Felix manifiesta sus principios a Roscoe

—¿Cómo consigues el dinero, muchacho? Si los presentas como candidatos y ganan, les cobras el salario de un año. Mantén bajos los impuestos, pero si has de subirlos, llámalos por otro nombre. La ciudad no puede vivir sin vicio, así que roba a los chulos y ordeña a las madamas. A todo el que venda la carne, cóbrale impuestos. Si alguien quiere hacer negocios en la ciudad, el treinta por ciento de comisión para nosotros. Mantén en buen estado las calles y las alcantarillas, pero sin pasarte. Las calles bien iluminadas alejan el pecado, pero no te excedas. Si juegan al crap, el póquer o el blackjack, quédate con un porcentaje de los beneficios. Si juegan al faro o la ruleta, que sea el doble. El opio es el narcótico de los depravados, pero si lo quieren, encárgate de que lo consigan y cobra impuestos a esos cabrones de los bajos fondos. Si tienen los salones de baile abiertos las veinticuatro horas del día, cárgales el doble. Si tienen un club donde se estafa a los incautos, cárgales el triple. Si envían prisioneros a nuestra cárcel, cóbrales el alquiler, a precios de hotel. Mantén contentos a los policías y déjales quedarse con un trozo del pastel. Un trocito. No compres jamás nada que puedas alquilar indefinidamente. Si pavimentas una calle, un adoquín de tres centavos debería valer treinta centavos para la ciudad. En cada calle que pavimentes debería haber una iglesia. Gánate el favor de los curas y haz tuyo al obispo. Anima a los padres para que sus hijos vayan a escuelas católicas, pues así reducirás el presupuesto destinado a la escuela pública. Cuando tengas dudas, nombra a otro juez, y págale lo suficiente para que no tenga que sacarle la pasta a los abogados. Gánate a los abogados. Ellos saben cómo se hace y lo harán. Controla al fiscal del distrito y no lo sueltes jamás, pues él controla a los jurados de acusación. Hazte amigo de los millonarios y dales lo que necesiten. Toda compañía de tranvías es una buena compañía de tranvías, y lo mismo es válido para las compañías eléctricas. Si construyes un viaducto, haz del contratista tu asociado. Cada vez que te enfrentes a un monopolio, adquiérelo. Crea una compañía de seguros y haz que todo el mundo con negocios en la ciudad suscriba una póliza. Si no sabes estafar con una compañía de seguros, monta una fábrica de cerveza y oblígales a comprar tu producto. Da empleos a tus amigos, pero con un precio; y haz nuevos amigos a diario. Deja que el sheriff compre lo que quiera para la cárcel. Nunca impidas que el dirigente de un distrito electoral robe, pues eso es lo que le mantiene honesto. Encárgate de que tus fontaneros y electricistas tengan siempre trabajo, y recuerda que son necesarios tres operarios para cambiar un cable. No hay nada que objetar a los republicanos mientras los tengas en plantilla. Un empleo en la ciudad debería elevar la dignidad de un hombre, pero no el sueldo. Cualquiera que esté en nuestra nómina pagará su cuota, del tres por ciento del salario anual, lo que está muy bien, pero si pertenecen al nuevo cuerpo de funcionarios públicos, no te pagan y no puedes despedirlos, transfiérelos al vertedero. Si encuentras gente a la que le gusta votar, déjale que lo haga. No temas gastar dinero en votos el día de las elecciones. Es un regalo del cielo para los pobres y bueno para los negocios, pero págales con billetes viejos, de uno y dos dólares, o sospecharán. Y paga sólo a los que viven en los distritos junto al río, nunca a los de la parte alta de la ciudad. Si un votante de la parte alta no se registra como demócrata, auméntale los impuestos. Si lucha contra el aumento, haz que contrate a uno de nuestros abogados para que pleitee y se los reduzca. Una vez bajados, vuelve a subirlos el año siguiente. Llama a todas las puertas y averigua si los moradores están enfermos o embarazadas o son cortos, y utiliza su voto. Si respiran, llévalos al colegio electoral. Si no van, amenázalos. Descubre quién está muerto y quién se está muriendo, que es como si estuviera muerto, y utiliza sus votos. Hay un montón de muertos y nunca se quejan. La oposición podría poner el grito en el cielo diciendo que es un fraude, pero deja que lo demuestren después de las elecciones. La gente dice que usar el voto de los muertos es inmoral, pero qué diablos, si estuvieran vivos todos serían demócratas. El mero hecho de que estén muertos no significa que sean republicanos.

Faltaban tres meses para las elecciones de 1945, la investigación del gobernador, iniciada tres años atrás, se estaba intensificando, de creer a Divino, y ¿quién sabía lo que les podría ocurrir? Debido a la presión del gobernador, los republicanos presentaban como aspirante a alcalde a Jason (Jay) Farley, un inteligente hombre de negocios irlandés católico que pronunciaba unos discursos vigorosos y era su candidato con más posibilidades en muchos años. Y la ausencia de Alex, el alcalde de la ciudad, el joven soldado, que aún se encontraba en algún lugar de Europa, era un factor que debía tenerse en cuenta. Patsy había decidido que no sólo ganaríamos estas elecciones, sino que también humillaríamos al gobernador por intentar destruirnos, y su arma secreta era antigua: un tercer candidato que diluiría el voto republicano, la misma estratagema que Felix Conway había utilizado repetidas veces en las décadas de 1880 y 1890.

Con su segundo vaso de ginebra y tónica en la mano, Roscoe estaba sentado frente a Patsy, que tomaba su bebida de costumbre, Old Overholt solo. Patsy iba allí con frecuencia, pero se sentía desplazado entre los muebles rococó con dorados y las alfombras orientales del vestíbulo, y sin duda estaría más a sus anchas en un picnic playero. Pero a pesar del calor de agosto, allí estaba, tocado con su característico sombrero de ala curva, sentado donde Felix Conway recibiera a los visitantes un cuarto de siglo atrás, sin parecer poderoso y, no obstante, con mucho más poder del que Felix podría haber imaginado para sí. Como líder del Partido Demócrata de Albany durante veinticuatro emocionantes años, Patsy era ahora el padre de todos, incluido Roscoe. Patsy, cinco años mayor que Roscoe, era el hombre principal, el hombre que desviaba el rayo, el jefe.

—¿A qué viene tanta urgencia? —le preguntó Patsy a Roscoe.

—No es urgente para nadie más que para mí, pero es importante. Tengo que retirarme.

Patsy torció el gesto.

—Dilo otra vez.

—He de dejarlo, hacer alguna otra cosa, irme. No puedo seguir con esto.

—¿Con qué?

—Con lo que hago.

—Lo haces todo.

—Eso forma parte del problema.

—¿Te aburres?

—No.

—¿Necesitas dinero?

—Tengo más dinero del que puedo gastar.

—¿Estás metido en otra mala aventura amorosa?

—¿Cuándo he tenido una buena?

—Entonces ¿de qué se trata?

—¿Sabes lo que sientes cuando llegas al final de algo, Pat?

—No, todavía no lo sé.

—Claro, tú seguirás eternamente; pero yo he llegado al final y no sé por qué. Puede que te parezca repentino, pero esto venía gestándose desde hace mucho tiempo. No puedo hacer nada por evitarlo. Se ha terminado.

—La organización no puede prescindir de ti. Eres la mitad de cuanto hago. Más de la mitad.

—Bobadas. Esta tarde puedes conseguir veinte hombres.

—En toda mi vida no he conocido a tres, y no digamos veinte, en los que confiara como confío en ti.

—Por eso te lo digo con suficiente antelación. Aguantaré las elecciones, pero luego tengo que dejarlo.

—Es por esa puñetera investigación. ¿Han ideado algo contra ti?

—Divino LaRue dice que están ansiosos por atraparme, pero eso lo sabemos todos, y no es el motivo. Tengo cincuenta y cinco años y no voy a ninguna parte. Pero ahora he de ir a alguna parte, adonde sea. Necesito aclarar mis ideas.

—¿Vas a irte de Albany?

—Tal vez, si puedo convencer a mi cabeza de que abandone la ciudad.

—Estás enfermo por esa úlcera. Eso es lo que te pasa.

—Me duele la tripa, pero nunca me he encontrado mejor. No busques una razón. Hay veinte, cincuenta. Si supiera exactamente cuáles son, te las diría.

—Tenemos que hablar de esto.

—Ya lo estamos haciendo.

—¿Qué hay del candidato de un tercer partido? ¿Lo tienes?

—Estoy en ello.

—¿Le has hablado a Elisha de ese plan tuyo?

—Vendrá a comer aquí. Entonces se lo diré.

—Esto es un desastre.

—No, no lo es.

—Maldita sea, si digo que es un desastre, es un desastre. Esto es un puñetero desastre. ¿Qué diantres te ha pasado?

—El tiempo. El tiempo es lo que ha pasado. Estoy harto de cargar con el tiempo a la espalda como un saco de piedras.

—¿El tiempo? ¿De qué me estás hablando? Al diablo con el tiempo.

—No te preocupes, Pat. Ya lo arreglaremos.

—El tiempo. Por el amor de Dios.

Las vidas de Roscoe, Patsy McCall y Elisha Fitzgibbon estaban trabadas desde su infancia compartida en las calles de la ciudad que llegarían a poseer, en los reñideros donde sus padres apostaban en las peleas de gallos y en las trescientas sesenta y cinco hectáreas de Tivoli, la gran finca de los Fitzgibbon en Loudonville, fundada por el abuelo de Elisha, Lyman Fitzgibbon, que en su larga vida había amasado varias fortunas: en ferrocarriles, especulación de terrenos, fundiciones y acerías. Tivoli era un paraíso para seres adinerados y niños pequeños. Los tres recorrían los bosques vírgenes de roble, arce, haya, pinabete y pino blanco, pescaban en el minúsculo lago Tivoli de Elisha hasta que se hicieron demasiado mayores para el pez luna y la perca y fueron río Hudson abajo en busca de pejerrey, lubina, sábalo y esturión. Nadaban en el canal Erie y en el río, cazaban perdices y faisanes en los bancos de arena del río, pavos salvajes en los bosques de Fitzgibbon y ciervos en Tristano, el suntuoso retiro rústico de la familia de Elisha en los Adirondacks. Los muchachos llevaban sus capturas de pesca y sus piezas de caza a la mesa de Felix Conway, pues ni la madre de Patsy ni la madrastra de Elisha podían destinarles espacio en la casa. Roscoe organizaba todas sus excursiones, pescaba con la destreza de un pelícano y era capaz de meter una bala entre los colmillos de una serpiente a sesenta metros de distancia. Felix se maravillaba del talento de su hijo, pero él lo había fomentado, pues en cuanto Roscoe tuvo uso de razón le regaló un rifle del calibre 22.

Cuando Roscoe contaba nueve años, poco después de que Felix se hubiera trasladado al Ten Eyck, su madre le advirtió:

—Recuerda que jamás debes disparar contra nadie con esa arma a menos que sea un político.

Pero fue la política del Partido Demócrata la que cimentó la amistad de los muchachos. Su cuartel general, incluso antes de que hubieran empezado a beber, era el saloon North End, regentado por el padre de Patsy, Black Jack McCall, el dirigente del distrito Noveno que llegaría a sheriff. El saloon llevaba mucho tiempo cerrado, pero Patsy lo reabría cada año para escuchar la predicción, por parte de los dirigentes de distrito, de cuál sería su voto, y entonces darles el llamado «dinero para la calle», de acuerdo con la práctica tradicional, a fin de que esa predicción se hiciera realidad. El mentor que les aleccionaba sobre las desventajas de la honestidad política era Felix, que les ayudó a planificar la campaña de Patsy para lograr un puesto de tasador municipal en 1919, el año de su fallecimiento. El dinero para la campaña procedía de Elisha, quien, junto con sus hermanos, había heredado la fortuna de la acería de su abuelo Lyman (que ayudó a financiar la primera campaña presidencial de Grover Cleveland). Elisha financió tanto la exitosa candidatura de Patsy al cargo de tasador municipal, en 1919, como el acceso al poder municipal por parte de los demócratas en las elecciones de 1921. Desde entonces, la política fue el filón principal del trío, y el dinero, durante la mayor parte de la década, no constituyó ningún problema.

Roscoe y Elisha estaban en el comedor del Ten Eyck, terminando la segunda botella del vino con que habían acompañado la cena a base de gambas, pejerrey, patatas hervidas y panecillos tiernos. El rubicundo Elisha irradiaba buena salud, ¿o acaso el color encendido de sus mejillas era tan sólo el propio de una noche de verano? Con la camisa Brooks Brothers, la corbata bien anudada, la chaqueta deportiva cruzada de tonos crema, impecablemente confeccionada por Joe Amore, el cabello gris acero que lucían los hombres distinguidos en los anuncios de whisky, era la compostura personificada. Su edad se intuía por las entradas del pelo, pero el barbero Red le había consolado diciéndole que no viviría lo suficiente para quedarse calvo. Nadie parecía más elegantemente rico que Elisha, el capitalista en su cénit.

Las campanas de la iglesia de San Pedro empezaron a resonar calle arriba.

—Así que ha terminado —dijo Roscoe.

—Eso parece.

—Alex volverá a casa.

—Espero que no sea una de esas víctimas de la posguerra, como aquel soldado alemán de Sin novedad en el frente. Sucede después del armisticio: el hombre saca la cabeza por encima de la trinchera para mirar una mariposa y un francotirador que no sabe que la guerra ha terminado, o tal vez sí lo sepa, le atraviesa el cerebro de un balazo.

—Alex es demasiado listo para eso —dijo Roscoe—. Volverá a casa en tan buena forma como cuando partió. Le organizaremos un desfile.

—No creo que desfile.

—Probablemente estés en lo cierto. Tiene el instinto de nivelarse con los demás.

—Se nivelará de otras maneras. No será tan rico como antes. Ninguno de nosotros lo será.

—Eso es cierto. El gobierno cancelará tus contratos millonarios.

—No necesitarán mi acero para sus tanques.

—Tal vez tengas que fabricar frigoríficos.

—Si hago eso, mis vendedores tendrán que revelar la diferencia entre frigoríficos y tanques.

—¿Y eso te entristece?

—Me empobrece.

—No eres pobre, Elisha.

—No, todavía tengo mis zapatos.

—Eres millonario. No puedes engañarme.

—A veces soy millonario —replicó Elisha—. Pero ser millonario te expone a la crítica.

—La política también hace eso.

—De la política al infierno hay un corto paso —dijo Elisha.

—Ah, qué agradable es constatar que haber ganado la guerra te ha vuelto más alegre.

—Estoy cansado de las escandalosas desventajas de la riqueza.

—¿Qué escandalosas desventajas, aparte de las habituales, pueden ser ésas?

—No quiero hablar de ello. Muy pronto lo sabrás.

—Un misterio —replicó Roscoe—. Intentaré comprenderlo. Pero nunca he sido lo bastante rico para tener tales preocupaciones, aunque a la gente le haya contado otra cosa.

—Te he oído decir eso.

—Soy un farsante —dijo Roscoe—. Siempre lo he sido.

—Tonterías. Nadie se cree jamás nada de lo que dices de ti mismo.

—¿Ni siquiera cuando miento?

—No, nunca.

—¿Y si dijera que abandono el partido?

Elisha le miró con fijeza, tratando de detectar el fraude.

—¿Se lo has dicho a Patsy?

—Él quería saber si te lo había dicho a ti. Ahora la respuesta es sí en ambos casos.

La sonrisa de Elisha revelaba que conocía el significado de las palabras de Roscoe. Aquel hombre podía comprender lo inexpresado, incluso lo desconocido. Patsy lo comprendía, pero no podía admitirlo, pues era contrario a sus planes y estaba fuera de su control. Elisha conocía los pensamientos de Roscoe sin necesidad de hacer preguntas. Su amistad había atravesado tormentas de conflicto, la pobreza de los ricos, el amor destrozado. Sobre todo esto último, pues Roscoe había estado enamorado de la esposa de Elisha desde antes de que se casaran. Que eso no fuese un obstáculo para la amistad se debía a que el amor de Roscoe por Veronica era imposible, él lo sabía y, en general, lo soslayaba.

—Pero me pregunto qué vas a hacer cuando dejes la política —dijo Elisha—. Hay infinidad de empleos para los que no eres capaz. ¿Te limitarás a haraganear y gastar el dinero?

—Todavía no lo he llevado tan lejos, pero he de cambiar de vida, hacer algo que cautive mi alma antes de morir.

—Me alegra saber que todavía tienes alma.

—Sale a la superficie con frecuencia —replicó Roscoe.

—No pareces un hombre de alma torturada. Siempre es una sorpresa lo bien que disimulamos. Eres tan ducho en ese juego como el que más, la manera en que mantienes a buen recaudo tus sentimientos por Veronica… es admirable.

—No tengo alternativa, como no la tengo en la mayor parte de las cosas. Todos los ensayos, las puñeteras investigaciones que nunca terminan, otras elecciones a la vista, y ahora Patsy quiere un tercer candidato para diluir el voto republicano. Humillaremos al gobernador. Y por si no bastara, Divino LaRue me ha dicho esta tarde que George Scully ha aumentado la vigilancia a la que me tiene sometido. Es probable que también estén redoblando la vigilancia sobre ti. Serías un estupendo trofeo.

—¿De veras? ¿Crees que debería preocuparme?

—¿Te estás preocupando en este momento?

—No, estoy escuchando las campanas —respondió Elisha—. Deberíamos evitar las preocupaciones y celebrar la paz en el mundo. Si no lo hacemos, dirán de nosotros que tenemos afecto a los japos.

—Una vez amé a una japo —dijo Roscoe—. Era de una belleza fuera de lo corriente.

—Espero que no fuese durante la guerra.

—Mucho antes.

—Entonces estás a salvo.

—Tenemos que combatir la epidemia de patrioterismo que está a punto de engullirnos. Cierto grado modesto de embriaguez parece la estrategia lógica.

—Podríamos tomar una copa aquí —dijo Elisha.

—Beber en el comedor de un hotel en una época de júbilo no es beber, no es serio y no es jubiloso —observó Roscoe—. Cuando bebamos, tenemos que mezclarnos con la plebe. Tenemos que doblarnos con las olas ambarinas de las espigas, enturbiar nuestros jugos bajo cielos espaciosos. Tenemos que sumarnos a la feria.

—Has dado en el ajo. Bien machacado —dijo Elisha rotundamente.

Bajaron al bar del Ten Eyck, pero estaba cerrado y a oscuras. Cruzaron la calle Chapel y entraron en Farnham, donde no había ningún cliente y sólo estaba Randall, el barman, limpiando el fregadero.

—Hemos cerrado —les dijo.

—¿Cerrado?

—La guerra ha terminado —respondió Randall mientras se quitaba el delantal—. Alfie dice que ahora no es el momento de beber. «Cierra, Randall. Éste es momento de oración y patriotismo.» Eso es lo que me dice Alfie.

—Me acordaré de Alfie, y también me acordaré de ti, Randall —dijo Roscoe—. El patriotismo es el último refugio de los saboteadores.

—Tiene usted razón, señor Conway. Los bares de O’Connor y Keeler también están cerrados. —Randall apagó la luz del bar—. Abriré mañana pasadas las cinco.

En la calle oyeron las campanadas procedentes de varias iglesias, los silbidos de los trenes en la Union Station, el carillón del ayuntamiento, la sirena antiaérea que sonaba por última vez. Vieron tranvías detenidos, el tráfico atascado en el cruce de State y Pearl, masas de centenares de personas, que pronto serían decenas de millares, avanzando hacia el pandemónium. Subieron por State y probaron en el bar del hotel DeWitt Clinton, pero los saboteadores lo habían cerrado.

—El Kenmore no cerrará —dijo Roscoe—. Los timbres de la caja registradora de Mahoney son lo contrario de patrióticos.

Desanduvieron sus pasos por la calle State, la majestuosa vía cuesta arriba de Albany, esa ciudad tan antigua de la que ambos poseían unos valores bursátiles singulares, acciones psíquicas. Ningún comerciante, ningún propietario de fincas, ningún buhonero ni abogado ni barman ni vagabundo ni ratero ni corredor de apuestas ni político de la ciudad, ni siquiera un forastero que recorriera las calles por primera vez, estaba por encima del poder de aquellos dos hombres si decidían ejercerlo, un poder que, naturalmente, procedía de Patsy, el hombre sin el que… y todos conocemos el resto.

Caminaron por la calle Lodge, pasaron por delante de la iglesia católica de Santa María, por delante del edificio de cinco plantas que albergaba los juzgados del condado de Albany, todos y cada uno de cuyos noventa y siete conserjes habían sido contratados con el visto bueno de Roscoe. Pasaban coches con estrepitosas latas a remolque y hombres adultos que golpeaban sartenes, y Roscoe y Elisha los siguieron por la calle Columbia hacia Pearl, donde unos jóvenes arrojaban petardos a la multitud entusiasta que obstruía el cruce.

Entraron por la puerta lateral del hotel Kenmore, eterno centro de alborozo, palabrería, mujeres y leyendas listas para llevar. Con frecuencia Roscoe abandonaba allí su depresión, una legión innumerable de universitarias abandonaban allí su virginidad, Bunny Berigan abandonó allí su corneta y Bob Mahoney se la regaló a Marcus Gorman, y Jack Diamond dejó al lugar una perdurable reputación canallesca. En una palabra, la vida sin el Kenmore no era vida, y en aquel momento era ruidoso y estaba atestado, ante la barra del fondo tres filas de jaraneros y todas las mesas del club Rainbo Room ocupadas. Roscoe y Elisha se abrieron paso a empujones hacia The Tavern, la larga barra del Kenmore, donde Bob Mahoney estaba sirviendo bebidas con tanta rapidez como le era posible. Roscoe le pidió ginebra, y también que le llenara del mismo licor la petaca de bolsillo para la larga noche que tenía por delante.

—Están aquí desde el mediodía, esperando la rendición —dijo Mahoney—. Otras dos horas así y se me habrá terminado la cerveza. Jamás había visto una jornada de bebida como la de hoy, ni siquiera el Día del Armisticio en 1918.

—Nadie bebió en Albany el Día del Armisticio —replicó Elisha—. Estuve aquí. Todos comimos chuletas de cerdo y nos fuimos a dormir.

—¿No estabas en el ejército? —le preguntó Mahoney.

—Estaba ganando demasiado dinero. ¿Tienes cerveza fuerte?

—Sí.

—Cerveza preñada, y sin hacer trampas —dijo Elisha.

—¿Qué? —le preguntó Mahoney—. ¿Qué has dicho?

—Quiere una ginebra y una cerveza —respondió Roscoe—. ¿Has llamado a Stanwix para que te mande una remesa de cerveza?

—He llamado a todas las fábricas cerveceras de cuatro condados. O están cerradas o no sirven pedidos. ¿Te imaginas lo que será no tener cerveza con el local a reventar?

—Llamaré y te conseguiré una remesa —le dijo Roscoe.

—Si lo haces, podrás beber gratis hasta Navidad.

—Sabes conmover el corazón de un hombre, Mahoney.

Glenn Miller sonaba en la gramola, Por fin ha venido mi amor, y en el bar dos docenas de soldados y marineros besaban y manoseaban al azar a mujeres jóvenes y no tan jóvenes. Hombres de civil, uno de ellos luciendo su «pato quebrado», la insignia de licenciamiento que demostraba que también había servido en el ejército, esperaban para repetir las muestras de afecto. Roscoe reconoció a una mujer menuda que trabajaba en su edificio y que siempre le ofrecía una seca sonrisita en el ascensor; allí estaba ahora, dando un prolongado y baboso beso, los brazos y una provocativa pierna enfundada en una media curvados alrededor de un marinero.

—Esto me recuerda… —le dijo Roscoe a Elisha—. ¿No deberías llamar a tu mujer?

—Refrena tu lasciva lengua.

—No tenía intención de insultarte, pero no debemos estar sin nuestras mujeres en medio de esa lujuria desatada. Llama a Veronica, yo llamaré a Trish, y seguiremos bebiendo en otra parte.

—No es necesario que llames a Trish —dijo Elisha, y señaló una mesa junto a la puerta donde dos soldados, sus gorras en un charco de cerveza sobre la mesa, morreaban a Trish, turnándose para besarla. Mientras Roscoe se encaminaba hacia la mesa, vio que las manos de los dos soldados se movían bajo la blusa desabrochada de la mujer.

—Hola, cariño —le saludó Trish—. Pensé que te encontraría aquí —los dos soldados retiraron las manos de su pecho y miraron a Roscoe. Uno de ellos parecía tener dieciséis años—. En seguida estoy contigo, Rosky —le dijo mientras se abrochaba la blusa.

—Seguid, soldados —dijo Roscoe—. Por ellas luchabais —añadió, y volvió a la barra para reunirse con Elisha.

—Trish es una joven muy patriótica —comentó Elisha.

—Si el sexo fuese bazucas, ella sola se habría apoderado de Saipan.

Roscoe vio que Trish venía hacia él; sus andares eran un concierto de contoneos y sacudidas que entretenía a las multitudes en los pasillos del Capitolio, donde trabajaba para el dirigente demócrata de la Asamblea. Vivía en un piso de la calle Dove, y Roscoe le pagaba el alquiler. Con los rizados mechones de color castaño todavía intactos a pesar del morreo, Trish se lo explicó todo a Roscoe.

—Estos solados lucharon en la batalla de las Ardenas —le dijo—. Pobres criaturas. Les he dado unos besitos y se han excitado mucho. ¿Estás enfadado con Trishie?

—Trishie, Trishie, ¿me enfadaría si mi conejo tuviera relación carnal con otro conejo? Dios tiene la culpa de la fornicación, no tú.

—Eso mismo pienso yo —replicó ella.

—Lo sé, cariño. Anda, ve y sé amable con esos soldados.

—¿Lo dices en serio?

—Claro que sí. Puede que tengan heridas de combate.

—¿Adónde vas a ir?

—Adonde me lleve el viento nocturno. Procura no coger la gonorrea.

—Adiós, cariño —le dijo ella, y le besó en la mejilla.

—Adiós para siempre, gatita —replicó Roscoe, pero ella, ya camino de la mesa donde estaban los soldados, no le oyó.

—¿Has dicho en serio eso de adiós para siempre? —le preguntó Elisha.

—Como decía mi santo padre, las chicas irlandesas o bien follan con todo el mundo o bien no follan con nadie. ¿A qué categoría crees que pertenece Trish?

Alguien puso en marcha la gramola y una canción latina increíblemente ruidosa atronó The Tavern.

—Pongamos fin a esta farsa —dijo Elisha—. No vale la pena seguir aquí por la ginebra.

—Estamos de acuerdo —replicó Roscoe, y los dos apuraron sus vasos y se encaminaron a la puerta.

—Se me ha ocurrido algo respecto a Divino LaRue —dijo Elisha—. ¿Por qué no presentarlo como el candidato comodín?

—¿Divino aspirante a la alcaldía?

—Es un gran payaso, y sabe pronunciar un discurso. Estaría encantado con la atención que recibiría. La gente le votaría sólo por contarlo. Y atraería a los liberales y los reformistas que nos odian pero no pueden votar a los republicanos.

—Cielos, Elisha, es una brillante idea. ¡Divino, el candidato comodín!

—¿Te he ayudado a superar la preocupación?

—No, pero ahora puedo sonreír mientras me preocupo.

Un gamberro había abierto una boca de incendios en la calle Pearl cerca de la avenida Sheridan. Un buhonero ofrecía insignias del día de la victoria sobre Japón, las banderas habían florecido en los escaparates iluminados de las tiendas y pendían por doquier, de farolas y tejados, y la multitud llenaba la calle en su totalidad. Mientras Elisha y Roscoe discutían su jugada, la puerta de The Tavern se abrió de repente y una larga hilera de gente que bailaba la conga salió a la calle, encabezada por un marinero, con Trish sujetándole las caderas, uno de los soldados sujetando las suyas y otra docena más serpenteando detrás de ellos al ritmo de la música latina procedente del bar.

Roscoe y Elisha se abrieron paso entre el gentío que llenaba la acera, y en el cruce de State y Pearl vieron una hoguera patriótica que llameaba junto al Plaza. Roscoe recordó las ambivalentes tensiones de patriotismo que invadieron aquella manzana el día de abril de 1943 en que Alex partió a la guerra. Patsy había organizado un desfile con banderas, clarines, tambores y un portaestandarte de la Academia de Albany acompañando al alcalde de veintisiete años hacia un futuro político festoneado de oro. Alex, que iba a servir a su país como soldado raso, desfilaba en una sección de soldados rasos como él, proletarios en su mayoría, ninguno de ellos de la Academia de Albany, Groton o Yale, como él, y ninguno de ellos con esa estúpida insistencia en jugarse la vida a los dados. Roscoe, jefe nominal de la Junta de Reclutamiento, podría haberle encontrado a Alex una dolencia que le valiese una prórroga para seguir siendo el juvenil alcalde de Albany en tiempo de guerra, pero Patsy le había hecho a Alex la advertencia: «Hijo, si no haces el servicio militar, estarás políticamente liquidado. Dirán que eres un flojo y no te presentaré a la reelección. Anda, enrólate en la marina y te nombraremos oficial». Pero Alex se unió al ejército, pidió que le destinaran a infantería y lo consiguió. Y ni Elisha ni Roscoe pudieron hacerle cambiar de idea.

Allí estaba aquel día, en el centro de la calle State, Roscoe y Elisha sonriendo al muchacho que iba a convertirse en carne de cañón; Elisha, jubiloso por el éxito político de su hijo, y Roscoe, el mentor exultante: ¿no te enseñaron a aguantar el whisky, muchacho?, ¿no te instruyeron en tácticas de supervivencia en la juerga, en las que pronto sobresaliste? Vuelve sano y salvo, y avivaremos de nuevo la fogata de la fiesta.

En la calle Lodge oyeron música de órgano, y Elisha se encaminó hacia ella a través de las puertas abiertas de San Pedro. Roscoe enarcó una ceja pero le siguió al interior de la vieja iglesia de arenisca de estilo gótico francés, una parroquia episcopaliana bien entrada ya en su tercer siglo de existencia. La iglesia estaba totalmente iluminada y medio llena de feligreses silenciosos que contemplaban el altar, donde ardían siete velas en cada uno de los dos candelabros de plata, ambos donación del padre de Elisha, Ariel Fitzgibbon. Había mujeres que lloraban, algunas en un estado de éxtasis. Parejas mayores se cogían de la mano, jóvenes susurraban con impaciencia. Un soldado se arrodillaba con la cabeza apoyada en el respaldo del reclinatorio. Entró una mujer de luto y al instante se arrodilló en el pasillo central.

Mientras Roscoe y Elisha permanecían al fondo de la iglesia, los bancos iban llenándose, y la extraña sonrisa de Elisha intrigaba a Roscoe. ¿Sonriente porque Alex iba a regresar vivo de Europa? Roscoe no podía interpretar claramente lo que había dentro de aquella majestuosa cabeza, fuera lo que fuese. Elisha contemplaba la iglesia como si fuese un turista, pero sin duda le había llevado allí lo que aquellas campanas familiares significaban para su encostrada alma episcopaliana. Un vitral a través del cual se filtraba la declinante luz del día fue una donación, a finales de la década de 1870, de Lyman Fitzgibbon. Diseñado por Burne-Jones, tenía una leyenda que decía «Per industria nil sine Numine» («Nada mediante la diligencia sin la Divina Voluntad»), que Roscoe traducía como «no hagas una jugada seria sin aprobación política».

Un organista tocaba un cántico de cinco notas, desde el que se deslizó a los dos primeros acordes de América, deteniéndose en una nota larga, y entonces inició un segundo canto. Elisha interrumpió al organista, volviendo al himno. «Sobre ti, mi país», cantó en voz potente, y todas las cabezas se volvieron para ver a aquel intruso que continuaba con «Dulce tierra de libertad / sobre ti canto…». El organista siguió a Elisha, y los partidarios de solemnizar la paz se le unieron, pues la música y la letra familiares les llenaban de emoción mientras la espléndida voz de aquel corista salido de la nada se alzaba hacia la bóveda de la nave, y cuando finalizó la estrofa y el silencio ansiaba estallar en aplausos, Elisha prosiguió con una estrofa menos conocida: «Que la música llene la brisa / y resuene desde todos los árboles / dulce canción de libertad…».

La gente aplaudió con sencillos gestos de asentimiento y sonrisas mezcladas con lágrimas incontenibles, todos ellos bajando de las murallas, unidos por la novedad de aquella paz que también necesitaba liderazgo, afirmando que Elisha había pronunciado en voz alta la misma plegaria que todos ellos habían buscado en silencio, el tuétano de la santidad patriótica dolorosamente evocada por aquel tenor de taberna del que Roscoe nunca había sabido hasta entonces que cantara solos en la iglesia o que cantara tan bien en cualquier saloon.

—Una actuación brillante —le dijo Roscoe cuando salieron a la calle State.

—Chovinismo vulgar —replicó Elisha—. No he podido contenerme. Ha sido como si me diera un ataque de hipo sagrado.

—Subestimas tu logro. Mis glóbulos sanguíneos se han vuelto rojos, blancos y azules.

—No me lo tomes en cuenta. Recuerda que los kamikazes aún andan por ahí, y los criminales de guerra se rajarán por la mitad antes que enfrentarse a la música.

—¿Kamikazes? ¿Criminales de guerra?

—No olvides lo que te he dicho.

Pasaron por el Garaje Albany, donde Roscoe guardaba su Plymouth 1941 de dos puertas, y se dirigieron a la cita con Veronica en la finca Tivoli, donde con sólo verla la vida de Roscoe se iluminaría. Pero mientras conducía, distraído tal vez por la ginebra o por el hecho de haber visto a Trish como chicha de bocadillo entre un soldado y un marinero, o por el alivio de haberse librado de ella, empezó a practicar juegos oculares con los vehículos en movimiento, borrándolos con el ojo derecho, luego con el izquierdo, eliminándolos por completo al cerrar ambos ojos.

—¿Por qué cierras los ojos mientras conduces? —le preguntó Elisha.

—Estoy jugando a la ruleta de Albany.

—Déjame bajar.

—Estarás en casa dentro de diez minutos.

—Jugando con la muerte. Desde luego, tienes serios problemas.

—Estoy bien. —Pero seguía cerrando un ojo y luego el otro.

—Esto es una forma de suicidio —dijo Elisha—. ¿Es eso lo que planeas?

—No, no es mi estilo.

—Es el estilo de todo el mundo en un momento u otro. Y si me matas mientras lo estás haciendo, es asesinato.

—No es mi estilo en absoluto.

—Abre los ojos y escúchame. Soy yo el que abandona, no tú.

Roscoe frenó al instante y dio un volantazo para sortear un trolebús que venía de frente, y entonces subió a un bordillo y chocó con un arbolito. El impacto fue ligero, pero empujó el volante hasta los pliegues más profundos del abdomen de Roscoe y lanzó a Elisha contra el parabrisas. La sangre brotó de inmediato, y Elisha se aplicó el pañuelo de bolsillo a la frente.

—Déjame ver eso —dijo Roscoe, y, al ver la herida, añadió—: Hay que darle unos puntos.

Retrocedió hasta la calzada y se dirigió al hospital de Albany. Los dos pudieron llegar por su propio pie a la sala de urgencias, en la que se acumulaba un elenco de patanes pendencieros, víctimas de las llamas y conductores ensartados como Roscoe, todos ellos celebrando la paz con sangre, fuego y dolor. Cuando una enfermera se dispuso a llevarse a Elisha para restañarle la sangre, Roscoe preguntó:

—¿A qué viene eso de que abandonas?

—Lo digo en serio, créeme —respondió Elisha—. A menos que quieras provocarle a Patsy un ataque cardiaco, no te largues todavía.

—¿De qué diablos me estás hablando?

—Voy a esfumarme —replicó Elisha—. Ha llegado la hora de hacerlo.

—De repente hay una epidemia de retiros —dijo Roscoe—. ¿Crees que los japoneses nos han echado algo en el agua?

Sentía un nuevo dolor en el estómago, y la cabeza le dolía debido a la resurrección de una vieja duda. Crees haber hecho algo radical y resulta que no has hecho nada en absoluto.

Roscoe reconoció a una monja sentada en el siguiente comprartimiento de la sala de urgencias, Arlene Flinn, de Arbor Hill, una hermana del Sagrado Corazón; en su adolescencia, cuando Roscoe se enamoró de ella, era una belleza de cincuenta kilos, minúscula, de cabello oscuro y nariz afilada. Aquellos ojos en otro tiempo animosos tenían ahora una forma distinta tras los cristales de las gafas, y llevaba el cabello oculto bajo la toca almidonada.

—¿Arlene? —le preguntó—. ¿Eres tú?

—Ah, Roscoe —replicó ella—. Roscoe Conway.

El tono de su voz hizo pensar a Roscoe que ella recordaba el día en que la estrechó entre sus brazos y la besó junto a la pila de agua bendita de la iglesia de San José. Dos días después ingresó en el convento… El comienzo de tu dominio de las mujeres, Ros.

—¿Estás enferma, Arlene?

—Tengo dolor de muelas. Es un dolor espantoso.

Estaba tarareando algo que parecía un himno benedictino… ¿tal vez O salutaris?

—¿Cómo está tu padre? —le preguntó él.

—Dios mío, mi padre —replicó Arlene—. Murió hace seis meses.

—No lo sabía. No vi la esquela.

—Murió en Poughkeepsie. Mi hermano no quiso que se supiera.

—Sabía que estaba allí. Lo siento, Arlene.

—Os detestaba a todos vosotros, los políticos. Sobre todo a Patsy McCall.

—Cuando salió de la cárcel le ofrecimos lo que quisiera. No nos dirigía la palabra.

—¿Podrías culparle?

Roscoe prefirió no responder. El padre de Arlene, Artie Flinn, había sido el principal corredor de las quinielas ilegales de los partidos de béisbol, dirigidas por Patsy. El fiscal del distrito federal condenó a Artie cuando le apresaron con un montón de boletos y una elevada suma de dinero, y le cayeron seis años. Fue el cabeza de turco. Patsy cuidó de la esposa y la familia de Artie mientras éste se encontraba entre rejas, pero Artie se convirtió en enemigo de Patsy. Además se volvió raro, le dio por saltar al río desde edificios altos, sujetando la paloma amaestrada que se había traído a casa de la cárcel, y soltándola antes de entrar en contacto con el agua. La gente le decía que podía volar como aquella paloma, pero en uno de los saltos un trozo de metal hundido le cortó parte de la pierna izquierda. Creía que el trozo de pierna perdido le volvería a crecer, y como no ocurrió tal cosa se perforó repetidas veces lo que le quedaba del miembro con un punzón de picar hielo, y tuvieron que encerrarlo.

—Veo a tu hermano Roy de vez en cuando —le dijo Roscoe.

—Yo no le veo —replicó Arlene—. Estoy en contra del periódico que dirige. Es escandaloso. ¿Dónde está el dentista, Roscoe? Este dolor es insoportable.

Compadecido, él le tendió su petaca de ginebra.

—Toma un trago de esto y aplícatelo a la muela.

Ella retuvo un momento la ginebra, la engulló, tomó otro trago, se enjuagó la boca y lo engulló también.

—Virgen Santa, Roscoe, esto no ayuda nada.

Se tomó un tercer trago y, cuando le llamaron para hacerle una radiografía de la caja torácica, él le dijo que se quedara con la petaca.

—¿Cuándo verá un dentista a esta mujer de Dios? —preguntó Roscoe a la enfermera.

—Está en camino.

Las radiografías de Roscoe fueron negativas, y un joven interno sugirió que le pusieran una bolsa de hielo en el abdomen y le dieran unas píldoras contra la hipertensión.

—Le dolerá, pero no tiene nada roto y no vemos ninguna hemorragia.

Roscoe vio a Veronica junto a una cortina entreabierta en el compartimiento donde Elisha yacía en una camilla. Se había recogido con un nudo la larga cabellera rubia detrás de la cabeza, no iba maquillada ni se había puesto medias, calzaba unos zapatos de tacón bajo y llevaba un vestido veraniego a rayas como las de una barra de caramelo. A Roscoe su aspecto le pareció sublime.

—¿Cuál es el veredicto? —le preguntó.

Ella le besó en la mejilla.

—Se lo llevan arriba para ponerle los puntos. ¿Qué tal tus magulladuras?

Roscoe se dio unas palmadas en el vientre.

—Con este relleno, hace falta un porrazo muy fuerte para causar algún daño.

—Si Elisha ha sufrido una conmoción cerebral, lo tendrán toda la noche en observación.

Llegó un enfermero para empujar la camilla con ruedas de Elisha.

—¿Estás bien? —le preguntó Elisha a Roscoe.

—Mejor que tú —respondió Roscoe—. Arlene, la hija de Artie Flinn, está aquí con dolor de muelas. Es monja.

—¿Te refieres al Artie Flinn de las apuestas de béisbol? —le preguntó Veronica.

—El mismo.

—Lo de Artie no fue uno de nuestros mejores momentos —comentó Elisha—. ¿Qué hace ahora?

—Murió en Poughkeepsie hace seis meses —respondió Roscoe.

—Es trágico —dijo Elisha—. No pudimos protegerle. No conocía a su hija.

—Estuve encaprichado de ella cuando éramos estudiantes —dijo Roscoe—. Mi conducta la empujó al convento.

—Fanfarronea una vez más —terció Veronica.

—Me reuniré con vosotros una vez que te hayan dado los puntos —dijo Roscoe.

En la sala de espera, Arlene andaba trazando círculos, y al ver a Roscoe, le saludó agitando la petaca sin dejar de cantar un himno a voz en cuello: «… Quae coeli pandis ostium; Bella premunt hostilia…». Estaba desequilibrada a causa de la bebida, y una enfermera se disponía a llevársela de allí, cogida de la mano, cuando ella giró bruscamente y dio un revés a la enfermera con la petaca de Roscoe, alcanzándola en la mandíbula.

—¿Dónde estás, Jesús? —gritó—. Sufro. Quae coeli pandis ostium

Vino un interno para ayudar a la enfermera en su intento de dominar a la monja desmadrada, pero Roscoe intervino.

—Yo me ocuparé de ella, doctor. Soy su primo, y mi hermano es dentista. Dígale al suyo que se vaya al infierno, donde encontrará a su próximo paciente.

—Dios te bendiga, Roscoe —dijo Arlene—. El dolor es terrible y la ginebra se ha terminado.

Se tambaleaba y a punto estuvo de caerse, la primera monja empapada en ginebra de Roscoe. La cogió en brazos, liviana como una pluma, el dolor causado por su traumatismo como si retorcieran la hoja de un cortaplumas clavado en el abdomen mientras la llevaba al aparcamiento.

—Ésta es la cita que nunca tuvimos, Arlene —le dijo—. No sabes cómo me gusta en lo que te has convertido.

—No seas simpático conmigo, Roscoe. No quiero que lo hagas. Seguiré virgen hasta que me muera. —Reanudó el himno, «…Bella premunt hostilia…», mientras él la conducía al norte de la ciudad en su coche con el parachoques abollado.

—Jamás he conocido a una mujer como tú, Arlene.

—No me sorprende.

—Vayamos en barco a las Bermudas.

—Sigue doliéndome la muela.

Roscoe encontró al doctor Reardon, un dentista que atendía gratis a demócratas selectos y que en seguida eliminó el dolor y arregló la dichosa muela. Entonces Arlene prometió a Roscoe y el doctor un lugar entre los ángeles menores.

—Dios te bendiga, Arlene —le dijo Roscoe—. Dios bendiga a todas las monjas y todas las mujeres. —Entonces pensó en Trish y añadió—: A la mayoría de las mujeres.

Llevó a Arlene de regreso a la Academia del Sagrado Corazón, en Kenwood, confiando en que el tiempo que había pasado con él provocaría un escándalo en el convento, y después fue al hospital para comprobar cómo seguía Elisha, pero le habían dado el alta, pues al fin y al cabo no había sufrido una conmoción cerebral. Eran las diez y media, demasiado tarde para visitarle, una oportunidad perdida de estar con Veronica. Roscoe regresó a su coche en el aparcamiento ante la sala de urgencias. ¿Adónde iría ahora? Miró las ambulancias y los coches que iban y venían con los moribundos y los heridos del apacible frente doméstico. Se detuvo a pensar en Artie Flinn, víctima de las guerras políticas, un hombre que había amasado una fortuna pero al que abandonó la suerte. ¿Qué otros desastres aguardaban a Roscoe en aquella noche de sucesos radicales? Podía ir al piso de Trish y retirar su ropa del armario. A lo mejor la encontraba allí con cuatro marineros. Vete a casa y duerme un poco, Ros. Pero ¿quién puede dormir la noche de la victoria sobre Japón? Entonces busca una mujer. Esta noche no será difícil. Pero si no ligas, no se te ocurra ir de putas, que te están vigilando. Deberías haber secuestrado a Arlene, tu prototipo de belleza ideal. Podrías haberle hablado de los buenos y viejos días de juventud pecadora. Hoy en día el pecado no es como antes. Además, las tripas te hacen ruido. No terminaste de cenar. Olvídate de las mujeres y celebra la rendición de los japos con un filete. O tres hamburguesas. O un sándwich de bistec caliente en el Morris Lunch, dos bistecs calientes con doble ración de patatas fritas caseras y una porción de tarta de manzana acompañada por tarta de crema. Se dirigió al restaurante Miss Albany, en la Avenida Central, que estaba abierto toda la noche, y lo encontró a oscuras. Un letrero en la ventana indicaba «No hay comida». La Cafetería del Bulevar, que nunca cerraba, estaba abierta, pero no había filetes ni rosbif ni jamón ni hamburguesas ni huevos. No tenían más que pan y café, y este último sin nata. Aquella noche la ciudad entera había consumido sus existencias alimenticias. Roscoe tomó dos tostadas con mantequilla, un plato de rodajas de pepinillo encurtido y café solo, y regresó a su coche. Las calles estaban concurridas, pero ya no había atascos. El frenesí se desvanece. ¿Quién estará en el bar del Elk’s Club? ¿A quién le importa? Roscoe no quería hablar de guerra ni de paz ni de política, ni siquiera de la distracción que Divino era para él. ¿Qué es lo que quieres de veras, Ros? ¿Qué te parece Hattie? Sí, una idea muy buena. Hattie Wilson, su amor perenne. La amaba, siempre la amaría. No le había puesto una mano encima. Eso no es lo que Roscoe anda buscando en estos momentos. Es más, ¿no está Hattie casada con O. B., el hermano de Roscoe? Sí, lo está. Roscoe sólo desea una conversación seria, inteligente, tal vez un poco cariñosa, con Hattie, que es una mujer sagaz, un consuelo. Seis maridos y todavía núbil. Desvía la mente de la nubilidad, por el amor de Dios. Guió el coche hasta la calle Lancaster, al este de la calle Dove, y aparcó ante la casa de Hattie. Los cuatro pisos estaban a oscuras. Tal vez estuviera despierta en la parte trasera de la casa, pero probablemente estaría dormida. Roscoe no quería hacerle levantarse de la cama para tener una conversación… ¿sobre qué? ¿Por qué me despiertas en medio de la noche, Rosky? Ojalá lo supiera, vieja Hat. No importa que me hayas despertado. En otra ocasión, Hat. Roscoe regresó al hotel y le dijo al portero que llevara su coche al garaje. Decidió subir a su cuarto, pedir algo al servicio de habitaciones y acostarse, pero los saboteadores le habían precedido. Aquella noche no había servicio de habitaciones. Así pues, Roscoe se acomodó en su suite de la décima planta, pidió hielo al botones para su bolsa de hielo, se comió una tableta de chocolate Hershey que sacó de un cajón, se sirvió una ginebra doble, sostuvo la tónica, engulló las píldoras para la hipertensión con la ginebra, brindó por la paz en el mundo y la liberación de la política y se acostó hambriento.