39

Cambié de sentido y volví a adentrarme en Horton Ravine. Era un día radiante, cálido y soleado. Por desgracia, no había ni una sola nube en el cielo. Podías examinar el radar meteorológico que cubre la zona comprendida entre San Francisco y San Diego y no verías ni la más diminuta mota verde que pudiera indicar la posibilidad de lluvia. Aparqué en el camino de acceso de Margaret y continué a pie hasta la casa, preguntándome cómo se sentiría ahora que le habían arrebatado el objeto de sus fantasías sanguinarias. Acababa de llegar al porche cuando se abrió la puerta y salió un chico. Era clavado a Joey Seay: las mismas orejas de soplillo y la misma frente surcada de arrugas. El chico se detuvo al verme.

—¿Eres Justin?

—Sí. ¿Quién es usted?

Le tendí la mano.

—Kinsey Millhone.

—Ah, sí. La detective privada.

—Exacto. ¿Te importa si te hago un par de preguntas?

—¿Hay alguna forma de evitarlo?

—La verdad es que no. Será rápido.

—Muy bien, porque me esperan en el trabajo. ¿Qué quiere?

—Tengo entendido que estabas aquí el día en que vaciaron la habitación de Sloan.

—Yo y algunos chicos más.

—Mientras la vaciabais, ¿alguno de vosotros encontró la famosa cinta?

—No.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunté sin poder ocultar del todo mi irritación.

—Porque Joey y yo la encontramos el año que vivimos aquí, justo después de la muerte de Sloan. Fue como buscar un tesoro. Tenía que estar en alguna parte, pero no sabíamos dónde. De hecho, la encontré yo.

—¿Dónde estaba?

—En el baño que había entre nuestros dos dormitorios. Sloan había sacado la rejilla del conducto de la calefacción y la había metido allí.

—¿Qué pasó con la cinta?

—Nada. Joey se la quedó porque creía que acabaría encontrándole algún uso.

—Pues al final tuvo suerte.

—Bueno, sí. El primer día en el instituto de Santa Teresa, ¿con quién se topa? Con la tía que estaba espatarrada sobre la mesa de billar.

—Mira qué bien. Y aquí están años después, a punto de casarse.

Justin se encogió de hombros.

—Tu madrastra es una gran defensora de la paciencia.

—Claro, si quieres ajustar cuentas con alguien.

—¿De verdad? ¿Aquella cinta le importaba tanto a Joey diez años después?

—Quería muchísimo a Sloan. Para él era como una diosa. En cambio, Fritz McCabe era un capullo y se mereció todo lo que le pasó.

—Y ahora está muerto.

—Buena noticia. Nosotros no hemos tenido nada que ver.

Llamé al timbre y Margaret acudió a abrir al cabo de unos instantes. Butch, el fiel compañero de Sloan —ahora viejísimo—, la seguía con dificultad. Puede que aún tuviera la esperanza de que Sloan fuera a volver algún día. Era un perro viejo y triste, y pensar en su optimismo me volvió a romper el corazón.

Margaret se alegró al verme.

—Ah, Kinsey. Entra, por favor. Ha pasado algo y me preguntaba a quién podría contárselo. A lo mejor puedes ayudarme.

—Lo intentaré.

Esta vez, en lugar de conducirme hasta el salón, Margaret me llevó al despacho que tenía al fondo de la casa. La habitación era una leonera. Vi un gran buró lleno de facturas, cartas, catálogos y periódicos. A un lado del buró había una mesa, sobre la que reposaba una máquina de escribir. Encima de la silla giratoria, Margaret había colocado seis gruesas carpetas clasificadoras de acordeón con las pestañas muy sobadas. Los libros de las estanterías estaban colocados de cualquier manera: unos derechos, otros apilados, muchos apoyados como borrachos en los volúmenes contiguos. Había un enorme montón de tarjetas navideñas del año anterior sobre una mesa auxiliar, y un archivador metálico con tantas carpetas colgantes apretujadas que parecía imposible sacar cualquier documento. Tenía la impresión de que Margaret era pulcra, metódica y conservadora, por lo que todo este desorden no parecía propio de ella.

Ese día vestía un traje pantalón de seda de Shantung que contrastaba con su pelo negro cortado a lo garçon, que se le adaptaba a la cabeza como si fuera un gorro de baño con plumas. La única joya que llevaba era un collar de dos vueltas con cuentas de oro, más pequeñas alrededor de la garganta y más grandes en la vuelta exterior. Las gafas de montura negra le daban un aire de seriedad.

—Siéntate donde puedas —dijo mientras se acomodaba en su silla giratoria de madera.

Había tres sillas más en la habitación, todas ocupadas. Hice una inspección rápida antes de decidir qué montón de papeles me sería más fácil de quitar. Escogí el de las revistas, pero, para mi consternación, al depositarlas en el suelo se desparramaron en una avalancha de papel cuché.

—¿Por qué no me dices lo que pasa? —pregunté mientras me sentaba.

—Un inspector de la Oficina del sheriff ha ido a la tienda de Iris esta mañana para hablar con ella. Iris estaba disgustadísima. Acababa de leer lo de Fritz en el periódico y aún no había asimilado la noticia. Entonces se presenta ese hombre y le pregunta dónde estuvieron Joey y ella la noche del viernes anterior, como si pudieran estar involucrados en el asesinato.

—¿El agente era el inspector Burgess?

—Sí, el mismo. Iris me mencionó su nombre, pero me entró por un oído y me salió por el otro.

—Está empezando a investigar, por lo que sería un interrogatorio rutinario. Me imagino que ahora quiere reconstruir la vida de Fritz, por eso estará interrogando a sus amigos, a sus antiguos compañeros de clase y a la gente que lo conocía. Hablará con mucha gente para preguntar si Fritz tenía enemigos y cosas por el estilo. Si Iris y Joey eran buenos amigos suyos, no creo que haya ningún problema. ¿Dijo Iris por qué estaba tan disgustada?

—Bueno, a eso iba. Se quedó totalmente en blanco cuando Burgess la interrogó. El inspector le preguntó qué sabía acerca del chantaje, y ella no supo cómo responder. Fritz le había revelado los detalles de forma totalmente confidencial, así que Iris no quería traicionar su confianza. Puede que los padres de Fritz sigan empeñados en echar tierra sobre el asunto.

—La extorsión es lo último que les preocupa en estos momentos. Están intentando asimilar la pérdida de su hijo. Por otra parte, estoy segura de que el inspector Burgess comprende lo nerviosas que se ponen algunas personas cuando tienen que tratar con la policía. A mí me parece un buen hombre, y estoy segura de que no pretendía asustarla.

—Es que la pilló por sorpresa. A Iris le preocupaba no saber cómo responder, por si se metía en una situación comprometida.

—Si está diciendo la verdad, ¿por qué tendría que preocuparse?

—Es lo que pienso yo, pero Iris no sabe nada de leyes, ni de interrogatorios policiales. Se preguntó si debería llamar a un abogado para protegerse, pero cuando se lo dijo al inspector Burgess, él la miró como si acabara de admitirle que era culpable.

—Probablemente le sorprendió que Iris se lo planteara durante una conversación rutinaria.

—No sabes si fue rutinaria o no.

—Tienes razón —admití.

—El hecho es que Iris y Joey estuvieron conmigo el viernes por la noche, porque les había pedido si podían pintar el dormitorio de Sloan. Parecía muy desangelado después de retirar los muebles, y pensé que había llegado el momento de arreglarlo. Joey fue a la droguería y compró todo lo que necesitaban, incluyendo bandejas para la pintura y rodillos. Guardo el recibo en el que constan la fecha y la hora de la compra. Más tarde, cuando ya llevaban trabajando un par de horas, pedí una pizza para los tres. También conservo el recibo.

—Serán muy útiles si Burgess lo pregunta, aunque yo no sé si ofrecería esa información voluntariamente.

—¿Por qué no?

—Burgess no la está acusando de nada en este momento. Me parece que Iris ha reaccionado de forma exagerada.

—Quizá, pero he pensado que podrías hacernos el favor de hablar con él para aclararle el papel de Iris.

—No me parece muy buena idea. Sólo conseguiría que Burgess se preguntara por qué meto yo la nariz en sus asuntos.

—¿Y si vuelve y le pregunta algo más? ¿Qué debería responder Iris?

—Puede contratar a un abogado si eso la hace sentirse mejor.

—A Iris y a Joey no les sobra el dinero, pero supongo que yo podría ayudarlos.

—Puede que ni siquiera tengas que hacerlo —observé—. Casi todos los abogados ofrecen una consulta inicial gratuita para determinar si pueden ayudarte.

—Gracias, lo tendré en cuenta. Dicho así, no suena tan terrible. En cualquier caso, tendría que haberte preguntado en qué podía ayudarte en vez de soltarte todo este rollo.

—No te preocupes, es normal que estés intranquila.

—Agradezco tu comprensión.

Me percaté de que podríamos seguir así el resto de la tarde. Yo la consolaría, la tranquilizaría y le proporcionaría información. Ella se mostraría agradecida y me daría las gracias de nuevo. Así yo pospondría mi intención de inmiscuirme en sus asuntos personales.

—Me interesaría saber algo acerca del padre biológico de Sloan.

El rostro de Margaret, ya inexpresivo de por sí, pareció petrificarse.

Me incliné hacia delante.

—Margaret, escúchame, por favor. ¿Qué más te da después de tantos años? Sloan está muerta, no sentirá ninguna vergüenza. Entiendo que quieras protegerla, pero no veo qué importancia puede tener eso ahora.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque todo está relacionado. Tiene que estarlo —expliqué, aunque la idea se me acababa de ocurrir.

—¿Cómo?

—No sé cómo. Míralo de esta manera: los implicados en este asunto han sido los mismos desde el principio. Bayard, Fritz, Troy, Austin, Poppy y Sloan. Sloan muere, Austin desaparece. Troy y Fritz van a la cárcel, y cuando Fritz queda en libertad, lo matan a las pocas semanas. Todos estos sucesos no son casuales.

Margaret consideró mi hipótesis. Percibí un destello en su mirada, y me pregunté qué pieza del rompecabezas tendría ella.

—¿De quién se trata?

Margaret negó con la cabeza una vez, como un caballo que espanta a una mosca negra.

Me incliné hacia delante y le cogí las manos.

—Dímelo, por favor.

—Tigg Montgomery —susurró.

Volví a recostarme en la silla. No esperaba aquella respuesta y consideré las consecuencias más evidentes.

—¿Me estás diciendo que Bayard y Sloan eran hermanos? ¿Bayard era su medio hermano?

—Sí.

Esperé mientras Margaret abría y cerraba las manos, y luego siguió hablando.

—Yo trabajaba para Tigg. Esto sucedió antes de que Joan se divorciara de él, por lo que el embarazo le habría causado muchos problemas económicos. Santa Teresa era una ciudad muy provinciana por aquella época. Tigg era un hombre muy respetado, un pilar de la comunidad, y yo era su empleada.

—Debió de ser muy difícil.

—Sí que lo fue. Tigg era el amor de mi vida, y nunca lo culpé por querer ocultar la situación. Habría hecho cualquier cosa por él.

—De ahí los años de silencio —apunté.

—Le prometí que no diría nada. A cambio, él me prometió a mí mantener a Sloan. Hacia el final de su vida, cuando se dio cuenta de lo enfermo que estaba, vino a verme y me dijo que me compensaría. Pensaba dividir la herencia entre sus dos hijos.

—¿Bayard lo sabía?

—Tigg se lo dijo, pero no tengo ni idea de cómo reaccionó. Se quedaría de piedra.

—¿Y qué hay de Sloan? ¿Se enteró?

Margaret negó con la cabeza.

—No quise decírselo hasta estar segura de que Tigg cumpliría su palabra. ¿Para qué ilusionarla cuando podría no suceder? ¿Para qué abrirle la puerta si luego no podía atravesarla? Tigg lo fue posponiendo. Puede que estuviera tan enfermo que le costara pensar con claridad. Puede que le entraran dudas, o que cambiara de opinión. ¿Cómo iba a saberlo yo? No quería frustrar las esperanzas de Sloan, que es lo que habría pasado. Creo que Tigg fue sincero y que tenía buena intención, pero no actuó con la rapidez necesaria. Redactaron el nuevo testamento, pero Tigg murió sin haberlo firmado.

—¿Cuántos años se llevaban Bayard y Sloan?

—Dos.

—Creía que iban a la misma clase en Climp.

—Así es. Bayard repitió un curso por problemas de comportamiento.

—¿Qué pasó cuando murió Sloan?

—Bayard se culpó de lo ocurrido. Sabía que debería haberlo impedido. Tuvo muchas oportunidades de intervenir, pero no hizo nada.

—Pero cuando Sloan murió, todo el dinero fue para él, ¿no?

—No le importó. Sólo le importaba el hecho de haberla dejado morir cuando él podía haberlo evitado.

—¿Por qué le guardabas tanto rencor a Fritz?

—Porque fue el instrumento de Austin. Austin la quería muerta porque, en su opinión, Sloan le había hecho daño. En realidad, Sloan no había hecho nada, pero Austin no lo veía así. Fritz era una marioneta. No tenía ningún motivo para hacer lo que hizo, salvo complacer a Austin. Bayard odiaba a Austin, por eso testificó en el juicio.

—Pero también lo hizo para quedar él libre de culpa, ¿no?

—Por las dos cosas. Saldó una cuenta pendiente, y además se protegió. No hay nada malo en ello.

—Y ahora que Fritz está muerto, ¿qué vas a hacer tú?

—Si hubiera asumido su responsabilidad, tal vez las cosas habrían sido distintas.

—No es eso lo que te he preguntado.

—No sé lo que voy a hacer, pero me alegro de que haya muerto. Siempre deseé que muriera. Puede que vaya al infierno por ello, pero no me importa.

—¿Tuviste algo que ver con su muerte?

—No, pero ojalá lo hubiera tenido.

—Eres una mujer muy dura.

—Puede que descubras que tú también lo eres —repuso Margaret—. ¿Y quieres saber cómo sé que Dios existe? Porque ha respondido a mis plegarias.

Qué conversación tan deprimente. Volví a casa preguntándome por el significado de todo lo ocurrido, pero sin entender nada. La muerte de Sloan parecía ser la lamentable combinación de una serie de elementos aleatorios: paranoia, rabia, pasividad, mentalidad de manada y poco juicio entre otros. La muerte de Fritz, en cambio, no era fruto del azar. Deduje que lo habrían matado por una razón en concreto, mientras que a Sloan la mataron sin motivo alguno. Desgraciadamente, tuvo mala suerte. No pensé que la muerte de Sloan hubiera provocado el asesinato de Fritz, pero tenía que haber algún vínculo entre ambos. Al menos aquella era mi hipótesis de trabajo, y necesitaba corroborarla. Tendría que hablar con alguien que conociera bien la historia, y que quizá pudiera ofrecerme una visión más amplia. Entonces pensé en Lauren McCabe.

Llegué al centro, dejé el coche cerca del Teatro Axminster y recorrí el pasaje techado que salía del aparcamiento. El edificio de los McCabe apareció a mi izquierda nada más salir a la calle. No hacía ni un día que Lauren y Hollis se habían enterado de la muerte de su hijo, por lo que supuse que tendrían el piso lleno de amigos dispuestos a ofrecerles apoyo, condolencias y cazuelas de comida. Cuando llegué a lo alto de las escaleras, sin embargo, no percibí señales de vida. La puerta de entrada estaba entreabierta, y el silencio se escapaba por el resquicio como si fuera humo.

—¿Lauren? —pregunté mientras abría la puerta de un empujón.

No había ninguna luz encendida. El interior, que antes me había parecido amplio y despejado, ahora se me antojó reducido. La ausencia de luz artificial confería al salón un aire de frialdad y abandono. No vi flores recién cortadas, ni percibí el olor a comida recién hecha. No se oía ninguna voz.

—¿Lauren?

Me sentí como una intrusa al entrar sin que salieran a recibirme. Por mi primera visita aún recordaba dónde se encontraba la biblioteca, y sabía que el dormitorio de Fritz era la primera puerta de la izquierda. Pensé en adentrarme por el pasillo hasta su habitación, pero no quería invadir la privacidad de los McCabe. No oí que se acercara nadie, pero percibí movimiento en el pasillo y entonces apareció Lauren. Iba descalza, y la ropa que llevaba parecía seleccionada de un montón tirado en el suelo.

—Aquí estás —dije—. Siento haberme presentado sin llamar antes. Pensé que a lo mejor tendríais visitas.

Lauren negó con la cabeza.

—Estamos solos. Hollis duerme la siesta y yo voy de una habitación a otra, pensando que tendría que hacer algo. No culpo a la gente por evitarnos. En los manuales de etiqueta no pone nada sobre situaciones como esta. ¿Qué le dices a una madre a la que le han matado a su niño? ¿Qué consuelo puedes ofrecerle a un padre que ha perdido a su único hijo? A la gente le resulta muy violento hablar con nosotros, y pone excusas para no venir. Intentan convencerse de que preferimos estar solos. Recuerdan lo reservados que somos, y piensan que querremos proteger nuestra soledad. En cierto modo, tienen razón. Me cuesta tratar con gente que no me cae bien.

La verdad es que me había dicho a mí misma algo muy similar, pensando que si intentaba abrazarla o consolarla, Lauren me rechazaría. A mí tampoco me entusiasma que me abracen, especialmente en situaciones en las que un apretón de manos es más que suficiente. La mayoría de las veces la gente te saluda por obligación, y finge alegrarse al verte aunque no sea cierto.

—¿No hay nadie a quien quieras que llame?

—Ese es el problema, no se me ocurre nadie. Me viene una amiga a la cabeza y entonces me doy cuenta de que no he hablado con ella en un año. No parece el momento más indicado para invitar a alguien. Intenté llamar a otra amiga a la que estuve muy unida hace tiempo. Me enteré de que murió hace dos meses y nadie había pensado en decírmelo.

—¿Qué hay del hermano de Hollis? Lo has mencionado alguna vez.

—Tienen una relación tirante. Muy superficial. Si viniera sería un engorro. No se llevan bien y a mí me tocaría mediar entre los dos, algo que prefiero ahorrarme en estos momentos. Tendría que planificar comidas, entretenerlo y darle conversación. No puedes invitar a alguien que viene de otra ciudad y luego dejarlo solo, aunque únicamente haya venido para darte el pésame.

—Entiendo lo que quieres decir —admití—. Puede que te extrañe la pregunta, pero ¿habéis recibido más llamadas del extorsionista?

—No, y no creo que se vuelva a poner en contacto con nosotros. Si se trata de alguien que nos conoce, probablemente se habrá enterado de la muerte de Fritz. Aunque no nos conozca, nos habrá estado vigilando y sabrá lo que ha pasado. Bueno, volviendo al tema de antes, Valerie sí que vino a vernos, y disfruté mucho con su visita.

Lauren se refirió a la tal Valerie como si aquel nombre significara algo para mí. Entonces recordé que Valerie era la mujer de la limpieza con la que me crucé antes de mi primer encuentro con Lauren.

Pensé que debería confesarle a Lauren la razón por la que había ido a verla, pero me pregunté si no parecería poco considerado por mi parte cuando ella intentaba sobrellevar la muerte de su hijo. Era una de esas situaciones que, tal y como había dicho Lauren, no aparecen en los manuales de etiqueta.

—Puede que no sea el momento más oportuno, pero me han surgido algunas preguntas y no sé a quién más hacérselas.

—¿Por qué no nos sentamos?

Pasamos al salón, donde Lauren se instaló en un extremo del sofá y yo me acomodé en la butaca tapizada que había al lado.

—¿Sabías que Tigg Montgomery era el padre biológico de Sloan?

—Sí. A Hollis le había comentado sus opciones: o bien reconocerlo o mantener la información en secreto. Puede que hubiera una solución intermedia, pero a ninguno de nosotros se nos ocurrió. Tigg era enormemente conservador, un hombre chapado a la antigua. El adulterio estaba prohibido y, en su opinión, así debía ser, a pesar de que él lo practicara. Al final decidió mantenerlo en secreto. No puedo decir que me pareciera bien, pero era el jefe de Hollis y me tocó callarme.

—Bayard acabó enterándose. ¿Cómo lo supo?

—Se lo dijo el propio Tigg. Cuando rehízo su testamento, pensó que sería injusto que Bayard se enterara de los cambios después de que él hubiera muerto.

—¿Cómo reaccionó Bayard?

—Al principio se enfadó mucho. Consideraba el dinero de Tigg su recompensa por ser un buen chico y soportar el chantaje emocional a que lo sometieron sus padres cuando era un niño. Ver su herencia reducida a la mitad no le sentó bien al principio, pero luego se dio cuenta de lo mucho que quería y admiraba a Sloan. Había crecido como hijo único y de repente tenía una hermana menor. Aquello cambiaba totalmente las cosas.

—¿Crees que era sincero? ¿No estaría fingiendo?

—No puedo responder a eso. Pensé que lo había aceptado, pero Bayard siempre ha sabido ocultar sus sentimientos.

—Has dicho que Tigg era enormemente conservador. ¿Qué pensaba de que Bayard fuera gay?

—No lo sabía. Los demás estábamos enterados, pero Tigg se negaba a verlo. Como era un homófobo furibundo, si lo hubiera descubierto, no le habría dejado ni un centavo a Bayard.

Una llamada. Pensé en cómo amenazaba Austin a Bayard con hacer una sola llamada, advertencia que repetía machaconamente. De eso se trataba, de amenazar a Bayard con revelar su identidad sexual. Otra pieza del rompecabezas acababa de encajar.