3

El amanecer se extendía sobre la región de los Downs[8] como un animal blanco y siniestro, seguido por los sombríos gruñidos de un viento que se abría paso entre las ramas negras de los espinos. El viento era la voz furiosa de aquella bestia luminosa y babeante que estaba comenzando a desvelar las buhardillas y los parteluces y las dependencias de Cold Comfort Farm.

La granja se encontraba agazapada en la inhóspita ladera de una colina, en mitad de las tierras de la propiedad, salpicadas de pedernales, abandonada al final de una empinada cuesta, a una milla de distancia de Howling. Los establos y las dependencias aledañas se habían construido en forma de un burdo octógono que rodeaba la casa principal, la cual se construyó en forma de un burdo triángulo. La parte izquierda de ese triángulo lindaba con el punto más alejado del mencionado octógono, el cual estaba formado por las vaquerizas, que discurrían paralelas a un gran granero. Las dependencias agrícolas estaban construidas con una piedra bastamente labrada, con techos de paja, mientras que el edificio principal estaba en parte construido con piedras de la zona, fijadas con cemento, y en parte con una piedra traída de Perthshire con grandes dificultades y un enorme gasto.

La casa era un edificio alargado y bajo, y, en algunas partes, de dos alturas. Otras partes eran de tres alturas. Eduardo VI fue originalmente su propietario y la utilizó como cobertizo para albergar a sus porqueros, pero al final se cansó de él y ordenó reedificarlo con adobes de Sussex. Después lo derribó. La reina Isabel lo reconstruyó, y añadió una buena cantidad de chimeneas por todas partes. Los Carlos lo mantuvieron como estaba; pero el rey Guillermo y la reina María lo volvieron a derribar, y Jorge I lo reconstruyó. Jorge II, en todo caso, lo quemó y lo destruyó. Jorge III añadió un ala suplementaria. Jorge IV lo volvió a tirar otra vez.

Para cuando Inglaterra comenzó a desarrollar su magnífica y floreciente aventura comercial, y llegó por fin la expansión imperial que tuvo lugar en su mayor parte bajo la corona de la reina Victoria, ya no quedaba mucho del edificio original, excepto el recuerdo de lo que había sido antaño. La granja permanecía agazapada, como una bestia a punto de abalanzarse contra alguien, bajo la mole pétrea de Mockuncle Hill. Como espectros emparedados entre piedras y ladrillos, las variaciones arquitectónicas de cada período por el que había pasado este edificio eran historia muda. En los alrededores, el conjunto se conocía como «El Capricho del Rey».

La puerta principal de la granja daba a un sembrado prácticamente inaccesible, en la parte trasera de la casa; había sido un capricho de Red Raleigh Starkadder, en 1835; así que la familia solía entrar por la puerta de atrás, que daba al patio central, enfrente de las vaquerizas. Un larguísimo pasillo transcurría por la mitad de la casa en el segundo piso y luego se detenía. No se podía acceder a los desvanes de ningún modo. Resultaba todo muy poco práctico.

(Etcétera, etcétera).

Aumentado junto con la viscosa luz que iba invadiendo el orbe, llegaba hasta allí el murmullo del mar, solemne, agónico y amenazante, derramándose en espumosos pliegues sobre las espejeantes amplitudes de la playa.

Bajo la sombría cúpula celeste, hallábase un hombre arando las tierras de la ladera, inmediatas a la granja, un tanto por debajo de ella, donde los pedernales brillaban cual blancos colmillos a la luz del amanecer. La gélida arremetida del viento se cernía sobre él mientras guiaba la yunta por los dentados surcos. Aquí y allá, a su tiro se dirigía:

—¡Eeeeepa, Atribulada! ¡Sooo, anda acá, Arsénica! ¡Chu, chu, chu.…!

Pero la mayor parte del tiempo trabajaba en silencio, y en silencio avanzaba también su yunta. La luz no mostraba de su rostro sino una mancha gris de piel, inexpresiva, como la tierra que araba, en donde se vislumbraban dos ojos adormilados.

Doquiera, aquí y allá, cuando llegaba al final del sembrado y se veía obligado a inclinar la mano del arado casi hasta su eje para dar la vuelta, lanzaba una mirada a la granja, allí agazapada en la inhóspita ladera de la colina, y algo parecido a un fulgor posesivo brillaba en sus ojos apagados. Pero lo único que hacía después era volver el tiro de nuevo, observando el tortuoso surco del arado en la corteza terráquea, y, mientras la gélida luz se tornaba pleno día, susurraba:

—¡Ea, Arsénica! ¡Vuelve ahí, vuelve ahí, Atribulada!

Debido a la peculiar formación de los edificios anejos alrededor de la vivienda, el sol siempre tardaba más en dar en el patio que en el resto de la casa. Mucho después de que los rayos de sol hubieran iluminado las ventanas de la vieja casa por encima de las vaquerizas, el patio permanecía en una penumbra azulada y húmeda.

Y ahora permanecía en sombras, pero algunos destellos surgían de las cántaras de leche alineadas a lo largo del badén que rodeaba la vaqueriza.

Saliendo de la casa por la puerta de atrás, uno se topaba de frente con un muro de piedra que atravesaba de parte a parte el patio y viraba abruptamente, en ángulos rectos, justo antes de alcanzar el establo en el que estaba encerrado el toro, y bajaba por el otro lado hasta la puerta que conducía al andrajoso jardín donde crecían sin ningún criterio malvas, malezas y nabos silvestres. El establo del toro lindaba con la esquina derecha de la lechería, que estaba enfrente de las vaquerizas. Desde aquí, un granero techado se extendía todo lo largo que era el octógono, hasta la puerta principal de la casa. En ese punto daba un giro brusco y finalizaba. La lechería estaba horrorosamente mal situada; aquello había supuesto un verdadero dolor de cabeza para el viejo Fig Starkadder, el último propietario de la granja, que había muerto tres años atrás. La lechería daba a la puerta principal, enfrente de un extremo del triángulo que formaba el antiguo edificio de la casa.

Desde la lechería partía un muro que delimitaba la parte derecha del octógono, uniendo el establo del toro y las pocilgas en el extremo derecho del triángulo. Una escalinata, colocada allí para hacer más incómodo el paso, corría paralela al octógono, rodeando la mitad del patio, pegada al muro que conducía a la puerta del jardín.

Del apestoso interior de los establos procedía aquel ruidillo: el chorro y el regular ¡ping!, de la leche golpeando contra el metal. La herrada permanecía presionada entre las rodillas de Adam Lambsbreath y su cabeza se apoyaba con fuerza en el flanco de Casquivana, la vaca lechera de Jersey. Las manos nudosas del hombre estrujaban la ubre mientras salía de sus labios un canturreo grave, absurdo y sin sentido, como el viento de los Downs.

Estaba profundamente dormido. Había permanecido despierto toda la noche, dejando que su pensamiento vagara por los ásperos y pelados montes de los Downs tras su pajarito, su florecilla…

Elfine. El nombre, no pronunciado pero tan distinto y musical como una resplandeciente cuenta que se agita en una gargantilla de cristales, se hacía audible y flotaba en el aire rancio del establo.

Los animales permanecían con las cabezas humilladas y abatidas sobre los comederos de sus pesebres. Desgarbada, Ociosa, Casquivana y Desnortada esperaban su turno para ser ordeñadas. Algunas veces Desnortada daba un lengüetazo seco, con un evidente sonido rasposo, como una lima sobre la seda, torpemente, sobre el huesudo flanco de Casquivana, que estaba todavía húmeda por la lluvia que había caído del techo durante la noche, y Ociosa volvía sus enormes ojos turbios hacia los lados mientras balanceaba la cabeza para arrancar un bocado de telarañas de la viga de madera que discurría sobre ella. Una luz apagada, húmeda y empañada, casi como la que brilla en las pupilas de un hombre febril, inundaba el establo.

De repente, un atormentado bramido, un abigarrado retumbar de mugidos que quebró en mil pedazos la quietud de la mañana, se abrió paso por el patio y murió en un gruñido que era casi un lamento. Era Gran Negocio, el toro, amaneciendo a un nuevo día, en la fría y húmeda oscuridad de su cobertizo.

Aquel mugido despertó a Adam. Levantó confuso la cabeza del costado de Casquivana y miró a su alrededor desconcertado durante un instante. Pero al darse cuenta de que se hallaba en el establo, de que eran las seis y media de una mañana de invierno, y de que sus nudosos dedos estaban realizando la misma monótona tarea que habían tenido que realizar durante ochenta años o más a esa misma hora y en ese mismo lugar, sus ojillos, que parecían pequeños y acuosos y sin vida en aquella cara primitiva, fueron perdiendo lentamente el brillo de terror con el que se habían abierto.

Se enderezó, suspirando, y pasó a Ociosa, que le estaba mordisqueando el rabo a Desgarbada. Adam, que estaba unido a todas aquellas bestias bobaliconas por lazos forjados por la tierra y el sudor, le quitó el rabo de la boca y, a cambio, le dio a morder su pañuelo… el último que tenía. La vaca lo rumió un poco, mientras Adam la ordeñaba, pero lo escupió a hurtadillas después, cuando el hombre pasó a ordeñar a Desnortada, y lo escondió bajo la paja humedecida con la pezuña. La vaca no quería que Adam viera que no quería comerse su regalo, pues aquello podría herir los sentimientos del anciano. Existía entre Adam y todas aquellas bestias un estrecho vínculo: una unión larga, profunda, primitiva, silenciosa y sacrificada; las unas conocían las sencillas necesidades del otro y éste, a su vez, conocía los más íntimos anhelos de las vacas. Las bestias se encontraban muy cerca de la tierra, y algo de la implacable elementalidad de la tierra se había filtrado en sus cuerpos.

De repente, una sombra se cernió oblicua sobre los puntales de madera de la puerta. No alcanzaba a ser más que un simple oscurecimiento de los pálidos zarpazos del amanecer, que comenzaban ahora a abrazar el establo, pero todas las vacas instintivamente se estremecieron, y los ojos de Adam, mientras se levantaba para mirar hacia la otra esquina, parecieron de nuevo lastimosamente llenos de un pavoroso temor.

—¡Adam! —gritó la mujer que estaba en el quicio de la puerta—. ¿Cuántas herradas de leche vamos a tener esta mañana?

—Un montón voy a sacar —respondió Adam servilmente—, a punto fijo no sé yo. A ver si se le ha pasado a la Ociosa la indigestión y a lo mejor mire que saquemos cuatro herradas. Y si no, que saquemos tres o así.

En el rostro de Judith Starkadder se dibujó un gesto de impaciencia. Sus grandes manos tenían una característica peculiar; parecía que pudiesen abarcar amplios horizontes con el más leve gesto. Mientras permanecía allí, parecía una mujer infinita y poderosa, envuelta en un chal rojo para protegerse los amenazadores e imponentes hombros del frío afilado que transportaba el aire matutino. Semejaba un personaje de teatro, y, sin embargo, enorme.

—Bueno, saca las herradas que puedas —dijo gélidamente, medio vuelta—. La señora Starkadder me preguntó ayer por la leche. Ha estado comparando lo que sacamos nosotros con lo de otras granjas de la zona y dice que estamos cinco dieciseisavos de herrada por debajo de lo que deberíamos sacar, teniendo en cuenta las vacas que tenemos.

Una extraña película cubrió los ojos de Adam, confiriéndole el aspecto mortecino y primitivo de un lagarto que estuviera tomando el sol desmayado del Sur. Pero no dijo nada.

—Y otra cosa —continuó Judith—. Seguramente tendrás que bajar a Beershorn esta noche. Al tren. La hija de Robert Poste viene para quedarse aquí un tiempo. A ver si me entero esta mañana de a qué hora llega. Ya te diré algo más tarde.

Adam volvió a acuclillarse lentamente contra el escuálido flanco de Ociosa.

—¿Tengo que ir? —preguntó lastimeramente—. ¿Tengo que ir, señorita Judith? Oh, no me mande usted. ¿Cómo puedo mirar su cara de florecilla, y estarme ahí sabiendo lo que sé? ¡Oh, señorita Judith, le pido que no me mande ir! Además —añadió, desde un punto de vista más práctico—, cerca de sesenta y cinco años hará que no cojo unas riendas, y podría tener algún percance con la moza.

Judith, que le había dado la espalda lentamente mientras el hombre estaba hablando, ya estaba en mitad del patio. Volvió la cabeza para contestarle con un movimiento lento y elegante. Su voz profunda resonó como un cencerro en el aire helado:

—¡No! Debes ir, Adam. Y mientras la chica esté aquí, debes olvidar lo que sabes… Como todos nosotros. Y respecto a lo de llevar el carro, lo que tendrías que hacer es enganchar a Víbora, y bajar a Howling y volver a subir seis veces esta tarde, para ir cogiendo práctica.

—¿No podría ir el señorito Seth en vez de ir yo?

La emoción descongeló la tristeza del rostro de la mujer. Dijo en voz baja y áspera:

—Recuerda lo que ocurrió cuando bajó a buscar a la nueva cocinera… No. ¡Debes ir tú!

Los ojos de Adam, como charcos de agua ciegos clavados en su rostro primitivo, de repente se tornaron suspicaces. Se volvió hacia Desnortada y retomó su mecánica operación con la ubre.

—Pues si usted me manda que vaya, entonces iré, señorita Judith —musitó con un sonsonete cantarín—. Un montón de veces he pensado que habría de llegar este día.… Y ahora tengo que ir a recoger a la hija de Robert Poste y traerla a Cold Comfort. ¡Vaya que si es raro! La semilla a la flor, la flor al fruto, el fruto a la barriga. Vaya, pues si hay que ir, se irá.

Judith había cruzado por el estiércol y el barro del patio, y ahora entraba en la casa por la puerta trasera.

En la gran cocina, que ocupaba la mayor parte de la casa, ardía un fuego triste, y el humo que salía de allí formaba volutas sobre las paredes ennegrecidas y sobre la mesa de tablones, oscurecida por el tiempo y la suciedad, que estaba burdamente arreglada para que alguien se sentara a desayunar. Un perol lleno de unas repugnantes gachas de avena colgaba sobre el fuego, y de pie, con un brazo apoyado en la repisa, mirando malhumorado el desagradable contenido del perol, había un hombre de gran estatura. Llevaba las botas de montar salpicadas de barro hasta la caña y traía la camisa de basto lienzo abierta por el pecho. La luz del fuego le iluminaba los imponentes músculos del torso mientras se balanceaba lenta y rítmicamente hacia las gachas.

Cuando entró Judith levantó la mirada y dejó escapar una risa breve y desafiante, pero no dijo nada. Judith cruzó lentamente la cocina hasta que estuvo a su lado. Era tan alta como él. Ambos permanecieron en silencio: ella lo miraba y él removía los grumos ocultos de aquellas gachas de avena.

—Bueno, madre —dijo al final—, ya ves: aquí estoy. Dije que llegaría a tiempo para el desayuno y he cumplido mi promesa.

Su voz tenía un tono bajo, gutural, salvaje, una burlona calidez que orlaba con un ribete aterciopelado de lujuriosa sexualidad la rudeza exterior de aquel hombre.

La respiración de Judith se pobló de escalofríos. Se cubrió bien los brazos con el chal. Las gachas borbotearon de un modo que no auguraba nada bueno; casi podría haber parecido que tenían vida propia, pues resultaba sobrenatural que se movieran de aquel modo, al compás de las pasiones humanas que bullían por encima del caldero.

—Canalla… —dijo finalmente Judith sin alterar la voz—. ¡Cobarde! ¡Embustero! ¡Libertino! ¿Con quién has pasado la noche? ¿Con Moll en el molino o con Vicky en la vicaría? ¿O tal vez con Ivy, en la tienda de aperos? Seth… Hijo mío.…

Su voz profunda y reseca se quebró, pero pudo recuperarse, y sus siguientes palabras volaron hacia él como la cola de un látigo.

—¿Es que quieres matarme?

—Sí —dijo Seth, con una sencillez implacable.

Las gachas seguían bullendo, inmisericordes.

Judith se acuclilló, y apresuradamente, con gesto ausente, quitó el caldero de las brasas y lo colgó en el gancho de la chimenea, conteniendo las lágrimas. Mientras estaba ocupada en aquello, se pudo oír un confuso tumulto de voces y pisadas en el patio, fuera. Eran los hombres, que venían a desayunar.

La comida para los hombres estaba dispuesta en una gran mesa de caballete en un extremo de la cocina, alejada completamente del fuego. Entraron en la estancia once de ellos, dando zapatazos en el suelo. Cinco eran primos lejanos de los Starkadder, y dos eran hermanastros de Amos, el marido de Judith. Esto significaba que sólo cuatro de aquellos hombres no tenían ninguna relación con la familia; así que fácilmente se entenderá que el sentimiento general entre los obreros de la granja no era precisamente de alegría. A Mark Dolour, uno de esos cuatro, se le había oído decir: «Si por un decir fuéramos once hombres de otra pasta, podríamos haber organizado un equipo de cricket, y yo habría sido el capitán, o eso. Pero, tal y como somos, para lo único que valemos es para arrendarnos a cargar ataúdes a seis peniques la milla».

Los cinco medio primos y los dos medio hermanos se acercaron a la mesa, porque a ellos les estaba permitido comer con la familia. A Amos le gustaba tener a sus parientes cerca, aunque, desde luego, nunca lo decía ni se alegraba cuando los veía.

Un fuerte parecido familiar se apreciaba aquí y allá en aquellos rostros airados y terrosos de los siete, como si se tratara de un efecto óptico. Micah Starkadder, el más fuerte de los primos, era la ruina gigante de un hombre: estaba paralizado de una rodilla y una muñeca. Su sobrino, Urk, era un hombre bajito, colorado y muy bestia, con orejas de zorro. El hermano de Urk, Ezra, tenía la misma tipología física, pero era equino donde Urk era zorruno. Caraway, un hombre de pocas palabras, curtido y enjuto, con dedos largos y torcidos, tenía algo del encanto animal de Seth, y dicho atractivo había pasado a su hijo, Harkaway, un joven callado y nervioso dado a tener estallidos de furia por nada cuando se trataba de precisar detalles.

Los hermanastros de Amos, Luke y Mark, eran robustos y muy altos; eran hombres rudos y callados, con un ojo en la cama y otro en el pesebre.

Cuando ya se habían sentado todos, dos sombras oscurecieron la áspera y gélida luz que entraba por la puerta. Aquellos hombres no eran sino presunciones de humanidad, pero entonces las gachas volvieron a borbotear.

Amos Starkadder y su hijo mayor, Reuben, entraron en la cocina.

Amos, que era incluso más alto y estaba más desvencijado que Micah, puso silenciosamente su podadera y su hoz en un rincón, junto al guardafuego, mientras Reuben dejaba el rozarero con el que había estado arando al lado de los otros aperos.

Los dos hombres ocuparon sus lugares en silencio, y después de que Amos hubiera murmurado una larga y fervorosa oración de gracias, se comió en silencio lo que había. Seth se sentó malhumorado a la mesa, enrollando y desenrollando una bufanda verde alrededor de ese magnífico cuello que había heredado de Judith; ni siquiera tocó las gachas que tenía en el plato, y Judith sólo hizo un amago de comerse las suyas, jugando con la cuchara, revolviendo aquella pasta de avena de un lado para otro y construyendo distraídamente montículos con los grumos requemados. Los ojos le ardían bajo las cejas, en ocasiones mirando distraídamente a Seth mientras él permanecía allí medio tumbado, con su vigoroso orgullo de hombría despreocupada, y con una buena cantidad de botones y cordones de su indumentaria sin abrochar. Entonces, aquellos mismos ojos, oscuros como culebras prisioneras, se deslizaron hasta posarse sobre la cabeza implacable y canosa de Amos y su descolorido cuello rojo; era su marido. Y entonces, como mantis religiosas, las pupilas de Judith se escondieron tras los párpados. A escondidas, escupió lo que tenía en la boca.

De repente, Amos, levantando la vista de la comida, preguntó abruptamente:

—¿Dónde está Elfine?

—No se ha levantado todavía. No la desperté. Por la mañana estorba más que ayuda —contestó Judith.

Amos gruñó.

—¡Maldita sea esa manía suya de estar metida en la cama un día de diario…! ¡Que los sulfúricos abismos infernales de los coléricos fuegos eternos del Señor ardan esperando a quienes así se comportan! ¡Vaya que sí! —Sus ojos azules y llameantes giraron hasta detenerse en Seth, que estaba mirando a escondidas una cajita de postales parisinas bajo la mesa—. ¡Vaya que sí! ¡Y para aquellos que quebrantan el séptimo mandamiento, también! Y para aquellos… —su mirada se detuvo en Reuben, que había estado observando a su padre con la esperanza de que se contuviera en su pasión apocalíptica—. ¡Y también aguarda el infierno a aquellos que esperan a que uno se muera para robarle los zapatos!

—Vale ya, Amos, hombre… —le reconvino Micah, gravemente.

—¡Cierra el pico! —tronó Amos; y Micah lo cerró, aunque un feroz temblor agitó su poderosa figura.

Cuando se terminó el desayuno, los obreros volvieron a salir en tropel para continuar con el día de trabajo en la recolección de nabos. La cosecha se encontraba en plena temporada; se tardaba mucho tiempo en poner fin a la recogida, que resultaba muy enojosa y difícil. Los Starkadder también se levantaron y salieron a empaparse bajo la fina lluvia que había comenzado a caer. Andaban afanados en perforar un pozo al lado de la vaquería; habían empezado hacía un año, pero les estaba costando porque las cosas no habían ido demasiado bien. Una vez —un día espantoso, un día en el que pareció que la Naturaleza contenía la respiración para después expulsar todo el aire como en un furioso vendaval—, Harkaway se había caído dentro. Y otra vez Urk había empujado a Caraway y lo había tirado al pozo. De todos modos, la obra estaba casi terminada; y todo el mundo pensaba que ya no tardarían en rematarla.

A media mañana llegó un telegrama de Londres anunciando que la visita que esperaban llegaría en el tren de las seis.

Judith estaba sola cuando recogió el telegrama. Mucho tiempo después de haberlo leído seguía inmóvil. La lluvia entraba por la puerta abierta y empapaba su chal encarnado. Luego, lentamente, arrastrando los pies, fue subiendo la escalera que conducía a la planta de arriba de la casa. Por encima del hombro vio al viejo Adam, que había entrado en la estancia para fregar los platos:

—La hija de Robert Poste llegará a Beershorn en el tren de las seis —le dijo—. Tendrás que salir a las cinco para ir a recogerla. Yo subo ahora para decirle a la señora Starkadder que la chica va a venir hoy.

Adam no contestó, y Seth, sentado junto al fuego, parecía bastante cansado ya de mirar sus postales, que eran un regalo que le había hecho hacía tres años el hijo del vicario, con quien iba a veces a cazar furtivamente. Ya se las sabía de memoria. Meriam, la moza a jornal, no entraría a trabajar hasta después de la comida. Cuando llegaba, evitaba cruzar la mirada con él, y temblaba y lloraba.

Él se rió insolente y triunfalmente. Desabrochándose otro botón de la camisa, salió y cruzó despreocupadamente el patio hasta el establo donde Gran Negocio, el toro, permanecía prisionero en la oscuridad.

Riéndose levemente, Seth golpeó la puerta del establo.

Y como si el macho encerrado respondiera a la profunda llamada del macho que lo saludaba desde el exterior, el toro profirió un grave y lastimero bramido que se elevó poderosamente hacia el cielo mortecino que envolvía la granja.

Seth se desabrochó otro botón y siguió su paseo despreocupadamente.

Adam Lambsbreath, solo en la cocina, permanecía mirando hacia abajo sin ver los platos sucios que tenía que fregar, porque la moza a jornal, Meriam, no llegaría hasta después de la comida, y cuando viniera, sería cualquier cosa menos útil. Ya le había llegado la hora: eso lo sabía todo Howling. ¿No era febrero y la tierra comenzaba a borbotear con nueva vida? Adam retorció los labios en una mueca. Recogió los platos uno a uno y los llevó junto a la bomba de agua, que estaba en un rincón de la cocina, por encima de un fregadero de piedra. La moza a jornal estaría ya a punto de parir. Y cuando abril, como un amante lujurioso, brotara en las exuberantes laderas de los Downs, habría ya otro churumbel berreando en la miserable cabaña de allá abajo, en Nettle Flitch Field, donde Meriam escondía los frutos de su vergüenza.

—Vaya, manzano o peral, por sus frutos los conoceréis —murmuró Adam, lanzando un chorro de agua fría sobre los platos repletos de coágulos secos—. Venga nubloso o haga sol, así ha de ser.

Mientras estaba restregando con desgana los bordes resecos de los platos de gachas con unas ramillas de zarzal, unos pasos fueron descendiendo los peldaños que bajaban desde el piso superior y se detuvieron al otro lado de la puerta que separaba la escalera de la cocina. Alguien se había detenido en el umbral.

Los pasos eran ligeros como vilanos. Si el rumor del agua corriente no hubiera sido tan fuerte y hubiera podido atender a otros sonidos, Adam podría haber pensado que aquellas pisadas delicadas y dubitativas no eran sino los latidos de su propio corazón.

Pero, de repente, algo cruzó veloz el aire de la cocina, como un martín pescador, dejando a su paso un centelleo de faldas verdes y cabellos dorados volanderos. Tras el campanilleo de una risa se oyó un segundo después el portazo de la cancela que conducía, a través de aquel desastrado jardín, a las colinas de los Downs.

Adam se volvió violentamente al oír el estruendo, dejando caer el ramillo de zarza y rompiendo dos platos.

—Elfine… mi pajarillo —susurró mientras comenzaba a caminar hacia la puerta abierta.

Un quebradizo silencio se burló de su susurro; a través de aquel silencio se alejaban flotando los intensos perfumes del junco y el grano.

—Mi hada madrina… Mi ternerilla… —susurró con voz lastimera.[9]

Mientras deambulaba por la cocina, sus ojos volvían a tener aquella mirada como de charcos grises y sucios, baldíos ciegos y primitivos que sólo reflejaban el lánguido cielo del atardecer en algún solitario cenagal.

Se le desplomaron las manos inertes a ambos lados del cuerpo y dejó caer otro plato, que se rompió con estrépito.

Suspiró, y se encaminó despacio hacia la puerta abierta. Ya había olvidado qué era lo que tenía que hacer. Clavó la mirada en los establos.

—Sí, los animales… —masculló, abatido—. Los animales mudos nunca te decepcionan. ¡Ellos sí que saben! Vaya, mejor me habría ido si hubiera acunado a la vieja Casquivana en mi regazo en vez de a la pequeña Elfine. Vaya, silvestre como esos pajarillos, como los carbonerillos de los pantanales en mayo, eso es lo que es. Y tiene una cabecita loca que no creas que hace caso a nadie. Bueno, así tendrá que ser. Dulce o amargo, por las buenas o por las malas, así habrá de ser. Ah, pero como ése se atreva… —Y los charcos grises y ciegos de sus ojos se tornaron repentinamente terribles, como si una tormenta se desatara sobre los cenagales procedente de los baldíos atlánticos—. Como se atreva sólo a tocarle un pelo de esa cabecita de pelito dorado, ¡así lo mato!

Murmurando de este modo, cruzó el patio y entró en las vaquerizas, donde desató a los animales de los amarraderos y los condujo hacia el embarrado camino de roderas que bajaba hacia Nettie Flitch Field. Caminaba absorto en sus preocupaciones. No se dio cuenta de que Desgarbada no apoyaba una pata y que hacía lo posible por avanzar con tres.

Como nadie se ocupó del fuego de la cocina, se apagó.