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Miércoles, 4 de octubre de 1989

El hecho de que Santa Teresa sea una ciudad tan pequeña tiene una ventaja: aunque vivan en ella 85.000 almas, sólo hay una estación de autobuses, una estación de ferrocarriles y un aeropuerto con un total de seis puertas de embarque. Armada con una fotografía de Fritz, hice unos cuantos viajes breves para preguntar en las taquillas de los autocares Greyhound, en las de la estación de ferrocarriles y en los mostradores de Delta, United, American Airlines y USAir. Ninguno de los empleados recordó haber atendido a Fritz durante la semana anterior. Podría haber hecho una visita a las dos compañías de vuelos chárter, pero no creí que Fritz destinara parte del dinero que había conseguido con tanto esfuerzo a fletar un avión. Para mayor seguridad, tuve una breve conversación con cinco de los taxistas que hacían cola en el aeropuerto a la espera de clientes. Ninguno reconoció la fotografía de Fritz. Cuando volviera al despacho, haría un montón de fotocopias y se las enviaría a los veinte taxistas restantes. Era posible que Fritz hubiera salido de la ciudad en coche en compañía de Austin Brown o, si viajaba solo, que hubiera hecho autoestop hasta cualquier lugar desconocido. En resumidas cuentas, no encontré ni rastro de él.

Volví a casa de los McCabe a las ocho de aquella noche. Esta vez Lauren iba en bata y zapatillas y tenía aspecto de inválida. Hollis se estaba preparando una bebida y automáticamente me sirvió una copa de Chardonnay del caro. Les ofrecí un informe verbal de lo que sabía, y luego dije:

—Antes mencionasteis que no teníais parientes cerca de Santa Teresa.

—Tengo un hermano en Topeka, pero no ha dicho ni pío desde que metieron a Fritz en la cárcel —dijo Hollis—. Mira, Fritz tiene amigos de todo tipo. Incluso le organizaron una fiesta cuando salió del correccional. Se ha estado alojando en casas de amigos los fines de semana. Es un chico muy popular. No me vengas con lo de que nadie tiene ni idea. Seguro que Fritz le comentó algo a alguno de ellos.

—Se lo preguntaré a Troy y a Iris mañana a primera hora —dije.

—¿Y qué hay de Bayard? —preguntó Lauren.

—También está en la lista.

—Cuanto antes hables con él, mejor —dijo Lauren—. ¿Crees que serviría de algo si ponemos un aviso en algunos periódicos? ¿Los de Los Ángeles y San Francisco, por ejemplo?

—Lo dudo. Si Fritz se ha ido voluntariamente, no va a estar mirando los anuncios por palabras para ver si le enviáis mensajes.

—¿Qué quieres decir con «si se ha ido voluntariamente»? ¿Insinúas que lo han secuestrado? —preguntó Lauren.

—Claro que no lo han secuestrado —dijo Hollis con tono irritado—. El chico está forrado. Va por ahí con un montón de pasta. Lo más probable es que haya ido a Las Vegas y ya se haya fundido todo el fajo de billetes.

—No sirve de mucho especular —repliqué—. La policía de Santa Teresa hará circular su fotografía y las circunstancias que rodearon su desaparición. Si queréis localizarlo, ellos son vuestra mejor opción.

—Ya veo que tienes mucha más fe en la policía que yo —dijo Hollis.

Por enésima vez, me senté en el coche y repasé mis notas, iluminándolas con mi pequeña linterna. Cuando me encuentro en un punto muerto, mi plan de acción consiste en empezar de nuevo desde el principio y volver a interrogar a todas mis fuentes por segunda vez. Coloqué un puñado de fichas boca abajo y elegí una al azar. El nombre de Bayard había pasado a un primer plano, así que me encaminé a su casa de Horton Ravine. Ya eran las nueve y cuarto y no sabía si sería prudente presentarme en casa de alguien a aquellas horas. No creí que durmieran, pero puede que ya se hubieran puesto el pijama y estuvieran absortos en su programa de televisión favorito. El día había tocado a su fin. Casi nadie se alegra de las intromisiones, y menos aún si vienen de mí.

Ellis me abrió la puerta. Iba descalzo y llevaba pantalones de chándal y otra camiseta blanca ajustada, esta vez sin nada escrito.

—Me disculpo por la hora —dije—, pero ha surgido algo relacionado con Fritz y querría hablar con Bayard.

—Ahora está con su masajista, pero acabarán en diez o quince minutos. Le diré que usted lo espera.

—No hay prisa —dije—. ¿Le importa si voy al baño?

—Tercera puerta a la derecha —respondió, y luego cruzó el recibidor en dirección a otra ala de la casa. Confieso que me tomé mi tiempo y fui abriendo varias puertas a lo largo del pasillo. La verdad es que no me pude contener. Si Ellis no quería que echara una ojeada, tendría que haberlo dicho. Armario para los abrigos, dormitorio, dormitorio, armario para la ropa de cama.

Encontré el baño, el cual estaba decorado con motivos egipcios. Las paredes estaban tapizadas con una tela estampada con criaturas mitológicas y una profusión de flores estilizadas. Había litografías de figuras humanas dibujadas de perfil, con los brazos doblados en posturas rígidas y los pies puntiagudos vueltos de lado. El tocador de taracea se extendía a lo largo de toda una pared. El taburete del tocador tenía el respaldo de caña y un asiento de brocado en tonos azules y dorados. Habían tallado cabezas de leones y hojas de loto en las barras del respaldo. Todo era sorprendentemente elegante. Cogí los distintos frascos de perfume y los olí, pero no me puse un poco detrás de las orejas. Estaba segura de que Ellis habría detectado enseguida la fragancia robada cuando coincidiéramos en la misma habitación.

Hice uso del aseo para no levantar sospechas. A continuación, como tenía un poquito de tiempo disponible, decidí echar un vistazo a mi alrededor. Vi que había una puerta a mi derecha y la abrí, por supuesto. Fui a parar a un dormitorio para invitados en el que todo hacía juego en distintos tonos de azul: moqueta, cortinas, ropa de cama, papel pintado. No había adornos a la vista, y los dos cajones que abrí estaban vacíos. Supuse que estarían destinados a los invitados que pasaran allí el fin de semana. Me fijé en la gran bolsa de lona con dos ruedas y en la maleta expandible con cuatro ruedas, ambas cerradas y colocadas al pie de la cama. Abiertas sobre la cama había una bolsa de mano de cuero negro y una maleta pequeña que probablemente cabría en el compartimento superior de un tren o de un avión. Las prendas de la maleta —camisas, jerséis y dos pares de pantalones— estaban cuidadosamente dobladas, mientras que la ropa de la bolsa parecía metida de cualquier manera. Habría jurado que la primera pertenecía a Ellis y la segunda a Bayard, quien probablemente no tenía mucha paciencia. Me sorprendió que no le hubiera ordenado a Ellis que le hiciera la maleta. Tanto la bolsa como la maleta eran nuevas y aún llevaban las etiquetas en las que constaban su capacidad, sus características exclusivas y sus precios desorbitados. La bolsa de mano de cuero negro llevaba una etiqueta con un monograma, BAM. Bayard Nosequé Montgomery. Arthur. Allen. Axel. Admiré el jersey de cachemira azul marino que había metido en la bolsa, junto a unos auriculares y un walkman que sin duda le serían útiles cuando llegara a su destino.

Volví de puntillas al baño, donde me lavé las manos haciendo mucho ruido y luego busqué a mi alrededor tratando de averiguar cómo secármelas. No sé por qué los ricos son tan dados a hacer cosas así. Qué falta de consideración por su parte. Las toallas de hilo de un blanco inmaculado tenían el tamaño de una servilleta, y si usaba una, las huellas de mi manaza habrían obligado al ama de llaves a enviarlas a una lavandería especializada a Dios sabe qué precio.

Decidí secármelas en la parte de atrás de los vaqueros, donde las manchas mojadas apenas se verían. Tendría que procurar no sentarme.

Cuando regresé al salón, Ellis ya había vuelto.

—Bayard dice que puede esperar en la biblioteca, allí estará más cómoda. ¿Le apetece beber algo?

—No, gracias.

Me dejó a solas en la inmensa biblioteca, donde habría disfrutado como una posesa si me hubieran permitido curiosear a placer. Me limité a echar una ojeada al montón de cartas sin abrir que había en la bandeja de Bayard, a inspeccionar rápidamente su cuaderno de direcciones y a repasar la nota que había escrito en la primera página de un bloc que también llevaba su monograma impreso. En la primera línea vi las iniciales «AA» rodeadas con un círculo y un interrogante. ¿Contemplaba Bayard la posibilidad de asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos? Sería un paso importante. Bajo las iniciales, había escrito 8760RAK. La combinación de letras y números indicaba que podría tratarse de una matrícula de California. Encontré una hoja en blanco y copié las notas. Luego arranqué la hoja, la doblé, me la guardé en el bolsillo y dejé el bloc donde estaba. Me senté en una silla colocada al otro lado del escritorio y así conseguí aparentar inocencia cuando por fin apareció Bayard, envuelto en un albornoz de toalla blanco.

Debía de venir directamente de su sesión de masaje, porque tenía la piel y el pelo embadurnados de aceite.

—¿Cómo estás? Siento haberte hecho esperar.

—No te preocupes —respondí—. Te debo una disculpa por presentarme tan tarde sin haber llamado antes.

—Soy como una lechuza, a mí no me parece que sea tarde.

Bayard fue hasta el otro lado del escritorio y se sentó.

—Si has venido para decirme que Austin ha vuelto, ya lo sé. Fritz dice que le dejó un mensaje en el contestador de sus padres.

—Las noticias vuelan.

—Stringer me llamó y me dijo lo mismo. Se lo había contado Iris, aunque ella no mencionó dónde lo había visto.

—En el Clockworks, el pasado martes por la noche. Joey y ella estaban jugando al billar. Iris se preparaba para tirar cuando vio a Austin. Y luego volvió a verlo el viernes, conduciendo por State Street. Iris no podía asegurar que Fritz fuera en el coche con él, pero esa fue su impresión.

—¿En serio? De hecho, el viernes fue la última vez que vi a Fritz.

—¿Por la mañana o por la tarde?

—Se presentó aquí el viernes por la mañana. Yo tenía hora en el dentista a las diez y media, y me mosqueé con él porque no se iba. Estaba tan pasado de rosca que pensé que iba drogado.

—¿Por qué estaba tan excitado?

—No me lo dijo enseguida, pero eso es típico de Fritz. O bien te lo suelta de sopetón antes de que se lo preguntes o se anda con rodeos, lanza indirectas y deja caer alguna cosa hasta que acaba contándotelo todo. Esa es su forma de guardar secretos.

—¿Qué te dijo esta vez?

—Que contó alguna patraña en el banco y acabó con veinticinco de los grandes en el bolsillo. Ya me había explicado cómo pensaba hacerlo, pero no creí que se atreviera.

—Puedes imaginarte lo contentos que están sus padres —comenté—. ¿Te dijo qué pensaba hacer con el dinero?

—Supuse que había decidido pagar al chantajista, lo cual me pareció un error.

—¿Cómo vino hasta tu casa si no tiene permiso de conducir?

—Había cogido el coche de su madre, así que estaría conduciendo sin carné. En mi opinión, debería largarse de aquí.

—¿Por qué lo dices?

—Porque Austin prometió vengarse. Eso salió en el juicio. Juró que mataría a quien lo delatara, y Fritz fue el que se chivó. Por lo tanto, Austin querrá matarlo.

—Diez años me parece una espera muy larga.

—¿Qué otra opción tenía? Fritz no salió de la cárcel hasta hace cuatro semanas. ¿Cómo iba a matarlo mientras permanecía encerrado? A menos que tuviera algún amigo en el correccional dispuesto a cargárselo, a Austin no le quedaba más remedio que esperar hasta que Fritz fuera puesto en libertad.

—Tienes razón. ¿Y por qué vino Fritz a verte a ti?

—Quería que lo acompañara cuando fuera a encontrarse con el extorsionista. Como ya le había dicho que no por teléfono, intentó convencerme en persona. Me parecía un error que fuera, y yo no iba a ponérselo fácil.

—¿Cómo acabó la cosa? ¿Decidió Fritz encontrarse con Austin a solas?

—Supongo que sí. A menos que consiguiera embaucar a algún incauto para que lo acompañara.

Al llegar a casa me dediqué a tomar un montón de notas, cosa que apenas me alivió el estrés. Este asunto me estaba poniendo de los nervios y necesitaba cambiar de enfoque. A primera hora de la mañana siguiente fui al despacho, donde llamé a Diana Álvarez y la invité a comer. Había decidido llevarla al hotel Edgewater, con la esperanza de intimidarla lo bastante para resquebrajar su glamurosa fachada. Esperaba convencerla de una idea que se me había ocurrido, y quería ser yo la que llevara la voz cantante. Antes de acabar de explicarle mi propuesta, Diana me interrumpió.

—Se me ocurre un plan mejor: pagaremos a escote. Tengo una cita fija los jueves y me gustaría que tú también vinieras. Tú pagas tu parte y yo la mía.

—Ya sé lo que quiere decir «pagar a escote», Diana. Si tienes una cita, no quisiera entrometerme.

—No te preocupes. Nos encontraremos en el aparcamiento de Ludlow Beach, junto a las mesas de pícnic. Ven a las once y media. Si llegas más tarde, el plan se irá a la porra.

—Me parece bien.

¿Cómo se las había arreglado para acabar mangoneándome?

Mi relación con Diana Álvarez era bastante compleja. Su hermano, Michael Sutton, había entrado en mi despacho hacía algún tiempo con la esperanza de contratarme. Michael había leído un artículo en el periódico, publicado en el aniversario de un secuestro que tuvo lugar en Santa Teresa muchos años atrás. Alguien había secuestrado a una niña de tres años llamada Mary Claire Fitzhugh cuando jugaba en el jardín trasero de su casa en Horton Ravine, y Michael se había acordado de repente de algo relacionado con la muerte de la niña. Estaba convencido de que, a los seis años, se topó con los dos secuestradores cuando estos enterraban el cuerpo de Mary Claire en el bosque. Aquellos dos individuos eran, de hecho, la pareja que había exigido quince mil dólares de rescate, cosa que me pareció que delataba su falta de experiencia. Sí, los veinticinco mil que pedía el extorsionista de los McCabe eran bastantes más, pero no dejaban de ser una cantidad pequeña.

Conseguí localizar la zona que Michael recordaba, pero entonces su hermana Dee —también conocida como Diana Álvarez—, de la que estaba distanciado, se presentó en mi despacho con pruebas de que Michael había confundido la fecha, y, por consiguiente, no podía haber visto lo que afirmaba haber visto. En realidad, Michael vio a los dos individuos enterrando billetes marcados procedentes de un secuestro de «prueba» que salió tal y como habían planeado, pero del que obtuvieron un dinero que no podían gastar. Cuando los secuestradores lo intentaron de nuevo, las cosas no salieron bien y la segunda niña murió.

Antes de aquello, Michael Sutton había estado sometido a la influencia de una psicóloga especializada en recuperar recuerdos reprimidos de abusos sexuales. La psicóloga lo convenció de que su padre y su hermano lo habían agredido sexualmente. Michael acabaría retractándose, pero la familia quedó destrozada por sus acusaciones y a partir de entonces lo consideraron tóxico, al menos en opinión de Diana Álvarez. Aquel primer encuentro con ella sentaría las bases de nuestra relación, que empezó con mal pie y que ahora comenzaba a mejorar. A mi modo de ver, lo único que la salvaba era su gusto en el vestir, y me avergüenza admitir que se lo copié nada más conocerla. Ahora, cuando no llevaba los vaqueros y las botas de rigor, me ponía zapatos planos y medias negras, minifaldas y jerséis de cuello alto. Dada mi condición de investigadora dura de roer no pensaba admitírselo a nadie, pero justo es reconocerlo.

Cuando aparqué en la zona de pícnic de Ludlow Beach, descubrí que la cita fija de Diana era un hombre que tenía una camioneta desde la que vendía los perritos calientes más deliciosos que había comido en mi vida. Pura lujuria. La cola de ávidos clientes ya casi daba la vuelta al aparcamiento, y sólo gracias a que Diana se abrió paso a empujones conseguimos encontrar un sitio cerca del principio. Insistí en invitarla y a continuación debatimos las virtudes de los perritos de Coney Island frente a los que vienen rebozados en harina de maíz, los de ternera frente a los de cerdo, el estilo neoyorquino frente al estilo de Chicago, los semiahumados frente a la Bratwurst y los orgánicos frente a nada, ya que, por cuestiones morales, ambas nos oponíamos a la comida orgánica de cualquier clase.

Nos sentamos cara a cara a una mesa de pícnic, gimiendo y profiriendo exclamaciones de placer mientras engullíamos los perritos cubiertos de mostaza, kétchup, cebollas, pepinillos y pimientos picantes. Necesitamos tres servilletas de papel cada una para limpiarnos después. Me habría gustado tumbarme en el césped y echarme una siesta, pero me pareció poco profesional. Cuando por fin saqué el tema del homicidio de Sloan Stevens, me sorprendió mi nerviosismo. Apenas había pronunciado la primera frase, cuando Diana me interrumpió.

—Ya te dije que al director de mi periódico no le interesa ese asunto.

—Pues vende la idea en otra parte —repuse—. No me refiero a que lo saques como noticia breve. Esto da para un reportaje largo, quizá dividido en dos o tres partes. Escucha esto: a los chicos que participaron en el crimen no les ha ido nada bien. Es como si la muerte de Sloan los hubiera marcado de por vida. Retrocede en el tiempo y cuenta la historia desde el principio, cuando Iris Lehmann robó el examen. Aquel acto dio pie a todo lo que vendría después, y las consecuencias aún resuenan ahora. Ya sabes que Margaret Seay te ayudará en todo lo que necesites. Aún conserva las transcripciones del juicio, y esos documentos contienen un sinfín de detalles.

Diana se quedó mirándome sin decir nada.

Parecía muy poco convencida. No me percaté de lo mucho que me importaba aquel asunto hasta que examiné su expresión y comprendí que no le entusiasmaba la idea de abanderar la causa.

—Fuiste tú la que dijo que esta historia tiene todos los elementos necesarios para captar el interés de los lectores: juventud, sexo, dinero, traición.

—Eso es cierto —admitió Diana. ¿Cómo iba a refutar algo que había dicho ella misma?

—Las repercusiones de un delito como este no tienen fin. Fíjate en todas las vidas que se han visto afectadas hasta ahora por la tragedia, y los problemas aún no se han acabado.

Diana cambió de expresión.

—Vaya vaya, me parece que ya lo capto. Cuando me llamaste por primera vez para hablar de Fritz McCabe, no mencionaste por qué estabas tan interesada en los detalles del caso.

—Sí que lo mencioné. Te dije que quería hablar con todos los implicados en el asunto.

—Porque te habían contratado para investigar algo, ¿verdad?

—Puede.

—¿De qué se trataba?

Tuve que reconocérselo, Diana era como un perro de caza cuando olfateaba una historia. Iba directa al meollo del asunto, y yo sabía que no se rendiría hasta que quedara satisfecha con las respuestas.

—Preferiría no entrar en detalles —contesté—. Es un asunto confidencial.

—¿Entonces a qué viene esta conversación? ¿Qué sentido tiene seguir hablando?

—Fritz McCabe ha desaparecido. Su padre denunció la desaparición a la policía ayer por la mañana. Algunos de los detalles saldrán a la luz de todos modos, y me pediste que te tuviera informada de las novedades.

—Vale, has conseguido captar mi interés. ¿Qué clase de novedades?

—¿Sabías que Iris Lehmann está prometida con el hermanastro de Sloan, Joey?

—No lo sabía, pero me parece bastante raro.

—A mí también, pero casi todas las relaciones sentimentales me lo parecen. La cuestión es que vinieron a mi despacho el martes, porque Iris dice que vio a Austin dos veces la semana pasada.

—¿Por qué querría volver Austin?

—Buena pregunta. —Obviamente, la historia no tendría sentido hasta que le revelara a Diana los datos pertinentes—. ¿Me guardarás el secreto?

—Desde luego.

—Parece que Austin está detrás de una extorsión relacionada con una cinta pseudopornográfica que alguien grabó hacia la misma época en que mataron a Sloan. Ha amenazado con enviar una copia al fiscal del distrito si los McCabe no pagan el rescate.

Le detallé lo sucedido hasta el momento, incluyendo el viaje de Fritz al banco y su huida con los veinticinco mil en efectivo.

—¿Por qué idearía Austin un plan así?

—Supongo que necesitará los veinticinco mil. Su vida es un desastre. En vez de convertirse en un abogado de éxito está escondido en alguna parte haciendo Dios sabe qué. Desde luego, no es el futuro que él hubiera imaginado —respondí.

—Lo que nos lleva de nuevo a tu sugerencia de que el asesinato de Sloan ha tenido unas consecuencias devastadoras para quienes lo cometieron.

—Exactamente. Y lo mismo puede decirse de Troy. Me pareció un buen chico, pero la cárcel lo descentró y puede que nunca recupere el equilibrio.

—¿Qué hay de Bayard?

—Es un gandul alcoholizado que vive de su herencia. Ahora comparte casa con la viuda de su padre, a la que Tigg debía de doblarle la edad. Y luego está Poppy Earl. Era la mejor amiga de Sloan hasta que apareció Iris Lehmann. Poppy está escribiendo un guion sobre el asesinato, con la esperanza de hacer fortuna.

—Entiendo —dijo Diana—. Tendría que pensármelo. Conozco a un par de directores de revistas que podrían estar dispuestos a arriesgarse.

—Te daré mi opinión, por si te sirve de algo —dije—. Pica alto o déjalo correr. No pruebes suerte en publicaciones regionales de poca monta. Piensa en Vanity Fair, o en revistas de esa categoría.

—¡Caray! Sí que eres ambiciosa… —Diana alargó el brazo y cogió el bolso—. Haré algunas llamadas y ya te diré algo.

Levanté una mano.

—Una cosa más. Quisiera decir algo sobre tu hermano Michael.

—Ni hablar —dijo Diana con voz tajante.

—Déjame decirte sólo una cosa. No tienes que responder. Créeme, soy experta en rencillas familiares y no te estoy pidiendo que cambies de opinión. —Esperé, y al ver que no se levantaba de la mesa y se iba, continué hablando—. Michael estaba muy desorientado, y sé que hizo un daño irreparable a varias personas a las que quieres, pero después intentó comportarse como es debido.

Diana permaneció en silencio un buen rato, y cuando yo ya estaba a punto de aceptar la derrota y olvidarme del asunto, suspiró profundamente y dijo:

—Vale, de acuerdo.