con voz potente.

—¿Quién anda ahí?

Al momento se oyó un fuerte chillido y la luz comenzó a dar saltos como si la manejara un loco, hasta que finalmente se apagó. «Se trata de un Starkadder, de eso no cabe duda», pensó Flora, y se sentó a esperar.

No transcurrió mucho rato hasta que comenzó a oír jadeos y pisadas vacilantes, y luego una voz que susurraba en la oscuridad; le resultaba familiar, aunque no pudo identificarla.

—Un servidor y las ratas de agua, todo se ha perdido ya… Nunca jamás de los jamases, nunca jamás de los jamases volverá a ser lo mismo… —Y un instante después la jeta de Urk se recortó por delante de la ventana. Traía las mejillas pálidas, y unos ojos muy abiertos enmarcados por ojeras violáceas. Vestía una levita manchada de tierra y de barro, y su chistera lucía abollada y rota por uno de los lados.

—Oh, lo siento, no me digas que te he asustado… —señaló Flora con aire amable.

—¡Veinte años! Diez generaciones de ratas de agua que han vivido y se han apareado y han criado y que se han muerto para marcharse con su Hacedor, ¡pero tú no has cambiado ni una pizca, hija de Robert Poste, desde el día que me robaste a mi Elfine![29]

—Han sido dieciséis años, Urk, no veinte… Aunque admito que «veinte» es un número más poético. ¿Y dices que han pasado más de diez generaciones de ratas de agua? Pero pasa, ¿no quieres entrar? Está empezando a caer el rocío. Espero a Reuben de un momento a otro. Tenemos pendiente una pequeña conversación.

—¡Qué van a saber los de la ciudad de las ratas de agua, hija de Robert Poste…!

—Pues diría que ni una palabra… (y me alegro de ello). Por cierto, ¿crees que podrías arreglártelas para llamarme señora Fairford?

Urk la miró fijamente, de forma pétrea. Parecía perplejo.

Flora le pasó por la ventana una ligera silla de mimbre y le dijo en un tono que sonó de lo más encantador:

—¿Por qué no te sientas un ratito aquí conmigo?

Pero él rechazó la invitación y apartó la silla con un juramento.

—Como quieras, desde luego —le dijo Flora, algo molesta—. ¿Qué te ocurre? ¿Qué andas buscando? ¿Hierbas?

Urk pareció recobrar momentáneamente el control de sí mismo. Profirió una carcajada corta y desagradabilísima, y de un puñetazo devolvió la forma a su chistera.

—¡Qué va…! No, quita, quita —respondió en un tono carente de los circunloquios típicos de los Starkadder—. Tengo empleados a cuatro muchachos para que me cojan hierbas, y por nada del mundo andarían trabajando a estas horas. No, eso sí que no. La Unión Sindical de Jóvenes Recolectores de Hierbas no permite que sus miembros entresaquen, arranquen, extraigan o recolecten ninguna hierba, semilla, hongo, musgo, legumbre o vaina desde las diez de la noche a las diez de la mañana del día siguiente. Naturalmente, te preguntarás… —dijo levantando una mano muy sucia, como si efectivamente quisiera impedir que Flora planteara la pregunta—, sí, te preguntarás cómo me las arreglo para conseguir que se arranquen las hierbas que necesariamente tienen que recogerse en su punto preciso de rocío. Ah, tu pregunta es perfectamente pertinente, y yo te la voy a contestar. Empleo a un trabajador que no pertenece al sindicato: un muchacho que responde al nombre de Hick Dolour. La última semana no ha podido venir porque andaba indispuesto, pero espero que el lunes vuelva.

—Ah, qué interesante —dijo Flora, aliviada al ver que Urk se había calmado un tanto mientras narraba esta historia… Es decir, que se había calmado todo lo que puede llegar a calmarse un Starkadder. No obstante, Flora esperaba que se fuera antes de que Reuben llegara—. ¿Y cómo está la señora Starkadder…? Me refiero… a Meriam.

Eso fue lo peor que pudo decir. La cara de Urk se tornó de color púrpura. De un puñetazo aplastó de nuevo su chistera (hundiendo en esta ocasión la parte de arriba).

—¡Maldita sea esa rata avarienta! —boqueó, regresando al habitual discurso familiar—. ¡No me dejará vivir ni de día ni de noche hasta que no tenga sobre los hombros un abrigo hecho enterito de pieles de rata de agua! Mira que le he ofrecido abrigos hechos con pieles de otros animales; de los que quiera, vaya. Hasta le compré uno muy bueno en St. Leonard’s, de ratas siberianas de los pantanos. Pero nada, no hay manera de hacer carrera con ella… vaya que no. Ella sabe muy bien… —y aquí se detuvo y tragó saliva—, sabe muy bien lo que las ratas de agua significan para mí, desde que era yo un niño chico, allá, en el pozo de Ticklepenny. Y aun así, las noches oscuras me manda a cazarlas.

—¿Y por qué en las noches oscuras? —preguntó Flora, mirando discretamente el reloj. Faltaban apenas cinco minutos para que dieran las doce—. Cuanto más oscuro esté, más difícil te resultará cogerlas.

—Qué va. En las noches oscuras es cuando las ratas de agua se reúnen en el campo.

—¿Ah, sí…? No tenía ni idea.

—¿Y por qué ibas a tenerla? Las ratas de agua se guardan esas cosas para ellas. Pero cada vez se están volviendo más resabiadas y astutas, las ratas de agua digo. Tienen pensado marcharse de Sussex y fijar su residencia en Hampshire. Esta noche no he podido atrapar ni una.

—Me alegra saberlo. No puedo decir que me sorprenda lo que te pide Meriam. Recuerdo cuáles solían ser sus gustos, y supongo que aún sigue cojeando del mismo pie. Las que me dan lástima son las pobres ratas de agua. ¿Te has dado una vuelta por Ticklepenny últimamente? ¿Has visto el pozo? Creo recordar que siempre te interesó mucho la zona…

—Qué va. Ya casi nunca ando por allí. Se me revuelven las tripas solo de ver cómo lo han dejado. ¡El pozo! ¡Allí solía tirarme las noches escupiendo yo, en el agua sucia!

—Sí, debe de ser muy desagradable para ti. El pozo ya no tiene agua, lo sabes, ¿no?

El agua bien sabe

cuál es su camino.

Urk canturreaba su tonada mirando soñadoramente hacia los campos de Ticklepenny en la oscuridad.

—Sí, el agua se ha ido tras las ratas de agua, el agua se ha ido…

—Tendríamos que conseguir que el pozo volviera a funcionar de nuevo, y que se pudiera tener agua fresca siempre. Ah, y también tendríamos que conseguir un cubo. ¿Qué me dices?

Tras una larguísima pausa, Urk anunció que estaba seguro de que una maldición terrible había caído sobre el pozo. ¡Ésa era la razón por la que tanto las ratas de agua como las aguas en sí habían desaparecido sin dejar rastro!

—Seguro que más bien es cuestión de quitar las piedras que bloquean el agujero por el que entra la corriente de agua… —dijo Flora.

—Qué va. Es cosa sabida. ¡Se trata de una maldición!

—Son las piedras… —murmuró Flora, pero no quiso discutir el asunto, pues ya había despertado su interés y no quería enojarlo.

Estaba a punto de preguntarle por qué permitía que Meriam le obligara a salir a medianoche para cazar ratas de agua cuando se escuchó un tremendo golpe en la puerta del saloncito. Al punto entró Reuben, con aire mohíno. Estaba pálido, y cuando descubrió a Urk, retrocedió pegando gritos:

—¡Traición, traición…! ¿Qué está haciendo aquí este ladrón de gasolina? El que me roba la gasolina de los tractores.

—No seas tonto, Reuben; Urk ha salido a cazar ratas de agua y vio la luz en la ventana. Solamente quería charlar un rato conmigo —dijo Flora.

—¡Ya, cazando en mis tierras! —se quejó Reuben.

—Unas tierras que, todo sea dicho, no valen ni para sembrar cardos —replicó Urk con el tono ampuloso que ahora utilizaba casi siempre, salvo cuando estaba irritado—. Ahí ya no crece nada salvo Viveydejavivir y Comistrajo. ¡Y además, ya no queda ni una sola rata de agua en esas eras!

—¿Y cuál es el problema, eh? ¿Cuál es el problema? —estalló Reuben agarrando a Urk por la pechera y levantándolo hasta meterlo en la sala a rastras por la ventana—. ¿Quién huyó como una rata con la barriga llena y me dejó aquí solo sembrando y arando la tierra? ¡Tú! ¡Tú fuiste el primero en largarse, Urk Starkadder, y me apuesto lo que sea a que serás el último en volver al redil!

—¡Perdona, Reuben, pero yo no fui el primero en marcharse! Papá fue el primero en marcharse, bien que lo sabes. Fue la noche del último Recuento, antes de que la abuela emigrara a París. Papá se largó para coger el primer tren de la mañana en la furgoneta del hermano de Agony Beetle, y ya no volvimos a verlo. ¿Así que por qué me imputas a mí una prioridad por la que justamente no puedo vanagloriarme?[30]

—Vale, fue papá el primero en largarse. Pero tú fuiste el siguiente, ¡asqueroso escarabajo pelotero!

—¡Quietos! ¡Sentaos! ¡Los dos! —gritó Flora con firmeza, cerrando la ventana y señalando dos sillas—. Urk, me alegro de que hayas venido, porque así podremos hablar sobre cómo reparar el pozo; siempre he creído que te interesaba especialmente, así que cuento contigo para que bajes allí y quites las piedras cuando llegue el momento. Y ahora, Reuben, si pudieras simplemente renegar de ese juramento que hiciste sobre eso de arar la tierra tú solito hasta el final, conseguiríamos que los hombres de la familia regresasen este mismo domingo por la mañana, a tiempo para asistir a misa de once.

Reuben profirió un gran alarido y, dando un brinco en la silla, se puso en pie.

—¡¡Jamás, prima Flora, jamás de los jamases en este mundo ni en el siguiente!! ¡Renegar de mi juramento! ¡Jamás! Así me quede tieso en medio de Ticklepenny bajo la escarcha mañanera, así deje que le rebanen el cuello a Hymie, mi conejo de angora, así deje que…

—Vale, vale… ya entiendo por dónde vas —admitió Flora intentando cargarse de paciencia—. Comprendo perfectamente que existan ciertas dificultades para poner en marcha el plan. Ya suponía yo que las habría. Pero si tanto te importa renegar del juramento por ti mismo… (bueno, no estoy sugiriéndote que lo rompas, compréndeme bien, solo que abjuraras…), ¿por qué no le pides a la persona a la que se lo prometiste que te absuelva de cumplirlo?

Reuben alzó sus enormes brazos al tiempo que profería una carcajada salvaje. Se volvió hacia Urk.

—Ésta no entiende nada de nada. ¡La sangre Starkadder tendría que correr por sus venas para entenderlo! —dijo.

—Pues mira por dónde, hasta donde yo sé, mi madre era hermana de la tía Ada Doom —dijo Flora con dignidad—. Es verdad que no he heredado algunas de las características familiares, pero desde luego entiendo la naturaleza de un juramento. Lo que no puedo comprender es que te niegues a deshacerlo, sobre todo cuando estás viendo el estado tan lamentable en que se encuentra la granja.

—Bueno, me parece que es hora de irme yendo… —interrumpió Urk, dándose importancia, mirando el reloj de platino que llevaba colgado de su peluda muñeca—. Mi mujer me estará esperando… —Y se volvió hacia Flora—. Y querida prima, personalmente, no veo qué hay de malo en tener la granja como la tenemos, excepto…

—¡Excepto porque ya no es una granja! ¡Y porque ya no hay un solo Starkadder en ella para ararla! —dijo Reuben entre dientes.

—… excepto porque hay parcelas enteras que se han sembrado con simientes que no sirven para nada y… y… —añadió Urk, y su voz se entrecortó—, y el pozo en el que solía jugar con las ratas de agua cuando era chico está seco del todo, y las aguas se han evaporado, y mis pequeñas amigas han emigrado a la Gran Oscuridad.

—¡Ése es mi Urk; sí, señor! —apuntó Flora—. Reuben ama la tierra y tú conservas… en fin… conservas recuerdos infantiles asociados al pozo. Creo, Urk, que deberías convencer a Reuben para que renegara de su juramento.

—¡Mantén esa boca apartada de mí, por Dios te lo pido, baboso! —gritó Reuben, elevándose imponente contra su hermano—. ¡Convencerme, dices! ¡A mí! Inténtalo y verás el sopapo que te llevas. Seguro que se te ha olvidado lo que te hice cuando intentaste convencerme para que vendiera los derechos de explotación de la parravirgen.

—¿Los derechos de explotación de la parravirgen? —preguntó Flora.

—Pues sí. El derecho a recoger parravirgen en las tierras de la granja y secarla y… y…

—Entre otras empresas, poseo un pequeño establecimiento comercial en una ciudad costera —dijo Urk, bastante apresuradamente—, donde ejerzo como almacenista de especialidades herborísticas. Siguiendo el consejo de mi esposa, en cierto momento sugerí que la parravirgen podría… podría utilizarse como remedio medicinal. Mi esposa, que tiene poderes curativos, practica la quiroterapia bajo el seudónimo de Madame Zulieka, en unos locales que tengo yo en la planta superior del herbolario. En realidad fue ella quien propuso prescribir la parravirgen para sus clientas.[31] Pero era solo una idea. Al final no hicimos nada.

—Ya, pero lo habríais hecho si no hubiera sido porque no te dejé seguir adelante —dijo Reuben.

—Volvamos a nuestro asunto, Reuben —interrumpió Flora—. Quiero saber a quién le hiciste ese juramento y por qué. Me lo dirás, ¿verdad?

Reuben miró fijamente a su prima. Flora estaba muy pálida, la noche era avanzada (Flora era de las que necesitan ocho horas, o si no estaba todo el día siguiente hecha trizas), y un rizo de pelo dorado oscuro se le había caído sobre un ojo. Aun así, sostenía la mirada sombría de Reuben con otra alegre y amable. El rostro curtido de Reuben de repente se estremeció de emoción, como las aguas de un pantano infecto cuando son mecidas por el viento.

—¡Tú solo quieres el bien para mí y para los míos, prima Flora! —dijo con voz ronca.

Flora asintió con la cabeza. Era cerca de la una y media.

—¡Y lo único que buscas es el bien para la granja, también!

De nuevo Flora asintió con la cabeza.

—No tienes intereses personales ni ambiciones, ni pretendes arrancar inocentes hierbecillas —añadió, y aquí lanzó una mirada furibunda a Urk— para preparar medicinas asquerosas.

—Por supuesto que no.

—Siendo así la cosa —concluyó Reuben, con un rugido gutural—, creo te lo revelaré todo, prima.

—Gracias, primo Reuben —dijo Flora con voz meliflua. Se preparó mentalmente para escuchar una confesión larga y procelosa.

Sin embargo, antes de embarcarse en ella, Reuben se vio impelido a ocultar amargamente la cabeza entre las manos crispadas. Luego miró hacia arriba, directamente hacia el techo. Luego humilló la mirada al suelo, y onduló los hombros arriba y abajo repetidas veces.

Tras escuchar atentamente los rugidos que emitía, y observar sus movimientos de testuz, Flora le posó a su primo una mano en el hombro:

—¡Ánimo, Reuben! Cada vez es más tarde, y tengo mucho sueño. ¿Qué diría Nancy si te viera comportándote así?

—Es cierto… Pero es que tengo que obligar a las palabras a que me salgan de la boca.

Una cadena de estremecimientos hicieron temblar los hombros de Reuben. Empezó a resollar.

El viejo reloj de carillón dio las dos.

Al final, Reuben estalló con un esfuerzo convulso:

—¡Reuben Starkadder! ¡Sí! ¡Fue ante Reuben Starkadder! ¡Ante él hice ese juramento! ¡Me lo juré a mí mismo! —y se derrumbó en una silla, que crujió bajo todo su peso.

—Bueno —dijo Flora con alivio—. Entonces creo que renegar será más fácil de lo que yo había imaginado. Supongo, Reuben, que no querrás asustar a Nancy y a los niños sacando a estas horas el ejemplar de la tía Ada del Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno. Bastará con que reniegues en silencio, para ti mismo, ¿de acuerdo? Mientras tanto, iré preparando los telegramas para enviarlos a Grootebeeste.

Flora se consagró a la escritura de unas notas en su libretita, mientras Reuben se entregaba a un complejo ceremonial que parecía incluir intrincados cálculos (con los dedos), acompañados de ocasionales palmadas sobre la frente. Urk mientras tanto seguía allí, atusándose las uñas. De tanto en tanto lanzaba miradas furibundas a Reuben y clavaba la vista en el suelo con gesto hosco.

—¡Ya está! —dijo Flora justo cuando el reloj daba las dos y media—. Mañana por la mañana a primera hora enviaré los telegramas… —Y agitó el manojo de cuartillas delante de Reuben—. Aunque quizás debería decir esta misma mañana, en cuanto abran la Oficina de Correos de Howling. Reuben, por favor, ten la calesilla preparada a las ocho menos diez.

—¿Pretendes mandarle un mensaje a cada uno de los muchachos, prima Flora? —preguntó Reuben. Su voz estaba cargada de admiración.

—Naturalmente. Quizás me salga un poco más caro, pero creo que es lo mejor que podemos hacer. No serviría de nada si nos limitásemos a enviar una única petición desesperada de ayuda a Micah, por ejemplo. Eso no los traería a todos de vuelta a casa.

—¡Dices verdad, prima Flora! Son muy celosos los unos de los otros, así son los chicos Starkadder.

—Eso es justamente lo que yo había pensado. Así que he decidido lanzar un llamamiento especial a cada uno de ellos. Todos recibirán un telegrama en el que diga que él, y solo él, puede salvar la granja de un destino espantoso. Peor que derribarla y arar sobre sus ruinas.

—¡Demonios, prima Flora! ¿Qué destino podría ser peor que ése? —preguntó Reuben.

—Cada uno de los Starkadder tendrá oportunidad de decidir por sí mismo. El barro es más espeso que el agua, ya sabes lo que dice el refrán, y recuerda cómo se pone de barro Cold Comfort en invierno. —Luego se volvió hacia Urk, y añadió—: ¿Querrás venir a verme el sábado por la mañana, Urk? Entonces nos ocuparemos de nuestro asunto… Ya sabes, lo de bajar al pozo y retirar las piedras…

—¡Puedes estar segura de que no pienso hacer nada de eso que dices, prima Flora! Para empezar, dudo mucho que la Federación Central de Herboristas me permitiera mover un dedo.

—No veo por qué iban a ponerte objeciones a que bajes a un pozo para acarrear unas cuantas piedras. No es como si estuvieras recogiendo hierbas a deshora.

—Además, si lo hiciera me buscaría problemas con el Sindicato Unificado de Limpiadores de Piedras de los Pozos. Son temibles… —añadió Urk, aunque su tono era ya menos resuelto.

—Óyeme, Urk: vas a ir allí como un hombre y vas a mover esas piedras. ¡Y luego que ladren! Seguramente tu caso sentará jurisprudencia.

—No quiero que mi caso siente esas cosas, señora Fairford…

—¡Bobadas! Sabes que te encantaría. Y ahora, ya que lo hemos dejado todo bien apañado, y ya que son cerca de las tres de la mañana, sugiero que nos vayamos todos derechitos a la cama. Necesitamos disponer de todas nuestras fuerzas mañana, porque será un día muy atareado. Buenas noches. ¡A los dos!

Reuben y Urk parecían inclinados a demorarse y discutir durante toda la noche (¿cuándo está un Starkadder dispuesto a irse a la cama, excepto en ciertas circunstancias muy específicas?). Así que Flora los echó de la habitación agitando los textos de los telegramas, y los primos se alejaron por los pardos campos en direcciones opuestas. Luego, con la intención de prepararse un poco de leche caliente, se acercó bostezando a la Cocina Grande.

Todo permanecía en silencio en la noche estival. Flora hirvió la leche, se la sirvió en una pequeña jarrita, y ya estaba acarreando la bandeja por el pasillo para subir la escalera en dirección a las buhardillas cuando se abrió la puerta de uno de los dormitorios y allí que apareció el señor Mybug, saliendo en tromba.

—¡Leche caliente! ¡Magnífico! —exclamó echando mano a la pequeña jarrita de Flora. Ésta apartó la bandeja y le espetó con firmeza:

—¡Eh, que es para mí, señor Mybug! Hay leche de sobra abajo, en la cocina; lady Hawk-Monitor nos envió una lechera llena ayer por la tarde. Según me dijo, ordeñaron a Fechoría. Aunque permítame hacerle una pregunta, ¿cómo sabía que iba a subir con leche caliente?

—La vi a usted en la Cocina Grande desde mi ventana. No podía dormir… —Aquí la voz del señor Mybug adquirió un tono sombrío. Entonces (para consternación de Flora) se derrumbó sobre el último peldaño de la escalera que conducía a las buhardillas y levantó suplicante la mirada hacia Flora. A la hija de Robert Poste aquella mirada le recordó a un perro que había tenido, que se llamaba Nimbo, que siempre parecía muy necesitado de cariño y de consuelo. El señor Mybug llevaba un pijama que le quedaba demasiado pequeño y por encima un impermeable bastante viejo y bastante sucio.

—Déjeme confesarle, querida Flora, que esta semana está siendo un infierno para mí —dijo en tono confidencial—. ¡En la vida se me habría pasado por la cabeza que esto pudiera estar ocurriéndome! Creía que estaba a salvo en un ethos sublimado de mi propia invención. Bueno, pues acabo de despertarme… —Y lanzó una carcajada brutal e hiperrealista.

Desgraciadamente, era verdad. De todos modos, Flora no podía subir las escaleras con Mybug tirado allí en medio, así que sorbió un poco de leche y miró de reojo uno de los muchos relojes de carillón que ahora llenaban de tic tacs las estancias de la granja. Eran las cuatro menos cuarto y los pájaros mañaneros comenzaban a entonar su canto.

—Desde luego, es un tópico decir que la duración del tiempo depende de la actividad de uno, pero esta semana no ha sido para mí más que «sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas».

«Bueno, esfuerzo, lo que se dice esfuerzo…», pensó Flora, dándole un nuevo sorbito a la leche. No dijo nada; le importaba un comino saber qué vendría después, pues tras años y años de escuchar a la gente a la fuerza, Flora había aprendido que bastaba con quedarse callada y beber algo a sorbitos, o bien seguir cosiendo como si nada, sin aparentar en ningún momento conmoción o sorpresa. Los años le habían demostrado que literalmente no podía poner límites —ningún límite en absoluto— a lo que la gente quisiera contarle.

Había ocasiones, no obstante, en que se sentía especialmente acosada, ocasiones en que estaba convencida de que la tomaban por un pastelito de cumpleaños. Entonces se permitía apuntar alguna cosilla, aunque sus breves observaciones invariablemente no solían sino provocar la prolongación del monólogo de su contrincante. Sospechaba que el señor Mybug cometería también ese error, así que esperó hasta que hubo concluido un farragoso análisis freudiano acerca de los poderes de atracción que mademoiselle Avaler ejercía sobre él, y luego dejó caer cordialmente:

—Sí. Sí que debe de haber sido horrible para usted.

Pero ya era demasiado tarde.

—¿Debe, dice? ¡Dios mío! ¿Qué sabrá de la vida una mujer como usted? —gruñó el señor Mybug—. ¿Qué sabrá usted de esos frustrados frenesíes que hierven bajo la piel palpitante, de las tensiones de los sentidos? ¡Casada con un pastor, madre de cinco criaturas! ¡Bah!

No parecía haber ninguna respuesta adecuada para acallar la absurda furia de Mybug, así que Flora bebió un poco más de leche. Las primeras luces del alba ya se estaban filtrando por las ventanas.

—¡Oh! ¡El último día! —dijo el señor Mybug amargamente, y, para alivio de Flora, se levantó de las escaleras—. Y mañana… mañana tendré que regresar a Fitzroy Square.

—¿Ya han acabado con las obras del techo? —preguntó Flora rodeando al señor Mybug y empezando a subir las escaleras—. Espero que así sea; no hay nada más incómodo que tener obreros en casa.

—¡Y a mí qué me importa eso ahora! Es Rennet la que se encarga de esas tonterías; Rennet habla con el constructor; es mi parte práctica, mi parte acomodaticia, mi parte prosaica…

—Vaya, me alegra que ya esté mejor. En cuanto vuelva a casa, tiene que venir a tomar el té conmigo. Y tráigase a Clifford, y a Alastair y a Trafford —dijo Flora—. Y ahora, adiós.

Y cerró la puerta de la habitación con una sonrisa. Giró la llave en la cerradura haciendo todo el ruido que pudo, y dejó al señor Mybug a solas con sus sufrimientos. Luego, sintiendo que se había ganado el descanso, se echó a dormir. Quedaban cuatro horas para su cita con Reuben.

***

A la mañana siguiente, una vez terminó de enviar los telegramas en la oficina de correos de Howling, Flora regresó bien contenta a la granja. Y estaba a punto de entrar en el Lavadero Grande para servirse su desayuno cuando oyó que alguien la saludaba. Se trababa de una voz que, a un tiempo, se mostraba descarada, decidida y no muy segura de sí misma.

—¡A los buenos días, señora Fairford! No me reconocerá usted, digo yo.

—¿Pero cómo estás, Rennet? —replicó Flora, estrechándole la mano a la señora Mybug. Sintió un gran alivio al entender que ahora el señor Mybug tendría que cuidarse de no meter la pata—. ¡Qué agradable volver a verte! ¿Has venido para la fiesta de mañana por la noche?

Naturalmentes. Cogí el primer tren de la mañana. Como bien dice mi maridito, no hay modo de tenerme atada cuando hay a la vista una buena juerga y un buen baile en que una pueda pavonearse a gusto. Me he traído mi vestido de baile y todo. Fue un amigo de mi maridito el que me lo diseñó y luego también lo cortó y lo cosió. ¡Tiene un estampado todo hecho con caras de demonios!

—Ah, vaya, qué original— dijo Flora, pensando que, en los días que corrían, un estampado de rosas desde luego sería muchísimo más indicado. Aun así, decidió que no podía considerar que se hubiera producido una mejoría objetiva en lo que se refería al nuevo estilo de Rennet (moño, jersey negro y falda de campana) respecto al viejo (moño, vestido de lana negro y botas con elásticos). De todos modos, cuando uno vive en Fitzroy Square, debe adaptarse a las costumbres de los fitzrovianos, y en esos círculos, a Flora le constaba, Rennet era considerada una belleza—. ¿Has traído a los niños? —añadió Flora.

Rennet hizo un gesto con la cabeza señalando a tres pequeños con mejillas coloradas y rizos negros que estaban jugando allí cerca, arrancando la hierba de los parterres.

Naturalmentes. Ahí están mis angelitos. Mi maridito los quiere con locura —dijo, bajando la voz y regresando en parte a sus antiguos y tímidos modales—. Pero antes se muere que reconocerlo.

—¿Has desayunado ya? —dijo Flora, dispuesta a pasar al Lavadero Grande para recoger su propio desayuno.

Naturalmentes. Con las muchachas, en el Granero Grande. Ya se les empiezan a notar los años, ¿no le parece a usted?

—«La esperanza, largamente diferida, acaba enfermando el corazón»,[32] citó Flora, intentando imprimir a su sentencia cierto aire de reprobación. —Ellas no han tenido las oportunidades que tú. Pero el tiempo de espera, en su caso, casi ha llegado a su fin. Antes de que llegue el domingo por la mañana, todos los Starkadder habrán vuelto a casa.

—Eso he oído… —aseguró Rennet—. Y vaya, que las muchachas están como locas de contentas, aderezándose los sombreros y poniéndose puntillas en las enaguas. Desde luego, es cosa digna de ver.

A Flora le encantó oírla hablar de ese modo, pues eso demostraba que las mejores cualidades de la naturaleza de Rennet Starkadder habían logrado sobrevivir a los aires pretenciosamente artísticos impuestos a la señora de I. Mybug, así como a la lacrimosa inmoralidad que era de rigueur en el Crushed Grape, el bar de Charlotte Street que frecuentaban el señor Mybug y sus amigotes.

La mañana transcurrió en una relativa tranquilidad, aunque una cierta sensación de expectación comenzaba a extenderse por toda la granja, como un amenazante perfume. Una pestilencia que esparcían tanto algunos de los delegados, que parecían vivir solamente para la fiesta que habría de celebrarse la noche siguiente, como las propias mujeres Starkadder, cuyo nerviosismo fue aumentando visiblemente a medida que avanzaba el día. De tanto en tanto, procedentes del Granero Grande o rompiendo el silencio de las habitaciones, se oían algunos alaridos que transportaban tonadas silvestres, y que hacían referencia a corazones sinceros, al paso de los años y a la belleza de las humildes florecillas campestres. Las sábanas y las mantas se aireaban en la hierba de los prados. Y también los cojines, las almohadas, los almohadones y los edredones —punto de abeja, brocados y de coloridos retales—. A Flora, que estaba sentada al fresco bajo el emparrado de las habichuelas verdes trepadoras, se le ocurrió, mientras cortaba judías para el almuerzo, que en realidad la mayoría de las muchachas estaban dedicando ya toda su atención a los asuntos relacionados con las futuras pernoctaciones que se producirían en la granja.

Para su absoluta consternación, cuando llevaba entregada a su labor unos veinte minutos, quien se aproximó a ella no fue otro que el señor Claud Hubris, acompañado por un ejecutivo operativo de pequeño tamaño.

—Buenos días tenga usted —le dijo el pequeño ejecutivo operativo educadamente a Flora—. ¿Ha visto usted por casualidad a mademoiselle Avaler?

—Se ha ido a dar un paseo con el señor Jones —contestó Flora.

El rostro del señor Hubris se tornó de color cobrizo, y el pequeño ejecutivo operativo lo rodeó con los dos brazos para sostenerlo por si se caía. En todo caso, el señor Hubris se las ingenió para hacerle un gesto con su enorme mano a su ayudante, y el pequeño ejecutivo operativo, aún abrazado a su jefe, se dirigió nuevamente a Flora.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Habrán salido hará cosa de diez minutos. Se fueron hacia ese bosque de allí —añadió Flora señalando el lugar—. Aquél de allí lejos —añadió—, no este de aquí, junto al camino.

El pequeño ejecutivo operativo miró temerosamente al señor Hubris, esperando nuevas órdenes. Flora continuó cortando las judías, como si nada. El señor Hubris dirigió entonces una mirada, como un soplete encendido, al bosque lejano, y permaneció en silencio.

Después de estar así durante unos segundos que parecieron eternos, el señor Hubris apartó a manotazos al pequeño ejecutivo operativo, que se retiró a toda prisa, y Flora se sorprendió mucho cuando observó que el potentado se sentaba en el banco, a su lado. Con toda seguridad, se habría sentido más cómoda en la compañía de un tigre de Bengala, pero inmediatamente decidió proseguir con su modo de proceder acostumbrado cuando se veía enfrentada a una situación inesperada y desagradable: a saber, continuar en silencio con lo que estuviera haciendo y sin importarle en absoluto lo que pudiera ocurrir.

—¿Quiere ganarse usted un… dinero? —dijo el señor Hubris, con voz herrumbrosa. Y le echó una mirada amenazante, como si fuera su jefe. Sorbió ruidosamente la última palabra del mismo modo que un caníbal sorbería la palabra «carne».

Flora respondió cautelosamente que el dinero con frecuencia resultaba muy útil para según qué cosas.

—Tengo entendido que irá usted a Cornualles este otoño, ¿no es así? —continuó el señor Hubris, sin tener la amabilidad siquiera de explicarle cómo había llegado a esa conclusión—. ¿Cómo es ese sitio al que va? ¿Coqueto? ¿Bonito? ¿Buenas playas?

—Feo y pedregoso. Las playas son muy ventosas, y cerca de la orilla hay arenas movedizas, en medio de unos pantanos muy grandes y peligrosos. Los acantilados están atestados de ortigas, y los pájaros que a duras penas consiguen sobrevivir allí son bastante vulgares —contestó Flora falsamente. Lo dijo todo del tirón, pues deseaba dar por concluida aquella conversación. El señor Hubris la había comenzado solo porque, al igual que hacía siempre que se sentía frustrado en cualquier sentido, su instinto le decía que la solución era ofrecerle dinero a alguien (para así reafirmar su poder sobre ese alguien si aceptaba), y si eso no daba resultado, pasar directamente al ataque.

El señor Hubris miró a Flora fijamente y con reticencia. No estaba muy seguro respecto a ella.

—Lástima… —dijo al final—. Suministros Nutricionales S. A. Está en alerta constante para mejorar y hacer prosperar distintos emplazamientos pintorescos. Y pagamos una gratificación a cualquiera que nos indique o nos recomiende alguno de esos lugares especiales.

—Sinceramente, no puedo recomendarle Creepworthy Cove. Dudo mucho que nadie pueda hacer prosperar nada en aquel erial.

—Deberíamos poner a trabajar en ello a nuestro equipo de la Asesoría de Instalaciones y Servicios. Evaluarían el lugar desde todos los ángulos: analizarían sus suelos, sus aguas, sus ruidos, su luz, su flora, su fauna… todo. Codificarían sus ventajas. Codificarían sus inconvenientes. Y luego, diseñarían un proyecto.

—Tendría que ser uno muy bueno…

—Por supuesto que sería un proyecto imponente —dijo el señor Claud Hubris—. Vaya, incluso yo mismo, mientras estoy aquí sentado, sin la ayuda de ningún asesor de Instalaciones y Servicios, podría diseñar un plan de lo más brillante. De salida, cementaría las paredes de los acantilados. Construiría un mirador. Pondría una línea de autobuses para traer a la gente y que viera a todos esos desdichados hundirse en las arenas movedizas y ahogarse en los pantanos. Congregaríamos a miles de turistas… si no le parece a usted mal, claro.

—¿Y cómo conseguiría usted que la gente se hundiera en las arenas movedizas? —preguntó Flora, con gesto fascinado.

—Venderíamos entradas. Tengo un acuerdo con la Sociedad para el Fomento de la Eutanasia. Le daría a usted el ocho y medio por ciento de los beneficios brutos. Además, venderíamos entradas para que los sádicos tirasen a los suicidas por los acantilados, y también para que los masoquistas se ahogasen en las arenas movedizas, si así lo deseasen. Bah, venderíamos montones de entradas sin despeinarnos. La cuestión es: ¿estarían los beneficios a la altura de lo que precisamos?

—Creo haber visto que mademoiselle Avaler viene por allí —dijo Flora, recogiendo su pocillo de judías—. Y si no me equivoco, viene directamente hacia aquí. Si me disculpa, tengo que llevar esto a la cocina. Déjeme decirle que nuestra conversación me ha resultado de lo más interesante. Buenos días.

El señor Hubris no contestó, pues estaba ya atusándose el cabello ante la inminente llegada de mademoiselle Avaler, que ahora venía caminando y sonriendo hacia él. Del señor Jones no había ni rastro.

—Claud, parece usted un poco acalorado… —observó mademoiselle Avaler, tocando al señor Hubris con la mismísima punta de la cinta azul aciano que rodeaba su cintura. Y así, la Bella se alejó con la Bestia por el camino.

Después del almuerzo Flora se sentó en el Saloncito Verde con una novela de aquel caballero amable y bondadoso llamado Henry Kingsley[33] a esperar los telegramas de contestación a los que había mandado aquella misma mañana. Se había quedado una tarde de lo más agradable, y Flora habría preferido dar un paseo por Teazeaunt Beacon para visitar a Elfine. Pero el deber era el deber.

Desde su ventana podía divisar el Patio Grande. A primera hora de la tarde llegaron algunos especialistas revolucionarios en un camión, con un cargamento de alcohol y tabaco para la fiesta con la que oficialmente se clausuraría el congreso. Meter todos esos suministros en el edificio les llevó casi media hora.

«La diversión, al contrario que todo lo demás, se ha simplificado considerablemente», pensó Flora. Se suponía que un establecimiento eduardiano como aquel ofrecería unas estancias hermosas, una comida deliciosa con bebidas apropiadas, un servicio perfecto, y una clientela elegante, bien vestida y educada. Pero, ay, estaban en plena Segunda Edad Oscura, y ahora era posible que un establecimiento organizara una fiesta en un sótano oscuro lleno de cucarachas a la que solo asistirían idiotas. Bastaba simplemente con que el suministro de alcohol y tabaco fuera ilimitado para que nadie se quejara.

—¡Telegrama para Rube Starkadder! —anunció una voz en la ventana, interrumpiendo los pensamientos de Flora. Era Hick Dolour, ya mencionado aquí como conductor de jeeps descapotables y recolector extrasindical de hierbas para Urk Starkadder—. Vaya, vaya… ¿Qué se está cociendo aquí? —añadió, escudriñando con la mirada el camión que había en el patio, y las decoraciones florales que adornaban las paredes del Lavadero Grande. Entregó el sobre a Flora y se alejó en su bicicleta, profiriendo silbidos de admiración.

Flora miró con aire pensativo el telegrama. ¡De lo que dijera dependían muchas cosas! ¿Debería abrir el sobre? No, eso enojaría enormemente a Reuben… Flora se recogió la falda y salió inmediatamente por los sembrados en dirección al chamizo de Nettle Flitch.

—¡No, quita de en medio, prima Flora! Ese mensaje solo nos traerá agonías y miserias —dijo Reuben con voz temerosa. Flora lo había sorprendido mientras arrancaba unos hierbajos que le estaban quitando el sol a unas coliflores pequeñas.

—Por supuesto que no: es un telegrama de uno de… bueno. … ¡Es de los muchachos! ¡Léelo! —exclamó Flora.

Tras algunas dudas, Reuben decidió abrir el sobre. Luego lo leyó lentamente:

Ay de mí ay de mí [stop] mismamente me dejas como un fangal pisoteado [stop] recuerdos ezra.

Reuben se rascó la cabeza.

—¿Tú qué crees, prima Flora? ¿Te parece a ti que esto significa que va a venir?

—Honestamente, Reuben, que me aspen si lo sé. ¿Tú qué piensas? Conoces a Ezra mejor que yo.

—Qué va, no ha nacido hombre que conozca a Ezra, y yo menos que nadie. Es un espíritu indeciso, inquieto, irresoluto.

—Entonces, este sería el tipo de telegrama que enviaría, ¿no? Espero que eso signifique que vendrá… Lamento mucho que se sienta tan abatido como para describirse a sí mismo como un fangal. No sé si será de mucha utilidad en la granja.

Reuben emitió un breve ronquido gutural. En el arcano lenguaje de los Starkadder, eso significaba que se estaba riendo.

—Qué va, prima Flora, ahí te equivocas. “Fangal” es otro nombre que utilizamos nosotros para el pájaro que llamamos carbonerillo, o así. ¡Lo que el Ezra debe de querer decir es que está deseando volver a casa como un carbonerillo herido para descansar!

—En otras palabras, que va a venir.

—Bueno… si estamos leyendo bien lo que dice… sí.

Reuben aceptó de buena gana que Flora fuera abriendo, de modo preventivo, otros telegramas que pudieran llegar a lo largo del día, así que la hija de Robert Poste se fue apresuradamente para darle la buena noticia a Jane —también llamada «la-chica-que-hicieron-a-medida-para-Ezra»—. Flora dejó a las otras mujeres Starkadder quemando plumas bajo la nariz de Jane y poniéndole aceite de huesos de ciervo muerto en el pelo (al parecer cuando se enteró de la noticia se desmayó y a un tris estuvo de marcharse al otro barrio), y regresó al Saloncito Verde y a su libro. La excitación nerviosa entre las mujeres Starkadder se había incrementado hasta alcanzar cotas alarmantes, y tanto las sales como las aguas de tojo corrieron sin descanso. (El agua de tojo, se supone, es una decocción no alcohólica de ramas de seto vivo con una potencia parecida a la de un cañón antiaéreo).

Poco después de que se sirviera el té en los jardines, Hick Dolour asomó la cabeza de nuevo por la ventana del saloncito.

—¡Otro telegrama para Rube! —exclamó—. Vaya, ¿que me aspen…? ¡Dos telegramas en un día! Se lo digo bien claro: no creo que pueda volver a subir aquí otra vez. Esta tarde tengo clase de Psicología para Peatones, y no puedo faltar.

Flora no le escuchó porque ya estaba leyendo el telegrama que Hick le había entregado, así que se limitó a decirle en un tono ausente que, en ese caso, ya se ocuparía ella de solucionar la papeleta. El segundo telegrama decía:

NO HAGAS NADA HASTA QUE LLEGUE YO MlCAH

Era más satisfactorio que el de Ezra, puesto que señalaba claramente una buena disposición a esforzarse en la tarea. Flora lo guardó en el bolsillo con una creciente sensación de triunfo. Se lo enseñaría a Reuben después del té.

Hick Dolour, que al parecer disponía de tiempo de sobra para perderlo, seguía apoyado allí, junto a la ventana, fumando indolentemente.

—Claro que… esto no es para mí, desde luego —musitó.

Flora, que estaba cogiendo unas servilletas de papel de su sitio en un armario del Saloncito Verde para colocarlas en el buffet de la fiesta, contestó con aire ausente:

—Eso me ha parecido oírle al señor Urk Starkadder. ¿Pretendes hacer de la recogida de hierbas tu profesión?

—¡Ná…! Recoger hierbas es solo un mientras tanto. Soy estudiante, ahí en el Instituto de Propulsión Mecánica. (Bueno, también lo llaman autoescuela a veces). La cosa es más científica de lo que usted pudiera pensar; la propulsión mecánica, digo. Muy interesante. Todas las carreteras que hay por aquí necesitan técnicas especiales a fin de propulsar convenientemente el vehículo, así como cierta coordinación de funciones, ¿me copia usted?

Cuando pronunció la palabra «científica» bajó la voz, y lanzó a Flora una fulgurante mirada de reojo, como si el mismo sonido de aquellas sílabas le procurara un inmenso placer.

—¿Y hay muchos estudiantes en esa facultad de la que usted habla? —le preguntó Flora, intentando decidirse entre dos modelos distintos de servilletas de papel.

—Como cuatrocientos seremos, creo yo. Todos ejemplares escogidos. Se requiere un tipo muy especial de mentalidad, ¿me copia? Tiene uno que saber cómo es la superficie de la carretera, y también cómo es el vehículo, y tener un conocimiento psicológico de la Teoría de la Propulsión Mecánica, ¿me copia o no?

Flora le preguntó luego si había sabido algo de su abuelo, Mark Dolour. (Puesto que Reuben la había informado de la relación familiar que había entre ambos).

—Desde las navidades últimas, no, no sabemos nada de él. Estuve esperando a presentarme al Test de Inteligencia, ¿me copia?, porque hay una lista muy larga. Bueno, ¡saqué un noventa y ocho sobre cien! Así que le mandé unas letras al abuelo y se lo dije. En realidad le dije que creía que podría apoquinar un poco. ¡Noventa y ocho sobre cien! ¡Qué! Estoy ahí… ahí, a solo dos puntos por debajo del nivel que separa a los ejemplares normales de los «genios», ¡vaya que sí!

—¿Y qué te dijo tu abuelo?

—Vaya, me dijo que si yo era un genio, entonces él era el mismísimo Hijo de Dios reencarnado —confesó Hick en un tono conmovedoramente reacio—. ¡Será ignorante…! Está completamente anticuado, mi abuelo, digo —tiró la colilla y se encaminó hacia su bicicleta—. Bueno, he de irme.

Y sí que debió de entrar en clase, pues los tres telegramas que llegaron después los subió la señora Murther, que había asumido momentáneamente el cargo de administradora de la oficina de correos, y que estaba de muy mal talante porque tuvo que subir Mockuncle Hill tres veces aquella tarde tan sofocante.

Los telegramas decían, en este orden:

Ya te digo estoy deseando reírme de ti en cuanto llegue [stop] sinceramente caraway

Maldita sea tu estampa cacho animal también llamado Reuben Starkadder [stop] Ocúpate de que cama bien aireada firmado harkaway

LLEGO LAS ERAS DE TICKLEPENNY DOMINGO POR LA MAÑANA AVIÓN DIEZ Y CUARTO [STOP] DESEANDO VOLVER AL VIEJO TRABAJO [STOP] ¿SUBIR UN POCO EL JORNAL CONFORME COSTE DE LA VIDA? [STOP] SALUDOS MARK DOLOUR

—Parece que Mark ha cambiado un poquito para mejor —observó Flora cuando se sentó con Reuben en su chamizo a tomar un té de última hora aquella tarde.

—Siempre fue un muchacho de lo más simpático. Aunque ya tiene que estar viejo.

—Ninguno de ellos menciona… en fin.… a las muchachas. Espero que nadie se haya vuelto a casar, ni nada parecido.

—Ay del que lo haya hecho, prima Flora… Ya sabría yo cómo tendría que actuar… —gruñó Reuben, hinchándose.

Flora, con mucho tacto, cambió de asunto.

—En avión, dice Mark. ¿Tú crees que todos vendrán en avión?

—¡Pero si todavía no hemos segado Ticklepenny para que aterricen los aviones! Ese tipo tendrá que tomar tierra en toda esa maraña de hierbajos. ¡Jo, jo, jo…!

—¡Eso no va a ocurrir! Podría estrellarse o algo —dijo Flora con decisión—. ¡Tienes que segar Ticklepenny antes del domingo, Reuben!

—¿Segarlo? ¡Son treinta acres de terreno para que pasten las cabras! ¡Y yo estoy sin segadora y sin tractor!

—Pero tienes guadañas. La otra noche vi por lo menos quince, colgadas encima de la pila del Fregadero Grande.

—Es un trabajo duro. Un trabajo de hombres, segar, digo.

—No, si se hace entre varias personas. Yo puedo ayudar, y Nancy, y quizá alguno de tus muchachos mayores, y… —Flora señaló con un gesto de la cabeza a la puerta abierta, donde el Sabio, el discípulo y el ayudante se encontraban tranquilamente disfrutando de su merienda.

—Será un día de negros en Cold Comfort, si es que esos extranjeros van a segar las eras de Ticklepenny.

—No son negros, Reuben, son morenos solamente. Y además, ¿cuál es el problema? Y ahora, por favor, disponlo todo para tener segado Ticklepenny mañana mismo por la noche. Tendrás que empezar tarde, porque la luna no sale hasta las nueve. Y cuando salga, será luna llena.

Y Flora evitó un suspiro, pues habría preferido segar las tierras de Ticklepenny a la luz de la luna llena que tener que asistir a la fiesta. De todos modos, sus planes iban madurando, y con ese consuelo en mente, se dispuso a aguantar la desagradabilísima velada festiva con gesto imperturbable. Hacke, Messe y Peccavi decidieron de repente que todas sus obras debían ser embaladas de inmediato para así poder abandonar Sussex en cuanto amaneciera. Tenían apalabrada una exposición en el continente la semana siguiente. Así que tras engullir su cena incluso más rápido de lo que era habitual en ellos, todos los delegados bajaron corriendo al Granero Grande, acompañados por Riska y por aquellos que no tenían otra cosa mejor que hacer, y comenzaron a esparcir paja, periódicos, cuerdas y cajas de embalar por todo el granero, y a descolgar los cuadros de las paredes. Comenzaron a admirar los unos los cuadros de los otros, y luego a discutir agriamente. Al final (serían alrededor de las doce), decidieron posponer el embalaje de las obras hasta el día siguiente, se acurrucaron entre los periódicos y la paja, y se quedaron dormidos. Flora, cuyos servicios se habían requerido a primera hora de la noche, tuvo que hacer equilibrios sobre sus cuerpos tendidos para apagar las lámparas, que, naturalmente, habían dejado encendidas.