PREFACIO

AL CABALLERO ANTHONY POOKWORTHY,

A. B. S., L. L. R.[1]

MI QUERIDO TONY:

Presento ante ti este libro con algo más que la natural deferencia que una principiante en el más encantador, difícil y perverso de todos los oficios siente ante un verdadero maestro. Tú conoces (nadie mejor que tú podría conocerlos) los gozos de los que disfruta el corazón puro y las penalidades que se sufren en semejante aventura. Pero quizá se me permita tener la oportunidad de explicar, con un poco más de precisión de la que he insinuado hasta este momento, algunas de las dificultades con que he tenido que lidiar hasta dar buen fin a las páginas que ahora tienes entre tus manos.

Como sabes, he empleado cerca de diez años de mi vida creativa en las tareas vulgares y carentes de sentido propias de los trabajos periodísticos. Sólo Dios sabe el efecto que semejantes ocupaciones habrán tenido en mi producción de verdadera literatura. Casi no me atrevo ni a pensar en ello… ni siquiera ahora. Hay algunas cosas (como el primer amor y los artículos de una misma) en las que una mujer de mediana edad no debe detenerse con demasiadas precisiones.

El efecto de estos perniciosos años ha sido incluso más grave en mi estilo (si es que puedo presumir de esa encantadora cualidad en presencia de un escritor cuya prosa lúcida y formal ha enriquecido constantemente nuestra literatura).

La vida de una periodista es pobre, desagradable, embrutecedora y corta. Y así es su estilo. Tú, que adoras la encantadora limpieza de cada frase formal y brillante, comprenderás la magnitud de la empresa a la que me enfrenté cuando —después de malgastar diez años de mi vida como periodista, aprendiendo a decir exactamente lo que quería decir en frases cortas—, descubrí que debía aprender, si pretendía acercarme a la literatura y quería recibir críticas favorables, a escribir como si no estuviera muy segura de lo que quería decir pero estuviera encantada de decir exactamente lo mismo en frases tan largas como me fuera posible.

Lejos de mí la pretensión de que las siguientes páginas alcancen lo que se forjó al principio en mi imaginación como un puro resplandor hace diez años. ¿Y quién puede albergar semejante pretensión? ¡En fin, ya está hecho! Ecco! E finito! Y tal y como está, y con lo mucho o poco que valga, ya lo tienes delante.

Comprobarás, Tony, que tengo algunas deudas que es preciso pagar. En los últimos diez años, tus libros han sido para mí algo más que libros. Han sido fuentes refrescantes, alimento para el alma, luz en la oscuridad. Me han proporcionado (en mitad del ajetreo vulgar y sin sentido de las tareas periodísticas) grandes alegrías. Es muy posible que no fuera el tipo de alegría que tú mismo pretendías proporcionar con ellos, pero ¿quién es infalible? En todo caso, era alegría.

Debo confesar también que en más de una ocasión he dudado ante la idea de intentar recompensarte con una ficción de mi cosecha ofreciéndote un libro que podría llamarse… de humor.

Porque tus libros no son precisamente… de humor. Son más bien registros de intensas luchas espirituales, representadas en los agrestes escenarios de lagos, glaciares o pantanos. Tus personajes son intemporales y seres elementales, agitados como pajuelas en océanos de pasión. Pintas la Naturaleza en su forma más violenta, cuando describes al hombre y los paisajes. La única belleza que ilumina tus páginas es la severa paz de la pasión satisfecha, y el humor áspero que despliegan tus personajes menores apenas arroja una débil luz. Puedes pintar las tragedias cotidianas (¿o acaso las primeras cien páginas de The Fulfilment of Martin Hoare no constituyen un magistral análisis de un ataque de bilis?) de un modo tan vívido como pintas los cataclismos del alma. ¿Quién puede olvidar a Mattie Elginbrod? Yo no, desde luego. Tus libros se parecen más bien a violentas tormentas que a libros. Sólo puedo decir, con toda la sencillez de que soy capaz: «Gracias, Tony».

Pero divertido… no, divertido no eres.

En todo caso, estoy segura de que eres lo suficientemente bueno, en todos los sentidos del término, para perdonar los defectos de mi libro.

Y precisamente porque tengo en mente a todos esos miles de personas que, al contrario que yo, desempeñan labores vulgares y sin sentido en oficinas, en tiendas y en sus hogares, y que no siempre están seguras de si una frase es literatura o bien una simple estupidez, he adoptado el método perfeccionado por el difunto señor Baedeker, y he señalado en el texto claramente los pasajes que considero más elegantes y literarios con uno, dos o tres asteriscos. De este modo clasificó aquel buen hombre las catedrales, los hoteles y las pinturas de grandes artistas. No veo razón alguna para que no pueda aplicarse el mismo sistema a las novelas.

Seguramente tales indicaciones también les servirán a los críticos para hacer mejor su labor.

Y hablando de grandes genios, ¡qué constelación de portentos brilla en nuestro firmamento en este momento! Incluso para una aprendiz tan inexperta como yo, que ha malgastado sus mejores años de creatividad en las tareas vulgares y carentes de sentido propias del oficio periodístico, hay algún consuelo, alguna inesperada alegría en este mundo más limpio y apasionante, al declararme aquí,

mi querido Tony,

tu agradecida deudora, siempre,

STELLA GIBBONS

Watford

Lyons’ Corner House

Boulogne-sur-Mer

Enero de 1931 - febrero de 1932