III
Poco tiempo después de los sucesos referidos, la propiedad lindante con la de los Popelski cambió de moradores. En vez del antiguo y molesto vecino que hasta con el pacífico señor Popelski había pleiteado acerca de una pradera, fue a vivir allí el anciano Jaskulski con su mujer. Aunque los dos esposos no reunían menos de un siglo, hacía poco tiempo relativamente que se habían casado; porque el señor Jacov tardó largos años en ahorrar la suma necesaria para el arrendamiento, sirviendo entre tanto en casas ajenas con el cargo de administrador, mientras la señorita Inés esperaba el día del matrimonio, siendo camarera de honor de la condesa N. N. Cuando llegó el feliz instante y los novios pudieron darse la mano ante el altar, en la barba del novio se veía algún pelo blanco, y la cara tímida y ruborizada de la novia estaba coronada de rizos de color de plata.
Circunstancias tales no impidieron que marido y mujer alcanzasen la mayor felicidad matrimonial posible, de la cual fue fruto promisorio una niña que tenía la misma edad que el niño ciego.
Después de haberse procurado en la vejez un hogar propio en el cual eran legítimos dueños y señores, aunque con alguna restricción, vivían con gran paz y tranquilidad, como si quisieran recobrar los años de agitación y zozobra que habían pasado en casas extrañas. La cosecha del primer año no fue muy buena, por cuya causa tuvieron que reducir sus gastos. En un ángulo en que había una serie de imágenes de santos, y que estaba adornado de hojas de laurel, tenía la señora, con sus palmas y luces, saquitos con diferentes hierbas, con las cuales solía curar a su marido y a las mujeres y labradores que a ella acudían. Las hierbas esparcían su olor característico por toda la casa, y aquel olor quedaba en la memoria de todos los que habían ido allí, mezclado con el recuerdo de la limpia y agradable casita, con el de su tranquilidad y con el de los dos esposos, que vivían en una armonía muy singular en nuestros tiempos.
Con los ya ancianos padres vivía su única hija, una niña de ojos claros y larga trenza rubia, que sorprendía a todos a primera vista por el especial aspecto de tranquilidad que respiraba todo su ser. Diríase que la falta de apasionamiento en el amor tardío de sus padres se reflejaba en el carácter de la hija, en su entendimiento impropio de una niña, en la calma de sus movimientos, en su reflexión y en su mirar.
No la atemorizaban los forasteros; no huía del trato de los niños de su edad y tomaba parte en sus juegos, aunque siempre de un modo especial, como si no sintiese ninguna necesidad de hacerlo. Y la verdad es que también le gustaba estar sola; iba a paseo, recogía flores, se entretenía con la muñeca y lo hacía todo con aire de seriedad tal, que más que una niña parecía una mujercita.
Sucedió, pues, que un día el cieguecito estaba sentado al pie de una pequeña colina junto al río. Poníase el sol; el aire permanecía quieto y no se oía más que el ruido, casi apagado por la gran distancia, del rebaño que volvía al pueblo. El niño había dejado la flauta a su lado y cansado por el calor del día, se tendió sobre la hierba y se durmió.
Un ruido de pasos interrumpió su sueño. Levantó la cabeza contrariado y escuchó. Los pasos cesaron al pie de la colinita; eran pasos que él no conocía.
—Niño —le dijo una voz infantil—, ¿quién tocaba aquí ahora mismo?
Al cieguecito no le gustaba que le estorbasen cuando estaba solo, de modo que respondió brevemente:
—Yo.
Contestáronle con un grito de admiración, y la voz infantil en son de alabanza y con buena intención prosiguió:
—¡Qué hermoso era lo que tocabas!
El ciego calló.
—¿Por qué no se marcha de aquí? —dijo luego, al notar que la persona que preguntaba había callado y no se movía.
—¿Por qué quieres que me vaya? —preguntó la niña tranquila y sorprendida.
Aquella voz infantil, serena y clara, produjo agradable impresión al oído del ciego, pero a pesar de todo, contestó en el mismo tono seco y cortante de antes:
—No me gusta que venga nadie.
La niña se echó a reír.
—¡Qué cosas dices! ¡Vaya! ¿Acaso es tuyo todo el mundo y puedes impedir que los demás se paseen?
—Mi madre ha prohibido que se me acercaran.
—¿Tu madre? —preguntó reflexionando la niña—. Pues la mía me permite pasear junto al río.
El niño, mimado y acostumbrado a la condescendencia de los suyos, no podía sufrir contradicciones. Se levantó y gritó irritado:
—¡Váyase de aquí! ¡Váyase de aquí!
Quién sabe cómo hubiera terminado esta escena si Jojem desde la casa no hubiese llamado al niño para tomar el té. Piotr bajó corriendo la colinita.
—¡Que niño tan malo! —oyó gritar a la niña.
Al día siguiente volvió el niño al mismo lugar, pues se acordaba de la entrevista del día anterior. No guardaba el menor resto del enfado que sintiera hacia la niña. Al contrario, casi deseaba que acudiese de nuevo la personita que tenía una voz más agradable y tranquila que las voces que él conocía. Sentía haber insultado a la niña, que quizá se había ofendido y no volvería más.
Y, en realidad, pasaron tres días sin que compareciera. Al cuarto día Piotr oyó sus pasos junto al río. Andaba despacito.
Los pájaros huían al oír sus pisadas; la niña cantaba quedamente una canción polaca.
—Oiga —gritó él, cuando ella estuvo más cercana—. ¿Está usted aquí?
La niña no respondió. Las piedrecillas rodaron bajo sus pies. Por el tono de fingida indiferencia con que cantaba la canción, el niño creyó adivinar que no había olvidado el insulto.
La niña dio algunos pasos más y se detuvo. Pasaron dos o tres segundos en silencio. La niña miraba el ramo de flores que tenía en la mano, y él esperaba que la niña hablase. En el modo de detenerse y en su silencio, Piotr creyó notar señales de desprecio.
—¿No lo ves? —dijo ella al fin con dignidad, después de haber arreglado el ramo.
Aquella sencilla pregunta produjo en el niño dolorosa impresión. No contestó, pero sus manos, apoyadas en el césped, cogieron nerviosamente las hierbas. Mas la conversación ya había empezado, y la niña, que continuaba en el mismo lugar y que volvía a ocuparse de sus flores, preguntó de nuevo:
—¿Quién te ha enseñado a tocar tan bien la flauta?
—Jojem —contestó Piotr.
—Tocas muy bien. Pero… ¿por qué eres tan malo?
—Yo… yo no soy malo con usted —dijo él con voz baja.
—¿No? Pues ya se me pasó el enfado. Ven y jugaremos los dos.
—No sabría jugar con usted —murmuró él abatido.
—¿No sabes jugar? ¿Por qué?
—No sé —contestó el niño abatido y con voz apenas perceptible. Jamás había tenido ocasión de hablar con nadie de su ceguera, y la amable niña que insistía en aquel interrogatorio, le hizo mucho daño.
La desconocida subió a la colinita.
—¡Qué extraño eres! —dijo la niña sentándose sobre la hierba a su lado—. Seguramente obras así porque no me conoces. Cuando nos conozcamos bien, no te daré miedo. Yo no tengo miedo de nadie.
La niña dijo todo esto con calma y claridad, y él oyó que ella se echaba al regazo unas cuantas flores.
—¿Dónde coges las flores? —preguntó.
—Allí —contestó la niña, volviendo la cabeza.
—¿En el campo?
—No; allí.
—Pues entonces en el bosque. ¿Qué flores son éstas?
—¿No conoces las flores? —preguntó.
El ciego tomó una flor y pasó suavemente por encima de ella las puntas de sus dedos.
—Ésta es una rosa de agua… Ésta es una violeta —dijo.
Inmediatamente quiso conocerla a ella, del mismo modo le puso una mano en la espalda y pasó la otra por sus cabellos, ceja y cara con atención.
Hizo todo esto de una manera tan imprevista y tan súbita, que la niña, sorprendida, no pudo articular ni una palabra; solamente miró al niño con los ojos muy abiertos, pintándose en su mirada una expresión de espanto. Por primera vez notó un aire singular en el rostro de su nuevo amigo. En su fisonomía, pálida y de líneas finas, se manifestaba una observación atenta que no estaba en armonía con su mirada fija. Los ojos del niño parecían mirar lejos, sin fijarse en lo que estaba haciendo, y el sol crepuscular se reflejaba en ellos de un modo singular. Todo esto le parecía a la niña un sueño angustioso. Se deshizo de la mano del cieguecito, se levantó y se echó a llorar.
—¿Por qué me espantas, malo? —dijo enfadada, llorando—. ¿Te he hecho yo algún daño?
Él permaneció inmóvil, consternado, con la cabeza baja; un sentimiento particular, mezcla de irritación y humillación, llenó su pecho de amargo dolor. Por primera vez conoció que un defecto físico no sólo puede inspirar compasión, sino miedo. Seguramente no podía darse exacta cuenta del sentimiento opresor que lo dominaba, pero su desconocimiento no disminuía su pena. Cayó al suelo y se puso a llorar. Su llanto fue en aumento, los sollozos nerviosos hacían temblar todo su cuerpo tanto más cuanto quería él reprimirse por innato amor propio.
La niña había huido cuesta abajo y al oír el llanto reprimido a medias, se detuvo sorprendida. Volvió el rostro y vio a su nuevo amigo tendido de cara al suelo y llorando; entonces sintió compasión, volvió a subir y se sentó delante de él.
—Escucha —dijo en voz baja—, ¿por qué lloras? ¿Crees que voy a quejarme de ti? No llores. No diré nada a nadie.
Estas compasivas palabras y el tono de dulzura en que fueron dichas, aumentaron el llanto del niño. La niña se arrodilló a su lado, le pasó la mano por encima de los cabellos, alisándoselos, y con los dulces cuidados con que las madres tranquilizan a los niños que acaban de castigar, le hizo levantar y le enjugó las lágrimas con el pañuelo.
—Escúchame —dijo con el tono serio de una persona mayor—, no estoy enfadada… No volverás a hacerlo, ¿no es así?
Le ayudó a levantarse y trató de sentarle a su lado. Él obedeció, quedaron en la posición de antes, con la cara dirigida al sol poniente, y cuando la niña volvió a mirarle la cara, que iluminaban los rayos sonrosados del sol, volvió a parecerle extraño. En sus ojos había lágrimas aún, pero los ojos estaban fijos como antes. Sus facciones temblaban todavía por los esfuerzos que hacía para reprimir el llanto, y al mismo tiempo se leía en ellos una gran pena impropia de un niño.
—Y con todo eres extraño… —dijo la niña en tono compasivo.
—No soy extraño —contestó él en voz baja—. No, no soy extraño… Soy ciego.
—¿Ciego? —repitió ella con voz temblorosa, como si la palabra que el niño pronunció en voz baja hubiese sido un fuerte golpe para su corazón de niña.
—¿Ciego? —dijo con voz más temblorosa todavía. Y el pobre niño ciego, como si hubiese querido buscar protección en el sentimiento de infinita compasión que nació en su pecho, se abrazó al cuello de la niña, reclinando la cabeza en su pecho.
Consternada por aquel súbito y triste descubrimiento, la mujercita no se mantuvo por más tiempo a la altura de su calma; se transformó en una pobre criaturilla y prorrumpió en sollozos y en amargo llanto.
Así transcurrieron algunos minutos.
La niña había cesado de llorar y sólo de vez en cuando sollozaba. Con los ojos llenos de lágrimas contemplaba el sol, que como si girase en la atmósfera enrojecida de la puesta desaparecía tras la línea obscura del horizonte. Todavía brilló por un momento un rayo dorado del globo de fuego, luego sólo algunas líneas luminosas, y se obscurecieron los contornos del bosque lejano.
Subía del río una suave frescura, y la calma de la noche que empezaba, iba reflejándose en la cara del ciego. Éste permanecía con la cabeza inclinada, visiblemente sorprendido de que una persona forastera fuese tan compasiva.
—Te compadezco —dijo la niña sollozando aún, como si tratase de disculpar su debilidad.
Y después de haberse reprimido, trató de entablar conversación sobre algún otro asunto que no les impresionara tanto.
—Se ha puesto el sol —dijo.
—Yo no sé de qué modo es el sol… Lo siento y nada más —le respondió el niño tristemente.
—¿No lo sabes?
—No.
—Pero a tu mamá ¿la conoces?
—Sí, la conozco. Hasta la conozco en el paso.
—Cierto. Yo también conozco a la mía con los ojos cerrados.
La conversación se hizo más tranquila.
—Oye —empezó a decir el ciego con cierta vivacidad—, yo siento el sol y sé cuándo se pone.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Sí, porque… ¿ves?… no sé de qué modo…
—¡Ah! —exclamó ella completamente satisfecha de esta respuesta. Y ambos callaron.
—Yo sé leer —dijo luego el niño— y pronto empezaré a escribir con tinta.
—¿Cómo puedes…? —preguntó la niña y se detuvo, porque no quiso terminar la pregunta empezada. Pero él la comprendió.
—Leo en mi libro con los dedos —aclaró el niño.
—¿Con los dedos? Yo nunca aprendería a leer con los dedos. Bastante me cuesta leer con los ojos. Mi papá dice que las mujeres comprenden difícilmente la ciencia.
—También sé leer francés.
—¡Eres un sabio! —exclamó la niña, de todo corazón—. Pero temo que pilles un resfriado. Se levanta una gran bruma del río.
—¿Y tú?
—Yo no tengo miedo. ¿Qué puede sucederme a mí?
—Tampoco yo tengo miedo. ¿Acaso se resfría más pronto un hombre que una mujer? El tío Max dice que el hombre no ha de temer nada; ni el frío ni el hambre ni los truenos ni los relámpagos.
—¿El tío Max? ¿El que anda con muletas? Ya le he visto… ¡Es horrible!
—No es horrible. Es muy bueno.
—¡Es horrible, es horrible! —insistió ella—. Tú no lo sabes, porque no puedes contemplarle.
—Pero le conozco. Él me enseña.
—¿Y no te pega?
—No me pega ni me riñe nunca.
—Claro está. ¿Por ventura se puede pegar a un niño ciego? ¡Sería un pecado!
—No me pega, ni pega a nadie —dijo el niño distraído, porque su oído finísimo había escuchado los pasos de Jojem, que se acercaba.
En efecto; pronto se le vio y se le oyó gritar:
—¡Señorito!
—Te llaman —dijo la niña levantándose.
—Sí, pero no quiero irme.
—Vete, vete. Mañana iré a verte. Ahora te esperan a ti, y a mí también.
La vecinita cumplió su palabra, y aun más pronto de lo que Piotr esperaba. A la mañana siguiente, cuando éste en su habitación estaba con el tío Max, dando la lección como de costumbre, Piotr levantó de pronto la cabeza y dijo vivamente:
—Permítame un instante. Ha venido la niña.
—¿Qué niña? —preguntó sorprendido el tío Max, acompañando al niño hacia la puerta.
La nueva amiga de Piotr había entrado realmente en la casa, y al ver pasar a Ana Mijáilovna, se acercó a ella.
—¿Qué quieres, niña? —le dijo Ana Mijáilovna, creyendo que la niña traía algún recado.
La niña le tendió la mano y le dijo:
—¿Vive aquí el niño ciego?
—Sí —respondió la señora Popelski mirándola con amabilidad y admirando el aire de persona mayor que tenía la niña.
—Pues mi madre me ha dado permiso para venir a visitarle. ¿Puedo verle?
En este momento salió Piotr seguido por el tío Max.
—Es la niña de ayer, mamá. Ya te lo expliqué todo —dijo él y saludándola añadió—: Sólo tengo una hora de tiempo.
—Bien, el tío Max no será exigente hoy —dijo Ana Mijáilovna—. Ya se lo pediré yo.
Entre tanto la niña, que parecía estar en su casa, se dirigió al tío Max, que se acercaba apoyado en sus muletas.
—Hace muy bien usted en no pegar al niño ciego. Ya me lo ha dicho él mismo.
—¿Es posible, señorita? —preguntó el tío Max con cómica seriedad, mientras cogía con su gruesa mano la manecita de la niña—. Mucho agradezco a mi discípulo que haya hecho formar buen concepto de mí a una dama tan simpática.
El tío Max reía y acariciaba la manecita de la niña, mientras ésta le dirigía su franca mirada, que ganó en seguida el corazón del anciano, por lo general gran enemigo de las mujeres.
—¿No lo ves? —dijo con significativa sonrisa dirigiéndose a su hermana—, Piotr ya se relaciona independientemente de nosotros. Y hay que confesar, que aunque no puede ver, no ha elegido mal. ¿No es verdad?
—¿Qué quieres decir con esto, Max? —preguntó seriamente la señora ruborizándose.
—¡Era una broma! —contestó su hermano lacónicamente al ver que acababa de tocar un punto doloroso, un pensamiento secreto que había pasado velozmente por el cerebro de la madre.
Ana Mijáilovna se volvió más colorada todavía; se inclinó con rapidez hacia la niña y la besó apasionadamente. La niña recibió la inesperada caricia con la misma mirada franca y en cierto modo admirada.