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Sábado, 23 de septiembre de 1989
Erroll Price ya me esperaba cuando salí del ascensor. El vestíbulo de la primera planta era una copia del de la planta baja. Luces fuertes, paredes recubiertas de espejos, plantas artificiales y unos pocos muebles pensados para desviar la atención del hecho de que no hubiera puertas o ventanas exteriores. Se trataba de un espacio claustrofóbico, y aún me lo pareció más al ver a Erroll. Era un hombretón: alto, de huesos grandes, robusto y musculoso. Llevaba unos pantalones de chándal desteñidos de color rojo y una camiseta blanca. Iba descalzo. Tenía la piel de color chocolate, y su pelo negrísimo era un halo de rizos brillantes.
—He traído la llave por si hace falta entrar en el piso de Phyllis —explicó Erroll—. Tenemos un trato: cuando está de viaje, le cuido las plantas, le entro el correo y cosas así. Ella hace lo mismo por mí. He llamado a la puerta y he tocado el timbre mientras usted subía.
—Intentémoslo una vez más.
La puerta estaba astillada. Aun así, di unos golpes con los nudillos y llamé al timbre simultáneamente, sin obtener respuesta. Retrocedí mientras Erroll empujaba la puerta.
—¿Phyllis? ¿Estás en casa? —llamó.
Erroll asomó la cabeza y a continuación alargó el brazo instintivamente para impedirme entrar. Miré hacia el interior del piso y vi a Phyllis tendida boca abajo sobre la moqueta del salón.
—¡Dios mío! —exclamé.
Crucé la habitación y me arrodillé a su lado, sin poder evitar estremecerme al ver sus heridas. Tenía el ojo izquierdo morado y cerrado por la hinchazón; probablemente el derecho también, aunque no podía verlo por la postura de su cuerpo. Le habían roto la nariz, además de dejarle la mejilla izquierda hinchada y magullada y la mandíbula desencajada. La sangre que le salía por la nariz y por la boca había empapado la moqueta. El brazo izquierdo le había quedado atrapado bajo el cuerpo y puede que también lo tuviera roto.
Erroll se inclinó hacia delante y le tomó el pulso en el cuello con dos dedos.
—Phyllis, ¿me oyes? Soy Erroll. Ese tipo se ha ido. Estás a salvo, vamos a cuidar de ti.
Erroll se levantó y entró en la cocina, donde había un teléfono de pared. Llamó al 911 y lo oí hablar con la operadora, a la que comunicó la situación, la dirección de Phyllis y la naturaleza de sus heridas.
Permanecí arrodillada a su lado un rato más. Me incliné sobre su pecho y escuché su respiración estertórea. Phyllis emitió un ruido gutural, mitad gemido mitad maullido. Le di unas palmaditas en la mano mientras le susurraba naderías, esperando que las oyera y las encontrara reconfortantes. La habría puesto boca arriba, pero tenía miedo de moverla.
Percibí un olor a quemado y levanté la mirada. Vi que salía humo del horno empotrado en la pared, lo que podría disparar el detector. Entré rápidamente en la cocina, apagué el horno y encendí el extractor. En el interior del horno, que aún estaba iluminado, vi una bandeja con canapés ennegrecidos que resultaban imposibles de identificar. Encontré una manopla, llevé la bandeja hasta la encimera de granito y a continuación abrí la puerta de vidrio que daba al balcón para que entrara el aire. Sobre la encimera había una tabla de cortar con rábanos, zanahorias, nabos pequeños y tallos de apio. Una botella de Chardonnay reposaba en un enfriador. Phyllis había sacado un par de copas, las había lavado y las había dejado boca abajo sobre el escurreplatos. Me partió el corazón pensar en todas esas actividades domésticas llevadas a cabo con tanta inocencia.
Erroll acabó de hablar con la operadora del 911 y volvió a mi lado.
—No sé qué estaría cociendo Phyllis en el horno, pero ahora es un amasijo chamuscado —dije.
—Crackers con cheddar. Las hace siempre que tiene visitas. Ese tío debió de llamar al timbre poco después de que Phyllis las metiera en el horno. Normalmente se hacen en veinte minutos.
—Lo que significa que el intruso acababa de salir cuando hemos llegado nosotros. ¿Por dónde se habrá ido?
—Habrá bajado por las escaleras de atrás.
—¿Adónde llevan?
—A un garaje para dos coches. Puede que haya salido por allí y se haya metido en alguna bocacalle.
Recorrí con la mirada las escaleras que llevaban a la planta superior.
—¿Y si aún está en el edificio?
—Espere aquí.
Erroll se dirigió a las escaleras a grandes zancadas y subió los escalones de dos en dos. Al llegar al descansillo de la segunda planta, miró en ambas direcciones y torció a la izquierda. A mí me daba la impresión de que el dúplex estaba vacío, pero no me pareció sensato hacer conjeturas. Oí los pasos de Erroll por el piso de arriba a medida que iba de una habitación a otra, abriendo y cerrando puertas. Cuando por fin volvió a bajar, traía consigo un edredón.
—El intruso lo ha destrozado todo, pero no hay ni rastro de él.
Extendió el edredón y tapó con él a Phyllis.
—Aguanta, nena. La ayuda llegará enseguida.
Erroll vino a mi lado.
—Ya he avisado al guarda de la entrada para que indique a los policías y a la ambulancia cómo llegar hasta aquí, pero voy a esperarlos fuera de todos modos. ¿Le importa quedarse sola?
—No, estoy bien.
Erroll me apretó el hombro y se fue, dejando la puerta del piso abierta. Oí cómo se cerraban las puertas del ascensor y luego todo quedó en silencio. Capté un tictac y, al volverme, vi un precioso reloj de caoba pulida junto a la pared del fondo. La esfera del reloj estaba coronada por una semiesfera con las fases lunares, ambas ribeteadas en latón y en cromo. El reloj tenía tres pesas cilíndricas de latón y un péndulo plano de latón del tamaño de un plato grande. Al oscilar el péndulo de un lado, el mecanismo producía un chasquido hueco que resultaba reconfortante.
Centré la atención en aquel entorno, que había esperado ver en circunstancias muy distintas. El salón era un gran espacio abierto, con el comedor situado a la izquierda. Una encimera de mármol blanco separaba el salón de la cocina, la cual tenía una hilera de ventanas a lo largo de la pared del fondo. En la terraza vi muebles de jardín colocados de cara al océano, que quedaba más allá de mi campo visual. Phyllis había escogido colores atípicos para las paredes: malva y verde eucaliptus, con cortinas y moqueta de un azul grisáceo. En teoría, esta combinación era más interesante que las paredes blancas de rigor, pero la moqueta de tonos oscuros y las gruesas cortinas tamizaban en exceso la luz que entraba por las ventanas. En vez de ser agradables a la vista, aquellas tonalidades resultaban sombrías. Phyllis había comprado varias palmeras de interior de hojas anchas y gruesas que ocupaban mucho espacio. Los manteles largos hasta el suelo que cubrían las mesas restaban amplitud a la sala. A Phyllis no parecían gustarle las paredes vacías ni las superficies despojadas de adornos. En vez de crear ilusión de espacio, las dos paredes recubiertas de espejos simplemente duplicaban en su reflejo la sensación claustrofóbica de las habitaciones.
Contemplé a Phyllis tendida en el suelo. Me había mencionado que tenía algo de sobrepeso cuando conoció a Ned, por lo que su pequeñez me sorprendió, así como el tono rojizo de su cabello. Lo llevaba recogido en un moño, que se le había deshecho mientras forcejeaba con su agresor. Yo estaba convencida de que se trataba de Ned, aunque no pudiera demostrarlo. Me habría apostado cualquier cosa a que Ned había hecho coincidir su agresión con la hora de mi llegada, pero no entendía cómo había conseguido localizar a Phyllis, ni cómo podía haber sabido el día y la hora de nuestro encuentro. No creo en las coincidencias. De algún modo, nuestra conversación telefónica había dado lugar a una filtración. Phyllis y yo quedamos en vernos hacía dos días. Desde entonces, yo no había hablado de aquella cita con nadie, por lo que supuse que la habría mencionado ella.
Phyllis tenía la teoría de que Ned andaba a la caza de la colección de recuerdos que les había arrebatado a sus jóvenes víctimas. Si Ned pensaba que Phyllis guardaba aquellos recuerdos, puede que hubiera descubierto que su exmujer se había mudado al intentar encontrarla en su antiguo domicilio. Quizá la había localizado en su dirección actual a través de los suministros contratados a su nombre, o a través de algún antiguo vecino, que podría haberle proporcionado la nueva dirección de Phyllis con la mejor de las intenciones. Erroll había eliminado el último obstáculo al enviar el ascensor a la planta baja sin consultárselo antes a ella.
La cadena antirrobos de la puerta estaba arrancada, lo que indicaba que Ned había pillado a Phyllis desprevenida tras haberle dado una patada lo bastante fuerte a la puerta para astillar la madera. A la izquierda de la puerta había una mesa volcada y un plato decorativo había rebotado sobre la gruesa moqueta, donde aún reposaba intacto. Al parecer, Phyllis había conseguido llegar hasta las escaleras antes de que Ned la agarrara por detrás y la arrastrara hacia él. Vi las huellas que habían dejado sus tacones por donde Ned la había arrastrado. En algún momento, le habría asestado un golpe tan fuerte que la derribó, pero no vi ningún arma. Tenía que ser un objeto contundente. La insonorización de los pisos debía de ser mucho mejor de lo que había imaginado, porque si Erroll los hubiera oído, se habría presentado en el piso de Phyllis para averiguar qué pasaba.
En el comedor vi un elegante bolso de piel con el contenido disperso por el suelo: el billetero de Phyllis, un neceser de maquillaje, un frasco con pastillas, un cepillo para el pelo. Probablemente Ned buscaba las llaves del piso, junto a las que estaría la llave del ascensor. Mi llegada debió de interrumpir el registro, obligándolo a huir por las escaleras traseras. Quién sabe cuánto tiempo haría de su marcha cuando pulsé el botón de llamada de Phyllis por primera vez. O puede que al oírme llamar decidiera que había llegado el momento de irse.
Oí el ulular de dos sirenas, que fue apagándose hasta cesar de repente cuando los vehículos aparcaron frente al edificio. Al cabo de unos minutos sonó el zumbido sordo del ascensor que subía, y a continuación se abrieron las puertas. Erroll llegó acompañado de un agente uniformado y tres paramédicos que llevaban una camilla plegable. Necesitaban espacio para desempeñar su trabajo, así que le tendí una mano a Erroll para que me ayudara a levantarme. Los paramédicos ya habían empezado a determinar las constantes vitales de Phyllis. Era preciso evaluar la gravedad de sus heridas antes de trasladarla.
Volví la cara, incapaz de mirar cómo uno de ellos le insertaba una vía intravenosa.
—Quiero echar un vistazo en la segunda planta —dije, y me dirigí a las escaleras. Pensé que quizás Erroll me seguiría, pero tenía la atención fija en Phyllis. Los paramédicos hablaban en voz baja mientras le suministraban los primeros auxilios.
Al llegar a lo alto de las escaleras torcí a la derecha. Inspeccioné el dormitorio principal y el baño, en los que no parecía haber entrado nadie. Volví sobre mis pasos y eché una ojeada en uno de los dormitorios para invitados, donde Phyllis había apilado las cajas de la mudanza que aún estaban por abrir. Ned le había ahorrado ese trabajo: tras rasgar la cinta de embalar, había conseguido abrir diez de las trece cajas de embalaje y esparcir su contenido por el suelo. Vi un montón de libros, archivos y material de oficina desperdigados sobre la moqueta. El dormitorio tenía un aspecto caótico, pero me pareció apreciar cierto orden sistemático en aquel revoltijo. Ned se había ocupado primero de Phyllis, dejándola fuera de combate para poder llevar a cabo su búsqueda sin interrupciones. Tres cajas permanecían cerradas, lo que significaba que se había visto obligado a abandonar su tarea. Por dos veces había intentado registrar mis pertenencias en busca de sus preciados recuerdos: la primera en mi despacho, donde no había conseguido entrar, y la segunda cuando fue a mi estudio y se topó con Pearl y con Lucky. Entonces debió de cambiar de objetivo y centrarse en Phyllis. Crucé el pasillo e hice un rápido registro visual del segundo dormitorio para invitados, que Phyllis usaba como despacho. Ned no había llegado tan lejos, porque la habitación estaba intacta.
Cuando volví a la primera planta, Erroll hablaba con el agente uniformado que había respondido a su llamada al 911. El agente estaba tomando notas, pero hizo una pausa mientras los paramédicos subían a Phyllis a la camilla y la inmovilizaban mediante correas. Erroll los acompañó hasta la puerta, donde sacaron la camilla al pasillo y la metieron con cuidado en el ascensor. Una tercera paramédica llevaba la bolsa de suero. El policía y yo nos quedamos en el salón mientras Erroll entraba en el ascensor y se valía de su llave para ponerlo en marcha.
El agente me dijo que se llamaba Pat Espinoza. Era un hombre de aspecto aseado que parecía muy seguro de sí mismo. Treinta y tantos, buena forma física. Tendrían que haber fijado su fotografía a una valla publicitaria para anunciar posibles empleos en el Departamento de Policía de Perdido, porque era exactamente el tipo de persona que querrías que apareciera en el escenario de un crimen mientras tratabas de serenarte.
Erroll ya le había dado los detalles básicos, así que yo me centré en el trasfondo de la historia. El agente Espinoza me dijo que un inspector venía de camino y me preguntó si me importaría esperarlo. Después me extrañaría no ser capaz de reconstruir la secuencia de acontecimientos y conversaciones con un mínimo de continuidad. Lo recordaba casi todo, pero tenía algunas lagunas provocadas por toda una serie de emociones que intentaba reprimir.
Me percaté de que Erroll había vuelto, pero no estaba segura de cuánto rato llevaría en el piso. Lo encontré apoyado contra la pared, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Oí voces procedentes del vestíbulo y luego un golpecito en la puerta, que seguía abierta. Erroll abrió los ojos cuando apareció un inspector de paisano que rondaría los sesenta. Llevaba gafas bifocales sin montura y tenía el pelo ralo y gris, cejas rebeldes y bigote canoso.
Erroll se apartó de la pared.
—Erroll Price —se presentó.
—Inspector Crawford Altman, Departamento de Policía de Perdido.
Erroll y el inspector Altman se dieron la mano.
—Yo vivo enfrente —dijo Erroll—. La señorita es Kinsey Millhone, una amiga de Phyllis. Es una investigadora privada de Santa Teresa.
El inspector se volvió hacia mí y nos dimos la mano. No pude evitar fijarme en todas las arrugas que tenía en la cara, incluyendo una cicatriz plateada de quince centímetros que le distorsionaba el párpado del ojo izquierdo. Más que un policía, parecía un científico chiflado.
—¿Por qué no se sienta? Podemos charlar cuando haya acabado de hablar con el señor Price.
—De acuerdo —respondí.
Me metí en la cocina, demasiado inquieta y sobreexcitada para sentarme. A través de la hilera de ventanas de la cocina divisé el muelle, situado a una manzana de distancia. El sol aún tardaría otra hora en ponerse, y aquel cielo tan azul parecía contrario a la tragedia que acababa de suceder. Las casas de una planta de la manzana situada entre el complejo de pisos y el muelle no tapaban la vista. Los mástiles de los barcos amarrados en el puerto oscilaron y se inclinaron ligeramente cuando una lancha motora pasó por su lado. Como era sábado, los turistas deambulaban por el paseo marítimo. Conté los negocios que se veían desde las ventanas: un restaurante de fish and chips, una tienda de camisetas y una pequeña galería de arte que probablemente vendía marinas pintadas por artistas de la zona.
Me volví y dirigí la mirada más allá de la encimera que separaba la cocina del salón. Erroll y el inspector Altman continuaban hablando. Pese a haber hecho una inspección rápida de la segunda planta, aún no había visto las escaleras traseras. Había dos puertas a mi izquierda. La primera daba a un espacioso lavadero que hacía las veces de despensa. Me dirigí a la segunda puerta y usé el borde de la camisa para abrirla, por si Ned había tocado el tirador. Tenía ante mí las escaleras interiores que llevaban hasta la planta baja. Bajé por las escaleras procurando no tocar nada. Si Ned había dejado huellas dactilares en algún sitio, no quería borrarlas, y menos aún añadir las mías. Al pie de las escaleras había una puerta de cierre automático, que alguien había abierto con un gato para vehículos. En el suelo vi un puñado de cubiertos de plata tirados de cualquier manera. El garaje para dos coches estaba vacío. El uso del gato me pareció una idea muy astuta: daba a entender que se estaba cometiendo un robo, y que el intruso se había asegurado de poder cargar el coche y volver después al piso para recoger el resto de los objetos que quisiera robar. Ned y sus sutilezas.
Sentí una punzada de ansiedad y reconocí la sensación: culpabilidad pura y dura. No dejaba de pensar que Ned consiguió localizar a Phyllis únicamente porque yo había quedado con ella. No sabía cómo lo habría averiguado, pero aquella agresión no era un acto de violencia gratuita perpetrado por un asaltante desconocido. Aquello era obra de Ned, y cuando me llegara el turno de hablar con el inspector Altman, me vería obligada a contarle toda la historia. ¿Habría cometido algún error? Seguro que sí. ¿Cómo podía explicar, si no, que Ned hubiera llegado al piso poco antes que yo? No le había dicho ni una palabra a nadie acerca de mi visita a Phyllis, y ni siquiera había mencionado adónde me dirigía cuando salí de Santa Teresa en dirección a Perdido. Tenía que ser Phyllis la que, sin darse cuenta, hubiera filtrado los detalles.
El inspector Altman apareció de pronto a mi lado.
—Siento el retraso.
—Un momento —dije captando la atención de Erroll—. Phyllis tiene coche, ¿no?
A Erroll pareció sorprenderle mi pregunta.
—Un Oldsmobile Cutlass Supreme de 1988, con pintura personalizada de color rojo vivo. Es su posesión más preciada.
—Pues no está en el garaje, así que Ned debe de haberlo robado para salir de aquí.
—¿Quién es Ned? —preguntó Altman.
Saqué del bolso la circular de la policía sobre Ned Lowe y se la pasé.
—Este es probablemente el hombre que busca. Ned es su exmarido.
—Esta circular nos llegó al departamento a principios de semana. Le pediré a Pat que lo investigue. ¿Por casualidad no sabrá el número de la matrícula? —preguntó Altman dirigiéndose a Erroll.
—LADY CPA —respondió Erroll.
Altman se ausentó el tiempo suficiente para pasarle la información al agente Espinoza. Cuando volvió, Erroll dijo:
—¿Le importa si vuelvo a mi casa? Tengo cosas que hacer.
—De acuerdo —respondió Altman, y a continuación le dio su tarjeta—. Llámeme si se le ocurre alguna cosa más.
Cuando Erroll se fue, el inspector Altman volvió a centrar su atención en la circular.
—¿Ha pedido Phyllis una orden de alejamiento contra él?
—Lo dudo. Están divorciados desde hace años, pero puede que Ned piense que Phyllis guarda algo que él quiere. Se llevó recuerdos de todas las chicas a las que asesinó, principalmente bisutería barata, por lo que tengo entendido. Ned debió de pensar que yo guardaba esos recuerdos, pero no consiguió entrar ni en mi despacho ni en mi estudio. Supongo que abandonó ese plan y decidió probar suerte en casa de Phyllis.
Le expliqué mis anteriores encontronazos con Ned y todo lo sucedido hasta aquel momento, sin entrar en muchos detalles. Supuse que el inspector me interrumpiría para hacerme preguntas si precisaba alguna aclaración.
—La cuestión es que hablamos de todo esto por teléfono hace dos días, que es cuando me invitó a tomar algo en su casa. Habíamos hablado alguna vez, pero no nos conocíamos y Phyllis sugirió que viniera a Perdido.
—¿Sabía alguien más que usted iba a venir?
—No que yo sepa. Estoy segura de que no se lo mencioné a nadie, y si Phyllis lo hizo, eso tampoco explica cómo consiguió Ned la información.
—Suerte que llegó usted en el momento en que lo hizo. Si hubiera llegado más tarde, Ned Lowe habría acabado lo que se había propuesto.
—Si pensaba matarla, la habría estrangulado o asfixiado después de dejarla inconsciente de un golpe. Ned quería que yo la encontrara, es así de retorcido. Por una parte, disfruta moliendo a palos a Phyllis, y por otra me pone a mí sobre aviso. Dos pájaros de un tiro. Lo malo es que Phyllis nunca llegó a tener esos recuerdos, por lo que Ned ha perdido el tiempo.
—He llamado a un par de agentes de la policía científica. Puede que encuentren algunas huellas latentes que vinculen a Ned con la agresión.