14

Tal vez un algo de aquel aire suave e inquietante de la noche primaveral, una fragancia ineludible, se había colado en la habitación donde la anciana señora Starkadder permanecía sentada, delante de un enorme lecho de ascuas incandescentes que refulgían en la chimenea. Porque entonces hizo sonar repentina y ferozmente una pequeña campanilla que siempre tenía a mano (al menos, siempre la tenía cuando se sentaba en aquella silla en concreto).

De repente había madurado un plan que había estado sopesando y ponderando durante días enteros y que atañía directamente a Seth. Aquel agudo sonido inundó el aire rancio de la estancia e hizo incorporarse a Judith, que estaba junto a la ventana mirando con ojos turbios la inexorable fecundidad de la inminente primavera.

—Tengo que bajar —dijo la anciana.

—Madre… te confundes… No es aún primero de mayo, ni diecisiete de octubre. Es mejor que te quedes aquí —protestó su hija.

—Te digo que tengo que bajar… Quiero que estéis todos ahí abajo… Todos: Micah, y Urk, y Ezra, y Harkaway, y Caraway, y Amos, y Reuben y Seth. Sí, y también Mark y Luke. Ninguno puede marcharse jamás de aquí. Niña, dame mi camisa…

Judith se la entregó en silencio.

El viejo caserón estaba en silencio. La luz mortecina del atardecer iluminaba levemente sus muros, y el sonido del canto del mirlo se colaba en las habitaciones vacías y calladas. Los pensamientos de la tía Ada daban vueltas en su mente como una girándula, al tiempo que trataba de vestirse trabajosamente.

Una vez.… hace mucho tiempo… cuando eras una niña pequeña… viste algo muy sucio en la leñera. Ahora eres vieja y ya no puedes moverte con la facilidad de antes. Te tienes que apoyar pesadamente en el hombro de Judith cuando ella te pone la rodilla en los riñones para atarte los corsés.

Flora, mientras tanto, había corrido las cortinas y encendido la lámpara. El vestido de Elfine yacía sobre la cama: un encantador milagro. Elfine tenía que estar vestida y arreglada antes de que Flora pudiera comenzar siquiera a pensar en su propio aseo.

Una hora tardó en vestirse Elfine. Flora le lavó las juveniles mejillas con agua hirviendo hasta que ardieron con un inflamado color rosado, y le cepilló el pelo; le puso la combinación por la cabeza y volvió a cepillarle el pelo; la subió a una silla para que el níveo vestido se deslizara desde la cabeza hasta los pies, y luego volvió a cepillarle el pelo otra vez. Después le puso las medias y los zapatos, y envolvió a Elfine en su abrigo blanco. Puso el abanico y el bolso en sus manos vacías, y le dijo que se sentara en la cama, donde no hubiera ni polvo ni ningún otro elemento peligroso.

—Ay, Flora… ¿estoy guapa?

—Estás preciosa —contestó Flora con gesto solemne, mientras la miraba—. Recuerda que debes comportarte apropiadamente.

Pero en su fuero interno estaba pensando en las palabras del Abbé Fausse-Maigre: «Compadécete de la madre del Patito Feo. Porque ella ha asistido al colmo de todas las maravillas».

El vestido de Flora se había confeccionado en armoniosas tonalidades de verde pálido y verde oscuro. No llevaría joyas, y su abrigo largo sería de terciopelo azul turquesa. Tampoco permitió que Elfine llevara joyas, aunque la joven le suplicó que al menos le dejara ponerse su pequeño collar de perlas.

Ya estaban preparadas. Eran sólo las seis y media. Tendrían que esperar casi una hora antes de poder bajar y montar en el coche que las estaría esperando. Con el fin de intentar calmar sus nervios, Flora se sentó también en la cama y leyó algunos de los Pensées: «Nunca llegues a una casa a las tres y cuarto. Es una hora malísima; demasiado pronto para el té y demasiado tarde para el almuerzo…». «¿Podemos estar seguros de que el nombre real de un elefante es “elefante”? Sólo los seres humanos se atreven a dar nombres a las criaturas de Dios; porque Dios no se pronunció al respecto».

Sin embargo, los Pensées no pudieron en esta ocasión proporcionarle el habitual efecto tranquilizador. Flora estaba un poco nerviosa. ¿Llegaría el coche sin ningún contratiempo? ¿Perdería Claud Hart-Harris el tren? (Habitualmente lo perdía). ¿Cómo estaría Seth vestido con esmoquin? Y, sobre todo, ¿se decidiría Richard Hawk-Monitor a declararse a Elfine? Ni siquiera Flora se atrevía a imaginar lo que sucedería si volvían del baile y el muchacho no había dicho nada. ¡Tenía que declararse! Flora invocó al dios del amor: por aquella noche primaveral, por los trinos del mirlo, ¡por la triunfal belleza de Elfine!

(Ahora tienes que ponerte esas botas con elásticos en los tobillos. No te las has puesto desde que se murió Fig. Fig… Una barba como un zarzal, un olor a franela, un encuentro ocasional, unos gritos en la despensa. Tus botas huelen asquerosamente. ¿Dónde demonios está el agua de lavanda? Tienes que decirle a Judith que las rocíe un poco, por fuera y por dentro. Así. Ahora tus enaguas favoritas).

—Flora —dijo Elfine—, me temo que no me encuentro bien.

Flora la miró con severidad y leyó en voz alta:

—«La vanidad puede arreglar el estómago más revuelto».

De repente, alguien llamó a la puerta. Elfine miró a Flora aterrorizada, y Flora notó que los ojos de la muchacha se tornaban de un azul oscuro cuando se emocionaba. Era una buena señal.

—¿Abro? —susurró Elfine.

—Supongo que sólo será Seth.

Flora bajó de la cama y caminó de puntillas hasta la puerta. La entreabrió un poquito, la mitad de media pulgada. En efecto: era Seth, ataviado con su esmoquin de alquiler que no conseguía disimular del todo su salvaje elegancia; simplemente parecía una pantera vestida de esmoquin y dispuesta a disfrutar de una velada nocturna. Le susurró a Flora que había un coche que venía colina arriba y que tal vez lo mejor sería bajar ya.

—¿Anda Urk por ahí? —preguntó Flora, pues sabía que si Urk disponía de la más mínima posibilidad de desbaratarlo todo, no desaprovecharía la oportunidad.

—Lo he visto asomado al pozo en donde Ticklepenny, hablando con las ratas de agua, hará una hora —contestó Seth.

—Ah, entonces estará entretenido al menos otra media hora —dijo Flora—. Creo que deberíamos bajar ya, Elfine. ¿Estás preparada? Ahora, ¡ni un ruido! Vamos.

A la luz de la vela que portaba Seth, los tres pudieron recorrer todo el pasillo sin contratiempos hasta la cocina, que también estaba vacía. La puerta que conducía al patio estaba abierta, y por allí pudieron distinguir un coche grande, apenas visible bajo la luz del atardecer, aparcado por fuera de la cancela, al otro extremo del patio. El chófer acababa de bajar para abrir la cancela, y Flora comprobó, para enorme alivio suyo, que había otra persona en el interior; en aquel momento se estaba asomando por la ventanilla: debía de ser Claud. Flora lo saludó con la mano para confirmar su presencia, y creyó oír las palabras «Qué silvestres» flotando en el aire de aquel silencioso atardecer. Flora le hizo gestos frenéticos para advertirle que no hiciera ruido.

—Llevaré en brazos a Elfine. No vaya a ensuciarse los zapatos… —susurró Seth con inesperada amabilidad, y entonces cogió a su hermana y cruzó a grandes zancadas el patio con ella en brazos. Hizo un segundo viaje para transportar a Flora, que apenas tuvo tiempo para decidir si era innecesario que la llevara en brazos con tanta virulencia, pues antes de que pudiera protestar se vio ya depositada en el interior del coche y estrechando los brazos abiertos de Claud. Elfine sonreía encantadora al otro lado del asiento trasero.

—Querida, ¿a qué se debe esta historia? Esto parece una escena de La caída de la casa Usher. En fin, ¡me parece demasiado bueno como para que sea verdad! ¿Dónde hay que ir ahora?

Seth le estaba dando al chofer las pertinentes instrucciones, y en ese preciso momento, justamente antes de que su aventura arrancara, Flora lanzó una última mirada a las ventanas de la granja con gesto inquisitivo. Muertas se hallaban —las ventanas— cual los ojos de los peces, reflejando apenas la azulada y turbia palidez del atardecer occidental. El almenado perfil de la techumbre recortaba vanos ciegos contra un firmamento en el que la oscuridad, cual infusión, ya comenzaba a teñirlo. Las lívidas lenguas plateadas de las estrellas tempraneras titilaban entre las sombras de los caperuzos de las chimeneas, adelante y atrás, adelante y atrás, como un niño tonto bailando al son de una tonada olvidada. Mientras Flora admiraba aquella escena, una pálida luz formó un ramillete de pétalos tras una cortina en la ventana de una habitación que con seguridad se hallaba sobre la cocina, y entonces pudo vislumbrar, a través de la persiana, una sombra que se movía dubitativamente, como si su dueña hubiera perdido el cordón de un zapato y estuviera buscándolo con gestos mudos. La luz de aquella ventana era como el brillante parpadeo en la mirada de una bestia moribunda. La casa parecía hundirse más y más en el patio a medida que las sombras se cernían sobre ella. Ningún sonido quebraba la quietud. Pero aquella luz, extrañamente desnuda e inocente, ardía indecisa en la penumbra cada vez más sombría.

El coche avanzó y Flora, por su parte, se sintió enormemente aliviada de salir de allí.

—Bueno, Flora, tienes un aspecto formidable —dijo Claud, observándola con detenimiento—. Ese vestido es absolutamente encantador. Y en cuanto a tu protégée… —añadió en un tono menor—, bueno… es preciosa. Ahora, cuéntamelo todo.

Y de ese modo, bajando también la voz, Flora se lo contó. Él se mostró divertido e interesado, pero un poco descontento con el papel que le tocaba representar.

—Me siento como un personaje menor del cuento de la Cenicienta —se quejó.

Flora lo tranquilizó diciéndole que aquella excursión al interior, a Sussex, le proporcionaría un cambio de aires muy agradable respecto a la excesiva urbanidad propia de los círculos en los que se movía habitualmente; y así fue como consiguió que el resto del trayecto resultara algo más agradable. Seth se vio tentado a pavonearse un poco, porque estaba nervioso ante el elegante frac de Claud y su chaleco blanco, e irritado ante su conversación culta y despreocupada, pero el joven estaba demasiado excitado y ansioso ante la inminencia del baile como para comportarse de un modo desagradable.

Llegaron a los salones del Ayuntamiento de Godmere sin mayores contratiempos. La calle principal estaba atestada de coches y carruajes, pues la mayoría de los invitados habían venido de sus lejanas aldeas y caseríos conduciendo sus propios vehículos, y muchos curiosos habían llegado en autobús desde los alrededores, y se habían reunido en el exterior del salón, en la plaza del mercado, para ver cómo iban entrando al baile los invitados.

El grupo de Cold Comfort tuvo suerte de estar en manos de un chófer muy competente. Consiguió encontrar un hueco en un estrecho callejón que se encontraba justo a la vuelta de los salones, y allí pudo aparcar el coche. Flora le ordenó que regresara a las doce en punto, cuando el baile hubiera concluido, y le preguntó cómo pensaba pasar el resto de la noche.

—Iré al cine, señora —contestó respetuosamente.

—Claro, claro, echan una de Marie Rambeau, Zapatos rojos de tacón de aguja, en el Orpheum —interrumpió Seth apasionadamente.

—Sí, bueno, eso será estupendo… —dijo Flora con una sonrisa, mientras le fruncía un poco el ceño a Seth; y luego buscó el brazo de Claud, y los cuatro salieron del coche para unirse a la multitud y dirigirse hacia los salones.

Habían dispuesto una alfombra roja en el tramo de escaleras que conducía a la entrada y por todo el pavimento, hasta el bordillo. A ambos lados de la alfombra se había reunido una multitud de curiosos, cuyos rostros asombrados y admirados se iluminaban con las llamas de dos pebeteros que ardían a cada lado de la entrada.

Precisamente cuando el grupo de Flora estaba subiendo los primeros escalones en medio de los murmullos de admiración de la multitud, creyó escuchar que alguien gritaba su nombre. Entonces miró en dirección al lugar de donde procedía la voz, y avistó al señor Mybug, peligrosamente encaramado a una farola y acompañado por otro caballero de indumentaria sospechosa y apariencia silvestre, a quien Flora identificó sin más como uno de sus camaradas intelectuales.

El señor Mybug saludó alegremente a Flora con la mano. Parecía bastante contento. Pero ella (ingenua criatura) sintió un poco de lástima por él, pues estaba un pelín gordo y la ropa no le sentaba muy bien, y cuando comparó su aspecto personal con el de Charles, que siempre iba tan pulido, excepto cuando un mechón de pelo negro le caía sobre la frente mientras jugaba al tenis o se empleaba en otras labores igualmente agitadas, Flora pensó que el señor Mybug era una de las personas más deprimentes que conocía, y casi deseó que lo hubieran dejado entrar al baile.

—¿Quién es ése? —preguntó Claud, siguiendo de soslayo la mirada de la propia Flora.

—Oh, es uno. El señor Mybug. Lo conocí en Londres.

—¡Santo Dios! —exclamó Claud, en un tono de profundo disgusto.

Si Flora hubiera estado sola, habría saludado con mucho gusto al señor Mybug por encima de las cabezas de la multitud. «¡Hola! ¿Qué tal? ¡Qué gracia verle a usted por aquí…! ¿Está documentándose?».

Pero, en esta ocasión, Flora pensó que estaba ejerciendo de dama de compañía y patrocinadora de Elfine, y que su propia conducta debía medirse con precisión para no dar lugar a comentarios desagradables.

Así pues, se contentó con hacer en la distancia una reverencia muy amable al señor Mybug; en aquel momento tenía ya un aspecto deplorable. Estaba intentando soltarse su chaqueta de punto, que llevaba anudada a la cintura.

El señor Aubrey Featherweight, que había diseñado los salones de juntas del Ayuntamiento de Godmere en 1830, no se había conformado con dotarlos de una escalinata enorme y perfectamente asimétrica. No contento con eso, había construido otra escalinata interior de descenso que conducía al gran salón de baile, que se encontraba ligeramente por debajo del nivel de la calle.

Flora pudo por fin desembarazarse del gentío que se arremolinaba junto al guardarropa de damas, que se encontraba justo en el vestíbulo de entrada de los salones, y emergió de la multitud acompañada por la majestuosa y preciosa Elfine. Entonces, cuando vio esa segunda escalinata y se dio cuenta de que conducía directamente al salón de baile, un intenso resplandor de gratitud llenó su corazón de tal modo que perfectamente podía haber caído de hinojos y haber dado gracias al Destino.

¿No era eso lo que había dicho el Abbé F. M.? «El hombre que ve descender una noble escalinata a una hermosa mujer puede darse por perdido». ¿Y no tenía ambos elementos allí, a su disposición? ¿Qué otra cosa, sino una escalinata, podía servir de precioso estuche para la joya en la que había convertido a Elfine?

Una amable dama de unos sesenta años se hallaba esperando en lo alto de la escalinata para dar la bienvenida a los invitados que pasaban desde el vestíbulo al salón de baile, y a su lado, ayudándola en la ingrata tarea de dar la bienvenida a todos los congregados, se encontraba una alta mujer embutida en un espeluznante vestido de color azul eléctrico, a quien Flora adecuadamente identificó de inmediato como Joan, la hija de la señora Hawk-Monitor.

Los cuatro jóvenes se aproximaron lentamente a sus anfitriones.

Los encantadores ojos de Flora, tan agudos y perspicaces, notaron cuán propicio era aquel momento para su entrada en escena.

Eran cerca de las nueve. Todos los invitados de importancia habían llegado ya, y la flor y nata del condado de Sussex se encontraba en ese momento girando como peonzas en el salón de baile al ritmo del vals Doce dulces horas, con los vestidos de noche de las jovencitas y el púrpura y blanco de los trajes de los jóvenes combinando a la perfección con las paredes floridas en rojo, las esbeltas columnas blancas coronadas con hojas doradas de acanto, y los adornos de follaje verde oscuro que decoraban los reservados del salón.

Claud se adelantó con Flora y Elfine para presentárselas a la señora Hawk-Monitor, que recibió a Flora con una simpática sonrisa. Su sorprendida mirada a Elfine satisfizo a Flora más de lo que jamás podría haber imaginado; y entonces Elfine, en respuesta a un leve y amable gesto de Flora (que se había detenido un momento a conversar con Joan Hawk-Monitor), comenzó a descender la escalinata carmesí.

Fue en ese momento cuando las dulces y pausadas notas del vals de las doce horas cesaron por completo, y los bailarines que se hallaban abajo se detuvieron lentamente y comenzaron a aplaudir y a sonreír.

Entonces, junto con los aplausos, un murmullo de asombro recorrió el salón. Todas las miradas se volvieron hacia la escalinata. Un grave ronroneo de admiración, el sonido más delicioso que pueda escuchar una mujer, se elevó en medio del silencio.

La mismísima belleza había irrumpido en la sala. Y con ella se acalló cualquier comentario, excepto algún que otro grito de entusiasmo que se oía de tanto en tanto. Una generación que había admirado a las mujeres picantes, a las mujeres andróginas, inquietantes, elegantes, y fascinantes, estaba enfrentándose ahora a una belleza sencilla, pura e innegable, como la de la joven Venus que a los griegos tanto les complacía esculpir; y la gente respondió inmediatamente al reto, y se rindió encantada y sorprendida a los pies de la nueva belleza.

Simplemente, del mismo modo que resulta imposible que ningún ser humano con ojos en la cara pueda negar la belleza de un almendro en flor, ningún ser humano con ojos en la cara podría negar la belleza de Elfine. El lento descenso de esta jovencita por la escalinata fue como el descenso de una nube que, iluminada por el sol, bajara por la pendiente de una montaña. Su candorosa belleza, que combinaba maravillosamente con su sencillo vestido, níveo y argentino, despabiló a los bailarines, que permanecían mirándola embobados como si fuera un ramo de flores o un paisaje marino con luna llena.

Y Flora, observando en silencio desde lo alto de la escalinata, vio a aquel joven espigado que se encontraba a los pies de la misma mirando hacia arriba, hacia Elfine, del mismo modo que los jóvenes pastores de la antigüedad debieron de admirar a la diosa lunar; y Flora vio que aquello era bueno.

El encantador silencio se quebró con la música. La orquesta comenzó a tocar una alegre polca y aquel hombre joven (que no era otro que el mismísimo Richard Hawk-Monitor) se adelantó para tender su mano a Elfine y conducirla por los laberintos de la danza.

Flora y Claud (que estaba divirtiéndose mucho con todo aquello) bajaron las escaleras y accedieron al salón de baile un poquito después, y también se unieron a los bailarines.

Flora tenía muchas razones para sentirse orgullosa y satisfecha con el trabajo realizado aquella noche, mientras flotaba girando y girando por el salón en brazos de Claud, que bailaba admirablemente. Sin que pareciera que tenía un interés demasiado evidente en los movimientos de Elfine y su acompañante, y evitando que sus miradas resultaran maleducadas, Flora observaba cada gesto y cada movimiento de los dos jóvenes.

Y lo que vio le complació enormemente. Richard parecía profundamente enamorado. Es inusual ver a un joven mirando el rostro de la chica con la que está bailando con esa expresión de dulce admiración, y Flora lo sabía porque estaba acostumbrada a ese tipo de acontecimientos. Pero no había visto muy a menudo rostros de jóvenes tan arrebatados, tan atemorizados casi, con adoración y con otra emoción que casi puede definirse como gratitud, como el rostro que aquella tarde lucía Richard Hawk-Monitor. Asombro y maravilla, también, se reflejaban en su expresión. Conducía a Elfine con gran delicadeza, como lo haría un hombre que acaba de ver por primera vez la rama florida de un árbol exótico, y se la lleva a su refugio.

El milagro para el cual había conjurado al dios del amor… El fenómeno había tenido lugar. Richard se había dado cuenta, no de que Elfine era preciosa, sino de que verdaderamente la amaba. (Los jóvenes con frecuencia necesitan que se les indique este hecho, tal y como Flora sabía tras haber observado durante años todas las tonterías que hacían sus amigos).

Ahora sólo debía esperar pacientemente hasta que se acabara el baile, y entonces Elfine podría revelarle si Richard le había propuesto matrimonio. Le pareció que la ansiedad de esperar a saber si su estrategia había tenido éxito podía enturbiar las alegrías y gozos de la velada, pero decidió que soportaría la prueba con calma.

De todos modos, al final resultó que comenzó a disfrutar tanto del baile que casi olvidó su ansiedad.

El baile fue, en efecto, agradabilísimo. Quizá hubo más suerte que habilidad por parte de la señora Hawk-Monitor a la hora de combinar los dos elementos esenciales para que un baile tenga éxito: muchos invitados en un salón más bien pequeño. Pero ambas circunstancias se habían dado allí, y se habían conjugado con la elegancia y el esplendor de las mesas de aperitivos y la sobria abundancia de los condumios, y con el hecho de que la mayoría de la gente que estaba presente se conociera al menos un poco. Todos los ingredientes para el éxito se habían mezclado en su justa medida y, en consecuencia, la fiesta salió de maravilla.

Flora pudo oír de pasada, aquí y allá, muchos comentarios sobre la belleza de Elfine, y en varias ocasiones fue preguntada sobre quién era su encantadora acompañante. Ella replicaba sonriente que era una prima suya, la señorita Starkadder, y no añadía nada más, salvo que Elfine vivía en la vecindad. No cometió el error de adornar pretenciosamente la historia familiar de Elfine ni sus encantos. Simplemente dejó que su serena belleza hiciera su trabajo, y vaya si lo hizo. Elfine compartió la mayoría de los bailes con Richard Hawk-Monitor, pero concedió otros muchos a un grupo de jóvenes inquietos que se congregaban en torno a ella tan pronto como se paraba la música.

Flora observó que la señora Hawk-Monitor, desde su posición en un reservado, sobre la balconada superior del salón, comenzaba a ponerse levemente nerviosa, sobre todo durante aquellos bailes que Elfine concedía reiteradamente a Richard.

Flora dividió sus bailes principalmente entre Claud y Seth. Seth parecía estar disfrutando enormemente de la velada. Prácticamente tuvo tanto éxito como Elfine, en todos los sentidos. Un grupo de nueve jovencitas cuyos vestidos proclamaban que habían venido de Londres aquel mismo día para asistir al baile tomaron posesión de Seth al principio de la velada y ya no lo dejaron escapar. Flora oyó de pasada a dos o tres muchachas decirse que era absolutamente encantador, y que tenía un cuerpo simplemente arrebatador, y ante ello Seth sólo esbozaba tranquilamente su cálida sonrisa, y arrastraba con voz grave sus «Pues sí» y «Pues no» cuando se le preguntaba si le gustaba ser granjero y sobre sus preferencias en cuanto al futuro, y sobre si no pensaba que lo más importante en la vida era experimentarlo todo.

Varios jóvenes se aproximaron a Flora y, tras haber bailado con ella, mostraron cierto deseo de adueñarse de ella y ganarse su compañía. Desde luego, eso resultaba bastante agradable, pero la hija de Robert Poste había decidido que esa noche se iba a mantener en segundo plano, costara lo que costara, y que procuraría no hacerle sombra a Elfine en ningún caso. Así que, sobre todo, bailó con Claud, después de que Seth hubiera sido arrebatado hacia las mesas de comida por su tribu de jóvenes adoratrices. Flora sabía que no iba tan guapa como Elfine, pero, en aquel momento, tampoco lo pretendía. Sabía que tenía un aspecto distinguido, elegante e interesante. No deseaba nada más.

Sólo un incidente desagradable enturbió la encantadora velada. Precisamente cuando ella y Claud se dirigían a las mesas que se encontraban en un salón contiguo, se pudo oír una tremenda algarabía en la galería abalconada superior, sobre el salón de baile. Cuando Flora miró hacia arriba, solamente pudo ver la espalda de un caballero que le resultó en cierto modo familiar: dos lacayos lo estaban empujando con cierta rudeza fuera del establecimiento.

—Alguien que intentaba colarse sin invitación —le dijo un joven a Claud, riéndose, y al tiempo que se cruzaba con él en las escaleras. Venía de echarle una mano a los lacayos.

Flora se sintió un tanto disgustada. Cuando se sentó a la pequeña mesa que Claud había reservado para ambos, encantadoramente adornada con hojas primaverales y flores, su gesto era serio.

—Flora, querida, ¿era un amigo tuyo? —preguntó Claud, haciéndole un gesto al camarero para que les sirviera algo de champán.

—Era el señor Mybug —dijo Flora simplemente—. Y no puedo dejar de pensar, Claud, que si yo hubiera procurado conseguirle una invitación, no habría intentado colarse.

—La idea es que los que no tienen invitación no intenten colarse —observó Claud.

—No puedo evitarlo… —añadió Flora, cogiendo el tenedor para degustar una mousse de marisco—: me da un poco de pena el señor Mybug.

—El sufrimiento purifica nuestro espíritu —dijo Claud, haciéndose con otra mousse.

—Pero verás —continuó Flora—; es que está bastante gordo. Siempre me han dado mucha pena los gordos. Y no tengo valor para decirle que es por eso por lo que no le dejo que me bese. Él cree que es porque soy una reprimida.

—Pero, querida, deberías decírselo en algún momento. No te apures. Anda, prueba un poco más de mousse de marisco.

Y Flora le hizo caso, y se dijo a sí misma que tenía la obligación de parecer encantada y agradable, aunque sólo fuera por Elfine, y ya no pensó más en el señor Mybug aquella noche.

Flora y Claud permanecieron durante algún tiempo junto a las mesas de los aperitivos, disfrutando del espectáculo que les deparaba aquel lugar brillantemente iluminado y elegantemente decorado, atestado de jóvenes de ambos sexos, la mayoría de ellos guapos y todos alegres y dichosos. Claud, que había servido en las guerras anglonicaragüenses de 1946, estaba cómodamente sentado, en silencio, y dejó que la ironía y la pena, naturales en él, emergieran bajo la máscara de alegre frivolidad con la que habitualmente solía ocultar su rostro pálido y encantador. Había visto morir a sus amigos en la guerra, entre horribles sufrimientos. Para él, todo lo que le quedaba de vida era un juego divertido que ningún hombre de gusto e inteligente podría tomarse en serio.

A pesar de lo mucho que Flora estaba disfrutando en el baile, lo cierto era que actuaba más como espectadora que como participante. Lamentó que algunos otros amigos suyos no estuvieran presentes: como la señora Smiling, con su mirada perdida y ataviada con su impoluto vestido blanco; o la preciosa Julia; o Charles, con su sobrio frac de color azul oscurísimo, que tan bien se acomodaba a su altura y su sobriedad.

Como en todas las buenas fiestas, un olor, impalpable como un perfume y, sin embargo, tan real como una fragancia, se elevó sobre toda la alegre concurrencia. Era el perfume del regocijo y la fragancia de la diversión. Nadie podía inhalar ese aroma sin sonreír instintivamente y sin mirar con gesto jovial al resto de los presentes en el salón. Voces alegres se elevaban a cada instante por encima del murmullo de la conversación general, como arroyuelos que se separan cantarines de una corriente demasiado crecida. Unos labios se reían, tres jóvenes cabezas se congregaban alrededor, mientras una cuarta profería quejas ahogadas y distorsionadas por la risa; había barbillas sugerentes y ojos que se entrecerraban entre encantadores gestos de alegría; cuando dos personas que se encontraban en una mesa se echaron hacia atrás para reírse, apareció una azalea… Ésos eran los signos exteriores de que se encontraban en medio de una Fiesta Maravillosa. Y sobre todos los invitados reverberaban aquellos invisibles destellos que confirman el éxito.

De repente, Flora se llevó un pequeño sobresalto. Elfine había aparecido en la puerta de la sala donde estaba la comida, acompañada por Richard Hawk-Monitor. Ambos miraban a la gente de la habitación como si estuvieran buscando a alguien, y cuando Elfine descubrió la mano levantada de Flora, con su guante verde pálido, sonrió nerviosamente y, por encima del hombro, le susurró algo al joven Hawk-Monitor. Entonces comenzaron a caminar por entre las mesas hacia donde Flora y Claud se encontraban sentados.

Los nervios de Flora, ya suficientemente alterados por el placer del baile, comenzaron a sufrir aún más. Richard debía de haber formulado su proposición y seguramente ésta había sido aceptada. Ninguna otra cosa podría haber conseguido que ambos parecieran tan extrañamente radiantes.

Los dos jóvenes avanzaron hacia ella, abriéndose paso entre los risueños grupos, que parecían suspender sus animadas conversaciones para saludar a Dick y mirar con curiosidad a Elfine; luego Elfine se detuvo junto a su mesa, y Claud se puso en pie. Elfine, entonces, llevando a Richard cogido de la mano, le hizo dar un paso adelante y dijo:

—Oh, Flora, quiero que conozcas a Dick.

Flora hizo una leve reverencia y sonrió, y dijo:

—¿Qué tal? Me han hablado mucho de ti. Estoy encantada de conocerte —pero cuando le tendió la mano en un saludo amistoso se encontró con un rostro enrojecido por el viento, amable y aniñado. Se dio cuenta de que tenía unos dientes perfectos, blancos como los de un joven león, y un diminuto bigotillo negro.

—Vaya, yo también estoy tremendísimamente encantado de conocerla. Elf me ha hablado mucho de usted, también. Vaya, esto está de lo más animado, ¿no le parece? Ha sido una buena idea la de mi madre, tener el fiestorro aquí en vez de en el crematorio familiar, ¿a que sí? Vaya, señorita Poste, fue tremendísimamente amable por su parte traer a Elfine. Sencillamente, no se lo puedo agradecer lo suficiente, ya sabe. Me refiero, que habría sido muy distinto si no hubiera estado, quiero decir. ¡Estamos comprometidos, está decidido!

—¡Oh, querida…! ¡Qué maravilla! ¡Estoy encantada! ¡Os felicito de todo corazón! —exclamó Flora, que en efecto estaba emocionadísima de alivio y de satisfacción.

—Sí, una maravilla… —murmuró Claud, tras ella.

—Vamos a anunciarlo al final de la velada —añadió Richard—. Se trata de un momento de lo más propicio, ¿no creen?

Claud, preguntándose sardónicamente cuáles serían los sentimientos de la señora Hawk-Monitor cuando conociera tan fabulosas noticias, dijo que era como si la ocasión la hubieran dispuesto específicamente para anunciar dicho acontecimiento. Entonces Flora le presentó a Richard, y entre ellos se inició una conversación de lo más amable e intrascendente, que resultó interesante gracias al aura de felicidad que flotaba sobre los prometidos y a la sonriente cordialidad con que Claud y Flora estaban dispuestos a escucharles.