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Viernes, 22 de septiembre de 1989

Cuando volvía a casa tras visitar a Margaret Seay, pasé por una librería del centro pensando que un libro sería el regalo perfecto para Rosie, cuya fiesta de cumpleaños se iba a celebrar aquella noche. Los libros no tienen calorías, y no hay que preocuparse por su tamaño siempre que el tema le interese al destinatario del regalo. La vida de Rosie giraba en torno a la cocina. Y también le gustaba mangonear a la gente, pero no me pareció que un libro sobre matones fuera lo más indicado para la ocasión. Vi un libro de cocina húngara, y al hojearlo encontré recetas tan repulsivas como las que solía preparar Rosie. Saqué la tarjeta de crédito y pagué encantada dos dólares de más con tal de que me lo envolvieran para regalo.

Después me dirigí a mi despacho, entré, cerré la puerta con llave y conecté las alarmas perimetrales. En algún momento de los dos últimos días había empezado a rondarme por el cerebro una idea que todavía no había cobrado forma. Aunque me fuera la vida en ello, no era capaz de recordar dónde me encontraba cuando se me ocurrió por primera vez. Tuve una vaga sensación de reconocimiento, pero mi atención estaba centrada en otros asuntos y no le di importancia. Sabía que la revelación no tenía nada que ver con Margaret Seay ni con Sloan. Me senté a mi escritorio y di vueltas en la silla giratoria, que emitía unos chirridos maravillosos. Cerré los ojos, esperando acallar el parloteo que tenía lugar en mi cabeza. Resulta difícil conectar con tu sexto sentido cuando la cháchara no cesa en tu interior.

¿Qué sería lo que había oído sin llegar a asimilarlo?

En momentos de duda, mi estrategia consiste en volver atrás y repasar mis notas, y eso es lo que hice. Los hechos pueden parecer distintos según cómo los presentes. A veces barajo mis fichas y luego las coloco al azar, sin respetar el orden en que he ido recopilando los datos. Otras veces las dispongo como en una mano de solitario, o finjo leerme a mí misma la fortuna con una baraja de Tarot. Esta vez reorganicé las fichas según el tema, colocando en un montón las notas que había tomado sobre la cinta, en otro montón los datos sobre la copia del examen, y en un tercer montón los detalles relativos a la muerte de Sloan.

Cogí el montón de fichas relacionadas con la cinta, que era el centro de mi investigación. A continuación las clasifiqué según la participación de los principales implicados en el asunto: Iris Lehmann, Fritz McCabe, Troy Rademaker y Bayard Montgomery. Las repasé una a una, leyendo los datos que había taquigrafiado después de cada conversación.

Me enderecé en la silla, avergonzada por haber tardado tanto en reconocer algo que debería haberme resultado obvio días atrás. Al describir los motivos para grabar la cinta, todos habían usado las mismas palabras y frases. «Era una gansada. Nos partíamos el culo». ¿Una gansada? Me pareció que ninguno de los cuatro se había percatado de que todos decían lo mismo. Si fueran conscientes de ello, habrían tenido más cuidado al dar sus respectivas versiones.

Consulté mi reloj de pulsera preguntándome dónde habría ido a parar el día. Ya eran casi las cinco y quería comer algo, ducharme y cambiarme de ropa antes de la fiesta de Rosie. Recogí las fichas y las sujeté con una goma. Luego cogí el bolso y metí las fichas en él mientras buscaba las llaves. Cumplí con el ritual de conectar la alarma y cerrar el despacho con llave, y a continuación me dirigí al coche pensando en que todas estas medidas de seguridad se habían convertido en un auténtico coñazo.

Podría haber iniciado la siguiente conversación con cualquiera de los cuatro, pero Troy me pareció el más dispuesto a hablar. Además, Kerry y él no vivían muy lejos. Estaban a un tiro de piedra de Sea Shore Park, un parque situado sobre un risco con vistas al Pacífico. Podría haber sido una ubicación muy buscada debido a su proximidad al océano, pero las casas fueron construidas en la década de los cincuenta y su semejanza resultaba deprimente. Tenían las fachadas de estuco, pintadas en tonos pastel que se habían ensuciado con el tiempo. Los tejados eran de tablillas, y la pintura de casi todas las molduras se había desconchado. El aire salobre había corroído los marcos de aluminio de todas las ventanas y puertas correderas de cristal, así como los serpentines en los condensadores de los viejísimos aparatos de aire acondicionado, que se oían a dos puertas de distancia. Los jardines delanteros eran pequeños y planos. Casi todos estaban pelados a causa de la sequía, con escasas briznas de hierba repartidas aquí y allá.

Me vino a la cabeza que Camilla y Jonah vivían en la misma zona, pero lo dejé pasar.

Aparqué, y mientras me acercaba a la puerta de los Rademaker, percibí los efluvios de varias cenas que se estarían cocinando en aquel momento en las casas vecinas. Llegué al porche y llamé a la puerta. Troy me abrió al cabo de pocos minutos, recién salido de la ducha. Se había cambiado de ropa y, en vez del mono azul marino del trabajo, ahora llevaba una camiseta y unos pantalones cortos. Iba descalzo.

Me dirigió una mirada inexpresiva que no podía calificarse de cordial.

—Oh. Eres tú.

—Lo siento. Sé que no es buen momento para presentarme en tu casa, pero quiero hacerte una pregunta muy rápida.

Troy salió al porche y cerró la puerta a su espalda.

—¿Sobre qué?

—Sobre la cinta.

—Mierda.

No me quedó claro si estaba aburrido o enfadado.

—¿Te importa si nos sentamos?

No pareció gustarle demasiado mi sugerencia, pero me señaló dos sillas de plástico de las que venden en las ferreterías.

Una vez acomodados en las sillas, rebusqué en el bolso y saqué mis fichas.

—He estado repasando mis notas y he descubierto algo que me ha parecido bastante raro.

—Joder, ¿no podías habérmelo preguntado por teléfono, sea lo que sea?

—Pensé que sería mejor preguntártelo en persona —respondí estremeciéndome internamente por el exabrupto. Normalmente no me importa que la gente diga palabrotas, pero esta vez me sorprendió dada su cordialidad inicial. No entendía qué podía haber cambiado. Este no era el mismo Troy con el que había hablado hacía dos días. Aquel parecía abierto, sincero y buena persona. Obviamente, me estaba metiendo en terreno pantanoso, pero ya que había venido, no me quedaba otra opción que seguir adelante. Saqué la primera ficha y le di la vuelta.

—El martes por la noche, en casa de los McCabe, cuando Fritz habló sobre la cinta, se refirió a ella como un chiste y un juego. Según él, todos estabais «haciendo el tonto». Al preguntárselo a Iris, dijo que estabais «haciendo el imbécil». El miércoles, cuando hablé contigo, la llamaste un chiste, una parodia y un falso documental.

Troy miró su reloj.

—Cuando hablé con Bayard, me dijo que la cinta era básicamente una broma.

—Vale.

Le mostré las fichas.

—Tres de vosotros usasteis frases idénticas. Dijisteis que era «una gansada». Y también «nos partíamos el culo».

Troy me miró fijamente.

—¿Y qué?

Lo estudié mientras le hablaba.

—Decidisteis dar todos la misma versión, ¿no? —Esperé, y como Troy no decía nada, continué hablando—. No sé a cuál de vosotros se le ocurriría la idea, pero está claro que os pusisteis de acuerdo para decir que estabais haciendo el tonto si alguien os preguntaba algo. Creo que convencisteis a Iris para que dijera lo mismo. Durante la grabación estaba borracha, drogada o las dos cosas, pero ahora, milagrosamente, baila al son que le tocáis vosotros.

Troy permaneció en silencio, observando la pintura del porche. Esperé por si se debatía con su conciencia. Finalmente, levantó la vista y me miró a los ojos.

—¿Sabes qué? No pienso seguir hablando contigo.

—¿Por qué te niegas a contestarme? Si estoy equivocada, sólo te pido que me lo confirmes.

—No podemos seguir hablando. Le conté a Kerry que fuiste al taller y no le hizo ninguna gracia. Dice que no tienes ningún derecho a interrogarme sobre este asunto.

—Siento que Kerry piense así. Lauren McCabe creyó que lo que dijeras podría ser de ayuda.

—Quizá para Fritz, pero yo a ella le importo una mierda. Me echaría a los leones si pensara que eso podía beneficiar al llorica de su hijo. Puedes decirle que se meta la ayuda en el culo. Y, ahora, lárgate de mi propiedad.

Troy hablaba con tono apagado y me miraba con frialdad. La vergüenza me paralizó. Lo último que hubiera esperado era que me echara a patadas de su casa. Obviamente, fue muy ingenuo por mi parte creer que Troy confirmaría mi teoría, y que lo confesaría todo con alivio.

No recuerdo cómo me las arreglé para salir de allí, pero mi partida no fue nada elegante. Troy permaneció en el porche sin quitarme ojo, hasta que arranqué y me fui. Llevaba la parte trasera de la camisa empapada de sudor.

Por el momento el día había sido una extraña mezcla de descubrimientos y humillaciones, así que esperaba poder relajarme un rato en la fiesta de cumpleaños de Rosie. Llegué a casa con el tiempo justo para ducharme y cambiarme de ropa. Cuando salía de mi estudio vestida con un jersey de cuello alto, falda y medias, me sorprendió encontrar a Lucky frente a mi puerta, recién duchado y afeitado. Se había acicalado aprovechando la generosidad de Henry, que también le había permitido echarse su loción para después del afeitado. Delante de él, Pearl iba sentada en su silla de ruedas vestida con vaqueros y una camisa de estilo campesino que no le había visto antes. Killer estaba tumbado cerca de la abertura de la tienda, con la mirada fija en mí.

—Vais muy peripuestos los dos.

—Gracias —dijo Pearl—. Creo que nos hemos emperifollado bastante bien.

Lucky parecía cohibido, y desplazaba el peso del cuerpo de un pie a otro.

—En honor al cumpleaños de Rosie, llevo seis horas sobrio.

—Enhorabuena. ¡Que dure! —exclamé.

—Lo malo es que no dejo de pensar que debería beber un trago para celebrarlo.

«Mejor dejar el tema del alcohol», pensé.

—¿Dónde está Henry?

—Ha salido antes para ayudar a prepararlo todo —respondió Pearl—. Nosotros hemos decidido esperarte.

—Os lo agradezco.

—Mira qué he hecho —dijo Pearl. Sobre su regazo reposaba un pan casero envuelto en papel de aluminio. La corteza era de un marrón dorado, y la parte superior se inclinaba sólo ligeramente a un lado. Olía de maravilla, como si Pearl acabara de sacarlo del horno.

Entonces me percaté de que Lucky sostenía un paquete en la mano.

—Yo también he hecho algo para Rosie —dijo tímidamente.

—No sabía que fuerais amigos.

—Claro que sí. Pearl y yo pasamos por su restaurante cada dos o tres días. Siempre nos trata bien, aunque vayamos un poco cocidos. Ayer nos dio un tazón a cada uno de una receta nueva de Vesepörkölt que había encontrado. Estofado de riñón de cerdo con bolas de masa hervidas.

—¡Riquísimo! —exclamó Pearl con entusiasmo—. Estaba lleno de trocitos gomosos.

Miré a Lucky.

—¿Qué le has hecho?

—Es un secreto.

—Pues me muero de ganas de verlo. Y qué hay de Killer, ¿también va a ir?

Lucky negó con la cabeza.

—El Departamento de Sanidad no lo permite. Lo llevé un par de veces, pero Rosie me dijo que se metería en un lío muy gordo si lo dejaba quedarse allí. Killer estará bien en la tienda. Lo acostaremos temprano con su muñequita y uno de los huesos del caldo de Henry.

Esperé a que Lucky condujera a Killer hasta el interior de la tienda, lo que consiguió a base de empujones, y a continuación los tres recorrimos la media manzana que había hasta el local de Rosie. Parecía que fuéramos en procesión, portando nuestros presentes.

Cuando llegamos al restaurante, los preparativos ya estaban bastante avanzados. William se había recuperado de una disentería bacteriana, o eso nos aseguró. «No del tipo tropical», se apresuró a puntualizar.

Para la celebración, había sugerido poner un letrero en la puerta que rezara CERRADO PARA UNA FIESTA PRIVADA, pero Rosie se negó en redondo. Hubo división de opiniones: unos creían que Rosie esperaba atraer a más clientela, mientras que otros pensaban que ansiaba congregar a un grupo de parroquianos entusiastas para crear buen ambiente. Como la fiesta no empezaría hasta después de la cena, Rosie no tendría que cocinar para sus invitados, lo que nos dio a todos otro motivo de alegría.

Los hermanos de Henry que vivían en Michigan habían decidido no hacer el viaje, porque les habría resultado tan arduo como costoso. Su hermana, Nell, aún estaba convaleciente de una operación de cadera, mientras que sus hermanos, Charlie y Lewis, no querían viajar sin ella. Todos los amigos de Rosie aceptaron la invitación: Anna Dace, Cheney Phillips, Moza Lowenstein, Jonah Robb y sus dos hijas adolescentes, Courtney y Ashley. No vi a Camilla por ninguna parte, cosa que en sí ya era un motivo de celebración. Los vecinos del barrio y los bebedores diurnos habían abarrotado el local suponiendo que servirían champán gratis, y no se equivocaron. También acudieron varios miembros del Departamento de Policía, algunos de uniforme y otros de paisano. Rosie llevaba un vestido hawaiano de color lavanda que, por alguna razón, le suavizaba las facciones.

Henry había preparado siete litros de helado de vainilla, además de una tarta rectangular lo bastante grande para alimentar a un regimiento. Todo el mundo apiló sus regalos sobre la barra, y después de que desaparecieran la tarta y el helado, William le pidió a Rosie que se encaramara a su taburete habitual para poder abrirlos. Además del libro de cocina húngaro que le había comprado yo, le regalaron un chal de cachemira de color granate, un pisapapeles con un narciso incrustado en el centro y un juego de colonia y talco con aroma a lirio de los valles. William le compró un camisón azul claro con un salto de cama a juego, lo que provocó silbidos y aplausos. También le regaló un vale para disfrutar de una cena para dos en el hotel Edgewater, que incluía transporte en limusina a la ida y a la vuelta. En un arrebato de optimismo, Henry le regaló un pluviómetro, un sombrero para la lluvia y un paraguas a juego. Ed aportó un par de zapatillas afelpadas tamaño extragrande en forma de gato. Rosie no solía exhibir su lado más juguetón, pero esta vez disfrutó de las atenciones recibidas sonrojándose como una doncella, lo que socavaba su aire habitual de sargento. Dejó el paquete de Lucky para el final, y tuve que ponerme de puntillas para alcanzar a ver lo que le había regalado el amigo de Pearl. Rosie nos mostró un precioso collar hecho con tiras de tela en distintas tonalidades de granate, azul marino y lavanda, entremezcladas con tiras blancas.

Rosie se volvió hacia él.

—¿Lo has hecho tú? —preguntó, sorprendida.

—Lucky es un artista —interrumpió Pearl—. En Harbor House hay un contenedor en el que recogen camisetas viejas para quien necesite completar su vestuario.

—Primero las lavo —se apresuró a añadir Lucky—. Y luego les doy mi toque mágico. Cada collar es único. Lo que hago es cortar tiras de la parte baja de las camisetas y estirarlas hasta que los lados se ondulan así. Te he visto llevar estos tonos otras veces, así que pensé que quedarían bien con tu color de pelo.

Lucky le puso el collar con tanto orgullo que Rosie se vio obligada a secarse los ojos con una servilleta.

Esta era la tierna escena que interrumpió Camilla Robb al aparecer como el hada maléfica en el bautizo de la Bella Durmiente. Tuve la vaga sensación de que la puerta del local se había abierto y cerrado a mis espaldas, dejando entrar una ráfaga de aire frío. Supuse que sería algún invitado rezagado, por lo que ni me volví para mirar. Henry estaba frente a mí, y fue su expresión de sorpresa la que me llevó a pensar que algo iba mal. La ira es como un estornudo. Si crees que alguien está a punto de estornudar y tú te encuentras en un radio de dos metros, será mejor que te apartes para protegerte. Yo estaba en la inopia, y ni me había enterado de que la amenaza era inminente. ¡Bendita ignorancia!

Cuando Camilla apareció a mi derecha, me sorprendí pero no me alarmé. Recuerdo haber pensado que era mucho más baja de lo que creía. También me fijé en que su abrigo sin forma de lana de color melocotón la hacía parecer unos diez kilos más gorda. Camilla llevaba a su hijo de tres años apoyado en una cadera. Se había colgado el bolso en el hombro opuesto, pero la correa era muy corta y el bolso se le deslizaba hacia abajo cada dos por tres. Banner era demasiado grande para ir en brazos, y las piernas le colgaban casi hasta las rodillas de su madre. Entre aguantar el peso del niño y subirse el bolso rebelde, Camilla parecía distraída, pero no tanto como para reprimir su ira.

Fijaos en lo tonta que fui en aquella ocasión: aunque Camilla se me plantó justo delante, ni se me ocurrió que se avecinara un enfrentamiento. Al principio tampoco pareció ocurrírsele a nadie más. Henry estaba en guardia —vi cómo se le arrugaba la frente—, pero como Rosie era el centro de atención, los invitados continuaron charlando animadamente. Cuando Camilla empezó a gritar como una posesa, su voz estaba tan cargada de furia que apenas entendimos lo que nos decía. A medida que el volumen y el timbre de sus gritos aumentaban, el barullo general se fue apagando. El efecto era similar al de las luces de un teatro que se apagan antes de levantarse el telón.

Camilla blandía un papel arrugado y me lo agitó delante de la cara.

—¡Lo has hecho a propósito, hija de puta! No creas que vas a irte de rositas…

Miré hacia atrás, preguntándome a quién le estaría gritando. Todos los demás me miraban a mí.

—Conozco a las de tu clase —dijo con voz ronca—. Siempre dándoselas de inocentes. Pues mira, te equivocas, encanto, porque a mí no me engañas. Sabía que todavía te lo estabas follando. ¡LO SABÍA!

Desconecté mentalmente para no oírla. No pude evitarlo. Era como si una mampara de cristal nos separara. Observé cómo movía los labios y absorbí su agresión verbal sin entender lo que me decía. Un intenso calor me recorrió la columna.

Nunca había visto a Camilla tan de cerca. En las escasas ocasiones en las que nuestros caminos se habían cruzado, siempre estaba a cierta distancia, normalmente en compañía de Jonah y de sus hijos. Dado el grado de dependencia emocional de Jonah, supuse que sería una belleza dotada de una irresistible combinación de carisma y sex appeal. Me equivocaba. Camilla era bastante gruesa, un efecto residual de su último embarazo, y tenía unos ojos azules algo saltones. La verdad es que me pareció muy poco atractiva. La insatisfacción le había trazado arrugas entre los ojos y a ambos lados de la boca. Supuse que habría sido mona años atrás, quizás en séptimo curso, cuando Jonah y ella se conocieron y se aparearon como las termitas. No todo el mundo sabe que, en una colonia de termitas, varias especies establecen uniones de por vida. La «reina» hembra y un único «rey» macho son capaces de engendrar todo un reino.

Por extraño que parezca, aquel momento entre las dos me pareció muy íntimo. Las otras conversaciones se habían apagado como por arte de magia. Era como si Camilla y yo estuviéramos solas. Observé el papel arrugado que llevaba en la mano, parecía una factura. Otro ejemplo más de por qué mi habilidad para leer un texto del revés resultaba mucho más útil que clarividente. El papel llevaba el membrete del Colectivo para la Salud Femenina de Santa Teresa, cuyos médicos se especializaban en ginecología y obstetricia. Parpadeé cuando volvió el sonido.

—… es el truco más viejo que existe —decía Camilla— y debería darte vergüenza. Jonah es un hombre casado, por si no te habías enterado. Tiene una familia a la que adora, así que tú nunca podrás competir con esto. ¡Nunca!

Su última frase hacía referencia a Banner. Ahí estaba más que dispuesta a darle la razón: todos éramos conscientes del lugar privilegiado que el hijo menor de Jonah ocupaba en el corazón de su padre.

Un momento. ¿Obstetricia?

—¿Piensas que estoy embarazada? —grité.

De haber tenido una mano libre, Camilla me habría dado una bofetada. Por suerte, para poder dármela tendría que haber soltado el bolso o dejado al niño en el suelo, y cualquiera de estas acciones habría estropeado el efecto.

Mi consternación, si bien sincera, pareció desquiciarla. El rosa intenso de sus mejillas hizo que el color de su abrigo pareciera más favorecedor.

—No te hagas la tonta conmigo, guapa —dijo Camilla—. Nada más ver esto, llamé a la consulta y le dije a la recepcionista que la factura no era mía. Le expliqué que no era paciente de aquel médico, y que no había estado en mi vida en su maldita consulta. Me aseguró que me visitaron allí el diez de agosto, ¡y luego el miércoles de esta semana! Le dije que seguro que no, y que de qué demonios hablaba. Se puso muy borde, y ¿a ver si lo adivinas?: prueba del embarazo, consulta con el ginecólogo, vitaminas prenatales. Entonces fue cuando pilló el error. ¡Huy! Se suponía que no tenían que haberme enviado una factura, porque alguien la había pagado el mismo día de la visita…

No se me ocurrió qué contestar. Yo no estaba embarazada. La acusación era absurda, pero no podía refutarla sin ofrecer una excusa patética: ¡no había tenido relaciones sexuales en más de un año! Menudo chiste. Aquel hecho irrefutable no era asunto suyo, y no me pareció que debiera proclamar la noticia a los cuatro vientos a modo de defensa.

Banner se había hartado del ataque de histeria de su madre. Hizo un puchero, abrió la boca y se puso a berrear a grito pelado, acompañando cada gemido de grandes lágrimas de cocodrilo. Courtney se abrió paso entre la multitud y lo arrancó de los brazos de su madre. Le dio unas palmaditas, lo depositó en el suelo y se lo llevó al fondo del bar, donde uno de los tres televisores emitía un partido de fútbol. Luego cogió el mando a distancia y empezó a recorrer los distintos canales hasta que se decidió por un antiguo episodio de Te quiero, Lucy. A Banner le interesaron más las payasadas de Lucy que el drama que se desarrollaba unos pasos más allá. Su hermana lo subió a un taburete y luego ella se encaramó al taburete de al lado. Le puso una cesta de palomitas delante y todos los problemas del niño desaparecieron como por encanto.

Entretanto, Camilla se disponía a iniciar otro asalto, pero había perdido el hilo. ¿Qué podía hacer con una respuesta mía de cuatro palabras? No mucho, lo que significaba que se vio obligada a repetirse. Obviamente, el llorón de su hijo le había cortado el rollo. Es difícil alargar un arrebato cuando se te ha pasado el tiempo.

—Camilla, ya basta —dijo Jonah.

Me volví henchida de agradecimiento, pensando que ya era hora de que alguien acudiera en mi defensa.

Jonah se acercó a Camilla, la tomó del codo y la condujo hasta la puerta. Ella se soltó mientras salían, aunque estaba claro que el que mandaba era él. Pensé que Camilla se pondría a gritar de nuevo cuando estuvieran en la calle, pero nada más cerrarse la puerta volvió la calma.

En el interior del restaurante, el tenso silencio se alargó al máximo. Moza Lowenstein estaba sorda y no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Perpleja, nos fue mirando a todos de uno en uno con la esperanza de que alguien se lo explicara. Ruthie me observó con incredulidad. Después de todo, era enfermera. Si le hubiera dicho que tenía un problema médico, me habría ofrecido su consejo profesional. Henry evitó mirarme a los ojos, imaginándose quizás una A escarlata estampada en mi pecho. William y él crecieron en una época en la que nadie mencionaba el adulterio entre la gente educada, y arrebatos verbales como los de Camilla se habrían visto como una ordinariez. Incluso la mención de un embarazo se consideraba demasiado personal si había damas presentes. Nos miramos los unos a los otros con incomodidad, preguntándonos qué sucedería a continuación.

Dada la brevedad de nuestra capacidad de concentración colectiva, la fiesta se volvió a animar cuando no habían pasado ni quince segundos. Estábamos allí para comer tarta y helado, para beber y para celebrar. A nadie le importaron un comino las sórdidas quejas de Camilla, especialmente porque yo era la furcia en cuestión. Cada grupo actúa de una forma determinada. Alguien podía haberse atragantado con una gamba, y tras una maniobra de Heimlich fallida seguida de una traqueotomía ejecutada con un bolígrafo, la reacción habría sido la misma. Una vez se hubieran llevado al paciente en la ambulancia, se habría producido el mismo silencio y todos se habrían encogido de hombros. Entonces la fiesta habría vuelto al punto en que se encontraba antes de tener lugar aquella situación tan desagradable.

Jonah había interrumpido la diatriba de Camilla y ahora ambos se habían ido. El hecho de que Jonah hubiera tomado cartas en el asunto debió de sorprender a Camilla tanto como a mí. Nunca habría creído que tuviera las agallas suficientes para enfrentarse a ella. Desde que nos conocimos, Jonah había soportado tantas humillaciones que parecía increíble que hubiera sobrevivido. Las inagotables reservas de fortaleza de aquel hombre me llenaron de admiración. Al cabo de unos segundos caí en la cuenta.

¡Un momento!

Si yo no estaba embarazada, ¿quién lo estaría?

Primero pensé en las voluptuosas hijas de Jonah. Las dos eran despampanantes, iban locas por los chicos y sin duda protagonizaban las fantasías onanistas de sus compañeros de clase más salidos. A sus quince y diecisiete años, eran las candidatas perfectas para los embarazos no deseados, las enfermedades de transmisión sexual y otras indeseables consecuencias de las libidos más desbocadas. Lancé una mirada a Courtney y otra a Ashley, pero ninguna parecía avergonzada. Courtney estaba ocupada con Banner, mientras que Ashley había decidido que la coleta le quedaría mejor convertida en una trenza francesa, que ahora se estaba haciendo con la cabeza inclinada y los brazos levantados hacia atrás.

Me fijé en la expresión preocupada de Cheney, y luego en la de Anna. Ella sí que parecía avergonzada, lo cual tenía mucho sentido. Cheney y Anna salían juntos desde hacía algunos meses. No estaba segura de cuánto tiempo haría, pero al parecer el suficiente. Anna me había seguido a Santa Teresa desde Bakersfield el año anterior. Poco tiempo después los polis migraron desde el Café Caliente hasta el bar de Rosie, y ahí fue donde sus caminos se cruzaron. El reciente trastorno emocional de Anna de repente tenía sentido. También explicaba por qué Cheney revoloteaba siempre a su alrededor. Ahora lo entendía todo: Anna no se había puesto aquel jersey tan holgado para seguir la moda, sino para ocultar el bombo. Jonah debió de llevarla al ginecólogo. Puede que Cheney estuviera ocupado, y que Jonah se hubiera ofrecido como favor personal. Con todo, no lograba entender que Jonah hubiera cometido la estupidez de poner su domicilio en los papeles de Anna. ¿Para qué jugársela cuando Cheney estaba forrado y podía haberla llevado a cualquier médico?

Pensé: «¡Dios mío!», y de repente vi la luz.

No eran Anna y Cheney los que tenían un lío, sino Anna y Jonah. Cheney actuaba de tapadera. Los tres habían creado una ilusión óptica, y yo me la había tragado. ¿Cómo se me habían podido escapar los detalles más obvios? Naturalmente, Jonah se había sentido atraído por Anna. Aún no había conocido a ningún hombre capaz de permanecer ajeno a sus encantos. Incluso Henry y William se atolondraban en su presencia. El pobre Jonah estaba muy necesitado de afecto y se moría por tener compañía.

Cuando Anna entró en nuestras vidas, Camilla (la muy zorra) estaba con otro aprovechándose del «matrimonio abierto» que tanto defendía, siempre que ella fuera la única en disfrutar de libertad sexual. El pobre Jonah no tenía permitido serle infiel. Su breve aventura conmigo sólo había servido para alimentar su sentimiento de culpa. Y entonces llegó Anna, que no tenía el más mínimo interés en iniciar una relación. Parecía la solución perfecta: Anna no pensaba casarse, y aborrecía la idea de tener hijos. Recordé claramente cómo había equiparado la maternidad al suicidio de Virginia Woolf, que la escritora cometió llenándose los bolsillos de piedras y adentrándose en un río. Básicamente, Anna había afirmado que prefería morir ahogada antes que dar a luz. Sin duda le habría dejado muy claro a Jonah que sus ansias de libertad estaban por encima de todo. Quería viajar, y anhelaba una vida llena de aventuras. Estaba ahorrando para poder mudarse a Nueva York, donde esperaba iniciar una carrera como modelo o como actriz, suponiendo que aprendiera a actuar. ¿Qué iba a hacer ahora?

No se me ocurría cómo podía haber cometido Anna un error semejante, pero estaba segura de que acabaría enterándome. La pregunta del millón, por supuesto, era cómo pensaba arreglar la situación.

O, mejor dicho, ¿lo habría hecho ya?