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Viernes, 15 de septiembre de 1989
Estábamos de nuevo en septiembre y Santa Teresa se hallaba inmersa en un otoño artificial provocado por el cuarto año de sequía. La vegetación estaba reseca y el pantano que abastecía de agua a la ciudad se encontraba en su nivel más bajo. En California, la escasez de árboles de hoja caduca priva a sus habitantes de la espléndida gama de colores cambiantes que anuncian el otoño en otras partes del país. Aquí, incluso los árboles de hoja perenne parecían exhaustos y el césped de los jardines estaba muerto, salvo el de los ricos que podían permitirse traer agua en camiones. En aquellas condiciones meteorológicas tan extremas se había declarado un número sin precedentes de incendios forestales por todo el estado. Hasta aquí, el boletín meteorológico. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, tengo treinta y nueve años y vivo y trabajo en esta ciudad del sur de California situada a ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Ángeles. Además, estoy soltera y me fastidia que me lo saquen a relucir. El pequeño estudio que llevo alquilando desde hace más de ocho años había sido un garaje para un solo coche, que luego amplió, diseñó y construyó Henry Pitts, mi casero de ochenta y nueve años. No es que él lo construyera con sus propias manos, claro, pero supervisó a los obreros muy de cerca para asegurarse de que todo se hiciera de acuerdo con su alto nivel de exigencia.
Por razones ecologistas, Henry había arrancado todo el césped de su jardín trasero y había dejado el suelo de tierra, con algo de arena y un camino de piedras. Sus dos tumbonas de madera estaban colocadas una frente a la otra por si se daba la remota posibilidad de que quisiéramos disfrutar de un cóctel al atardecer, algo que no había sucedido nunca. No quería sentarme a contemplar aquel erial de tierra compactada sin un triste arbusto, pues, en mi modesta opinión, no es que promueva la relajación precisamente. El banco y los guantes de jardinero de Henry ya no servían de nada, y la hilera de herramientas de mayor tamaño que había colgado en la pared lateral de su garaje —palas, horquetas de jardinería con mango de madera y tijeras de podar— llevaban tanto tiempo en desuso que las arañas habían tejido en ellas sus telas y ahora se ocultaban en siniestros túneles arácnidos con la esperanza de atrapar alguna presa. Ed, el gato de Henry, parecía considerar el jardín de atrás un arenero gigante y lo usaba cada vez que se le presentaba la ocasión, razón de más para evitar toda la zona.
En cuanto a mi vida profesional, el marzo anterior había sufrido un violento encontronazo con un hombre llamado Ned Lowe, el cual casi consigue estrangularme. Aún no tenía muy claro por qué no me había matado, pero me pareció que debería estar preparada por si Ned volvía a arremeter contra mí en el futuro. La mayor parte del tiempo no pensaba en él en absoluto, probablemente por un mecanismo de defensa. Sin embargo, había momentos en los que su imagen me venía a la mente con una nitidez perturbadora. Ned seguía vivo en algún rincón del mundo, y mientras él viviera, yo tendría que mirar por encima del hombro, preguntándome si podía reaparecer de repente. Era un hombre obsesionado, y yo no volvería a sentirme a salvo hasta que estuviera muerto y enterrado.
Poco después de la agresión solicité una licencia para llevar armas ocultas, y me fue concedida. Ya tenía una pistola Heckler & Koch P7, metida en un baúl cerrado con llave a los pies de mi cama o en un maletín que guardaba en el maletero del coche. Aboné las tasas correspondientes, hice un cursillo de capacitación y pasé el control de antecedentes penales y huellas dactilares. El Departamento de Policía quedó satisfecho con mi «conducta intachable» y, al parecer, mis motivos para solicitar la licencia resultaron convincentes, aunque Ned Lowe ya se hubiera esfumado. Empecé a prepararme para otro encuentro, del que estaba resuelta a salir victoriosa. Para ello necesitaba fortaleza, resistencia, determinación y habilidad. Una pistola cargada tampoco estaría de más.
Por culpa de la agresión de Ned había renunciado a correr los cinco kilómetros de rigor al amanecer, así que decidí volver al gimnasio, donde mezclé el levantamiento de pesas con la cinta. El gimnasio me aburría soberanamente, pero al menos hacía ejercicio en una sala llena de fanáticos del fitness. La mayoría eran hombres, aunque también había alguna que otra mujer cachas. Agradecía las luces fuertes, el ruido, la música mala y los concursos televisivos con el volumen bajado. Pero, por encima de todo, agradecía la sensación de seguridad. Mis sesiones de ejercicio tenían lugar al mediodía, y cuando salía del gimnasio, aún había luz fuera. A veces iba a hacer jogging por el carril bici de la playa a plena luz del día, cosa que seguía prefiriendo siempre que hubiera bastante gente a mi alrededor.
Aquel viernes por la tarde estaba redactando un informe sobre mi último caso, en el que tuve que trabajar como recepcionista y secretaria temporal para una médica de cabecera. La doctora, a la que le habían robado varias veces medicamentos y dinero para gastos menores, quería que alguien descubriera al culpable. Tenía dos socios y doce empleados, y no sabía cómo identificar al autor de los robos. Su secretaria personal llevaba tres semanas de baja tras una operación de espalda, por lo que nadie sospecharía si la doctora contrataba a alguien para cubrir la vacante. Yo tenía la suficiente experiencia escribiendo a máquina, archivando y contestando al teléfono para hacerme pasar por una oficinista avezada. No sería difícil explicar mi desconocimiento de la profesión médica, ya que, supuestamente, me había enviado una agencia de trabajo temporal.
Mientras cumplía con mis obligaciones encontré varias excusas para quedarme trabajando hasta tarde, lo que me permitió fisgonear a placer. Al final resultó ser la secretaria la que había metido la mano en la caja: complementaba su sueldo con los fondos para gastos menores, y aliviaba su dolor de espalda con los medicamentos que mangaba del armario de suministros. Los representantes de las farmacéuticas dejaban montones de muestras cuando visitaban a los médicos de la consulta, así que la secretaria podía elegir entre los remedios más recientes. La doctora que me contrató se resistía a denunciar a su empleada por la vía penal, pero yo cumplí con mi cometido y, lo que era más importante, cobré por ello.
Acababa de sacar la última página del informe de mi fiel Smith Corona portátil y estaba separando cuidadosamente los papeles carbón de los originales cuando sonó el teléfono. Descolgué el auricular y lo sujeté entre la oreja y el hombro izquierdos mientras ordenaba las páginas y las metía en una carpeta.
—Investigaciones Millhone.
—¿Puedo hablar con Kinsey?
—Al habla.
—Ah. Me alegro de encontrarla. Me llamo Lauren McCabe. Lonnie Kingman me dio su nombre y me sugirió que la llamara para comentarle algo que ha pasado.
Lonnie había sido mi abogado durante los últimos diez años, por lo que cualquier cliente que me enviara me parecía bien de forma automática. Al menos hasta que se demostrara lo contrario, claro. El nombre de Lauren McCabe me sonaba vagamente, pero no sabía de qué. «Algo que ha pasado» podría significar cualquier cosa.
—Le agradezco a Lonnie que le haya dado mi número. ¿En qué puedo ayudarla?
—Preferiría hablarlo en persona, si le parece.
—De acuerdo. Podemos quedar cuando usted quiera. ¿Qué día le va bien?
—Ojalá pudiera ser hoy, pero los viernes juego al bridge y estoy fuera de casa casi todo el día. Esperaba que pudiera pasarse usted mañana por la tarde. Vivimos en un edificio del centro, no tiene pérdida.
—Perfecto. ¿Por qué no me da la dirección?
Apunté el número de State Street, a tres manzanas del despacho que había ocupado cuando trabajaba para la aseguradora La Fidelidad de California. En aquella época investigaba incendios provocados y muertes sospechosas, casos que ya no solían llegarme ahora que trabajaba por mi cuenta.
—¿A qué hora le vendría bien? —pregunté.
—¿Qué le parece a las cuatro? Mi marido estará fuera de casa y tendremos tiempo para hablar a solas. Sé que es sábado, y siento inmiscuirme en sus planes para el fin de semana.
—No se preocupe. Nos vemos en su casa.
—Estupendo. Le agradezco la flexibilidad.
Nada más colgar recordé de qué me sonaba el apellido McCabe: había aparecido en la portada del periódico local algún día de las dos últimas semanas. Desgraciadamente, el enorme montón de periódicos acumulados se encontraba bajo el escritorio que tengo en casa.
Miré el reloj y vi que eran las cuatro y cuarto. La llamada era una excusa más que válida para cerrar el despacho temprano y volver a casa. Entre el caso que acababa de cerrar y el nuevo trabajo que tenía en perspectiva, pensé que ya había cumplido y merecía tomarme el resto del día libre. Tardé diez minutos en llegar en coche a mi estudio, cosa nada sorprendente dado el tamaño de la ciudad, de no más de 85.000 almas. Santa Teresa está encajada entre el océano Pacífico y los montes de Santa Inés, una de las pocas cordilleras orientadas tanto hacia el este como hacia el oeste. Entre los dos límites geológicos tenemos palmeras, tejados de tejas rojas, buganvillas y edificios de estilo español intercalados con mansiones victorianas. La mitad de los ricos viven en Montebello, barrio situado en un extremo de la ciudad, y la otra mitad en Horton Ravine. Podría decirse que unos son ricos de toda la vida y los otros nuevos ricos, pero la separación no está tan clara.
Al llegar a casa me puse a rebuscar en el montón de periódicos. Aquello parecía una excavación arqueológica, durante la que fui descubriendo en orden inverso los distintos sucesos que habían tenido lugar desde la publicación del artículo. Saqué el ejemplar en cuestión y me encaramé a un taburete de la cocina para ponerme al día. En la página uno de la primera sección había un artículo sobre la puesta en libertad obligatoria del hijo de Lauren McCabe, recluido hasta entonces en el Correccional de Menores de California por asesinato en primer grado en conformidad con la doctrina que regula el homicidio preterintencional. Es decir, un homicidio perpetrado durante la comisión de otro delito, en este caso un secuestro. Dado que el chico ya había cumplido los veinticinco, el Estado estaba obligado a soltarlo. Me fijé en que la autora del artículo era mi colega Diana Álvarez, una mujer que me provocaba sentimientos encontrados. Ella y yo habíamos chocado tiempo atrás y no nos teníamos demasiada simpatía. Por otra parte, las dos éramos lo bastante pragmáticas para saber que podíamos prestarnos ayuda mutua de vez en cuando.
El artículo ofrecía un resumen de una serie de acontecimientos que habían tenido lugar diez años atrás, cuando Fritz McCabe mató a tiros a una adolescente llamada Sloan Stevens. Ambos estudiaban en la Academia Climping, el exclusivo colegio privado de Horton Ravine. Antes de aquello, en un escándalo ampliamente difundido, dos alumnos consiguieron un ejemplar robado de la Prueba de Aptitud Académica de California y copiaron las respuestas a fin de mejorar sus respectivas puntuaciones. Sloan Stevens lo sabía, y alguien la acusó de haber enviado un anónimo a la dirección del colegio. En la nota aparecían los nombres de los dos alumnos implicados en el engaño, Troy Rademaker y Poppy Earl, quienes posteriormente serían expulsados. A raíz de aquello, Sloan Stevens, la supuesta chivata, sufrió el rechazo de todos sus compañeros.
Después se produciría un enfrentamiento entre Sloan y otro compañero de clase llamado Austin Brown, a quien la adolescente creía culpable de su ostracismo social. En el transcurso de una fiesta para celebrar el fin de curso, las tensiones estallaron y, al parecer, Brown ordenó que llevaran a Sloan por la fuerza a una zona aislada, donde más tarde la mataron. Brown también fue identificado como la persona que proporcionó a Fritz McCabe el arma usada en el homicidio. De los cuatro chicos involucrados en el crimen, uno testificó en el juicio a cambio de inmunidad. Fritz McCabe fue declarado culpable de asesinato en primer grado, secuestro y manipulación de pruebas. Lo sentenciaron a la pena máxima, a cumplir en el Correccional de Menores de California hasta que tuviera veinticinco años. A esa edad debía ser puesto en libertad de acuerdo con la ley. Troy Rademaker fue declarado culpable de obstruir la justicia, manipular pruebas, cooperar en un delito y mentir a la policía. Austin Brown, el supuesto instigador del homicidio, había huido de Santa Teresa y aún lo estaban buscando.
Diana había incluido las siguientes citas de Fritz: «He pagado mi deuda con la sociedad. Cometí un error, pero tengo que dejarlo atrás para seguir con mi vida». Cuando le preguntaron por sus planes, Fritz respondió: «Tengo ganas de estar con mi familia, y luego espero encontrar trabajo para convertirme en un miembro respetable de la comunidad».
Supuse que la llamada de Lauren McCabe guardaría relación con la puesta en libertad de su hijo. Había mucha tela que cortar, y ya sentía curiosidad por saber para qué quería contratarme.
Subí al altillo por la escalera de caracol, me puse un chándal y me dirigí al carril bici que discurre paralelo a la playa. Lo usan viandantes, ciclistas y niños con monopatines, y está salpicado de letreros municipales en los que se nos aconseja compartirlo con educación. Bajo aquel cielo tan azul, sin una sola nube, resultaba muy agradable correr al aire libre. No me gustaba tener que cambiar mi plan de entrenamiento por culpa de Ned Lowe, pero tampoco me gustaba sentirme vulnerable. Hubiera preferido salir a correr armada con mi semiautomática, pero me pareció excesivo. Lo último que supe de Ned Lowe fue que había prendido fuego a su autocaravana en el desierto, y que al parecer había huido a pie. Tras su desaparición, en el cuarto oscuro donde revelaba los negativos aparecieron numerosas fotografías de las chicas a las que había matado.
Acabé mi sesión de jogging a un ritmo más pausado para enfriar, y al llegar a casa me duché. Pasé las dos horas siguientes con una novela policiaca de Elmore Leonard, maravillándome una vez más de su oído para reproducir los diálogos de los bajos fondos.
A las seis dejé el libro y me dirigí al local de Rosie, el antro húngaro que está a media manzana de mi estudio. Suelo cenar allí tres o cuatro noches por semana, lo que resulta un tanto vergonzoso, pero no por ello menos cierto. Como no sé cocinar, si me entra hambre, las opciones son limitadas.
Al entrar no vi por ninguna parte a William, el hermano de Henry. William había sucumbido a un virus estomacal de veinticuatro horas que lo había tenido encamado cinco días. Llevaba casado con Rosie tres años y se ocupaba de mil cosas, desde atender el bar a charlar con los clientes, mientras ella cocinaba y acosaba a los incautos para que probaran lo que denominaba «Especial du jour del día».
Detrás de la barra, Rosie envolvía cubiertos de acero inoxidable en servilletas de papel. Vi a mi amiga Ruthie sentada sola a una mesa. Ruthie me saludó con la mano y me indicó mediante un gesto que me uniera a ella. Levanté un dedo para comunicarle que tardaría unos minutos y me dirigí a Rosie.
—¿Cómo está William?
—Sigue potando por un extremo y jiñándose por el otro.
Levanté la mano para bloquear las imágenes mentales. William tenía noventa años, y no me apetecía conocer los detalles de sus problemas digestivos.
Durante las últimas semanas del verano todos habíamos ido contrayendo una enfermedad tras otra: catarros, fiebre, bronquitis, faringitis, laringitis, sinusitis, pleuresía y otitis media. William, que ya tenía cierta tendencia a la hipocondría, estaba eufórico: en todas estas dolencias veía un claro recordatorio de nuestra mortalidad, que, según él, era inminente. Los demás no lo teníamos tan claro. Cuando nuestras febrículas y toses secas duraban más de la cuenta, íbamos a la consulta del matasanos más próximo y salíamos con recetas de antibióticos, lo que nos reconciliaba con el mundo. Rosie no compartía nuestra afición a las pastillas y rechazaba de plano cualquier intervención médica. Creía que el jerez lo curaba casi todo, incluso una neumonía galopante. Dado que ella era la única de todos nosotros que aún no había sucumbido a ninguna enfermedad, me sentí inclinada a aceptar su recomendación.
—¿Un vinito? —preguntó.
—¿Por qué no? —respondí. El vino de Rosie tenía las mismas propiedades bactericidas que un popular colutorio.
A continuación me acerqué a la mesa de Ruthie, que tenía la mirada clavada en mi prima Anna. Anna estaba sentada con Cheney Phillips, un inspector de homicidios del Departamento de Policía de Santa Teresa. Los dos resolvían un crucigrama con las cabezas muy juntas. Mi prima estaba muy atractiva para alguien que viste sin ceder a los dictados de la moda. Llevaba un jersey gris de punto grueso que le venía grande con una camiseta blanca debajo, unos pantalones cargo muy anchos y lo que parecían ser unas botas de combate. Se había hecho un moño en la parte alta de la cabeza y lo había sujetado con un par de agujas de tejer. Cheney estaba sentado a su lado, con la mano en el respaldo del asiento de Anna y las piernas estiradas.
—Parecen estar tan a gusto juntos como un matrimonio de viejos —comentó Ruthie—. Una pena que no te lo hubieras agenciado tú cuando tuviste la oportunidad.
Ruthie era la viuda de un detective privado llamado Pete Wolinsky, al que habían asesinado el año anterior. Pete dejó varios apuntes de trabajo que me condujeron hasta Ned Lowe, el estrangulador de mujeres. Ruthie se refería a la aventura que yo había tenido con Cheney dos años atrás, y pese a que aquello quedó en nada, me había vuelto muy posesiva desde entonces y pensaba que mi prima se estaba pasando de la raya. Nunca le expliqué los detalles de la relación, pero Anna tendría que haber adivinado que no me haría ninguna gracia tanto coqueteo. No me lo tomé muy mal porque no me sorprendió. Anna atraía a los hombres como un imán. ¿Quién iba a resistirse a una chica tan guapa y tan solícita? Por no hablar de aquellas tetas, el doble de grandes que las mías. Algunos la llamarían «fácil», pero no entremos en eso ahora. Pese a mis prejuicios, no podía negar su atractivo. Era abierta y poco pretenciosa, y estaba claro que le gustaban los hombres. Desgraciadamente, no tenía intenciones ocultas. Hubiera preferido que la corroyera el odio para que los hombres que caían bajo su hechizo se percataran enseguida de que dejaba mucho que desear. Al parecer, no era el caso de Cheney.
—Por mí se lo puede quedar —dije.
—Sí, claro —respondió Ruthie poniendo los ojos en blanco.
—Lo digo en serio.
—No te lo discuto, sólo expreso mi escepticismo.
Observé que el local se iba llenando de agentes fuera de servicio. El Departamento de Policía de Santa Teresa al completo irrumpió en el restaurante de Rosie como una bandada de palomas mensajeras cuando el Café Caliente, su anterior guarida, cerró sus puertas después de incendiarse la cocina. Antes, el local de Rosie había acogido a un grupo de hinchas escandalosos, que solían abarrotarlo durante la Super Bowl y muchos otros acontecimientos deportivos. Sus trofeos de sóftbol aún estaban a la vista, junto a un suspensorio que alguien había colgado del pez espada disecado que Rosie tenía encima de la barra. Aquellos migrantes escandalosos se habían ido a otra parte, como en respuesta al cambio de las estaciones. Los policías fuera de servicio eran un soplo de aire fresco en comparación: sus conversaciones siempre giraban en torno al mundillo criminal, lo que encajaba con mis intereses, y significaba que siempre había alguien dispuesto a dar la murga sobre todo tipo de robos, asesinatos, agresiones y exhibiciones públicas de ebriedad.
Rosie trajo un martini solo para Ruthie y una copa de vino blanco para mí, recién servido de un garrafón de cuatro litros que tenía escondido en un estante. Lo escondía para que sus parroquianos no pudieran ver la etiqueta de la marca barata que compraba. Bastaba con un sorbo para saber que se trataba de un vino peleón, pero ninguno de nosotros se atrevía a rechistar. Rosie podía ser muy abusona cuando te tomaba nota. Siempre te decía lo que tenías que pedir, que era inevitablemente un extraño plato húngaro lleno de despojos y crema agria. Si algunos trozos estaban llenos de nervios o de grasa, había que escupirlos disimuladamente en la servilleta de papel y tirarlos al volver a tu casa. Creedme, seguro que os pillaría si tratarais de usar uno de sus ficus artificiales como papelera. Era preferible no rechistar.
—¿Vas a cenar? —preguntó Ruthie cuando Rosie ya se había ido.
—Eso pensaba. ¿Ha dicho algo sobre el menú de hoy?
—Higadillos de pollo a la crema con chucrut como guarnición.
No pude evitar fruncir los labios.
—A lo mejor consigo convencerla para que me prepare una sopa.
—No lo creo —dijo Ruthie—. Ha hecho una olla de algo llamado, y no te tomo el pelo, «sopa en celebración de la matanza», además de un asado cocinado con la grasa de la cavidad abdominal del cerdo.
—Me parece que esperaré y me prepararé un bocadillo al llegar a casa.
—Yo que tú lo haría. Yo ya he cenado antes de venir —explicó Ruthie.
El menú de Rosie bastó para quitarme el apetito, pero cuando apareció Jonah Robb volví a animarme y le indiqué con un gesto que se acercara a nuestra mesa. Jonah era otro policía de Santa Teresa con el que había tenido una aventura, cosa que podría hacerme parecer a mí también algo «fácil», pero no era el caso. Sí, salí con dos polis, pero fueron los únicos. Vale, de acuerdo, también salí con Robert Dietz, pero no era un poli de Santa Teresa. Robert era un investigador privado de Carson City, Nevada, al que no había visto en meses.
Mis devaneos con Jonah tuvieron lugar durante una de sus numerosas separaciones de su esposa Camilla, cuya idea del matrimonio incluía episodios de infidelidad permitida; la suya, no la de Jonah. Camilla había vuelto a casa tras su última aventura y Jonah lo había aceptado, como de costumbre. Mi relación con él nunca fue muy en serio, porque me reventaban sus constantes desavenencias matrimoniales. Aun así, Jonah continuaba siendo una magnífica fuente de información, y yo me aprovechaba de sus contactos sin un ápice de vergüenza cada vez que se presentaba la ocasión. Jonah se dirigió a la barra, pidió una cerveza y después vino tranquilamente hacia nosotras.
—¿Te acuerdas de Ruth Wolinsky? —le pregunté cuando llegó a nuestra mesa.
—Sí, claro. Me alegra verte de nuevo.
—Lo mismo digo —contestó Ruthie.
—¿Os importa si me siento?
Dejó la cerveza sobre la mesa y sacó una silla.
—En absoluto.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Muy bien —respondí.
Jonah tenía el pelo oscuro y los ojos azules. Estaba más delgado desde que Camilla había vuelto a casa. Al parecer, el regreso de su mujer le había quitado el apetito, y a mí también. Sus dos hijas adolescentes, Courtney y Ashley, eran unas chicas despampanantes que ahora revoloteaban alrededor de mi prima Anna, como casi todo el mundo. Sospeché que las hermanas no tardarían en aparecer, pero por el momento Jonah me prestaba toda su atención.
—Espero que no te importe si te hago unas preguntas.
—Adelante.
—Tengo una cita con Lauren McCabe, cuyo hijo acaba de salir del Correccional de Menores de California.
—¿Ese chico está libre? —preguntó Ruthie—. Me parece demasiado pronto.
—Estoy seguro de que mucha gente opina lo mismo —dijo Jonah—. ¿Qué quiere la señora McCabe?
—Me dijo que prefería contármelo en persona, pero supongo que guardará relación con su hijo. Es demasiada coincidencia que no haga ni dos semanas que lo han puesto en libertad. Lauren McCabe habló primero con Lonnie Kingman, así es como consiguió mis datos.
—¿Para qué quería contratar a Lonnie?
—No estoy segura. Aún no he hablado con él —respondí—. Me preguntaba qué podrías decirme sobre Sloan Stevens. Sé que la acusaron de chivarse de que dos compañeros de clase habían hecho trampas en un examen.
—Es cierto. Alguien envió un anónimo al colegio en el que ponía que Troy Rademaker y Poppy Earl habían tenido acceso a las respuestas del examen. Los dos eran buenos amigos de Sloan, que juró que no los había delatado.
—¿Quién robó el examen?
—Una alumna de un curso inferior llamada Iris Lehmann. La expulsaron de Climp cuando el robo salió a la luz, y ella acabó en el instituto de Santa Teresa. Aquel incidente debió de ser una llamada de atención, porque después de testificar en el juicio se distanció de sus amigos de Climp y se dedicó a sus asuntos. Acabó la secundaria con matrícula, así que puede que al final saliera algo bueno de todo aquello.
—No estoy tan segura, teniendo en cuenta que murió una chica —observó Ruth.
Yo aún intentaba encajar todas las piezas a fin de encontrarle sentido a aquella historia.
—¿Crees que Sloan decía la verdad? —pregunté.
—Apostaría que sí. Era una adolescente muy íntegra. Según los chicos que la conocían, a Sloan no le pareció bien que sus amigos copiaran, pero nunca los habría traicionado. La cuestión es que a un chico llamado Austin Brown se le metió en la cabeza que Sloan merecía ser castigada por el chivatazo, y convenció a sus compañeros de clase para que le hicieran el vacío.
—Eso lo leí —dije.
—Pues aquí es donde se complica la historia. Al parecer, por aquella misma época se grabó un vídeo de contenido sexual. El asunto llegó a oídos de la policía, pero la cinta nunca apareció. Los chicos no quisieron explicar de qué iba, y no conseguimos sacarles quién había participado en la grabación. Seguro que Austin Brown era uno de ellos. Creemos que Sloan consiguió la única copia, y luego amenazó a Austin con sacarla a la luz si no ordenaba a sus compañeros que dejaran de rechazarla.
—Ah, entiendo. ¿Y qué pasó con la cinta?
—Nadie parece saberlo, pero la amenaza debió de surtir efecto. Los dos declararon una tregua temporal, y Austin la invitó a una fiesta junto a la piscina de la cabaña que tenían sus padres cerca de la autopista 154. Aquello no pintaba nada bien. Porros, un barril de cerveza y toda la tensión generada por el encontronazo, que en principio estaba desactivada pero seguía latente. Austin y Sloan habían salido juntos algún tiempo atrás, y ella no parecía sentirse amenazada por él. Austin pensaba asustarla para que le entregara la cinta, algo que Sloan no tenía la más mínima intención de hacer. También circuló el rumor de que Sloan lo había insultado y él se había ofendido. Cuando quedó claro que Sloan no pensaba ceder, Austin y tres amigos más la llevaron en coche aquella noche hasta Yellowweed. Austin, Troy Rademaker, Fritz McCabe y otro chico llamado Bayard Montgomery. Ya conoces el final de la historia.
En un principio, Yellowweed había sido el emplazamiento de un campamento para boy scouts que se trasladó a otro lugar veinte años antes del asesinato de Sloan. Las instalaciones se destinaron entonces a un campamento para los niños de familias desfavorecidas, que cerró cuando dejaron de subvencionarlo dos años después. La zona acabaría convirtiéndose en un reclamo para adolescentes, el lugar ideal donde pasar la noche y celebrar fiestas improvisadas.
—¿Y qué hay de la pistola? —pregunté.
—Un Astra Constable registrada a nombre del padre de Austin. Al parecer, Fritz la encontró durante la fiesta y se la llevó al escenario del crimen. A saber en qué estaría pensando. Blandía el arma cuando Sloan huyó en dirección al bosque. Fritz no tenía ninguna experiencia con semiautomáticas. Disparó varias veces, hasta que no se oyó ningún ruido procedente de la maleza. Sloan recibió tres disparos. La última herida le provocó la muerte, aunque Fritz declaró que no pretendía matarla. Tenía quince años, lo juzgaron como menor y lo enviaron a un correccional. No es que fuera un preso modelo, precisamente. Lo acusaron de asesinato frustrado, vendió droga e intentó fugarse una vez. No sé en qué otros problemas se metería, pero al cumplir los veinticinco tuvieron que soltarlo. Nunca encontraron la pistola. Troy condujo la camioneta que usaron aquella noche.
—Trabaja de mecánico en el taller al que suelo llevar el coche —interrumpió Ruthie—. Es bueno en lo suyo, pero cuesta mirarle a los ojos si conoces su pasado.
—Y Austin Brown desapareció —dije.
—El mismo día en que descubrió que Fritz había confesado —explicó Jonah—. Se rumorea que salió del país, pero no estoy seguro de cómo lo logró. Tenía tanta prisa que se olvidó el pasaporte. No le costaría mucho conseguir uno falso, pero le habría salido muy caro.
—¿Tenía dinero?
—Cuatro chavos. Es posible que sus padres le hayan estado enviando algo a lo largo de estos años, aunque no nos consta. Estuvimos controlándoles el correo durante algún tiempo, pero no encontramos nada.
—¿Qué crees que pasó con la cinta?
—Debía de tenerla Sloan cuando la mataron, aunque no ha aparecido. Pedimos una orden de registro e inspeccionamos a fondo su dormitorio, pero no dimos con ella. Después, su madre cerró la habitación con llave y la ha tenido cerrada desde entonces.
La puerta se abrió de nuevo y Camilla Robb entró en el restaurante. Pasó como una exhalación junto a nuestra mesa sin saludarme siquiera con la cabeza y se dirigió a un reservado situado al fondo del local, donde se sentó de espaldas a nosotros. Jonah se levantó de inmediato y puso la silla en su sitio.
—En cualquier caso, si necesitas ayuda, dímelo.
—Ciao —contesté a falta de algo mejor que añadir.
Jonah cogió la cerveza y caminó con paso tranquilo en dirección a Camilla, intentando no parecer un perro que responde a la llamada de su amo. Al llegar al reservado se sentó frente a ella. Yo sólo alcanzaba a ver una parte del hombro izquierdo de Camilla, su brazo izquierdo y su mano izquierda, en la que llevaba el anillo de casada. Ahora lo hacía girar con el pulgar.
Ruthie la miró fijamente.
—¿Quién demonios es esa?
—La mujer de Jonah. Me sorprende que no te hayas topado con ella alguna vez.
—¿Acaba de pasar de ti olímpicamente o es que la vista me engaña?
—Ni me ha mirado. No le caigo muy bien.
—¿Qué le has hecho?
—Me acosté con su marido durante una de sus muchas separaciones.
—Mírala, qué traviesa ella. ¿Hace poco?
—Siete años.
—¡Caray! Pues sí que es rencorosa la chica.
—Y que lo digas.
Ruthie sacudió la cabeza, pero habría jurado que me miró con más respeto.
A las siete ya estaba en casa, agradecida por la advertencia sobre el plato especial de Rosie. Acabé el día zampándome un bocadillo caliente de huevo duro con demasiada mayonesa y mucha más sal de la cuenta. Cabe destacar que seguí leyendo la novela de Elmore Leonard mientras comía, lo que me permitió disfrutar el doble. Pese a que entonces no era consciente de ello, aquel fue el momento de calma que precedió a la tempestad que se avecinaba, si es que vamos a ponernos metafóricos.