23

El joven Pent-Hartigan la llevó de regreso a la granja. Flora le dijo adiós y prometió cenar con él muy pronto. Luego el joven se alejó en el coche; y con el ruido del motor perdiéndose en la distancia, desapareció el último invasor de la quietud de la granja. El silencio regresó suavemente a las habitaciones soleadas y vacías, igual que regresan las mareas en los océanos. Lo único que se escuchaba eran los diminutos ruidos propios de un día de verano que se desliza suavemente hacia su atardecer.
Flora subió a la planta de arriba y se quitó el vestido de fiesta; se puso un traje de tweed con el que podría volar sin tener demasiado frío. Se cepilló el pelo y se refrescó las manos y la frente con agua de colonia. Luego recogió sus cosas y preparó el baúl, al que adhirió una etiqueta que señalaba que su destino era el número 1 de Mouse Place. Al día siguiente se lo enviarían. Se llevó sólo los Pensées, El sentido común de índole superior, y lo que Chaucer resumió para siempre con la expresión «una bolsa con lo imprescindible».
Eran las seis cuando bajó lentamente las escaleras, esta vez para siempre. La cocina estaba arreglada y vacía. Cualquier signo de la fiesta había desaparecido. Sólo quedaba el toldo. Las franjas rojas y blancas flotaban contra el azul intenso del cielo a aquellas primeras horas del atardecer. Las sombras de las hileras de judías se alargaban en el huerto y sus flores adquirían un rojo transparente a la luz del sol. Todo estaba hermoso, callado, benditamente pacífico. La cena de Flora se había dispuesto cuidadosamente y no se veía ni rastro de los Starkadder. Ella imaginó que todos debían de estar arriba, durmiendo, o que quizás alguno se había acercado a Godmere, a tontear un rato. Esperaba que nadie bajara hasta que ella hubiera partido. Los quería mucho a todos, pero aquella noche no deseaba verlos.
Se sentó, con un suspiro, en un cómodo sillón, y relajó los miembros. Se quedaría allí, pensó, hasta las seis y media; luego cenaría; y finalmente saldría al Campo Grande y se sentaría en los escalones de la cerca de piedra, bajo el espino, a esperar a Charles.
Sus somnolientas reflexiones se vieron interrumpidas por el distante y dulce repicar de unas campanas. Reconoció el sonido: eran los cencerros que Adam había colgado al cuello de Desgarbada, Ociosa, Casquivana y Desnortada (copiando una moda extranjera y bárbara que había visto en cierta ocasión en el cine).
Se apresuró a ver pasar la comitiva. Serpenteaban las bestias y su pastor por el tortuoso camino que Flora podía ver desde donde estaba sentada, y se recortaban contra el cielo azul como si estuvieran enmarcadas en el vano de una puerta abierta.
Eran Adam y las vacas, en su camino hacia Hautcouture Hall.
Adam iba delante, con su viejo sombrero y sus gastados pantalones de pana verde. Llevaba el pequeño estropajo colgando del cuello. Levantó la mirada hacia el sol que declinaba, y los severos rayos lo convirtieron en oro. Iba cantando la canción picante que había aprendido de cuando la boda de Jorge IV.
Tras él marchaban las vacas en fila india, aún adornadas con las guirnaldas de alhelíes que habían lucido en la boda. Meneaban las cabezas con humilde satisfacción, y los cencerros tintineaban al ritmo del cantar de Adam.
Lentamente cruzaron por el marco que formaba el umbral de la puerta. Y pasaron. Ya no podía verlos. Sólo quedaba el camino verde, ascendiendo a lo lejos hacia el vacío azul del cielo vespertino. El sonido apagado de los cencerros llegaba hasta Flora, cada vez más y más débil, hasta que se disolvió en el silencio.
Sonriendo, Flora acercó la silla a la mesa y comió lo que le habían dejado para cenar. No pensaba en nada, excepto que en el plazo de una hora podría ver a Charles, por fin, y decirle todo lo que había hecho y oír lo que él tuviera que decirle a propósito de su labor.
Cuando terminó de cenar, escribió una cariñosa cartita para Reuben, explicándole que su labor en la granja ya había concluido, y que creía que prefería regresar a Londres. Prometió regresar muy pronto para verlos a todos. Y luego adjuntó a la carta un billete de una libra y una nota de sincero agradecimiento para la señora Beetle.
Dejó la nota abierta sobre la mesa, donde todo el mundo pudiera leerla, y ni siquiera un Starkadder pudiera alarmarse ni extrañarse. Luego se puso el abrigo, cogió su bolsa con lo imprescindible y salió sin prisa al frescor de la tarde.
El Campo Grande estaba cubierto con una hierba alta y perfumada que formaba millones de finísimas sombras alargadas. No corría ni una pizca de brisa. Era ese momento absolutamente mágico del calendario inglés: las siete de la tarde de la noche de San Juan.
Flora avanzó por el prado hasta los escalones de piedra de la cerca, con la hierba fresca susurrando contra sus tobillos. Se sentó en uno de los peldaños, apoyándose cómodamente contra la puerta, y miró hacia arriba, hacia las negras ramas del espino. Las ramas de la parte de abajo ya estaban en sombras. En la zona superior, las flores blancas y las hojas verdes se elevaban hasta los brillos dorados de los últimos rayos de sol. Flora podía ver las flores y las hojas meciéndose y recortándose contra el puro cielo azul.
Las sombras se fueron haciendo cada vez más alargadas. Un aroma húmedo y frío se elevaba desde la hierba y se iba derramando desde los árboles. Los pájaros comenzaron a entonar su canción de irse a dormir.
El sol casi había desaparecido tras las negras celosías de los setos de espino en el extremo opuesto del prado. Pero cuando los últimos rayos iluminaban aquellas ramas, aún parecían fuertes, firmes y del oro más delicado.
Poco a poco fue refrescando. Las flores se cerraron ante la mirada de Flora, pero aún esparcían su fragancia. Ya no había más luces que sombras. El último mirlo que siempre vuela alborotando la tranquilidad de los atardeceres estivales cruzó precipitadamente la pradera y desapareció tras el seto de espino.
El campo se estaba adormeciendo. Flora se acurrucó mimosa en el interior de su abrigo y miró al cielo, a la oscura cúpula del firmamento. Luego giró la muñeca para mirar el reloj. Eran las ocho menos cinco. Sus oídos captaron un rumor constante, persistente, que podía ser o no el latido de su propio corazón.
Un instante después, aquel sonido era lo único que se oía en el cielo. El avión apareció por encima de los setos de espino, abatiéndose para aterrizar. El tren de aterrizaje tocó tierra y luego fue deslizándose sin mayores complicaciones hasta detenerse.
Flora se había puesto en pie cuando apareció. Ahora ya estaba bajando por el prado hacia él. El piloto estaba saliendo de la cabina, desprendiéndose del casco, y mirándola. Avanzaba por la hierba para encontrarse con ella, agitando al viento su casco, con el pelo negro despeinado por el modo súbito en que se había quitado la protección.
Ella sintió una infinita alegría al verlo. Era como encontrarse de nuevo con un queridísimo amigo, al que has adorado durante años y al que has echado de menos en silencio. Flora se arrojó sin pensarlo en sus brazos y le rodeó el cuello con los suyos, y lo besó con toda su alma.
En ese momento, Charles dijo:
—Esto es para siempre, ¿verdad?
Y Flora susurró:
—Para siempre.
Ya era casi de noche. Las estrellas y la luna habían salido, y los espinos comenzaban a centellear con el rocío. Flora y Charles suspiraron al fin, se miraron y rieron, y Charles dijo:
—En fin, creo que deberíamos irnos a casa, ¿sabes, cariño? Mary nos está esperando en Mouse Place. Llegó un día antes. ¿En qué estás pensando? Podemos hablar cuando lleguemos allí.
—No importa —dijo Flora tranquilamente—. Charles, hueles muy bien. ¿Te pones algo en el pelo o qué? ¡Oh, es muy agradable pensar en los años que tenemos por delante para averiguar cosas como ésa! Yo diría que unos cincuenta años, ¿no, Charles?
Charles dijo que esperaba que así fuera; y añadió que no se ponía nada en el pelo. Y también añadió, incongruentemente, que estaba muy contento de haber nacido.
Ambos parecían bastante nerviosos, pero Charles finalmente pudo tranquilizarse y comenzó a señalar intencionadamente el interior del aeroplano, mientras Flora daba vueltas a su alrededor contándole todo lo que había hecho en Cold Comfort, y también lo que había hecho con el señor Mybug; Charles se reía, pero dijo que el señor Mybug era un poco sanguijuela y que Flora debía ser más precavida. También dijo que a Flora la nombrarían Entrometida Oficial del Condado y añadió que no le gustaba la gente que se metía en las vidas ajenas.
Flora escuchó aquellas palabras encantada.
—¿No me vas a permitir meterme en la tuya? —preguntó. Como todas las mujeres que son verdaderamente resueltas, en las que todo el mundo confía, a Flora le encantaba que le dieran órdenes. ¡Era un descanso tan grande no tener que ocuparse de todo…!
—No —dijo Charles. Sonrió ante aquella broma atrevida y entonces Flora se dio cuenta de lo increíblemente blancos que tenía los dientes.
—Charles, tienes unos dientes… divinos.
—¡No me fastidies! —dijo Charles—. Venga, ¿estás preparada, cariño? Yo ya lo estoy, y Speed Cop también. Estaremos en casa en media hora. Oh, Flora, soy insoportablemente feliz. No me puedo creer que esto sea verdad. —La estrechó con arrebato entre sus brazos y la miró amorosamente a los ojos—. Es verdad, ¿no es cierto? Di que me quieres…
Y Flora, indescriptiblemente emocionada, le dijo sin tardanza cuánto lo amaba.
Ambos subieron al avión. El rugido de las hélices se elevó hacia la exquisita quietud de la noche. Inmediatamente sobrevolaron los olmos, que espejearon débilmente en brillos de plata con la luz de la luna, y toda la amplia extensión de la campiña se abrió allí, bajo sus pies.
—¡Dilo otra vez!
Flora vio que los labios de Charles se movían, al tiempo que la granja pasaba veloz bajo el aeroplano, e imaginó lo que estaba diciendo.
Charles estaba completamente ocupado en mantener la máquina por encima de las ramas más altas de los olmos y no pudo verla, pero ella adivinó en su preocupado gesto que temía (así de maravillosamente fantástica era la noche y aquella revelación de su amor) que se pudiera producir un cruel error.
Flora puso sus cálidos labios junto al casco de Charles.
—Te quiero —dijo. Él no pudo oírla muy bien, pero se volvió durante un segundo y, reconfortado, le lanzó una cálida sonrisa.
Flora miró hacia arriba durante un instante, hacia la frágil cúpula azul del nocturno cielo estival. Ni una sola nube empañaba sus sublimes profundidades. Al día siguiente haría un día precioso.