37

La ejecución

Junio de 1979

Mientras subía trabajosamente por el camino de la montaña en la oscuridad, Fritz comenzó a sentir náuseas y se preguntó cómo podía haberse descontrolado tanto la situación. De alguna manera, se había visto envuelto en una guerra que no era la suya. Si Austin tenía cuentas que saldar con Sloan, ¿cómo habían acabado metiéndose en la disputa los demás? Austin lo consideraba idiota, lo que llevaba a Fritz a actuar como si lo fuera. Pasaba lo mismo que cuando su madre le decía lo mal que conducía. En cuanto se subía al coche con él, Fritz cometía alguna estupidez, como dar marcha atrás y derribar un cubo de basura. Su madre no tenía que decir ni una palabra. A partir de aquel momento, rozaba la acera con la rueda al doblar la esquina o miraba en otra dirección cuando el semáforo se ponía en ámbar. Entonces ella soltaba un grito, se agarraba al salpicadero y señalaba el coche que venía de cara y que él no había visto.

Troy había sido lo bastante listo para plantarse. Los había llevado hasta el inicio del camino y se había negado a acompañarlos más allá. A Fritz tampoco le entusiasmaba aquella expedición, pero probablemente ya era demasiado tarde para protestar. Y aunque se hubiera atrevido a hacerlo, ¿qué iba a decir? Austin no lo dejaría escapar. Durante la fiesta, Fritz se había tomado cinco vasos de ponche rosa y dos de ponche verde, y luego lo había vomitado todo mientras fingía salir a orinar. Ahora tenía la cabeza a punto de estallar, y si no le preocupara tanto hacer el ridículo, daría media vuelta y bajaría el camino a pie. Troy y él podían largarse mientras Austin hacía lo que tuviera que hacer. Seguro que acabaría humillando de algún modo a los tontos que tuvieran la desgracia de estar presentes. Fritz habría dado cualquier cosa por tenderse en la caja de la camioneta y taparse la cabeza con la chaqueta, pero era más fácil seguir andando, a la espera del momento propicio para enfrentarse a Austin. Sí, claro. Como si eso fuera a pasar.

Oyó subir a los demás a su espalda. Austin llevaba una linterna, pero sólo él se beneficiaba del haz de luz mientras los otros tres se quejaban y maldecían. Era un camino muy poco transitado, cubierto de ramas caídas que se partían al pisarlas. Fritz no apartaba la mirada de aquel terreno tan escarpado, esforzándose por mantener el equilibrio. Como no estaba en forma, jadeaba ruidosamente y había empezado a sudar.

—Solía venir aquí de acampada cuando era boy scout. No sé qué estamos haciendo, tíos. Este sitio es una mierda.

—Cállate, Fritz.

Como de costumbre, Austin se dirigió a él con la voz cargada de desprecio.

—Lo digo en serio. En mi opinión, esto es una estupidez.

—Nadie te ha pedido tu opinión.

Poco después, Fritz tropezó y se le disparó la pistola. Había apretado el gatillo sin querer, pero Austin no perdió ocasión de saltarle a la yugular.

—¿Qué te pasa, tío? ¡Pon el seguro! Podrías haber matado a alguien.

—Pero…

—No me vengas con «peros», tarado.

Fritz se volvió, pero Austin le dio un golpe en el hombro.

—Eh, tío, no me des la espalda. Te he ordenado algo, y espero que lo cumplas. Pon… el… seguro.

—Antes has dicho que lo quitara. Tú lo has quitado cuando estábamos en la cabaña.

Fritz sabía que hablaba con voz chillona, pero estaba harto de que le echaran la culpa de todo.

—¿Esto te parece una cabaña? —gritó Austin—. Esto es el puto monte. Estamos subiendo por un camino en plena noche. Si te caes con el seguro quitado te dispararás, suponiendo que no nos dispares a nosotros primero. Ven aquí. Dame eso.

Austin le arrancó el Astra de la mano y le mostró cómo se ponía el seguro del gatillo.

Fritz pensó que lo que acababa de hacer Austin era mucho más peligroso: le había arrebatado la pistola y había apuntado con ella en varias direcciones. Al menos Fritz había mantenido el cañón dirigido al camino de tierra, por lo que cuando la pistola se disparó él no estaba apuntando a nadie.

Sloan soltó un grito al oír el disparo, pero durante el resto del trayecto no abrió la boca. Fritz supuso que habría adoptado la misma actitud que él. Era mejor callarse y hacer lo que te decían o la situación empeoraría aún más. Si le seguían la corriente a Austin, a lo mejor se olvidaba del asunto y todos podrían irse a casa.

Por fin llegaron a la muela, donde la naturaleza había ido aplanando el terreno hasta formar un enorme claro. Las cabañas, así como las salas de actos y los comedores, quedaron abandonados años atrás. Ahora el condado estaba demoliendo las ruinosas estructuras y usaba los escombros para llenar la vieja piscina, que aún suponía un peligro pese a estar vacía. Habían aparcado una excavadora cerca de un vertedero, donde se amontonaba parte de la madera. En los escasos edificios que aún se mantenían en pie, las ventanas estaban entabladas y los tablones del porche se habían podrido. Incluso en pleno auge del campamento las estructuras eran «rústicas», lo que significa mal iluminadas y sin apenas calefacción. Fritz aún temblaba al recordar las arañas lobo: grandes, muy negras y muy rápidas. De noche había cucarachas. Después de que apagaran las luces, cuando los chicos ya estaban en la cama, uno de los campistas de mayor edad gritaba: «¡Trampa mortal!», y encendía la luz. Multitud de insectos de distintas formas y tamaños correteaban en todas direcciones mientras los chicos intentaban matarlos con sus zapatillas de tenis. Otra de sus diversiones consistía en echar petardos a la fosa séptica.

Fritz y Bayard se habían quedado sin aliento después del ascenso, y Austin no estaba mucho mejor. Sloan era la única que parecía eufórica tras el esfuerzo físico. Los cuatro se detuvieron para respirar mientras Austin dirigía la linterna a los edificios de madera. Todo parecía muerto, salvo los hierbajos y la hiedra venenosa que crecían por todas partes. Aquello le recordó a Fritz un estudio de cine en el que habían cubierto las puertas de falsas telarañas con una máquina especial. Austin se acercó al semicírculo de tierra situado frente a la sala de actos. Los campistas usaban aquel anfiteatro improvisado para escuchar charlas sobre la naturaleza. Los monitores sacaban unos cuantos bancos de construcción tosca, que normalmente estaban apilados frente al comedor, para que los chicos se pudieran sentar. Fritz siempre se quedaba de pie en la parte de atrás para poder escaparse a media charla.

Una neblina baja cubría la cima de la montaña, pero el cielo estaba despejado y lleno de estrellas. Al fondo de la cordillera, un resplandor tenue se recortaba en forma de abanico contra el cielo nocturno: era la contaminación lumínica de Santa Teresa. Hacía frío y Sloan, vestida con aquel atuendo improvisado, cruzó los brazos para calentarse. Todos esperaban instrucciones mientras Austin prolongaba su silencio para acentuar el efecto dramático.

Fritz se calentó las manos debajo de las axilas y dirigió una mirada inquieta a Bayard.

—Esto no me gusta nada.

—A mí tampoco.

Austin captó la queja.

—¿Sabes qué, Bayard? No me importa si te gusta o no.

—Estoy con Fritz. No quiero tomar parte en esto. Has dejado que Troy se fuera, ¿por qué no a nosotros? Ni siquiera es asunto nuestro —dijo Bayard.

La voz de Austin fluyó meliflua y seductora.

—¿Te estás negando, Bayard?

—Venga, Austin. Dejémonos de gilipolleces y salgamos echando leches de aquí.

—Aún no he acabado —dijo Austin.

—Pues nosotros sí.

Austin no le hizo caso.

—Eh, Sloan. ¿Qué crees que es esto?

Con el haz de la linterna, Austin iluminó una zanja de un metro de hondo por dos de largo. Sobre la tierra amontonada al lado de la zanja reposaban un pico y una pala. Luego se enfocó la parte inferior de la barbilla con la linterna, y eso confirió a sus facciones un aspecto siniestro. Era algo que los niños hacían por la noche para asustarse mutuamente.

—Uy, sí, qué miedo —dijo Sloan con sorna.

—Te he hecho una pregunta. ¿Qué crees que es esto?

Austin volvió a dirigir el haz de luz a la zanja.

Sloan se llevó la mano a la mejilla.

—Jo, Austin, no lo sé. Parece como si alguien hubiera cavado un hoyo en el suelo.

—¿Por qué no vas y te tumbas dentro para ver si es de tu tamaño?

—No tiene gracia.

—¿Ah, no? —preguntó Austin—. A mí me parece desternillante.

—Tú tienes un sentido del humor muy retorcido.

—Pero un sentido de la justicia muy fuerte.

Sloan se echó a reír.

—¿Así es como te ves a ti mismo? ¿Un tío íntegro? ¿Un hombre de honor? Porque yo sé que no es verdad, y tú también lo sabes.

—Me arrepiento de haber salido contigo —afirmó Austin—. No sé en qué estaría pensando.

—Puede que pensaras que yo era tan horrorosa que agradecería la atención.

—Muy bueno. Se me pasó por la cabeza, ahora que lo mencionas —dijo Austin.

—Déjame decirte lo que se me pasó por la cabeza a mí. Todo este resentimiento entre los dos se remonta al maldito incidente del examen copiado, cuando alguien le escribió aquella nota al señor Lucas. Dijiste que la culpable era yo, cuando sabías de sobra que no lo era.

—Fuiste tú la que se puso a pontificar cuando te enteraste de que Poppy y Troy pensaban copiar en el examen. Les suplicaste que no lo hicieran. Y luego, mira por dónde, el señor Lucas va y recibe una nota en la que se descubre el pastel.

—Tú escribiste aquella nota.

Austin se echó a reír con incredulidad.

—¿Yo? ¿De dónde has sacado esa idea tan absurda? Me parece que has estado fumando demasiada maría.

—A ver qué te parece: había cinco candidatos al premio en memoria de Albert Climping, entre los que estábamos tú, Troy y yo. Como pillaron a Troy copiando, él quedó fuera de la competición. Entonces me acusaste a mí, y así yo también me quedaba fuera. Se supone que los profesores tienen que ser imparciales, pero son ellos los que votan, y cuando les llegue el rumor sobre mí ya puedo despedirme del premio. Tú eres el que sale ganando.

—¿Te olvidas de Betsy y de Patti?

—No pueden competir contigo. No dan la talla, y lo sabes tan bien como yo. Troy y yo éramos la competencia, y tú no soportas perder. Ansías tanto ese premio que harías cualquier cosa para que te lo den.

—No puedo creer que me estés acusando a mí.

—Pues créetelo.

—Retíralo todo —dijo Austin con voz ronca.

—Ni hablar. De ninguna manera.

—¿Te has vuelto loca? ¿Primero me amenazas con la puta cinta y ahora me sales con esto? No puedes acusarme de algo así.

—Acabo de hacerlo. ¿Tú qué piensas, Bayard? ¿Te parece razonable lo que he dicho?

Bayard miró a Sloan y luego a Austin.

—La verdad es que sí. No pensé que fueras una chivata hasta que Austin lo sugirió.

—¿Fritz? —preguntó Sloan volviéndose hacia él—. ¿Tú qué piensas? ¿Austin es culpable o inocente?

—Eh, yo no quiero saber nada de este asunto —respondió Fritz. Soltó una risita incómoda, esperando que Austin no volviera a meterse con él.

Austin se inclinó hacia la tierra amontonada cerca del hoyo que había cavado y cogió un puñado.

—Cómetela.

Sloan se echó a reír, incrédula.

—No pienso comérmela. Cómetela tú.

Austin agarró a Sloan por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás. Luego levantó el puño e intentó meterle la tierra en la boca a la fuerza, pero Sloan movió la cabeza y la tierra cayó al suelo. Sloan emitió un sonido gutural y Fritz sintió cómo se le aceleraba el corazón. Estaba claro que Austin no había previsto esta parte del enfrentamiento. Puede que se creyera capaz de dominarla porque era más fuerte y más rápido que ella, pero Sloan tenía una voluntad de hierro. Estaba acostumbrada a los deportes de contacto y no temía los golpes. Para sorpresa de todos, le asestó una violenta patada a Austin en la pantorrilla con la puntera de su zapato de suela dura. Fritz retrocedió para evitar verse atrapado en el fuego cruzado.

Bayard abrió las manos y las movió hacia abajo, como si así pudiera poner fin al conflicto.

—Eh, venga. No os peleéis. Dejadlo ya. Calmémonos todos, ¿vale?

Fritz los miraba atónito, paralizado por la indecisión. A menudo era objeto de las agresiones de su padre, un hombre irascible que solía descargar su cólera contra él. Los enfados paternos le provocaban taquicardia, una reacción automática que se había repetido ahora. Luchar o huir eran dos de las opciones posibles, pero Fritz parecía más dado a acurrucarse y a hacerse el muerto.

El silencio envolvió el antiguo campamento mientras Austin y Sloan continuaban peleándose. Ambos gruñían y emitían algún que otro grito de dolor. Sloan le estaba ganando la partida, pero Austin también era duro y no parecía dispuesto a ceder. Los dos se detuvieron. Sloan jadeaba y sangraba por la nariz. La caza y la pesca le habían enseñado a luchar con arrojo, y no le tenía miedo al dolor. Austin supuso que al combatir contra una chica el peso y la estatura jugarían a su favor, pero Sloan era fuerte y musculosa. Además, la invadía la furia. Austin sudaba por el esfuerzo. Se agachó para coger una rama caída y la golpeó contra una roca. La rama se partió, dejando a la vista la madera astillada. Austin estaba elevando la apuesta. Sloan retrocedió, cogió carrerilla y se abalanzó sobre él a toda velocidad. Luego bajó el hombro y arremetió contra Austin antes de que este pudiera defenderse. Sloan se levantó en un instante, y cuando Austin recuperó el equilibrio, lo empujó con todas sus fuerzas. El chico cayó de espaldas y Sloan se echó a correr.

—¡Fritz! —gritó Austin.

Sloan llegó al otro extremo del claro, donde consiguió protegerse tras un montón de escombros. Fritz no tuvo tiempo de pensar. Una claridad inusitada agudizó su percepción. La oscuridad limitaba la información visual que recibía, por lo que sólo podía basarse en el ruido que hacía Sloan al correr. Se sintió envalentonado y se dejó llevar por el instinto. Por un momento se despojó de la inseguridad, de las preocupaciones, de cualquier temor a lo que pudieran opinar los demás sobre él. Sabía que así eran los combates: intensos y encarnizados. Austin pareció desvanecerse y Bayard desapareció. La sensación de abandonarse al momento presente lo llenó de euforia. Entretanto, Sloan seguía corriendo hacia el bosque. Fritz vio que la chica desaparecería si daba diez o quince pasos más.

Le temblaban tanto las manos que la pistola casi se le escurrió de los dedos. Quitó el seguro y metió una bala en la recámara. Entonces sujetó la pistola con las dos manos, en una imitación pasable de lo que haría un policía que se enfrenta a un delincuente. Apuntó hacia abajo y disparó, acribillando la maleza a balazos como si recortara matojos con una podadora. Sloan pareció tropezar en la oscuridad y Fritz la oyó gemir de miedo y de desesperación. Se concentró en el ruido de sus pasos, tratando de adivinar su recorrido. Sloan era incapaz de zigzaguear para esquivar las balas, como hacían en las películas. De pronto, Fritz sintió que lo invadía una sensación de poder. Se oyó un grito ahogado y entonces la oyó desplomarse. Se produjo un silencio, y Fritz se volvió hacia Austin con una sonrisa triunfal.

—¡Mira, tío! ¡Lo hemos conseguido! —Presa de la euforia, dirigió una mirada de admiración a la pistola—. ¡Joder! Este cacharro sí que mola. ¿Has visto eso? Creía que se me iba a caer de la mano. ¡Qué pasada!

Soltó un grito de entusiasmo, orgulloso de su hazaña. Miró a Austin, esperando oír unas palabras de ánimo.

—Mierda. ¿Por qué lo has hecho? Nos van a joder vivos.

Fritz miró a Austin con expresión desconcertada.

—Tú me has dicho que disparara.

—¡No es verdad! Quería que la detuvieras, no que la mataras. Ahora vete a buscarla y veremos si es grave. Toma, coge esto.

Le alcanzó a Fritz la linterna y le dio un empujón.

—No puedo haberle dado. He disparado sin mirar. Pum, pum, pum. No creo que haya acertado.

—¿Que hayas acertado? ¿Como si hubieras ganado un mono de peluche? Más te vale no haberle dado.

—Pero ahora está fingiendo, ¿verdad?

—¡Ve a buscarla de una puta vez! Joder, no puedo creer que seas tan incompetente. ¿Por qué me miras a mí? Ve a ver si está bien.

Fritz encendió la linterna. La intensidad de la luz pareció apagar los colores del paisaje. Estaba sobreexcitado. La adrenalina había inundado su organismo y lo hacía sentir eufórico. Nunca había experimentado una energía semejante. Supuso que la cocaína o la heroína tendrían efectos similares. Se sentía tan ligero como si levitara, como si se viera a sí mismo desde fuera del cuerpo. Austin no era nada. No era nadie. Él, en cambio, era extraordinario.

El corazón le retumbaba en los oídos. Cruzó el claro, siguiendo el camino que había tomado Sloan. Era muy rápida, y Fritz nunca había disparado un arma. Sloan podía estar escabulléndose entre la maleza en aquel preciso instante, y él ni siquiera sabía cómo podría encontrarla en la oscuridad.

Se abrió paso entre los arbustos, que eran muy densos y se le enganchaban en los pantalones. El suelo estaba cubierto de pinaza, y una tupida alfombra de plantas putrefactas ralentizaba su avance. Seguro que Sloan simulaba estar herida para conseguir que él dejara de disparar. Es lo que él habría hecho de estar en su lugar. Vio las ramas partidas que Sloan había pisoteado al correr y encontró un zapato que debía de haber perdido con las prisas. Pertenecía al par que le había robado al padre de Austin; probablemente ni siquiera eran de su talla.

Fritz descubrió un pie enfundado en un calcetín de algodón: era la pierna derecha de Sloan. La enfocó con la linterna y vio con alivio que no sangraba, aunque la pierna parecía muy blanca y tenía un profundo arañazo en la pantorrilla. Caderas, torso… Dirigió la luz en un amplio arco que iluminó la blancura de su cuerpo, semioculto entre la vegetación. A continuación le iluminó la cabeza. Sólo vio sangre, hueso y la cara destrozada de Sloan donde la bala la había atravesado.

La muchacha yacía con el cuerpo retorcido: las piernas recostadas de lado, el torso plano sobre el suelo con los brazos muy abiertos. Casi todo el lado izquierdo de su mandíbula era un amasijo de carne desgarrada y dientes destrozados. Sloan debió de volver la cabeza hacia la derecha, porque la bala le había atravesado el hueso de la mandíbula destruyendo todo lo que encontraba a su paso. Tenía la mejilla en carne viva, y la tierra se le había pegado a las heridas como si fuera barro.

Fritz permaneció allí un momento, incapaz de comprender lo que veía.

Ansiaba devolverle la vida a Sloan, pero no sabía cómo.

¿Podían culparlo a pesar de que no había querido hacerlo? ¿Entenderían que era casi imposible darle a un blanco móvil cuando disparó? Se trataba de un terrible accidente, de una tragedia. Algo que había sucedido sin intención consciente por su parte.

Intentó llamar a Austin, pero no consiguió emitir ningún sonido. Tosió una vez y luego se aclaró la garganta.

—¿Austin?

Austin contestó con tono irritado.

—¿Qué te pasa, tío? Enfócame con la linterna, no veo una puta mierda.

Fritz redirigió el haz de luz de la linterna mientras apartaba la maleza para que Austin pudiera encontrarlo. Oyó pisadas a su espalda. Austin avanzaba con dificultad por el abrupto terreno, tal y como Fritz había hecho momentos antes.

—¿Dónde? —preguntó Austin.

Fritz movió la linterna. Austin alcanzó a ver la cabeza de Sloan bajo el intenso haz de luz, una maraña de pelo largo y oscuro ensangrentado en las raíces. Fritz enfocó la cara destrozada de Sloan.

—¡Hostia, tío! —exclamó Austin sacudiendo la cabeza—. Estamos bien jodidos. ¿Qué coño has hecho? —preguntó enfurecido.

Fritz se arrodilló junto a ella, parpadeando.

—Ha sido un accidente. No pensaba darle. ¿Qué posibilidades había de darle? ¡Si ni siquiera sé disparar!

—Está bien. Mierda. Lo hecho, hecho está —dijo Austin—. Acabemos con esto de una puta vez. Échame una mano.

—¡No quiero tocarla!

Austin le dirigió una mirada siniestra cargada de desdén.

—Esto es culpa tuya. No pienso hacerlo yo solo. ¡Ven a ayudarme ahora mismo!

—No lo he hecho a propósito, y tú lo sabes. He tenido muy mala suerte, ¿vale? Has gritado y he empezado a disparar, pero ¿cómo iba a saber que le daría en la cara? Al oírte he empezado a pegar tiros…

—No te he dicho que la mataras, capullo. ¿Me has oído decirlo? ¿Te he dicho que tenías que dispararle?

—Se estaba escapando. Has pegado un grito y he disparado porque creía que querías que disparara.

—No voy a ponerme a discutir contigo ahora, tenemos mucho que hacer. Ve a buscar a Bayard. Nos van a joder vivos.

Fritz parecía ausente.

—¿A qué esperas? ¡Ve a buscar a Bayard! —gritó Austin.

Fritz se abrió paso a través de la maleza e irrumpió en el claro justo cuando Troy subía por el camino de la montaña.

—¿Qué pasa?

Bayard se volvió hacia Fritz.

—¿Por qué grita Austin? ¿Dónde está Sloan?

—Allí al fondo —contestó Fritz—. Una bala la ha alcanzado mientras corría.

—¿Qué quieres decir con «ha alcanzado»? ¿Que tú le has disparado?

—No quería hacerlo —contestó Fritz. Se le quebró la voz y se dio cuenta de que estaba balbuceando. ¿Qué pasaría ahora? ¿Cómo iban a explicarlo?—. Ni siquiera sé por qué no estaba puesto el seguro. Austin me ha echado la bronca cuando lo he quitado antes y ha vuelto a ponerlo. Habéis visto cómo lo hacía, ¿verdad? Así que, cuando Sloan ha empezado a correr, la pistola no tendría que haberse disparado…

Austin apareció detrás de Fritz y se dirigió a Troy.

—Vuelve a la camioneta y trae otra pala. Tenemos trabajo.

—¿Cavaste este hoyo porque sabías que tendríamos que deshacernos de un cadáver? —preguntó Bayard.

—No, Bayard. Eso sería asesinato con premeditación, ¿no te parece? Como si lo hubiera planificado todo de antemano, lo que no es el caso. Supuse que el hoyo podría sernos útil si teníamos que enterrar la pistola.

—¿Por qué tendríamos que enterrar la pistola si no íbamos a usarla? —preguntó Bayard.

—¿A qué vienen tantas preguntas? Confía en mí, ¿vale?

—Lo pregunto por curiosidad. Si se supone que Fritz no tenía que matarla, ¿de qué serviría cavar un hoyo?

—¿Por qué me interrogas sobre un puto agujero en el suelo? Fritz es el que se la ha cargado, y ¿sabes qué? Aún no le he oído decir que lo siente. Ahora vete allí y sácala. Y asegúrate de que no te dejas nada suyo.

—¿No deberíamos buscar un teléfono? —preguntó Troy—. Podríamos llamar a una ambulancia, puede que no sea demasiado tarde.

—Sí que lo es, te lo aseguro. Traedla aquí y metedla en el hoyo. Troy, coge la otra pala. Vamos a hacerlo bien. La enterraremos y nadie se enterará.

Más tarde, a Fritz le dio la impresión de que el tiempo había avanzado a saltos. Por eso le faltaban tantas piezas cuando intentó reconstruir lo sucedido. Bayard y él llevaron a Sloan a través de la maleza arrastrándola por los pies, tarea nada fácil porque era muy alta y parecía pesar una tonelada. Los dos aunaron fuerzas para acarrearla de espaldas por el abrupto terreno. La melena de Sloan serpenteaba por el suelo como si fuera un riachuelo, recogiendo hojas muertas y tierra a su paso. Sloan aún tenía calientes los pies y los tobillos, lo que llevó a Fritz a creer por un momento que quizá no estuviera muerta. No podía dejar de mirarle el lado izquierdo de la cara, donde la bala le había destrozado los dientes. Ahora tenía la clase de herida que sólo un muerto habría soportado.

Una vez en el claro la hicieron rodar hasta el interior de la fosa, y cuando Troy volvió con la pala se turnaron para echarle tierra encima. Troy lloraba, y Fritz se dio cuenta de que a él también le caían las lágrimas. Bayard, sentado en el suelo de espaldas a ellos, se balanceaba y murmuraba algo en voz baja mientras Austin sacaba el cargador del Astra y lo recargaba. Fritz lo observó con inquietud. Quizás Austin pensaba matarlos a todos. Acribillarlos a tiros y empujarlos a la misma zanja.

Austin les habló con tono relajado.

—Esto es lo que diremos: estábamos juntos en la cabaña, pasando el rato y bebiendo cerveza alrededor de la piscina. Algunos se fueron a su casa. Nosotros nos quedamos para limpiar un poco, y luego bajamos juntos en coche por la montaña.

—¿Y qué diremos sobre Sloan?

—Que vino con nosotros, claro. Necesitaba que alguien la llevara a casa porque Stringer se había ido sin ella, así que se subió a la camioneta con nosotros y la dejamos en el centro. Luego fuimos a mi casa, jugamos un rato al billar y estuvimos viendo la tele. Sloan estaba perfectamente cuando la vimos por última vez.

—¿Y alguien se lo va a creer? —preguntó Bayard.

—¿Por qué no iban a creérselo? —preguntó a su vez Austin—. No somos asesinos. Somos un grupito de adolescentes imbéciles. Si la pasma nos lo pregunta, diremos que estuvimos haciendo el tonto hasta que finalmente nos metimos en el sobre hacia las doce. Admitiremos que fumamos algunos porros, porque así pareceremos más sinceros.

—Es verdad que fumamos porros —dijo Fritz.

—Precisamente, capullo.

Fritz estaba muy pálido.

—¿Y por qué tienen que preguntarnos nada?

—Porque somos amigos de Sloan. Todos estábamos en la fiesta. Por supuesto que van a preguntarnos si sabemos dónde está.

—¿Y si alguien la vio en la carretera? —preguntó Fritz.

—Imposible. El amigo que la iba a llevar en coche se fue, así que Sloan se quedó en la cabaña hasta que pudiéramos llevarla al centro nosotros.

—¿Entonces no nos va a pasar nada? —preguntó de nuevo Fritz.

—Yo no he dicho eso. Pisamos un terreno muy resbaladizo y debemos permanecer unidos. Los polis son tipos duros. Debemos mantener la boca cerrada.

—Yo no diré nada, eso está claro.

Austin sacudió la cabeza.

—Sólo es cuestión de mantener la calma y contar la misma historia. Si cualquiera de nosotros se raja, todo se irá a la mierda. Y os prometo una cosa: el que confiese, es hombre muerto. ¿Entendido?

—¿Y ahora qué hacemos?

Fritz percibió un temblor en su voz que lo hacía parecer débil, aunque momentos antes se había sentido invencible.

—¿Qué crees que vamos a hacer ahora? Volver a casa y tener la puta boca cerrada. Acabo de decírtelo. Para empezar, sólo Iris sabe que hemos subido aquí con Sloan. Cuando Stringer, Michelle y los demás se han ido, Sloan estaba bien, ¿no? La última vez que la vieron había bebido más de la cuenta y estaba durmiendo la mona. Pero luego se despejó y nos pidió que la lleváramos de vuelta al centro. Le dijimos que sí, claro. Los cuatro la dejamos en el centro, en la esquina de State Street y no sé qué otra calle. Somos los únicos que saben lo que pasó en realidad, así que ahora tenemos que contar todos lo mismo y no cambiar de versión.

—¿Nadie va a denunciar su desaparición?

—¿Quién va a hacerlo? Sus padres no están en Santa Teresa. Puede que hubiera ido al cine, o que hubiera quedado con alguna amiga. No es asunto nuestro. Nos pidió que la lleváramos al centro y eso hicimos.

—¿Y si alguien encuentra el cuerpo?

—¿De qué hablas? Nadie va a encontrarla. ¿Por qué se le ocurriría a alguien buscarla aquí arriba, en un sitio tan aislado y abrupto? Si los coyotes la descubren, mejor para ellos. La desenterrarán y se la irán llevando hueso a hueso. No quedará nada para identificarla. Sólo es cuestión de mantener la calma. Somos inocentes. No hemos hecho nada. Nos pidió que la lleváramos en coche y la llevamos. Eso es todo. Si alguien nos pregunta, diremos que estamos tan preocupados como los demás.

—Pero, Austin, están derribando el campamento. Mira todas estas máquinas. Seguro que hay tíos que suben hasta aquí cada día.

—Por eso la hemos enterrado, tarugo. Está a más de un metro de profundidad. Apretaremos bien la tierra. Quizá podríamos dejar la excavadora encima para que nadie descubra el hoyo.

—¿Y qué hay de la pasma?

—¿Qué pasa con ellos? La mayoría de los polis son más tontos que cagar de pie. Sólo tienen serrín ahí arriba —dijo Austin tocándose la cabeza—. Quieren hacernos creer que son listos, pero ¿qué hay de los porcentajes? ¿Crees que resuelven siquiera la mitad de los asesinatos que investigan? Ni de lejos. Si no avanzan con un caso pasan a otro, y la vuelven a cagar igual que siempre. No dejes que nadie te intimide. Nos apoyaremos los unos a los otros. Aunque nos interroguen por separado, lo único que tenemos que hacer es cerrar el pico. ¿Qué pruebas tienen contra nosotros? Los otros chicos que han venido a la fiesta dirán lo mismo. La última vez que la vieron, Sloan estaba perfectamente. Y si uno de vosotros se viene abajo y se va de la lengua, me lo cargaré.

—¿Qué vamos a hacer con la pistola? —preguntó Bayard.

—Mierda, tienes razón —admitió Austin.

Miró a Troy, que dio un paso atrás.

—Ni hablar, yo no pienso tocarla.

Austin le dio la pistola a Bayard.

—Cógela tú. No puedo arriesgarme a llevarla encima si me detienen.

—Yo no quiero la puta pistola —dijo Bayard—. ¿Qué coño voy a hacer con ella?

—Dásela a Iris y dile que la guarde —respondió Austin.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que yo lo diga.

Bayard hizo ademán de protestar, pero Austin levantó un dedo.

—Vale —dijo Bayard, enfadado.

—¿Alguna pregunta? —dijo Austin.

Miró primero a Fritz y luego a Troy y a Bayard, pero nadie abrió la boca.

—Muy bien, estamos listos. No se hable más. Aguantad el tipo y todo irá bien.