16

Aunque tal vez «resplandecientes» resulte una palabra un tanto exagerada. Aquello se asemejaba más a una mezcla de las luces de un velatorio con las de la sala de espera de una estación de ferrocarril: a eso se parecían las luces que derramaban su amarillez por las ventanas de Cold Comfort. Pero, comparadas con la oscuridad envolvente y pesada de la noche que inundaba los campos, parecía como si en el interior de la casa se estuviera celebrando una fiesta absolutamente enloquecida.
—¡Oh, Dios todopoderoso…! —dijo Flora.
—¡Es la abuela…! —susurró Elfine, que se había quedado blanca como una sábana—. Debe de haber elegido esta noche, entre todas las noches posibles, para bajar y hacer la reunión familiar.
—¡Bobadas! En lugares como Cold Comfort no hay reuniones que valgan —dijo Flora, sacando unos billetes de su bolso para pagarle al chófer. Salió del coche, se estiró levemente, inhaló el aire limpio y dulce de la noche, y le plantó los billetes en la mano.
—Aquí tiene. Muchísimas gracias. Ha ido todo perfectamente. Buenas noches.
Y el chófer, tras darle las gracias respetuosamente por la propina, dio marcha atrás en el patio y se fue bajando por el camino en dirección a la carretera.
Las luces hicieron un barrido por los setos y tiñeron la hierba con un verde lívido.
Escucharon cómo aceleraba, en aquel silencio y aquella oscuridad mortal y tétrica.
Entonces el amable sonido del motor comenzó a desvanecerse, hasta que fue absorbido por la vasta quietud de la noche.
Se volvieron y miraron hacia la casa.
Las luces de las ventanas tenían un aspecto vicioso y expectante, como el de los rostros de los viejos proxenetas que siempre están sentados en los cafés del viaducto de Holborn, tramando sus chanchullos habituales. Un viento ligero lloriqueaba entre las chimeneas podridas de Cold Comfort, desperdigándose después en una capa de sonido ondulante que se deslizaba entre las tejas musgosas. La oscuridad crepitaba con el callado impulso de las plantas al crecer, pero eso no solucionaba nada.
—Sí, sí… es la abuela —dijo Seth con voz sombría—. Está haciendo el Recuento. Sí, sí, es ella, seguro.
—¿Qué demonios es eso del «Recuento»? —dijo Flora malhumorada, mientras cruzaba el patio—. ¿Y por qué, en nombre de todo lo que no se puede nombrar, hay que hacer el maldito «Recuento» a la una y media de la madrugada?
—Es el registro familiar; la abuela lo hace todos los años. Verás… todos nosotros, los Starkadder, somos una gente algo… problemática. Nos tiramos los unos a los otros a los pozos. Algunos se mueren nada más nacer. Y hay otros que se mueren por la bebida o que se vuelven locos. Y es que somos un montón, nosotros, digo. Es difícil llevar la cuenta. Así que una vez al año la abuela baja y hace una reunión, que llamamos el Recuento, y ella nos cuenta a todos, para ver cuántos de nosotros nos hemos muerto en el último año.
—Entonces, que no cuente conmigo —replicó Flora, levantando la mano para llamar a la puerta de la cocina.
Entonces se le cruzó un pensamiento.
—Oye, Seth —susurró—. ¿Tú sabías algo de esto? ¿Sabías que tu abuela iba a hacer este maldito Recuento esta noche precisamente?
Flora adivinó el brillo de sus dientes en la oscuridad.
—La verdad es que sí —dijo arrastrando la voz.
—Entonces eres un paleto sinvergüenza —dijo Flora con rotundidad—. Y espero que se te mueran todas las ratas de agua. Ahora, Elfine, prepárate. Me temo que lo necesitaremos. Lo mejor es que no digas ni una sola palabra. Yo hablaré.
Y llamó a la puerta.
El silencio que se deslizaba hacia fuera desde el interior para darles la bienvenida era un hecho tangible. Se podía oír perfectamente. Envolvía y asfixiaba. Amenazaba y atemorizaba.
Se quebró al final con el sonido de unos pasos pesados. Alguien venía cruzando la cocina con unas botas claveteadas. Alguien andaba manipulando torpemente los trancos y las cerraduras. Luego, la puerta se abrió muy lentamente, y allí apareció Urk, que se quedó mirándolos, con el gesto torcido de una máscara japonesa de teatro Nō, a medias entre la lujuria, la furia y el dolor. Flora pudo escuchar la respiración aterrorizada de Elfine, a su espalda, en la oscuridad, y le tendió una mano compasiva. La muchacha se aferró a ella y la sujetó agónicamente.
La enorme cocina se hallaba atestada de gente. Todos estaban callados, y barnizados con el fulgor rojizo e infernal que desprendía el fuego que palpitaba en la chimenea. Flora pudo distinguir a Amos, a Judith, a Meriam, la criada a jornal; a Adam, a Ezra y a Harkaway; a Caraway, a Luke y a Mark, y también a varios jornaleros de la granja. Estaban todos apelotonados, en una especie de semicírculo, rodeando a alguien que se sentaba en una enorme butaca de respaldo alto, junto al fuego. La turbia luz dorada de las lámparas y las inquietas llamas de la chimenea provocaban sombras Rembrandtescas en las esquinas más alejadas de la cocina, y proyectaban sombras enanas y gigantes sobre el techo con la forma de los Starkadder.
De la estancia emanaba una fragancia punzante que acabó mezclándose con la brisa nocturna. Aquel perfume era de un dulzor mareante, y Flora no lo había olido jamás. Entonces vio que el calor de la chimenea había conseguido que se abrieran los capullos de la parravirgen, grandes y rosados; la guirnalda que colgaba en torno al retrato de Fig Stakadder estaba cubierta con grandes flores cuyos pétalos se desplegaban, como colmillos retorcidos, para mostrar el desvergonzado corazón que lanzaba al exterior sus vaharadas de dulces fragancias.
Todos se quedaron mirando a la puerta. El silencio era aterrador. Parecía que el ambiente fuera a estallar de un momento a otro por la presión, y el tembloroso movimiento de la luz y de las llamas en los rostros de los Starkadder era tan nervioso e inestable que sólo conseguía enfatizar la extraña quietud de sus cuerpos. Flora intentó recordar a qué demonios se parecía aquella cocina, y entonces se dio cuenta de que era igualita a la Cámara de los Horrores del museo de Madame Tussaud.
—Bueno, bueno… —dijo Flora amigablemente, adentrándose en la cocina y quitándose los guantes—. Así que aquí está la pandilla en pleno, ¿no es así? ¿Aquél que está en la esquina es Gran Negocio? Ah, no, perdón, perdón… Es Micah. ¿Es que no han preparado sándwiches ni nada para comer?
Sus palabras lograron resquebrajar en cierto modo el helado ambiente. Se observaron algunos signos de vida.
—Hay comida en la mesa —dijo Judith con voz mortecina, adelantándose, con una mirada ardiente clavada en Seth—; pero antes, hija de Robert Poste, deberías presentarte ante la tía Ada Doom.
Y entonces cogió de la mano a Flora (que se apresuró a quitarse los guantes limpios) y la condujo hacia la figura que se encontraba sentada en la butaca, junto al fuego.
—Madre —dijo Judith—. Ésta es Flora, la hija de Robert Poste. Ya te he hablado de ella.
—¿Cómo te va, tía Ada? —dijo Flora en tono amable, tendiéndole la mano. Pero la tía Ada no hizo ningún esfuerzo para estrechársela. Se aferró un poco más a un ejemplar del Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno que tenía en su regazo y habló con voz grave y carente de toda entonación.
—Vi algo sucio en la leñera.
Flora se volvió hacia Judith levantando las cejas con un gesto inquisitivo. Se elevó un murmullo entre los asistentes, que estaban observándolo todo con mucha atención.
—Va a ser que ésta es una de sus noches malas… —dijo Judith, cuya mirada empezó a vagar lastimosamente por la cocina en busca de Seth (que estaba engullendo un filete en una esquina)—. Madre —dijo, en un tono un poco más elevado—, ¿no me conoces? Soy Judith. Te he traído a Flora Poste para que la veas… Es la hija de Robert Poste.
—¡No, no…! Yo vi algo sucio en la leñera —exclamó la tía Ada Doom, moviendo frenéticamente la cabeza de un lado a otro—. Era un caluroso mediodía… de hace sesenta y nueve años. Y yo no era más grande que un pajarillo. Y vi una cosa muy su…
—Bueno, a lo mejor es que es así cómo le apetece saludarme —dijo Flora en un tono perfectamente calmado. Había estado observando la firme mandíbula de la tía Ada, y sus ojos limpios, su pequeña boca apretada, y aquellas férreas zarpas que tenía clavadas en el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno, y llegó a la conclusión de que si la tía Ada estaba loca, entonces ella, Flora, era uno de los hermanos Marx.
—¡¡¡Vi algo sucio en la leñera!!! —gritó repentinamente la tía Ada, golpeando a Judith con el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno—. ¡Una cosa muy sucia! ¡Apártate! Sois todos malvados y crueles. Lo único que queréis es iros y dejarme sola en la leñera. ¡Pero nunca lo conseguiréis! ¡Ninguno de vosotros! ¡Nunca! Siempre habrá un Starkadder en Cold Comfort. Tenéis que quedaros todos aquí, conmigo, todos… Judith, Amos, Micah, Urk, Luke, Mark, Elfine, Caraway, Harkaway, Reuben y Seth. ¿Dónde está Seth? ¿Dónde está mi pequeño…? Ven… ven aquí, Seth.
Seth se adelantó, abriéndose camino entre los parientes, con la boca llena de carne y con un montón de migas de pan salpicándole la pechera.
—Aquí estoy, abuela —canturreó con voz tranquilizadora—. Aquí estoy. Yo nunca la dejaré a usted, abuela… Nunca jamás.
(«No mires a Seth, mujer», le susurró Amos a Judith con voz terrible. «Te pasas el día mirándolo.»).
—Sí, aquí está mi buen chico… mi pequeñuelo… mi ratoncito… —susurró la anciana, dando suaves golpecitos en la cabeza de Seth con el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno—. ¡Vaya, qué grande estás esta noche! ¿Qué es esto…? ¿Qué es todo esto…? —Y comenzó a darle tirones del esmoquin—. ¿Qué has andado haciendo, muchacho? Díselo a la abuelita.
Flora supo, por el modo en que los ojos increíblemente astutos de la tía Ada, bajo aquellos pesados párpados, estaban examinando el aspecto de Seth, que de algún modo la anciana había barruntado su pequeña aventura nocturna. Apenas tenía tiempo para salvarse de la tormenta. Así que cogió aire y dijo en voz alta y clara, sin parar:
—Lo cierto es que ha ido a Godmere, a un baile para celebrar el cumpleaños de Richard Hawk-Monitor. Cumplía veintiún años. Y yo también he ido. Y Elfine también. Y también un amigo mío llamado Claud Hart-Harris, pero vosotros no lo conocéis. Y, lo que es más importante, tía Ada: ¡Elfine y Richard Hawk-Monitor se han prometido en matrimonio, y se casarán, también, de aquí a un mes!
Se produjo un terrible aullido que procedía de las sombras, cerca del fregadero. Todos se sobresaltaron violentamente y se giraron para mirar en dirección al lugar de donde había salido aquel grito. Era Urk… Urk ocultando su rostro entre los bocadillos de carne, mirando hacia abajo, con una mano aferrada a su corazón en terrible agonía. La criada a jornal, Meriam, le puso su áspera mano sobre la cabeza humillada y le dio unos pequeños golpes, pero él se sacudió aquella caricia con un movimiento violento, como el de una comadreja en un cepo.
—Mi pequeña ratilla de agua —le oyeron gemir—. Mi topillo, mi pequeña ratilla de agua…
Se levantó entonces un tremendo revuelo, en medio del cual apenas se pudo distinguir a la tía Ada dando golpes a alguien con el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno, y chillando:
—¡Me lo veía venir…! ¡Me lo veía venir! ¡Me voy a volver loca…! ¡No podré soportarlo! ¡Siempre ha habido Starkadders en Cold Comfort! Vi una cosa muy sucia en la leñera… Una cosa muy sucia… sucia… ¡Sucia…!
Seth le agarró las manos y las sujetó entre las suyas. Se arrodilló delante de ella y le habló cariñosamente, como si la anciana fuera una niña enferma. Flora, mientras tanto, había arrastrado a Elfine hasta una mesa apartada, junto a la chimenea, lejos del alboroto, y estaba preparando para ambas unas rebanadas de pan con mantequilla. Había perdido cualquier esperanza de irse a dormir aquella noche. Eran cerca de las dos y media de la madrugada, y todo el mundo parecía dispuesto a contemplar cómo salía el sol.
Vio a varias mujeres que no conocía en absoluto deambulando desanimadamente por entre las sombras, rellenando los platos con pan y mantequilla y, de vez en cuando, llorando por las esquinas.
—¿Quién es ésa? —le preguntó Flora a Elfine, señalando con cierta curiosidad a una que tenía el pecho completamente plano y una cara como la de un pajarillo: todo eran ojos desorbitados y una nariz que más se asemejaba a un pico. Estaba llorando medio escondida en el armario zapatero.
—Ésa es la pobre Rennet —dijo Elfine entre bostezos—. Oh, Flora, estoy tan contenta… Pero, de verdad, me gustaría irme a la cama, ¿a ti no?
—Dentro de un momento, sí… Así que ésa es la pobre Rennet, ¿no? ¿Y por qué, si puede saberse, anda con toda la ropa empapada?
—Ah, porque se ha tirado al pozo, a las once o así. Me lo dijo la criada a jornal, Meriam. La abuela se sigue riendo de Rennet porque es vieja y soltera. Dijo que Rennet ni siquiera pudo amarrar a Mark Dolour cuando tuvo la ocasión, y la pobre Rennet se puso histérica, y entonces la abuela siguió diciendo cosas así.… sobre los pechos planos y eso, y entonces Rennet salió corriendo y se tiró al pozo. Y luego a la abuela le dio un ataque.
—Le cae bien, a la vieja bruja… —murmuró Flora, bostezando—. ¡Eh…! ¿Qué está pasando ahora? —Se había organizado un nuevo alboroto en medio de toda la gente reunida en torno a la tía Ada.
Apoyándose en la mesa y oteando entre los confusos parpadeos del fuego de la chimenea y las lámparas, Flora y Elfine pudieron distinguir a Amos, que estaba inclinado sobre la butaca de la tía Ada Doom, y que le estaba gritando. Micah, Ezra, Reuben, Seth, Judith, Caraway, Harkaway, Susan, Letty, Prue, Adam, Jane, Phoebe, Mark y Luke estaban armando un griterío infernal, hasta el punto de que era difícil averiguar qué estaba diciendo Amos. Pero de repente el predicador elevó su voz por encima del barullo y todos los demás se callaron.
—¡…y por eso tengo que irme donde la obra del Señor me requiere, para difundir la palabra del Señor en otros lugares, en parajes lejanos…! ¡Ah, es terrible tener que irme, pero debo hacerlo! He estado debatiéndome conmigo mismo, y orando, y dándole muchas vueltas, y al final he dado con la verdad. Debo partir camino adelante montado en una de esas furgonetas Ford, predicando por montes y baldíos. ¡Así es, sí, como los apóstoles en lo antiguo, he oído la llamada, y debo seguirla…! —Extendió sus brazos en cruz, y allí se quedó, con el rojo encendido de la chimenea representando aquella fantasía en su rostro exaltado.
—¡No… no…! —gritó la tía Ada Doom, con un graznido quebrado por el dolor—. ¡No podré soportarlo! Siempre ha habido Starkadders en Cold Comfort. No debes irte… Ninguno de vosotros puede irse… ¡Me volveré loca! Vi algo muy sucio en la leñera… Ah… ah…
A duras penas se incorporó, apoyada en Seth y Judith, y golpeó débilmente a Amos con el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno (que parecía lo más inapropiado en aquel momento). El enorme corpachón de Amos se estremeció por el golpe, pero consiguió mantenerse rígido, con la mirada fija triunfalmente en un punto indefinido del infinito, como en una visión extática, con la luz roja palpitando y temblando sobre su rostro.
—¡Debo irme…! —repitió con una voz grave y extraña—. Debo irme… ¡Esta misma noche! ¡Pude oír las dulces voces de los ángeles llamándome sobre los campos arados, allí donde incluso las diminutas semillas alzaban sus loores en oración…! Y, además, ya he quedado con el hermano Agony Beetle para que me recoja en su furgoneta lechera Lunnon a las tres y media. No tengo tiempo que perder. Así que, ea, adiós a todos. Madre, por fin he roto tus cadenas, con la divina ayuda de los ángeles y la palabra del Señor. ¿Dónde está mi sombrero?
Reuben se lo entregó a su padre (lo había tenido preparado desde hacía diez minutos).
La tía Ada Doom se derrumbó en su butaca, respirando con dificultad y lanzando al aire golpes de impotencia con el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno. Sus ojos, dos cuévanos de dolor en su rostro gris, se volvieron hacia Amos. Las pupilas resplandecieron de odio, como las llamas de unas velas que sintieran el agobio de la oscuridad a su alrededor y resplandecieran aún con más fuerza sólo por temor.
—Sí, sí… —susurró—. Sí… Así que te vas, y me dejas sola en la leñera. Siempre ha habido Starkadders en Cold Comfort… Pero eso no te importa nada ni significa nada para ti. Me volveré loca… me moriré aquí, sola, en la leñera, con esas cosas… sucias… —Y su voz se empañó con la emoción; empezó a retorcerse las manos como una loca, como si quisiera liberarlas de alguna sustancia pegajosa, obscena e invisible—. Y ahora me dejas con todo esto aquí… sola… sola…
Su voz se arrastró hasta el silencio. Hundió la cabeza en el pecho. De su rostro había huido la sangre: estaba gris, mortecino.
Amos avanzó a grandes zancadas hacia la puerta. Nadie se movió. Únicamente el crepitar de la despreocupada danza de las llamas quebraba el silencio que congelaba la estancia. Amos abrió la puerta, y el rostro inmenso e indiferente de la noche se asomó al interior de la estancia.
—¡Amos!
Fue un grito arrancado de las mismísimas entrañas de la anciana. Pero se ahogó en la cárcel de sus costillas. Y no volvió a oírse. Amos se adentró torpemente en la oscuridad… Y entonces desapareció.
De repente se oyó un alarido en la esquina, en las sombras junto al fregadero. Urk avanzaba dando traspiés, arrastrando tras él a la criada a jornal, Meriam.
(Flora despertó a Elfine, que se había quedado dormida con la cabeza apoyada en su hombro, y le advirtió que estaba a punto de suceder algo bastante gracioso. Sólo eran las tres y cuarto).
Urk avanzaba por la cocina, blanco como el yeso. Un reguero de sangre chorreaba por su barbilla. Sus ojos eran charcos de dolor, en los que los sentimientos heridos se agitaban y se alimentaban como peces agonizantes. Se iba riendo como un loco, pero sin emitir ningún sonido. Meriam retrocedió y se apartó de él, pálida de terror.
—Las ratas de agua y yo… hemos fracasado —balbuceó con voz grave e inexpresiva—. Nos han derrotado. Le habíamos preparado un nidito allí, junto al pozo de Ticklepenny, para cuando salieran las berenjenas. ¡Y ahora se entrega a otro, la muy guarra, presumida, embustera…! —Se atascó en la retahíla, y tuvo que luchar durante unos segundos para poder respirar—. Cuando apenas tenía una hora de vida, yo hice una marca en su biberón, con la sangre de una ratilla de agua. Era mía, ¿entendéis? ¡Mía! Y la he perdido… Oh, ¿por qué se me ocurriría pensar jamás que era mía?
Se volvió hacia Meriam, que retrocedió aterrorizada.
—Ven aquí… tú. Te cogeré a ti en vez de a ella. Sí, aunque seas una puerca, te cogeré a ti, y así nos arrastraremos por el fango los dos juntos. Siempre ha habido Starkadders en Cold Comfort, y ahora también habrá una Beetle.[31]
—Y no será la primera, como deberías saber si alguna vez te hubieras molestado en limpiar la despensa —dijo una voz agriamente. Era la señora Beetle, que hasta ese momento le había pasado desapercibida a Flora, y que había estado ocupada cortando pan y mantequilla y rellenando los vasos de los jornaleros en el extremo más alejado de la enorme cocina. Ahora avanzó con decisión hacia el círculo que se arremolinaba en torno al fuego y se enfrentó a Urk, con los brazos en jarras.
—Vaya… ¡Mira quién fue a hablar de porquería! Bien lo sabe el Cielo, que tú deberías saber algo al respecto, con ese gabán y esos pantalones. Y, por si fuera poco, siempre andas con esos topillos que tanto te gustan. ¡Una pena que no emplees un poco menos de tu tiempo en andar enredando con esas ratas asquerosas y un poco más usando el jabón y un trapo!
En ese punto recibió el apoyo inesperado de Mark Dolour, que, desde un extremo de la cocina, exclamó:
—Pues sí, eso es cierto.
—No te quedes con él si no te gusta, hija mía —aconsejó la señora Beetle, volviéndose hacia Meriam—. Todavía eres muy joven, y él ya no cumplirá jamás los cuarenta.
—A mí me da igual. Yo me quedo con él, si él quiere —dijo Meriam, con gesto amigable—. Siempre puedo lavarlo un poco, si me parece que lo necesita y me lo pide.
Urk lanzó una carcajada salvaje. Dejó caer una de sus manazas sobre el hombro de la muchacha, y la arrastró hacia él para besarla con furor en la boca abierta. La tía Ada Doom, medio asfixiada de rabia, intentó atizarles con el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno, pero erró el golpe. Se derrumbó hacia atrás, boqueando, exhausta.
—Venga, hermosa mía.… Mi manojito de mugre… Que he de llevarte a Ticklepenny y mostrarte las ratas de agua. —El rostro de Urk estaba teñido de pasión.
—¿Qué? ¿A estas horas de la noche? —exclamó la señora Beetle, escandalizada.
Urk pasó un brazo por la cintura de Meriam y tiró de ella, pero no pudo levantarla del suelo. Blasfemó en voz alta y, arrodillándose, puso los brazos en torno a su cintura e intentó levantarla de nuevo. Pero ella ni se movió. Luego Urk le rodeó los hombros con los brazos y por debajo, por las rodillas. Ella se inclinó sobre él, y él, tambaleándose debajo de ella, se derrumbó en el suelo. La señora Beetle se echó las manos a la cabeza y de sus labios salió algo parecido a un siseo nervioso y reprobatorio.
A Mark Dolour se le oyó murmurar que cargarse la mujer al hombro era el mejor método que conocía él para casos como ése.
Luego se incorporaron y Urk le dijo a Meriam que se quedara de pie en medio de la cocina y, con un grito ahogado y apasionado, se dirigió a ella.
—¡Vamos arriba, hermosa mía!
El hombre hizo acopio de toda su fuerza bruta para levantar a la mujer en vilo con los brazos amarrados por detrás de su cintura. Mark Dolour (a quien le encantaba hacer algo de deporte) mantuvo la puerta abierta, y Urk salió tambaleante con su carga y se perdió en la oscuridad, donde ya iban despertando las fragancias terrosas y nocturnas de la incipiente primavera.
Se hizo el silencio.
La puerta permaneció abierta, balanceándose perezosamente con la brisa fresca y suave que se había levantado.
Como si se hubiera congelado, el grupo que permanecía en el interior de la cocina esperó a escuchar el golpazo en la lejanía que les indicaría que Urk se había desplomado.
El golpe se produjo antes de lo esperado; entonces Mark Dolour cerró la puerta.
Ya eran las cuatro de la madrugada. Elfine había vuelto a quedarse dormida. Y otro tanto les había ocurrido a los jornaleros, excepto a Mark Dolour. El fuego se había ahogado en un lecho lascivo de carbunclos rojizos que amenazaban con apagarse, y luego, casi inmediatamente, se avivaron de nuevo con la suave brisilla que se colaba por debajo de la puerta.
Flora tenía un sueño horroroso. Se sentía como si estuviera asistiendo a una de las obras de teatro de Eugene O’Neill; esas obras que duran horas y horas, hasta que los inspectores de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Espectadores llama a las puertas del teatro e insisten en que hagan al menos una pausa para el té.
No había duda de que la diversión se estaba apagando irremisiblemente. Judith, acurrucada en una esquina, seguía mirando melancólicamente a Seth, por debajo de la mano que tenía a la altura de sus ojos. Reuben estaba pensativo en otra esquina de la habitación. Las flores de la parravirgen comenzaban a marchitarse. Seth andaba estudiándose un ejemplar del Photo Bits que había sacado del bolsillo de su esmoquin.
Sólo la tía Ada Doom permanecía tiesa en su butaca, con los ojos clavados en la distancia. Estaba rígida. Movía los labios ligeramente. Flora, desde su refugio tras la mesa, pudo averiguar qué era lo que estaba diciendo, y desde luego no parecía muy agradable.
—Ya se me han ido dos.… Se me ha ido Elfine… Amos… Y me voy a quedar sola en la leñera. ¿Quién me los está quitando…? ¿Quién me los está quitando…? Tengo que saberlo… Tengo que saberlo. Esa muchacha… Esa mocosa… ¡La hija de Robert Poste!
El gran lecho de carbones rojizos, acomodándose lentamente para su último sueño y dispuestos a la extinción, lanzó un resplandor súbito sobre el rostro avejentado de la anciana, y le confirió la apariencia de una gárgola en una catedral gótica. Rennet se había adelantado un poco, hasta encontrarse a pocos pies de su tía abuela (pues tal era la relación familiar entre Rennet y Ada Doom), y se quedó mirándola con una llamarada de locura en sus pálidos ojos.
De repente, sin volverse, la tía Ada la golpeó con el Boletín Semanal de Productores de Leche y Guía de Ganaderos de Vacuno, y Rennet huyó hacia su esquina.
Una flor blanquecina cayó de la guirnalda de parravirgen y fue a parar a los carbones al rojo vivo.
Eran las cuatro y media.
De repente, Flora notó que alguien tiraba de ella por la espalda. Miró hacia atrás un tanto contrariada y se descubrió enfrentada cara a cara con Reuben, que había abierto la puertecilla falsa que había un poco más allá de la gran mole de la chimenea y que conducía directamente al patio.
—Vamos —susurró Reuben sin hacer apenas ruido—. Es hora de irse a la cama.
Asombrada y agradecida, Flora despertó silenciosamente a Elfine y, haciendo gala de una precaución felina, ambas se separaron de la mesa y avanzaron de puntillas hacia la portezuela. Reuben las siguió y cerró la puerta sin hacer ruido.
Se encontraban ahora en mitad del patio, ateridas por aquel viento helado, mientras las primeras franjas de fría luz se desperezaban en el cielo púrpura. El camino a la cama se ofrecía amorosamente ante ellos.
—Reuben —dijo Flora, demasiado soñolienta como para articular claramente las palabras, pero recordando sus modales—. Eres un ángel bendito. ¿Por qué lo haces?
—Has apartado a ese viejo demonio de mi camino.
—Ah… eso —dijo Flora entre bostezos.
—Sí… Y yo no me olvido de las cosas. Ea, ahora de fijo que la granja será mía.
—Desde luego, lo será —dijo Flora con gesto amigable—. Me alegro por ti.
De repente se dieron cuenta de que un montón de gente había salido de la cocina tras ellos. Los Starkadder volvían a estar fuera todos a la vez.
Pero Flora nunca supo qué ocurrió después. Se estaba durmiendo de pie. Subió a su habitación como un autómata, y sólo permaneció erguida el tiempo suficiente para desvestirse. Luego cayó en la cama y se quedó como un tronco.