13

Pasaron un día agradabilísimo en Londres. Lo primero que hizo Flora fue llevar a Elfine a la Maison Viol, de Brass Street, en Lambeth, para cortarle el pelo. El pelo corto se estaba poniendo de moda últimamente; sin embargo, aún era demasiado novedoso como para que resultara distinguido. El propio monsieur Viol le cortó el pelo a Elfine y se lo arregló de un modo descuidado, sencillo y terriblemente caro, dejando bien a la vista el lóbulo de las orejas.
Después, Flora llevó a Elfine a Maison Solide. Monsieur Solide había vestido a Flora durante los dos últimos años y no la despreciaba tanto como despreciaba a la mayoría de las mujeres a las que solía vestir. Se le pusieron los ojos como platos cuando vio a Elfine. Observó con detenimiento la anchura de sus hombros, la escasez de su cintura y la longitud de sus piernas. Hizo gestos con los dedos como si tuviera en la mano un par de tijeras y sacó y midió a tientas un rollo de tela raso de color blanco níveo que un diestro ayudante le puso entre las manos.
—¿Blanco? —preguntó Flora.
—¿Y de qué otro color, si no? —chilló monsieur Solide, rasgando el satén con las tijeras—. ¡Sólo una vez cada cien años Dios envía a una jovencita como ésta para que la vistamos de blanco!
Flora se sentó y durante una hora estuvo observando cómo monsieur Solide mordisqueaba la tela de raso como si fuera un fox-terrier, lo recortaba en pedazos minúsculos, lo alineaba en cortes, lo entallaba y lo drapeaba. Flora estaba encantada de ver que Elfine no parecía ni nerviosa ni aburrida. Parecía asumir con perfecta normalidad el ambiente del establecimiento de un diseñador de modas mundialmente famoso. Apareció bañada deliciosamente en aquella tela de raso blanco, como un cisne en un baño de espuma. Giraba el cuello a un lado y a otro, y dejaba entrever las líneas de su cuerpo, como si fuera la ladera de una colina nevada, para observar a los ayudantes que, como hormigas negras atareadísimas, iban cosiendo y arreglando el dobladillo a una distancia de cien pies por debajo de ella.
Flora abrió una nueva novela romántica y al instante se zambulló en ella, hasta que Julia llegó a la una en punto para llevarlas a comer.
Monsieur Solide, pálido y destrozado después de aquella orgía, le aseguró a Flora que el vestido estaría preparado para el día siguiente a primera hora de la mañana. Flora dijo que enviarían a alguien a buscarlo. No, no enviaría a nadie. Era demasiado precioso. ¿O es que alguien sería capaz de enviar un cuadro de Gauguin a Australia? Podrían acontecerle un millón de calamidades a lo largo del viaje.
Pero, en su fuero interno, lo único que deseaba Flora era mantener el vestido lejos de las zarpas de Urk. Estaba segura de que lo destrozaría apenas lo viera.
—Bueno, ¿te gusta el vestido? —le preguntó a Elfine cuando se sentaron a comer en el New River Club.
—Es divino —dijo Elfine en tono solemne. Ella, como monsieur Solide, estaba pálida de agotamiento—. Mucho mejor que la poesía, Flora.
—No es en absoluto el tipo de ropa que se pondría San Francisco de Asís —señaló Julia, que consideraba que Flora estaba haciendo demasiado por Elfine y que ésta debería apreciarlo en lo que valía.
Elfine se sonrojó, e inclinó la cabeza sobre su filete. Flora la miró con gesto benevolente. El vestido le había costado cincuenta guineas, pero Flora no lamentaba haber invertido esa suma. Pensaba que en aquel momento cualquier cantidad de dinero estaba bien empleada si con ello conseguía librar a Elfine de los Starkadder.
Este sentimiento aumentó considerablemente por el placer que le reportaron los ocasionales, aunque no por ello menos agradables encuentros en el New River Club. Era el club más selecto de Londres. Nadie con ingresos superiores a setecientas cuarenta libras podía acceder al mismo. El capital máximo de sus miembros estaba limitado a ciento veinte libras. Cada nuevo miembro debía ser presentado por una familia con al menos dieciséis cuarteles de heráldica. Ningún miembro podía ser divorciado; y si se divorciaban siendo miembros, se les expulsaba automáticamente. El Comité de Selección estaba compuesto por siete de los hombres y mujeres de ingenio más feroces y estrictos de Europa. El club combinaba la austeridad de una orden monástica con la apacible tranquilidad de un hogar.
Flora había reservado habitaciones para Elfine y para ella misma en el club; era necesario que pasaran la noche en la ciudad puesto que tendrían que ir a recoger el vestido a la mañana siguiente. Flora aprovechó la oportunidad para permitirse algunos placeres civilizados, de los cuales había estado alejada durante tanto tiempo. En consecuencia, por la tarde acudió a la State Concert Hall de Bloomsbury a escuchar un concierto de música de Mozart, tras dejar a Elfine con Julia para que ésta le comprara una combinación, unos cuantos zapatos y medias, y un sencillo abrigo de tarde de terciopelo blanco. Por la noche, Flora propuso que las tres acudieran al Pit Theatre, en Stench Street, Seven Dials, para ver una nueva obra de Barandt Slurb titulada Manallalive-O!, un ensayo neoexpresionista destinado a dar forma dramática a las reacciones mentales de un hombre que trabaja de camarero en un restaurante y que sueña que es el doble de otro hombre que trabaja como mayordomo en un transatlántico, y que, al despertarse y percatarse de que aún es camarero en el restaurante y no un mayordomo en un transatlántico, se vuelve loco y dispara a su reflejo en el espejo y después se muere. La obra tenía diecisiete escenarios diferentes y sólo un personaje. Entre los escenarios se encontraban un hospital de infecciosos, una lavandería, unos aseos públicos, un tribunal de justicia, la habitación de una leprosería y la isleta central de Piccadilly Circus.
—¿Por qué quieres ver una obra como ésa? —le preguntó Julia.
—No, si no es por mí: pero he pensado que sería bueno para Elfine; así sabrá lo que tiene que evitar cuando se haya casado.
Pero Julia pensó que sería mucho mejor idea ir a ver ¡En las uñas de tus pies!, del señor Dan Langham, que representaban en el New Hippodrome, así que finalmente fueron a este último teatro y disfrutaron de una agradable velada, en vez de pasar una tarde asquerosa, como tenían planeado en un principio.
En los momentos previos a la representación, cuando las luces del teatro se iban apagando, y mientras las candilejas derramaban su suave fulgor sobre el carmesí del telón que aún no se había levantado, Flora miró de reojo a Elfine, que no se percató de ello. Y a la hija de Robert Poste le encantó lo que vio.
Un perfil noble y sin embargo delicado se recortaba con seriedad sobre el fondo. Las ligeras puntas de pelo dorado se volvían a ambos lados de sus mejillas, hacia las orejas; aquello confería a la cabeza de su prima un aspecto clásico, como el de un auriga griego azuzando a sus caballos hacia la victoria, de cara al viento airado. Su magnífica constitución y la juventud de su rostro se revelaban ahora en toda su plenitud.
Flora estaba satisfecha de su labor.
Había conseguido lo que esperaba. Había logrado que Elfine pareciera una joven arreglada y normal, y, sin embargo, había preservado en su personalidad una sugerencia de aires perfumados, frescos y suaves, y de aromas de pino y de fragancias de flores silvestres. Flora había imaginado exactamente una transformación así, y monsieur Viol y monsieur Solide, sus instrumentos, la habían ayudado para lograr sus objetivos.
Una verdadera artista no podía pedir más, y los augurios para la noche del baile no podían ser mejores.
Así que cuando el telón se abrió, Flora se recostó en el asiento del teatro con un suspiro de satisfacción.
Serían las cinco de la tarde, al día siguiente, cuando las primas llegaron a la granja. Para enorme sorpresa de Flora, Seth había acudido a la estación con la calesilla, para esperar el tren y recibirlas, y para llevarlas luego a casa. De camino a la granja, se detuvieron en un enorme garaje de la ciudad para contratar un vehículo que fuera a buscarlos la noche siguiente a la granja y llevarlos a Godmere. Tenía que estar en Cold Comfort a las siete y media, pero primero debía acudir a la estación y esperar el tren de las seis y media; allí recogería al señor Hart-Harris, que llegaba a esa hora.
Una vez acordados estos detalles, Flora volvió a saltar alegremente a la calesilla y se acomodó con su manta de cuadros al lado de Seth. Elfine se sentó en la parte de atrás. (Para entonces Elfine era ya una ferviente admiradora de Flora, y dividía su tiempo entre la invención de recursos para complacer a su prima y la deleitada observación de su nuevo aspecto en los escaparates frente a los que pasaban).
—Estás deseando que llegue el momento, ¿a qué sí? —preguntó Flora a Seth.
—Pues sí… —musitó arrastrando la voz, con su cálida entonación—. Será la primera vez que vaya a un baile donde todas las mujeres no anden detrás de mí. A ver si me puedo divertir un poco, para variar.
Flora dudó de que realmente pudiera divertirse, porque probablemente el condado entero caería rendido a los pies de Seth de un modo tan inevitable como habían caído los pueblos que lo conformaban, uno detrás de otro. Pero no había necesidad de asustarlo antes de tiempo.
—Pero yo creía que a ti te gustaba que las chicas fueran detrás de ti.
—Qué va. A mí lo único que me gusta son las películas. A mí no me importa salir con una chica siempre que me deje llevarla al cine, pero a la mayoría no las vuelvo a ver porque me empiezan a incordiar a mitad de la proyección. Vaya, son todas iguales. Siempre quieren chuparte la sangre, y el aliento, y quieren hasta el último minuto de tu tiempo y todos tus pensamientos. ¡Pues a mí eso no me gusta! ¡A mí lo único que me gusta son las películas!
Flora pensó, mientras iban dejando atrás las calles del pueblo en dirección a casa, que el próximo problema que debía afrontar era el de Seth. Recordó que tenía una carta en su bolso. Era del señor Earl P. Neck, y decía que vendría al sur, en coche, para ver a algunos amigos que vivían en Brighton, y proponía acercarse a Cold Comfort y saludarla a ella también. Flora pensó que le presentaría a Seth.
Eran ya las cinco de la tarde del día siguiente. El tiempo sonrió a las primas. Con aire pesimista, Flora había pronosticado que llovería a cántaros, pero se equivocó. Hacía una agradable y prometedora tarde de primavera, los mirlos cantaban en los retoños de olmos que comenzaban a florecer, y el aire olía a hojas nuevas y a frescor.
Ambas primas estaban endemoniadamente atareadas vistiéndose y preparándose.
El lector, inteligente y discreto, sin duda se habrá preguntado de tanto en tanto cómo se las arreglaba Flora en las cuestiones relacionadas con el baño. La respuesta es sencilla. En Cold Comfort no había baño. Y cuando Flora le había preguntado a Adam el primer día cómo se las arreglaba la familia para bañarse, él le había contestado con frialdad: «Nos las arreglamos no bañándonos».
Así que la idea de un aseo superficial, conjugado adecuadamente con el frío y las incomodidades, había repelido de tal modo a Flora que había decidido no proseguir con sus indagaciones higiénicas.
En cualquier caso, había descubierto que aquella sorprendente mujer, la señora Beetle, poseía un baño de asiento en el que la dejaba asearse noches alternas, a las ocho en punto, a cambio de una pequeña cantidad de dinero. Así que la restricción de siete baños semanales a cuatro fue, con mucho, la experiencia más desagradable que Flora tuvo que soportar en la granja en lo que a este capítulo se refiere.
Pero aquella tarde, precisamente cuando más necesitaban un baño, resultó imposible contar con el polibán. Así que Flora dispuso dos enormes baldes de agua sobre el fogón de la cocina para calentarla, y rezó para que todo saliera bien.
Su ausencia de la granja junto a Elfine no había suscitado en absoluto comentarios. Ella dudaba de que los demás se hubieran dado cuenta siquiera de ello. Con la fuga del toro, y con Meriam, la criada a jornal, habiéndose adentrado tanto en la primavera sin haber incurrido en su habitual estado de gravidez anual, y con el comienzo de la cosecha de zanahorias, que era más larga y más dificultosa que la cosecha de nabos, los Starkadder tenían suficiente en qué ocuparse sin necesidad de andar indagando sobre dónde se habían metido las dos muchachas. Además, estaban acostumbrados a no verse durante días enteros, según la época, y la ausencia de Elfine y Flora parecía haber coincidido afortunadamente con una de esos ocasionales períodos de hibernación en que solía caer la familia.
Pero la tía Ada… ¿lo sabía? Elfine decía que la tía Ada lo sabía todo. Y temblaba mientras lo hacía. Si tía Ada descubría que tenían la intención de asistir al baile…
—Que no me hubiera puesto tan a mano una historia tan al estilo de Cenicienta —dijo Flora tranquilamente, metiendo la mano en el balde más cercano para ver si el agua estaba ya caliente.
—Es muy posible que baje una de estas noches —dijo Elfine tímidamente—. A veces lo hace, cuando llega la primavera.
Flora dijo que esperaba que le sentara bien.
Pero en realidad se preguntaba por qué la cocina estaba decorada con una guirnalda de belladona, que colgaba en torno a la chimenea y con grandes ramas de malolientes sauces ordenados en botes de mermelada sobre la repisa. Y alrededor del viejo y sucio retrato de Fig Starkadder, que colgaba sobre la chimenea, había una guirnalda de una flor que Flora desconocía absolutamente. Tenía hojas de un verde oscuro y capullos grandes, rosados y muy apretados. Flora le preguntó a Elfine qué era aquello.
—La parravirgen… —dijo Elfine con gesto temeroso—. Oh, Flora, ¿está ya caliente el agua?
—Ahora mismo, palomita. Aquí tienes, coge éste —y le entregó un balde a Elfine—. Así que esto es… la parravirgen. Supongo que es ahora que florece cuando comienzan los problemas…
Pero Elfine ya se había ido con el agua caliente hacia la habitación de Flora, donde el vestido blanco reposaba sobre la cama. Entonces Flora se apresuró a seguirla.