9

Cuando Flora entró, el hombre levantó la mirada hacia ella, y pareció alegrarse. Tenía algunos libros y papeles ante sí y, al parecer, había estado muy ocupado escribiendo.
Para entonces Flora ya estaba realmente fastidiada. Desde luego ya había tenido que soportar suficientes vicisitudes aquella noche como para, encima, ¡tener que mantener una conversación inteligente! Pensó que allí se abría ante ella una oportunidad para permitirse aquella deliberada mala educación que sólo las personas que habitualmente tienen buenos modales tienen el derecho a exhibir de vez en cuando. Así que se sentó dándole la espalda al supuesto señor Mybug y cogió la carta del establecimiento. Tenía unos gnomos pintados. Confió en que la suerte la sonriera…
Una camarera ataviada con un largo vestido —con adornos de cretona y que necesitaba un buen planchado— le trajo el café, unas galletitas corrientes y una naranja, que Flora aderezó con un poco con azúcar y que se dispuso a degustar. La camarera, previamente, le había advertido de que ya habían cerrado, pero como aquella afirmación no había impedido que Flora se sentara en una mesa y disfrutara de su naranja azucarada, no importó demasiado que así fuera.
Estaba dando buena cuenta de su cuarta galleta cuando fue consciente de una presencia que se aproximaba a ella por detrás. Antes de que pudiera prepararse, se oyó la voz del señor Mybug:
—Hola, Flora Poste. ¿Cree usted que las mujeres poseen alma? —Y allí estaba, plantado delante de ella, mirándola desde arriba con una sonrisa descarada y sin embargo enigmática.
Flora no se sorprendió ante aquella pregunta. Sabía que los intelectuales, como la serpiente pitón bicolor del señor Kipling,[20] siempre hablaban de ese modo. De forma que contestó educada, pero sinceramente:
—Me temo que no me interesa demasiado cuál sea la respuesta.
El señor Mybug lanzó una breve risilla. Evidentemente, estaba encantado. Flora cogió con la cuchara un poco del zumo de su naranja y se preguntó por la razón de semejante alborozo.
—Ah, ¿no le interesa, entonces? Buena chica… Nos entenderemos, si es franca conmigo. La verdad es que yo tampoco estoy muy interesado en saber si las mujeres tienen alma o no. Los cuerpos importan más que las almas. Disculpe, ¿puedo sentarme? Se acuerda de mí, ¿verdad? Nos conocimos en casa de los Polswett, el pasado octubre. Vaya, espero no estar interrumpiendo nada… Los Polswett me dijeron que usted había venido a vivir aquí, y me dije: vaya, a lo mejor nos encontramos. ¿Conoce usted bien a Billie Polswett? Es una mujer encantadora, creo… Es tan sencilla y tan alegre, y tiene un don tan especial para hacer amigos. Es encantadora, también… Bueno, un poco lesbiana, claro, pero absolutamente encantadora. Perdone que le diga, parece que esa naranja tiene buena pinta… Creo que me pediré otra también yo. Me encanta comer las cosas con cuchara. ¿Le importa si me siento aquí?
—Bueno —dijo Flora, comprendiendo que le había llegado la hora y que no tenía escapatoria.
El señor Mybug se sentó y, girándose, llamó a la camarera, que se acercó y le dijo que ya habían cerrado.
—Perdone que le diga, pero eso suena una pizca maleducado —dijo el señor Mybug riéndose y mirando de reojo a Flora—. Bueno, veamos, señorita, no importa… Simplemente, tráigame una naranja y un poco de azúcar. ¿Lo hará?
La camarera se fue y el señor Mybug pudo concentrarse de nuevo en Flora. Plantó los codos en la mesa, apoyó la barbilla entre las manos y la miró fijamente. Como Flora simplemente continuó comiéndose su naranja, él se vio forzado a empezar el juego con un «Vaya, vaya…». (Aquélla era una jugada que Flora, con el corazón abatido, reconoció como un movimiento propio de los intelectuales que han decidido enamorarse de una).
—Está usted escribiendo un libro, ¿verdad? —dijo precipitadamente—. Recuerdo que la señora Polswett me lo dijo. ¿No era la vida de Branwell Brontë? —Pensó que lo mejor sería utilizar ingenuamente la información que le había proporcionado la señora Murther en El Hombre Condenado y ocultar el hecho de que sólo había visto una vez a la señora Polswett, una protegida de la señora Smiling, a la que consideraba una mujer pesadísima.
—Sí, y va a ser condenadamente bueno, me temo… —Dijo el señor Mybug—. Será un estudio psicológico, desde luego, y dispongo de un montón de material nuevo, incluidas tres cartas que Branwell Brontë le escribió a una tía anciana que tenía en Irlanda, la señora Prunty, durante el período en el cual estaba trabajando en Cumbres borrascosas.
Observó fijamente a Flora para ver si reaccionaba con una carcajada o con una mirada de asombro indecible, pero la expresión amable y curiosa en el rostro de Flora no se mudó en absoluto, así que tuvo que explicarse.
—Verá… Es obvio que ese libro es de Branwell y no de Emily. Ninguna mujer podría haber escrito una cosa tan buena. Esto es cosas de hombres… He formulado una teoría sobre su alcoholismo, también… Verá: él realmente no era un borracho. Era un genio absoluto, una especie de segundo Chatterton…[21] y sus hermanas lo odiaban precisamente por su genialidad.
—Creía que la mayoría de los documentos de la época decían que sus hermanas lo adoraban —dijo Flora, que estaba encantada de mantener una conversación alejada de las cuestiones personales.
—Ya lo sé… Ya lo sé. Pero eso eran sólo argucias de las hermanas. Verá usted: a ellas las devoraban los celos de su brillante hermano, pero temían que si lo demostraban claramente, él se iría a Londres para siempre y se llevaría los manuscritos. Y ellas no querían que hiciera eso porque aquello arruinaría su pequeño jueguecito.
—¿Qué jueguecito? —preguntó Flora, intentando con alguna dificultad imaginar a Charlotte, Emily y Anne embarcadas en algo parecido a un «jueguecito».
—Hacer pasar los manuscritos de su hermano por suyos, naturalmente. Querían tenerlo bien atado, para poder robarle su obra y venderla para comprar más bebida.
—¿Más bebida? ¿Para quién…? ¿Para Branwell?
—No… ¡Para ellas! Todas ellas eran unas borrachas, pero Anne era la peor del grupo. Branwell, que la adoraba, solía fingir que se emborrachaba en el Black Bull sólo para conseguir ginebra para Anne. El propietario no se la entregaría si Branwell no se hubiera granjeado previamente aquella falsa reputación como borracho brillante, impenitente y holgazán… Y sólo Dios sabe con cuánta devoción se entregó a conseguir esa reputación. El propietario estaba orgulloso de tener siempre al señor Brontë en su taberna; atraía clientes al establecimiento, y Branwell podía conseguir ginebra para Anne al punto… Tanta como quisiera Anne. En secreto, él trabajó durante doce horas diarias escribiendo Shirley y Villette… y, por supuesto, Cumbres borrascosas. He demostrado todo esto a partir de las pruebas que me han proporcionado las tres cartas que envió a la anciana señora Prunty.
—Pero… ¿esas cartas dicen realmente que fue él quien escribió Cumbres borrascosas? —preguntó Flora, fascinada ante aquel espectáculo.
—Por supuesto que no —contestó el señor Mybug—. Debe usted observar la cuestión como lo haría un psicólogo. Tenemos a un hombre trabajando quince horas diarias en una obra maestra fabulosa que absorbe todas sus energías. Apenas tiene tiempo para comer o dormir. Es como una dinamo que se retroalimenta con su propia y diabólica vitalidad. Cada célula de su ser se concentra en acabar Cumbres borrascosas. Y con la poca energía que le queda, le escribe ciertas cartas a su anciana tía de Irlanda. Ahora, yo le pregunto a usted: ¿esperaría usted que él mencionara que estaba trabajando en Cumbres borrascosas?
—Naturalmente —dijo Flora.
El señor Mybug sacudió la cabeza violentamente.
—¡No, no, no…! ¡Por supuesto que no lo mencionaría! No quería apartarse de su obra ni un solo instante, no quería apartarse de aquella obsesión absoluta que estaba devorando su vitalidad. No lo mencionaría, desde luego… Ni siquiera a su tía.
—¿Y por qué ni siquiera a ella? ¿Es que estaba enamorado de su tía, también?
—Esa mujer fue la pasión de su vida —dijo el señor Mybug sencillamente, con una luminosa seriedad en su voz—. Piense… que nunca la llegó a ver. Esa mujer no era como el resto de las mujeres tristes y varoniles que le rodeaban. Esa mujer simbolizaba el misterio… la feminidad… la eterna, irresoluble e inencontrable X. La pasión que sentía por ella era una perversión, desde luego, y todo lo sucedido no hizo más que fortalecerla. Todo lo que tenemos de esa relación, frágil y maravillosamente delicada, entre la anciana mujer y el hombre joven son esas tres breves cartas. Nada más.
—¿No le contestó nunca?
—Si lo hizo, las cartas se perdieron. Pero las cartas que él le envió son material suficiente para avanzar. Son pequeñas obras maestras de una pasión reprimida. Están repletas de pequeñas ternuras… Él le pregunta a ella cómo anda de su reumatismo… Le pregunta si su gato, Toby, «se ha recuperado de las fiebres»… Qué tal tiempo hace por Derrydownderry… Por Haworth, no muy bueno… Cómo está la prima Martha… ¡Y qué retrato nos hace de la prima Martha, con esas sencillas palabras suyas, una mocita irlandesa, de pómulos pronunciados, con pelo negro y lacio y labios pálidos! Poco le importaba a Branwell que el Duque estuviera derrotando a Palmerston en Londres en la tormentosa Reforma Agraria de los «años cuarenta». ¡La salud y el bienestar de la tía Prunty eran lo primero!
El señor Mybug se detuvo en este punto y se refrescó con una cucharada de zumo de naranja. Flora aún estaba meditando en lo que acababa de escuchar. De acuerdo con su experiencia personal, no era costumbre de los hombres de genio descansar de sus arduas labores mediante la correspondencia con tías ancianas; este tipo de tareas, en realidad, recaían habitualmente en las hermanas y en las esposas de los hombres de genio, y a Flora le parecía bastante más probable que Charlotte, Anne o Emily se hubieran ocupado de atender a las tías ancianas que exigían que les enviaran cartas. En todo caso, lo más probable era que Charlotte o Anne o Emily, o las tres a la vez, decidieran una mañana que ya era hora de que Branwell le escribiera a la tía Prunty, y no habían dado su brazo a torcer hasta que su hermano escribió aquellas tres cartas, que después se echaron al correo a intervalos prudentemente espaciados.
Flora miró su reloj.
Ya eran las ocho y media. Se preguntó a qué hora saldría la Hermandad de la perrera. No había ninguna señal de su liberación hasta ese momento: la perrera seguía bramando con aquellos cánticos y, a intervalos, se producían ciertas pausas, durante las cuales Flora suponía que los hermanos se estremecían. Disimuló un bostezo. Tenía sueño.
—¿Y cómo lo va a titular?
Flora sabía que los intelectuales siempre planteaban grandes disquisiciones respecto a los títulos de sus libros. Los títulos de las biografías revestían una especial importancia. La Victorian Vista, la depravada vida de Thomas Carlyle, se había llenado de telarañas apenas salió de las imprentas porque todo el mundo pensó que era un aburrido libro de recuerdos, mientras que Olor de santidad, una historia bastante confusa de la Reforma Hidrográfica desde 1840 a 1873, se había vendido como pastelillos calientes porque todo el mundo pensó que era un ataque a la moralidad victoriana.[22]
—Estoy dudando entre Cabeza de turco: un ensayo sobre Branwell Brontë, y El espíritu del leopardo: un ensayo sobre Branwell Brontë… Bueno, ya sabe… El espíritu de un leopardo, hermoso y ligero.
Sí, Flora ya sabía… La cita era del Adonais de Shelley. Una de las desventajas que tiene haber recibido una educación casi universal es el hecho de que todo tipo de personas adquieren cierta familiaridad con los escritores favoritos de una. Eso proporciona unas emociones peculiares: es como ver a un extranjero borracho vestido con nuestra propia bata.
—¿Cuál le gusta más? —preguntó el señor Mybug.
—El espíritu del leopardo —dijo Flora sin dudarlo ni un instante, y no porque no tuviera dudas, sino porque si dudaba, aquello podía desembocar en una larguísima y aburridísima discusión.
—Verdaderamente… Resulta muy interesante. A mí también me gusta más ese título. Es un poco… salvaje, ¿no? Quiero decir, que da un poco la sensación de algo salvaje que se encuentra atado y encadenado, ¿eh? Y el aspecto de Branwell confirma la analogía… Esa tez parduzca y silvestre. De hecho, me refiero a él como «el Leopardo» a lo largo de todo el libro. Y luego, claro, hay un simbolismo en el trasfondo…
«Éste piensa en todo», reflexionó Flora.
—Un leopardo no puede cambiar sus manchas y, a fin de cuentas, Branwell tampoco pudo. Tal vez cargó con la culpa derivada de las borracheras de sus hermanas y les permitió, por algún extraño y perverso sentido del sacrificio, que reclamaran como suyos los libros que él había escrito. Pero, al fin y al cabo, su genio ha salido a la luz, y sus manchas negras resaltan sobre un espléndido dorado. Hoy en día no hay ni una sola persona inteligente en Europa que crea de verdad que Emily escribió las Cumbres.
Flora dio buena cuenta de su última pasta, que había estado reservando para el final, y miró esperanzada hacia la caseta del perro. Le pareció que el himno que estaban cantando ahora sonaba como esas canciones que se entonan justo antes de que la gente salga de la iglesia.
Durante el período en que estuvo explayándose sobre su obra, el señor Mybug había estado mirándola fijamente, con la barbilla pegada al cuello, y Flora no se sorprendió cuando él le espetó bruscamente:
—¿Qué me dice de ir a dar un paseo?
Flora se encontraba ahora en un horroroso apuro, y deseó fervientemente que se abriera la perrera y Amos, como un ángel vengador, viniera a rescatarla. Porque si decía que le encantaba caminar, el señor Mybug la arrastraría durante millas enteras bajo la lluvia mientras le hablaba continuamente de sexo, y si decía que le gustaba sólo moderadamente, la haría sentar en una de esas escaleras de piedra que sirven para saltar los muros de las tierras e intentaría besarla a toda costa. Si, una vez más, conseguía desviar la cuestión y decir que no le interesaba especialmente el asunto de pasear, él sospecharía que ella sospechaba que él pretendía besarla, o bien la llevaría a algún nefasto salón de té donde le hablaría aún más tiempo de sexo, y le preguntaría qué pensaba al respecto.
Parecía que verdaderamente Flora no tenía salida, excepto si se levantaba y salía corriendo del establecimiento.
Pero el señor Mybug decidió por ella y añadió en voz baja:
—Pensaba que podríamos dar una vuelta juntos, si le apeteciera… Debería haberle advertido… que soy.… muy sensible.
Y lanzó una risita seca, mientras seguía mirándola.
—En ese caso, quizá deberíamos posponer nuestros paseos hasta que el tiempo mejore un poco —dijo Flora en tono amable—. Sería espantoso que su libro se retrasara por un resfriado, y si usted realmente tiene un pecho delicado, debería extremar las precauciones.
El señor Mybug la miró como si le hubieran respondido despreciándolo con una brutal carcajada. Él había planeado que su siguiente frase sería, con voz aún más grave: «Verá, yo creo en la absoluta franqueza en estas cosas… Flora».
Sin embargo, no pudo decirlo. No solía hablar con jóvenes que parecían tan inocentes como Flora. Por eso había errado el golpe. En vez de añadir aquello, dijo con voz neutra:
—Ah, sí… claro, sí. Desde luego. —Y le lanzó una mirada rápida de reojo.
Flora estaba poniéndose los guantes con gesto pensativo y, de tanto en tanto, observaba el torrente de hermanos que manaba en aquellos momentos de la caseta del perro. Temía que Amos se le despistara.
El señor Mybug se levantó bruscamente y se quedó mirándola con las manos metidas en los bolsillos.
—¿Está usted con alguien? —preguntó.
—Mi primo está predicando en la Iglesia de la Hermandad de los Estremecidos, ahí enfrente. Me va a llevar a casa.
El señor Mybug murmuró: «Vaya, qué divertido». Y luego añadió:
—Oh… pensé que podíamos ir andando.
—Está a siete millas, y me temo que mis zapatos no son lo suficientemente resistentes —replicó Flora con firmeza.
El señor Mybug le mostró una irónica sonrisa y murmuró algo sobre un «jaque al rey», pero Flora ya había visto a Amos salir de la perrera y supo que el rescate era inminente, así que no le importó en absoluto quién fuera a sufrir el dichoso jaque.
—Me temo que debo marcharme —dijo amablemente—. Ahí está mi primo, y creo que me está buscando. Adiós, y muchas gracias por hablarme de su libro. Ha sido muy interesante. Quizá nos encontremos de nuevo en otra ocasión…
El señor Mybug se sobresaltó ante aquella observación, que se le escapó a Flora sin querer, antes de que pudiera evitarlo, como una costumbre social, e inmediatamente corrigió y advirtió que sería absolutamente asombroso que se pudieran encontrar de nuevo.
—Le daré mi tarjeta —y sacó una tarjeta grande, sucia y desagradable que Flora metió en su bolso de bastante mala gana—. Le advierto —añadió el señor Mybug—. Soy un animal raro y tosco. No le gusto a nadie. Soy como un muchacho al que le han dado tantos varazos en los nudillos que tiene miedo hasta de estrecharle la mano a alguien. Pero hay algo en mi interior… a poco que quiera rascar…
A Flora no le apetecía mucho rascar, pero le agradeció la tarjeta con una sonrisa y salió apresuradamente del establecimiento para reunirse con Amos, que permanecía clavado como un espantajo en mitad de la calle.
Cuando se acercó a él, Amos se echó hacia atrás al tiempo que la señalaba con el dedo, y profirió una única palabra:
—¡Fornicadora!
—No… maldita sea, primo Amos, no se trataba de un desconocido; es una persona que conocí hace tiempo, en una fiesta, en Londres —protestó Flora. Notó que su indignación se alimentaba de la propia injusticia derivada de semejante acusación, especialmente cuando pensaba en sus verdaderos sentimientos hacia el señor Mybug.
—¡Lo mismo me da! Sí, sí… ¡Y peor todavía si viene de Londres, la ciudad diabólica…! —exclamó Amos con vehemencia.
Sin embargo, su protesta al parecer había sido una cuestión de forma, más que de fondo. No dijo ni una palabra más al respecto, y regresaron a casa en silencio, excepto por una breve observación de Amos a propósito del efecto que había causado su prédica en la Hermandad; sus fieles habían quedado poderosamente impresionados, y Flora se había perdido un buen espectáculo no quedándose al estremecimiento.
Flora contestó que estaba segura de que, efectivamente, se había perdido un gran acontecimiento, pero que definitivamente su elocuencia había sido demasiado para su espíritu débil y pecador. Y añadió con firmeza que debería plantearse en serio eso que le proponía de ir con una furgoneta Ford predicando por todo el país; él suspiró pesadamente y dijo que no le cabía ninguna duda de que ella era un demonio que había sido enviado para tentarlo.
Aun así, las semillas quedaron sembradas. Los planes de Flora maduraban a buen ritmo.
Y sólo cuando volvió a ver la tarjeta del señor Mybug, a la luz de la vela de su alcoba, descubrió que el nombre de aquel intelectual no era Mybug, sino Meyerburg, y que vivía en Charlotte Street… Dos detalles que no contribuyeron precisamente a elevar su estado de ánimo. Pero tales habían sido los variadísimos acontecimientos de la jornada que su sueño fue profundo y nada lo perturbó.