10

Ya estaba bien entrada la tercera semana del mes de marzo. Promesas de fecundidad tiritaban en los tiernos corderillos. La parravirgen estaba a punto de florecer. La cosecha de nabos ya había concluido; la cosecha de remolacha aún no había comenzado. Esto significaba que Micah, Urk, Amos, Caraway, Harkaway, Mizpah, Luke, Mark y cuatro jornaleros más de la granja que no estaban emparentados con la familia (que se supiera) disponían ahora de una buena cantidad de tiempo libre para hacer lo que quisieran. Seth, por supuesto, siempre estaba muy atareado en primavera. Adam estaba ocupadísimo ayudando con la paridera de los corderos lechales. Reuben se afanaba preparando los campos para la siguiente cosecha; nunca descansaba, aunque estuvieran en la época de barbecho. Pero el resto de los Starkadder sencillamente se dedicaban a armar jaleo y cometer villanías.

Y respecto a Flora, estaba bastante contenta. Estaba embarcada en un buen número de proyectos. Las personas de espíritu cándido, que habitualmente se aburren con las intrigas sociales y familiares, sólo pueden apreciar la absoluta diversión que proporciona una intriga cuando ellos mismos comienzan a organizar una por vez primera. Si se dan varios planes distintos y hay un cierto peligro de que unos interfieran en la buena marcha de los otros y finalmente se echen todos a perder, entonces el entretenimiento es incluso más ameno.

Por supuesto, algunos planes estaban yendo mejor que los demás. El plan destinado a conseguir que Adam usara un pequeño estropajo para limpiar los platos (en vez de unas ramas de zarzal) se le había vuelto en contra.

Un día, cuando Adam entró en la cocina justo después del desayuno, Flora le dijo:

—Ah, por cierto, Adam, aquí tengo tu estropajo. Lo compré en Howling ayer por la tarde. Mira: ¿no te parece precioso? Pruébalo y ya verás qué bien.

Por un instante Flora había pensado que Adam se lo arrebataría de un manotazo, pero poco a poco, al tiempo que miraba fijamente el pequeño estropajo, la expresión de furia del vaquerizo se transformó en otra bastante más difícil de interpretar.

La verdad es que era un estropajo bastante bonito. Tenía un sencillo mango de madera blanca con un leve rebajo casi al final, para poderlo sujetar mejor con la mano. El estropajo propiamente dicho había sido confeccionado con suaves cintas blancas, y cada fibra estaba suelta y separada, en vez de estar todas apelmazadas y juntas en un mazacote indistinguible, como ocurría con la mayoría de los estropajos. Lo más interesante era que tenía un cordel rojo al final del mango, atado alrededor del pequeño rebajo en la madera. Así que incluso se podía colgar.

Con gesto desconfiado, Adam alargó el dedo y lo señaló.

—¿Eso es para mí?

—Pues claro… Es decir… Sí, es tuyo. Tuyo y de nadie más. Cógelo.

Lo agarró entre el índice y el pulgar, y permaneció mirándolo atentamente durante un buen rato. Tenía en los ojos ese velo de las oscuras aguas atlánticas antes de que la furia de la tormenta se desate. Sus dedos nudosos aferraron el mango.

—Sí, claro… es mío —farfulló—. Ni casa ni nada, pero por lo menos esto es mío.… ¡Mi estropajo…!

Desató las ramas de zarzal que llevaba atadas en la pechera de la camisa y puso en su lugar el estropajo. Pero entonces lo volvió a desatar y lo volvió a sustituir por la rama de espino.

—¡Mi estropajo…! —decía, y se quedó admirándolo como si estuviera en un sueño.

—Sí. Es para fregar los platos —dijo Flora, con firmeza, entreviendo repentinamente un nuevo peligro en el horizonte.

—No… no, ni hablar… —protestó Adam—. Es demasiado bonito para fregar esos platos grandes y viejos. Debo hacerlo con la rama del zarzal; sí, con el zarzal valdrá. Guardaré el estropajo en el establo, junto con la Ociosa y la Casquivana.

—A lo mejor se lo comen —advirtió Flora.

—Claro, claro, podrían comérselo, hija de Robert Poste… Ah, bueno, ya sé: lo colgaré por el cordelillo rojo por encima del lavadero. No meteré nunca esta preciosidad en el agua sucia y grasienta de fregar. Vaya que sí, es más bonito que la flor del manzano, mi estropajo.

Y, arrastrando los pies, cruzó la cocina y lo colgó cuidadosamente en la pared, por encima del fregadero, como había dicho, y allí se quedó durante algún tiempo, admirándolo. Flora estaba molesta con razón, y salió contrariada de la cocina, a ver si dando un paseo se calmaba.

Con frecuencia se animaba con las cartas que le enviaban sus amigos de Londres. La señora Smiling se encontraba ahora en Egipto, pero de todos modos le escribía a menudo. Cuando estaba en el extranjero, en algún clima cálido, siempre se vestía con fastuosos vestidos blancos, hablaba muy poco, y todos los hombres de los hoteles caían enamorados a sus pies. Charles también le escribió, para contestar a unas breves líneas que le envió Flora. Sus frases, cortas e informativas, escritas en una cuartilla azul oscura, por ambos lados, le proporcionaban información puntual acerca del tiempo que hacía en Hertfordshire. Le adjuntaba también algunos mensajes de su madre. Charles escribió poco más, aparte de eso, pero por lo visto a Flora le pareció plenamente satisfactorio. Esperaba con inquietud sus cartas. También tuvo noticias de Julia, que coleccionaba libros sobre gánsteres, y de Claud Hart-Harris, y de todo su grupo en general. Así pues, aunque exiliada, no se encontraba sola.

De tanto en tanto, mientras daba su paseo diario por las colinas de los Downs, veía a Elfine: una figura ligera y esbelta que poseía los delicados contornos de los querubines de Boticelli, recortados contra el triste y gélido cielo primaveral. Elfine nunca se acercó a ella y eso enojaba profundamente a Flora. Quería tener un encuentro con Elfine y ofrecerle algunos consejos discretos sobre Dick Hawk-Monitor.

Adam le había confiado a Flora sus temores respecto a Elfine. Aunque no creía que el vaquerizo lo hubiera hecho conscientemente. En esa ocasión estaba ordeñando y ella lo estaba observando, y él andaba medio hablando para sí mismo.

—Bien sé yo que ha estado fisgoneando en la ventana de la mansión de Hautcouture… —(él dijo «Howchiker», tal y como se pronunciaba en la zona)— para echarle el ojo a ese joven lechuguino, el señorito Richard —había rematado finalmente.

Algo desolador, algo oscuro y primitivo como la agusanada lombriz, que se abre camino hasta la superficie de la tierra, se había deslizado sin querer en las palabras del anciano. Estaba preso de sus emociones. Antiguos estremecimientos recorrieron sus lomos.

—¿Es ése el joven caballero? —preguntó Flora casi despreocupadamente. Quería conocer el fondo de la cuestión sin parecer demasiado preguntona.

—Sí… Tontunas de una caprichosa, convertirse en corderillo de un mujeriego. —Su contestación estaba revestida de furia, pero tras la furia había indicios de alguna otra emoción, más oscura; una larva de ojos brillantes que iba carcomiendo los cimientos del corral y la panera, un indicio de ocasionales visitas traicioneras en el gallinero y en el estanque de los patos, una preocupación ardiente, reconcentrada, viva, por la posibilidad de que finalmente tuviera lugar el sórdido y eterno drama del ataque ciego del hombre y la inevitable rendición y subsiguiente perdición de la dama.

Flora había experimentado cierto disgusto, pero su deseo de adecentar y ordenar Cold Comfort le había impelido a continuar con sus pesquisas.

Preguntó cuándo solía casarse la gente joven, sabiendo perfectamente cuál sería la respuesta. Adam lanzó un gruñido sonoro y desacostumbrado que, con alguna dificultad, Flora interpretó como una carcajada proferida sin ninguna alegría.

—Como empiecen a brotar los frutos de la parravirgen ya puedes irte olvidando del vestido de boda… —había contestado con toda intención.

Flora asintió, más tristemente de lo que habría querido. Creía que Adam tenía un punto de vista demasiado negativo sobre el asunto. Probablemente, Richard Hawk-Monitor sólo se sentía ligeramente atraído por Elfine, y la idea que Adam tenía de su comportamiento era sólo una fantasía y jamás se le había pasado por la cabeza hacer nada extraño. Y, aunque se le hubiera ocurrido, lo habría desestimado inmediatamente.

Flora conocía bien a los hombres procedentes de familias aristocráticas y aficionados a la caza. Eran lo que los americanos llaman, ¡benditos sean!, unos burros de tomo y lomo. Odiaban el flirteo. La poesía les aburría (y Flora estaba casi segura de que Elfine escribía poesía). Preferían estar con gente que abría la boca una vez cada veinte minutos. Les gustaban los perros bien entrenados y las mujeres bien vestidas y las heladas de corta duración. Resultaba bastante improbable que Richard estuviera planeando hacerle una novatada a Elfine. Pero era incluso menos probable que quisiera casarse con ella. Aquella indumentaria de Elfine, y su comportamiento, y su peinado lo ahuyentarían inmediatamente. Como la mayoría de las otras ideas, a aquel muchacho el proyecto del matrimonio ni siquiera se le habría pasado por la cabeza.

«Así pues, a menos que haga algo al respecto», pensó Flora, «esa muchacha simplemente se me escapará de las manos. Y el cielo sabe que nadie querrá casarse con ella mientras tenga ese aspecto y lleve encima esos trapos. A no ser que le concierte una cita con el señor Mybug, claro».

Pero el señor Mybug, al menos temporalmente, parecía perdidamente enamorado de la propia Flora, así que ahí había otro obstáculo. Además, ¿era justo arrojar a Elfine, absolutamente inexperta en estas lides, a aquellos leones de Bloomsbury-esquina-con-Charlotte-Street que intercambiaban maridos y esposas todos los fines de semana de acuerdo con la moda más tolerante? Todas aquellas gentes siempre conseguían que Flora pensara en la descripción de los cerdos silvestres pintados en los floreros de la historia de Dickens: «Cada cerdo silvestre tenía la pata levantada en el aire, en doloroso ángulo, para mostrar que era perfectamente libre y feliz».[23] Y debía de resultarles absolutamente descorazonador descubrir que cada nuevo amor era prácticamente igual al anterior: exactamente igual que soplar un globo tras otro en una mala fiesta, y descubrir que todos tienen agujeros y que no pueden hincharse adecuadamente.

No. No podía arrojar a Elfine a los cerdos de Charlotte Street. Debía educarla y luego casarla con Richard.

De modo que Flora continuó vigilando a Elfine cuando salía a pasear por las colinas de los Downs.

Mientras tanto, la tía Ada Doom permanecía en sus dependencias de la planta superior… sola.

Había algo casi simbólico en su soledad. Ella era el corazón, el núcleo, la matriz de Cold Comfort; el centro de gravedad de la casa… Y estaba, como todos los corazones, definitivamente sola. ¿A que nunca se ha sabido de nadie que tenga dos corazones? Pues eso. Sin embargo, todas las vibrantes oleadas de pasión, celos y lujuria que palpitaban a través de toda la casa, como si fuera una tela de araña, convergían finalmente en aquella soledad primordial. Y ella se sabía realmente el corazón de la casa… Y definitiva, irrevocablemente sola.

Los suaves vientos de la primavera acariciaban la vieja casona. Los pensamientos de la anciana se encogían amedrentados en la cálida habitación donde permanecía en completa soledad… No deseaba ver a su sobrina… No, mantenedla alejada de mí…

Inventad alguna excusa. Cerrad las puertas. Lleva aquí un mes y todavía no la has visto. ¿No crees que le parecerá raro? Deja caer indirectas; dice que le gustaría verte. No quieres verla. ¿Qué te ocurre…? ¿Por qué te emocionas de ese modo cuando te hablamos de ella? No querrías verla. Tus pensamientos vagan dando vueltas por toda la habitación, como animales adormilados que se restriegan contra los muros. ¡Qué irritante resulta este viento cálido de la inminente primavera…!

Cuando eras muy pequeña… tan pequeña que el soplo más ligero de brisa te levantaba la pequeña faldita con miriñaque y te tapaba la cara… viste algo sucio en la leñera…

Nunca lo olvidarías.

Nunca le dirías nada a mamá… Podías oler, incluso ahora, el betún dulzón con el que mamá siempre se limpiaba las botas… Pero lo recordarías toda tu vida.

Eso fue lo que te hizo… diferente. Eso… lo que viste en el cobertizo de los aperos… convirtió tu matrimonio en una interminable pesadilla para ti.

Sin embargo, nunca te importó lo que aquello le pudiera parecer a tu marido…

Y por eso te había dado tanto asco traer a tus hijos al mundo. Incluso ahora, cuando tenías setenta y nueve años, no podías soportar ver pasar una bicicleta frente a la ventana de tu dormitorio sin sentir arcadas en la boca del estómago… En el cobertizo de las bicicletas lo habías visto, una cosa sucia, cuando eras muy pequeña.

Por eso te quedabas encerrada en esa habitación. Ahí habías estado metida durante veinte años; luego Judith se había casado y su marido había venido a vivir a la granja. Habías huido de ese mundo, tremendo y terrorífico, que se hallaba fuera de esas cuatro paredes contra las que tus pensamientos se restregaban como bueyes soñolientos. Sí, a eso se parecían tus pensamientos. ¡A bueyes! ¡Exactamente como bueyes eran!

En el mundo exterior había graneros donde podían ocurrir cosas sucias. Pero allí, en tu habitación, nada podría ocurrir. Y eso es lo que querías. Ninguno de tus nietos podía abandonar la granja. Judith tampoco se iría. Ni Amos, tampoco se iría. Caraway no se iría. Urk no se podía ir. Seth no se podía ir. Micah no se podía ir. Ezra no se podía ir. Mark y Luke no se podían ir. Harkaway se podía ir alguna vez, porque él se encargaba de ingresar las ganancias de la granja en el banco de Beershorn todos los sábados por la mañana. Pero los otros no se podían ir nunca.

Ninguno de ellos debía salir y enfangarse en ese mundo, grande y sucio, lleno de cobertizos en los cuales podrían suceder cosas desagradables que podrían ver las niñas pequeñas.

Los tienes a todos contigo. Encorvas tu mano vieja y arrugada y la conviertes en un caparazón marronáceo, y ríes para ti misma. Los tienes a todos así, en tu mano, como el Señor tenía a Israel en su puño. Ninguno de ellos poseía dinero alguno, excepto lo que tú querías darles. A Micah, a Urk, a Caraway, a Mark, a Luke y a Ezra les dabas diez peniques semanales para sus gastos. A Harkway le correspondía un chelín, para que pudiera pagar el billete de autobús para ir a Beershorn y volver. Tenías el pie sobre el cuello de todos. Ellos eran el balde de limpiar el barro del calzado, y tú les arrojaste las botas.

Incluso a Seth, tu favorito, tu último nieto y el más querido, lo mantenías bien sujeto en la palma de tu vieja mano. Le dabas un chelín y seis peniques a la semana para sus gastos. Y a Amos, nada. Ni a Judith tampoco, a ella no le dabas nada.

Igual que los bueyes eran tus soñolientos pensamientos, dando vueltas lentamente alrededor de tu silenciosa habitación, en medio de esa atmósfera agria. El paisaje del invierno, descongelándose ante la inmediatez de la primavera, golpea con insistencia contra los cristales de la ventana.

Así sobrevivías en este lugar, viviendo de comida en comida (el lunes, cerdo; el martes, vaca; el miércoles, salchichas en pasta; el jueves, cordero; el viernes, ternera; el sábado, curry; el domingo, chuletas). A veces… estabas tan vieja… ¿Cómo podías saberlo?… La sopa se te caía por encima… y luego lloriqueabas… Una vez Judith te subió riñones para desayunar y estaban demasiado calientes, y te quemaste la lengua… Dormitando ahí, día tras día, estación tras estación, año tras año. Y ahí seguías, sola. Tú… Tú eres Cold Comfort Farm.

En ocasiones Urk sube a verte, el segundo hijo del marido de tu hermana, y te dice que la granja se está echando a perder.

No importa. Los Starkadder siempre han estado en Cold Comfort.

Bueno, pues que se pudra… No podías tener una granja sin cobertizos (para las vacas, para la leña, las herramientas, las bicicletas y para el grano) y donde hay cobertizos, las cosas están condenadas a pudrirse… Además, por lo que podías saber, de acuerdo con tu inspección quincenal de los libros de contabilidad de la granja, las cosas no se estaban haciendo del todo mal.… En todo caso, allí estabas, y allí estaban todos contigo.

Les dijiste a todos que estabas loca. Te volviste loca cuando viste algo sucio en la leñera, hace muchos, muchos, muchos años. Si alguno de ellos se atreviera a irse, a otra parte del país, te volverías mucho más loca todavía. Cualquier pretensión que tuvieran de irse de la granja provocaría uno de tus ataques de locura. Era desagradable en cierto sentido, pero bastante útil en otro… El incidente de la leñera había quebrado algo en tu cerebro infantil, hacía ya setenta años.

Y teniendo en cuenta que aquel incidente era precisamente por lo que permanecías allí, llevando la batuta y recibiendo las cinco comidas al día que te subían con la regularidad de un reloj, podría decirse que aquel día que viste algo sucio en la leñera no te había resultado del todo perjudicial.