Una salida escandalosa
El día siguiente al de la victoria sobre Japón era festivo para gran parte de la población, un día de plegarias, acción de gracias y patriotismo, y el principal discurso de la jornada lo pronunció en los escalones del Capitolio Marcus Gorman, el eminente abogado criminalista que se había convertido en el Demóstenes de Albany. Bart Merrigan, en su papel de comandante de la Legión Americana, fue el maestro de ceremonias y presentó a Marcus, quien agradeció a Dios misericordioso que hubiese restaurado la justicia y el honor en el mundo, dos bienes que Marcus había subvertido a lo largo de su vida profesional. Roscoe envió a Joey Manucci a la residencia veraniega de Patsy en la montaña, con la noticia de que Divino LaRue era un posible candidato. A Patsy le encantó la idea y envió a su vez un emisario a Roscoe, pidiéndole que contratara de redactor de discursos de Divino a Eddie Brodie, el hombre que ayudaría a que éste se soltase. Brodie, ex periodista, había ayudado a Jimmy McCoy a soltarse en 1937, acuñando su declaración de campaña: «Jamás he conocido una mujer que me gustara tanto como mi perro».
Al final de la mañana, Veronica llamó a Roscoe para decirle que Elisha se había despertado con dolor de cabeza, pero se sentía mejor y tenía intención de ir a la oficina por la tarde. Roscoe se pasó la mitad del día en la cama con su bolsa de hielo, cenó a solas en el comedor del hotel y se acostó. Le despertó el timbre del teléfono y se incorporó para responder a la llamada: las cuatro de la madrugada en la esfera luminosa del despertador. Oyó decir a Gladys Meehan: «Es Elisha, Roscoe». Encendió la lámpara de la mesilla de noche, y allí estaba Elisha en aquella famosa foto con Roscoe y Patsy, la noche electoral de 1921, cuando los tres jóvenes rebeldes, cuyas sonrisas desprendían poder y alegría por haber arrebatado el Ayuntamiento a los republicanos, estaban a punto de fundar la nueva ciudad de amor y guerra.
—¿Qué le pasa a Elisha?
—Todo —respondió Gladys—. Ven de inmediato. A la fábrica.
Roscoe pidió al botones que le trajera su coche y condujo a la Acería Fitzgibbon, una pequeña ciudad de veintinueve edificios, talleres de laminados de metal, forjas, hornos, talleres de cizallado, talleres mecánicos y un laberinto de rieles del ferrocarril Delaware & Hudson que se extendía por doquier. El conjunto cubría veinticuatro hectáreas entre Broadway y el río en el ángulo nordeste de la ciudad, y había dado empleo a mil quinientos hombres y un centenar de mujeres en el punto crítico de la guerra.
Roscoe aparcó junto al edificio del taller mecánico en el que estaba la oficina de la acería, pasó junto al vigilante nocturno y subió al tercer piso, el dolor avivado por la escalera. Encontró a Gladys en un sillón de cuero, mirando con fijeza a Elisha, cuyas gafas de carey estaban sobre la mesa y que llevaba en la frente herida un vendaje del color de la piel. Tenía arremangada hasta los codos la camisa azul hecha a medida, aflojado el nudo de la corbata azul oscuro en el cuello abierto, la chaqueta gris del traje en el respaldo del asiento, las manos enlazadas en el regazo, la barbilla en el pecho. Llevaba sus zapatos de cuero rojizo oscuro preferidos y estaba ante la chimenea llena de cenizas. La cara tenía un color azul pálido, y unos mechones de cabello, grises como el acero cromado que fabricaba, le pendían ante los ojos, que Gladys había cerrado.
Elisha a los cincuenta y cuatro.
Mientras Roscoe le miraba fijamente, Elisha se levantó, fue al baño y empezó a afeitarse con su maquinilla eléctrica. Roscoe le siguió.
—¿Quién te ha dado permiso para morirte? —le preguntó.
—Ya sabes lo que dicen —respondió Elisha—. No te enfrentes jamás al enemigo en su propio terreno.
—¿Qué enemigo?
—Si no tienes una solución, transforma el problema.
—¿Qué problema?
—El de dar en el ajo y machacarlo bien…
Entonces, Elisha, en medio de su cháchara sin par, cayó hacia atrás, muerto de nuevo.
—He pasado aquí toda la noche —le dijo Gladys a Roscoe—. Llegó ayer a las siete de la tarde, me llamó a casa y me pidió que viniera.
—Me sorprende que Veronica le dejara salir con esa lesión en la cabeza.
—Él la convenció de que estaba bien.
—¿Cuándo ha muerto?
—No lo sé. Me quedé dormida y al despertarme lo vi y te llamé. Nos habíamos pasado horas en el archivo, sacando viejas cartas. Me ensucié al mover todas esas cajas. Él sabía los años con precisión. Leía un expediente y pedía otro. Algunos los quemó en la chimenea. Me pidió que te diera esto. —Entregó a Roscoe una carta de Elisha, autenticada por un notario, en la que nombraba a Roscoe albacea testamentario de sus propiedades—. Me dijo: «El enemigo se aproxima», le pregunté «¿Quién?» y me respondió: «Roscoe lo entenderá». ¿Qué enemigo, Roscoe?
—Tenemos muchos —replicó él, guardándose la carta en un bolsillo—. ¿Qué es lo que quemó?
—Expedientes de propiedades inmobiliarias, contratos, escrituras, cheques cancelados, cartas, documentos del seguro, estados de cuentas que sacó de la caja fuerte.
—Anota todos los detalles que recuerdes. ¿Por qué te quedaste hasta tan tarde?
—Después de que quemara los documentos me dispuse a marcharme, pero él me dijo: «¿Podrías quedarte esta noche? Necesito tu compañía». Era la primera vez que admitía su necesidad de mí. Veinticinco años, día tras día, a veces los fines de semana, confiando en mí para que hiciera lo que debía hacerse.
Gladys miró a Elisha en su sillón de muerte, le puso una mano en la frente y le apartó el cabello de la cara. Él abrió los ojos y le hizo un guiño.
—Mac iba a venir a casa durante la pausa para comer, pero le llamé y le dije que trabajaría hasta bastante tarde. Entonces Elisha sirvió whisky de una botella que guardaba desde Navidad en el estante del armario. Nunca tomo whisky.
El licor y dos vasos vacíos estaban sobre la mesa de Elisha.
—¿Dónde has dormido?
—En el sofá. Él se quedó en el sillón, y se lo agradecí.
—¿Cómo lo ha hecho?
—¿Qué? ¿Crees que lo ha hecho?
—Y tú también, ¿no es cierto? ¿Por qué me has llamado en vez de pedir una ambulancia?
—¿A qué otra persona podría llamar?
—¿Y qué me dices de Veronica?
—Ella no habría sabido qué hacer, cómo protegerle. En cualquier caso, habría acabado por llamarte.
—¿Has encontrado frascos o píldoras?
—No lo he mirado.
Examinaron el escritorio, la caja fuerte, la chaqueta de Elisha, las chaquetas de punto que colgaban en el armario, el botiquín, todos los bolsillos del muerto, pero no encontraron píldoras, sino tan sólo una cartera. Roscoe contó el metálico.
—Cuatrocientos setenta y siete —dijo, mientras volvía a meter el dinero en la cartera y se la guardaba en un bolsillo.
Examinó las fotos sobre la mesa: Elisha y Veronica navegando con su hijo Gilby; Alex con guerrera, casco de acero y botas, dirigiendo a la cámara su fusil con la bayoneta calada. De la pared pendían varias fotos: en una de ellas Elisha juraba su cargo de vicegobernador, y Roscoe recordó lo que dijo tras prestar juramento: «Éste es un gran trabajo para un hombre de ambición insensata». En otra foto Elisha estaba con el gobernador Franklin Delano Roosevelt, en una cena política celebrada en 1929, y en otra, de 1943, de nuevo con el entonces presidente Roosevelt mientras éste nombraba a Elisha «Hombre de un dólar al año» por haber puesto su experiencia como fabricante de acero al servicio del gobierno durante la guerra, el cheque de un dólar enmarcado con la foto.
En un rincón del despacho había otro fragmento de historia, una estufa de leña Fitzgibbon de 1860, de color gris plateado con adornos de cromo, tres ventanas de mica y patas esculpidas, una obra del arte de la fundición creada por Lyman Fitzgibbon, quien estableció la fundición cuando el sector era nuevo y producía trescientas estufas al día, noventa mil al año, hasta que la industria se trasladó al oeste, donde estaban las fuentes de mineral. La fundición triplicó la fortuna que Lyman ya había amasado mediante la especulación de terrenos y los ferrocarriles, la misma fortuna que dilapidaría Ariel, el padre de Elisha, y que éste repondría apenas finalizados los estudios universitarios, un joven mago de la nueva era. Con la ayuda de dos patentes del padre de un condiscípulo de Yale para fabricar junturas de raíl y muelles de vagón, estabilizó la empresa. Entonces supervisó la introducción de los primeros hornos eléctricos para fabricar aleaciones de acero y la primera producción de acero inoxidable en Estados Unidos, dos innovaciones que aparecieron después de la primera guerra mundial. ¿Cómo sabía tanto de acero? Empezó como un herrero, arremangándose al lado de cualquier trabajador que pudiera enseñarle algo; hizo lo mismo en lo tocante a la investigación de la industria y se convirtió en un prodigio de intuición.
Se acercaban las cinco, y el primer turno de los talleres comenzaba a las seis y cuarto. Roscoe recogió las cenizas de la chimenea, las echó al inodoro y tiró de la cadena, Gladys aspiró la chimenea y la alfombra y quitó el polvo a la sala, y Roscoe llamó a casa de Hattie, donde estaba su hermano.
—¿Quién llama a esta hora? —preguntó Hattie.
—Soy Roscoe, Hat. Ponme con O. B.
—Sí —dijo el adormilado O. B.
—Te necesito en la fábrica. Ha habido un grave accidente y te necesito de inmediato.
—¿Qué accidente?
—Por el amor de Dios, ven ahora mismo —respondió Roscoe, y colgó el aparato.
Gladys le tendió una lista de los dosieres que Elisha había quemado y se dejó caer en un sillón. Roscoe empezó a servir dos whiskys cortos, pero pensó que tal vez aquel whisky estuviera envenenado. Lo dejó, buscó una botella sin abrir en el armario de Elisha y sirvió las bebidas. Gladys y él tomaron el licor mientras esperaban que comenzara oficialmente la investigación policial de O. B., una investigación que determinaría de forma deliberada que la muerte se debía a causas naturales y poco más. Si alguien descubría cualquier cosa verdadera acerca de aquella muerte sería Roscoe.
—Dos veces whisky en plena noche —comentó Gladys—. ¡Adónde vamos a ir a parar!
—A ningún sitio.
Roscoe descorrió las cortinas del ventanal interior desde donde se abarcaban las grandes máquinas en el taller de abajo: tornos, taladros, sacabocados, barrenas, enormes alisadoras y las grandes grúas que se alzaban por encima de los tres compartimientos del taller. Elisha había hecho construir aquel ventanal para ver el mundo que había salvado de las cenizas de la locura paterna, un mundo que había conocido íntimamente durante treinta y cuatro años y que, hasta aquella mañana, había dependido de él para su perpetuación, como de él también había dependido el partido. Roscoe contempló el sol que penetraba a través de las ventanas del taller, lo vio levantarse sobre las treinta y seis chimeneas de la Acería Fitzgibbon y convertirlas en largos y negros dedos que señalaban hacia arriba en el feo nuevo día.
—¿Podrías haber predicho esto? —le preguntó Roscoe a Gladys.
—Jamás.
—¿Cuál ha sido la situación aquí en la fábrica durante esta semana?
—Su hermano, Gordon, creía de veras que estaba a cargo de todo. Él y sus hermanas planeaban hacerse con el control, porque Elisha llevaba demasiado tiempo en Washington y los beneficios se han reducido. Le echan la culpa, pero cualquiera con dos dedos de frente sabe que el motivo ha sido el fin de la guerra. Tenían unas peleas espantosas.
—Gordon era vicepresidente del banco City Exchange.
—Elisha no se suicidaría por eso —dijo Roscoe.
—Enigmas —replicó Gladys—. Sin él esta empresa se irá al infierno, y Alex no tendrá nada que hacer con ella. Será una batalla legal entre Veronica y los abogados de la familia. Y yo me quedaré en la calle.
—Quienquiera que la dirija te necesitará.
Roscoe experimentaba una extraña intimidad con Gladys. Desde que se conocían siempre se habían relacionado tan sólo en un plano impersonal. Gladys tomó un sorbo de whisky, se estremeció y dejó el vaso sobre la mesa.
—¿Sabes lo que hizo anoche, Roscoe? Me besó.
—¿Lo hacía a menudo?
—Una vez al año, tal vez, en la mejilla. Anoche me besó suavemente en la boca. Siempre me echaba vistazos a la falda. Hace unos quince años alguien le envió unas fotos de mujeres desnudas y, naturalmente, siempre era yo quien le abría el correo. «¿Te interesa comprar esto?», le pregunté. Él miró una foto. «Imagino que tu aspecto es así», respondió. «Te acercas, pero nunca lo sabrás», repliqué. «Lo sé, un duro rechazo», me dijo.
Pero la palabra «duro» no era la apropiada. Roscoe entendía la posibilidad de que Elisha hubiera experimentado un amor sereno y discreto por Gladys, una mujer de belleza perenne que fluctuaba debido a las permanentes y las ondulaciones que no siempre la favorecían. Robusta, pechugona, femenina, siempre calzaba escarpines, y todo el mundo, no sólo Elisha, le miraba las piernas. Durante años había rezado novenas y tratado de cumplir con los mandamientos, pero su relación con el policía Mac debió de ocasionar repetitivas peroratas en el confesionario los sábados por la noche: perdóneme, padre, pues he pecado; he vuelto a hacerlo con el mismo tipo. Vestía recatadamente, con prendas que no solían pasar de moda, y Elisha dijo en cierta ocasión que su sonrisa podía calentar al viento del norte. Nunca se había casado, y Mac no era un candidato. La esposa de Mac había abandonado la ciudad años atrás, pero él no quería divorciarse. Además, era probable que aquel amor subterráneo entre Gladys y Elisha, un amor silencioso presumiblemente sin consecuencias, la hubiera puesto fuera del alcance de otros hombres.
—¿Todo se redujo a ese beso? —le preguntó Roscoe.
—No, también me dijo: «Si te dijera lo que siento, te pondrías el sombrero y me dirías que me fuera al infierno. Pero de todos modos lo sabes». Y, en efecto, lo sabía. Siempre lo supe. Me alegro mucho de haber estado aquí, Roscoe. Me dormí después de tomar el whisky, pero recuerdo haberle preguntado si iba a alguna parte, y me respondió: «Si me marcho lo sabrás».
—¿Quieres irte a casa y dormir?
—La última vez que me he dormido, Elisha ha muerto. Además, debería llamar a la funeraria.
—Eso le corresponde a Veronica.
—Siempre me he ocupado de los preparativos de sus viajes. ¿No vas a llamar a Veronica?
—Lo haré cuando venga O. B.
—Ahora puedes empezar de nuevo con ella —dijo Gladys.
—Empezar de nuevo.
—Ella lo esperará, como todo el mundo.
—¿Qué significa eso?
—Francamente, Roscoe, ¿sabes lo transparente que eres a veces?
Roscoe oyó un sonido de puertas de coche al cerrarse. Oswald Brian Conway, su hermano menor y jefe de policía de Albany, sin afeitar y con su holgado traje gris de lana asargada, salió del ascensor con dos de sus chicos de la patrulla nocturna a sus espaldas, Bo Linder y Joe Spivak. Roscoe pidió a los detectives que esperasen fuera y no dejaran entrar a nadie. O. B. se encaminó directamente hacia Elisha y se quedó mirándolo.
—¿Qué le ha pasado?
—Decidió que su vida había terminado.
—No lo entiendo —dijo O. B.
—Nadie lo entiende —replicó Roscoe—. ¿Quién es el juez de instrucción de servicio?
—Nolan. Todavía no le he llamado.
—No lo hagas. De momento nos ocuparemos de esto por nuestra cuenta. Lo consideraremos una muerte por causas naturales.
—¿Estás seguro de que es un suicidio y no un asesinato?
—Gladys ha estado aquí toda la noche, trabajando con él.
—¿Cómo estás, Gladys? —le preguntó O. B.—. No lo has asesinado tú, ¿verdad?
—Ni siquiera en sueños. ¿Va a venir Mac? —Mac era el compañero de O. B.
—Debe de estar en la cama —dijo O. B.—. Terminó su turno de servicio a las cuatro y media. ¿Lo sabe Patsy?
—No —respondió Roscoe—. No puedo comunicarle esto por teléfono. Envía a uno de tus chicos para que se lo diga, pero sin mencionar el suicidio. Y, por el amor de Dios, no dejes que nadie lo filtre a la prensa. No quiero que Veronica se entere por la radio.
—¿Cuándo vas a verla?
—Ahora. ¿Quieres que te lleve a casa, Gladys?
—Supongo que sí —replicó ella.
—Vete a ver a Veronica —dijo O. B.—. Eso es lo prioritario. Yo llevaré a Gladys. Este asunto apesta.
—Y olerá peor —dijo Roscoe. Se puso la chaqueta y salió.