Amor, escándalo y caballos

Cuando sois tres, como en esa foto de 1921 en la pared de la habitación de hotel de Roscoe, y se sustrae a uno de los tres, la suma es menor de lo que cabría esperar, pues las matemáticas del espíritu son complejas. Ahora, en el funeral de Elisha, eran dos: Roscoe y Patsy, ambos sintiéndose como sobras después del banquete. Patsy, que se dedicaba a la política desde que tuvo la edad suficiente para hacer ilegibles las papeletas republicanas, asistía a su primer funeral desde la muerte de su hermano Matt (a Patsy no le gustaban los muertos), y tenía el aspecto de un hombre engreído, el único aspecto que sabía tener, incluso vestido con su nuevo traje azul. Roscoe se había peinado garbosamente la barba, con raya en el medio, había enfundado su corpulencia en un traje Palm Beach blanco y de muy buen corte y, con zapatos blancos, pañuelo de bolsillo negro y corbata también negra, tenía una sombría elegancia al lado del féretro.

—¿Qué sabes que yo no sepa? —le preguntó Patsy cuando Roscoe fue a su encuentro.

—Alex está de vuelta. Ya llevaba un día en el barco que transporta a las tropas cuando recibió la noticia. Bart o Joey le recogerán cuando desembarque.

—Me refiero a la autopsia de Eli.

—Mac nos traerá el resultado.

—Está en camino —dijo O. B., quien, vestido con su uniforme de jefe policial, los botones pulidos y relucientes bajo el sol, tenía un aire de autoridad—. Hemos hecho dos autopsias, una real y otra falsa.

—Pero no sabemos por qué lo ha hecho —dijo Patsy.

—Lo sabremos —replicó Roscoe—. No puede matarse así y salirse con la suya.

—Su desaparición deja un vacío enorme —observó Patsy—. Necesitaremos seis hombres para cubrir su vacante.

—Con seis no habrá ni para empezar —dijo Roscoe.

El ataúd de Elisha estaba sobre un pedestal debajo del dosel, a medio camino entre la caseta del portero y la piscina de Veronica. Brillantes hojas verdes de zarzaparrilla cubrían la mitad inferior del ataúd, que estaba rodeado de orquídeas procedentes de los invernaderos Fitzgibbon. Sobre la ladera revestida de césped, que era muy larga, había como un millar de arreglos florales, muchos más de los que nadie recordaba haber visto reunidos en un solo lugar, dispuestos en forma de media luna como una manta de pesadumbre por la desaparición de Elisha.

Los deudos oficiales eran cinco: Veronica y su hijo adoptado de doce años, Gilby, que parecía tieso y aburrido, con traje de lino y corbata negros, el cabello cepillado hasta dejarlo plano y un acné considerable; las dos hermanas de Elisha, Emily y Antonia, y su hermano, Gordon, el banquero, quien ya atosigaba a Veronica para que le cediera el control de la fábrica. Roscoe, Patsy y O. B. permanecían como deudos no oficiales en la cabecera del ataúd, cerca de Veronica pero separados de la incesante hilera de asistentes al funeral.

Y allí estaban ellos, para rendir homenaje al difunto: ricos abogados, médicos, banqueros y hombres de negocios, la aristocracia financiera con la que Elisha había almorzado casi a diario en el Club Fort Orange, y también las mujeres socialmente prominentes, jugadoras de golf, esposas del cuerpo legislativo, matronas del club de jardinería a las que él había cortejado en sociedad y ganado para su causa política; varios sacerdotes católicos, rabinos y todos los clérigos episcopalianos de la ciudad; innumerables obreros metalúrgicos y secretarias de la fábrica Fitzgibbon, así como las tres pistas y los espectáculos secundarios del circo demócrata: líderes de distrito con el pelo untado de pomada, concejales y miembros de comités, alguaciles mal pagados, carceleros, abogados y actuarios, contratistas abotargados, caseros filantrópicos, nerviosos corredores de apuestas que no estaban acostumbrados a la luz del sol.

Boyante McGraw, que nunca había tenido una ocupación conocida, salió de la hilera para estrechar la mano del desgreñado jefe que dirigía la ciudad: Hola, Patsy, cómo estás, qué pérdida, Pat, tú y Eli erais amigos desde hacía mucho tiempo, qué buena persona era, cuídate, Pat, tienes un magnífico aspecto, ¿podrías darme cinco pavos? Y Patsy: Aquí no, Happy, abróchate los pantalones antes de que se te caigan y ve a verme el domingo después de misa; sin decirle qué misa ni en qué iglesia, él sabrá encontrarlo. Ah, Dios te guarde, Pat, dijo Hap, alejándose sonriente.

El ex gobernador Herbert Lehman, que se enfrentó a Elisha en las elecciones a gobernador en 1932, tomó la mano de Veronica, y Walter Foley, ex director del Times-Union, el primer periódico que apoyó la candidatura de Patsy al cargo de asesor en 1919, la besó en la mejilla, al igual que Marcus Gorman. El hermano de Patsy estaba en la fila, Benjamín (Bindy) McCall, que había engordado setenta y cinco kilos desde que, seis años atrás, los hermanos Thorpe contrataron a Lorenzo Scarpelli para que lo matara; y, detrás de Bindy, Joe Colfels, quien, por el hecho de haber ido a la escuela con Elisha, era ahora juez del Tribunal Supremo; y Moishe (Tierno) Trainor, que ganó siete millones contrabandeando cerveza con Patsy durante la prohibición y los despilfarró en el juego; y el teniente de alcalde Karl Weingarten, que obtuvo la alcaldía cuando Alex se alistó. Todos acudieron para ver por última vez al líder muerto que les había ayudado a crear su política, sus medios de vida, su ciudad, y acudieron también para demostrar públicamente su lealtad personal a los líderes que no estaban muertos, Roscoe y Patsy.

La armonía de los chicos del coro episcopaliano señaló el comienzo de la ceremonia y el fin del contacto personal con los deudos, aunque aún había una cola de doscientas personas. Setenta senadores y miembros de asambleas legislativas estatales en ejercicio se encaminaron al ataúd para rendir un tributo colegiado al antiguo vicegobernador, que presidió el senado del estado de Nueva York durante las sesiones de 1933 y 1934.

Roscoe se puso al lado de Veronica antes de que los legisladores llegaran al dosel. No podía resistir el impulso de tocarla, pues estaba solemne pero irresistiblemente seductora con su elegante vestido de luto de gasa negra y su collar de perlas, regalo de Elisha. Sus ojos, sin lágrimas, brillaban en su arrobada entrega a la aflicción pública.

—¿Qué tal lo llevas? —le preguntó, tocándole un hombro.

—Soy una zombi —respondió ella.

La zombi más hermosa que Roscoe había visto jamás.

—¿Cómo te va, Gilby? —El muchacho miraba fijamente a Elisha en su ataúd.

—No se ha despedido, Roscoe.

—Eso es cierto. Se ha ido de un modo muy repentino, pero ahora nos estamos despidiendo.

—Todo el mundo debería despedirse de él.

—Tienes razón. La verdad es que todo el mundo está aquí.

—No todo el mundo —dijo Gilby, y miró a su madre.

—¿Quién falta? —preguntó Roscoe. Pero Gilby corría por el césped hacia los establos.

—Le diste permiso para sacar a los perros —dijo Veronica—. Quería que estuvieran aquí, pero le dije que no. Los metimos en el cuarto de los arreos.

Roscoe vio que Gilby abría la puerta del establo mientras el deán de la catedral episcopaliana empezaba a leer el servicio fúnebre, la lección de San Juan: «Jesús dijo: no se turbe vuestro corazón», cosa que es fácil de decir, seguida por un himno de consuelo, «La lucha ha terminado, la batalla ha sido librada», un mensaje erróneo, pues la batalla ni siquiera había dado comienzo. ¿Cómo puedes combatir si no conoces el propósito de la guerra o quién es el enemigo?

Roscoe dejó de entonar el himno cuando vio que Mac cruzaba el césped, y fue a su encuentro. Se encaminaron al extremo del pórtico al este, donde nadie podría oírles. Mac, cuyo nombre completo era Jeremiah McEvoy, vestido con un traje blanco y azul de cloqué, corbata azul y sombrero de fibra de coco con una cinta azul y blanca, un policía menudo y bien vestido, entregó a Roscoe dos informes de autopsia, uno de Elisha y destinado a su publicación, en el que la muerte se atribuía a oclusión coronaria, y el otro de Abner Sprule, un alias que usaba el partido en vez de Fulano de Tal cuando les convenía. A Sprule le había matado una dosis de hidrato de cloral suficiente para eliminar a dos personas.

—¿Hay un cadáver que concuerda con la autopsia de Sprule? —inquirió Roscoe.

—Podemos utilizar a un borracho que hemos sacado del río.

Era evidente que Elisha había apostado a que Roscoe, Patsy y O. B. encontrarían la manera de disimular su muerte. Lo habían hecho en otros casos. Sin embargo, era un procedimiento chapucero, y Roscoe llegó a la conclusión de que a Elisha se le había acabado el tiempo para la meticulosidad y que la muerte súbita había sido su única cuestión apremiante.

—Un montón de hidrato de cloral —dijo Roscoe.

—Si vas a hacerlo, hazlo de modo que quede definitivamente hecho —replicó Mac.

—Eso lo sabes bien, desde luego.

Roscoe recordó la ocasión en que Mac, que había recibido el soplo de un confidente, fue a la Union Station para recibir a un pistolero que venía a la ciudad en tren, ya fuese para cobrar una deuda de juego de Roscoe, ya para dispararle en las rodillas. Mac desarmó al visitante, lo metió en la parte trasera de su coche de detective y le puso una pistola bajo la grupa, explicándole que Albany era una ciudad de ley y orden, le disparó en ambas nalgas y lo llevó al doctor Johnny (El Carnicero) Merola, designado como practicante de abortos e inspector general de las prostitutas de Albany, para que le tratase las heridas. Johnny drogó al visitante y Mac y su socio lo metieron en un coche cama del tren con destino a Buffalo, de donde había venido, para que pudiese sufrir en privado cuando despertara. Roscoe seguía con las rodillas intactas gracias a Mac.

Roscoe leyó en el informe médico de Sprule que el corazón de Elisha tenía el doble del tamaño normal. Podría haberse caído muerto en cualquier momento. De ambas autopsias se encargó Neil Deasey, forense del juez de instrucción, que encontraba cualquier cosa que Patsy le pedía que encontrara en un cadáver determinado. Así pues, ahora Veronica y el partido no se verían públicamente avergonzados y el seguro de Elisha no estaría en peligro. En cuanto a la verdadera causa de la muerte, eso era asunto del partido. ¿Era el corazón demasiado grande de Elisha un hecho cierto o un hecho inventado por Neil Deasey? ¿Podía haber conocido Elisha esa característica de su corazón? Desde luego. Desdichado kamikaze. Roscoe se metió las autopsias en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Oye, Mac —le dijo Roscoe—, estás enterado de cuándo estornuda cada chulo de putas y cada delincuente de esta ciudad. ¿Has oído alguna vez que Elisha recibiera amenazas?

—He oído que la policía estatal está preparada para cargar contra la organización, pero ni una palabra sobre qué van a hacer ni quién lo hará. Tal vez nos clausuren el juego, no sé. ¿Quieres cerrar la ciudad antes de que ellos lo hagan?

—Sería la primera vez que ocurre —respondió Roscoe—. Tal vez cerrar las salas de apuestas en las carreras de caballos.

—¿Eso es definitivo? Empezaré a hacer las rondas.

—Déjame que hable con Patsy.

—De acuerdo. ¿Llevaste a Gladys a casa la otra noche?

—¿Por qué lo preguntas?

—Ella dijo que la habías llevado.

—¿Y no la crees?

—Quisiera asegurarme de que llega a casa sana y salva —respondió Mac.

Roscoe vio que O. B. avanzaba a paso vivo por el césped hacia el pórtico.

—Patsy quiere las autopsias —le dijo O. B. a Mac.

—Las tengo yo —terció Roscoe—. Me encargaré de dárselas.

—La ceremonia casi ha terminado —dijo O. B.—. No voy a ir al cementerio. Volveré contigo, Mac.

—Mac dice que se habla de una ofensiva, tal vez contra el juego. ¿Te han llegado noticias de algo de eso? —le preguntó Roscoe a O. B.

—Dos veces a la semana, cada semana.

—Deberíamos tomarlo en serio. Probablemente Patsy quiera cerrar las salas de apuestas en las carreras de caballos. Dejémosles hacer los negocios por teléfono.

—¿No crees que la policía estatal intervendrá los teléfonos?

—Los corredores de apuestas son los que corren el riesgo, no nosotros.

—Van a poner el grito en el cielo —observó O. B.

—¿Has conocido alguna vez un corredor de apuestas que no gritara? —inquirió Roscoe.

O. B. y Mac bajaron los escalones y se dirigieron al coche de Mac, y Roscoe cruzó el césped para oír el coro de niños que cantaban «Más cerca de Ti, Dios mío». Vio a Gladys sentada al final de una fila con, adivina quién, Trish, y también a Minnie Hausen, que le hacía a Patsy favores en el campo legislativo, y Hattie Wilson, la vieja y querida Hat. Roscoe permaneció en la línea de visión de Gladys hasta que ella le miró, y entonces fue a su encuentro e hizo un aparte con ella.

—¿Le has dicho a Mac que te llevé a casa desde la fábrica?

—No.

—¿Por qué diría él lo contrario?

—Le dije que te ofreciste a hacerlo. Me vigila.

—No será por nada relacionado conmigo.

—Vigila a todo el mundo.

Roscoe se puso al lado de Patsy mientras duró el cántico de himnos, preguntándose si Gladys o Mac mentían, y por qué. Al finalizar los himnos, el deán abrió su devocionario y Roscoe oyó los resoplidos de un caballo. Al volverse vio a Gilby que salía montado del establo, con un collie y un pastor alemán detrás de Jazz Baby, el purasangre castrado de once años que tan prometedor había sido para Elisha como caballo de carreras hasta que empezó a sufrir hemorragias porque corría demasiado rápido para su edad, y Elisha lo recuperó, ahora para montarlo, y se lo regaló a Gilby cuando cumplió diez años. El muchacho, sin la chaqueta negra y la corbata, la camisa arremangada, a sus anchas en la silla de montar, dirigió lentamente a Jazz Baby hacia el funeral y se detuvo en el borde de la multitud.

—Mi padre no se despidió de Jazz Baby —dijo Gilby. Inclinó la cabeza e hizo avanzar al caballo bajo el dosel. Los presentes se apartaron para dejarle pasar.

—Estrafalario —dijo Gordon Fitzgibbon.

—En absoluto —replicó Roscoe, y caminó por delante del caballo, lentamente, mientras Gilby colocaba la cabeza de Jazz Baby de cara al ataúd de Elisha.

Veronica sonreía por primera vez en tres días, y Roscoe, a quien los animales enternecían, estaba al borde de las lágrimas. Gilby retuvo al caballo para que mirase largamente al difunto y entonces dijo: «Muy bien, Baby». Pasó entre el ataúd y los deudos y, una vez en el césped, emprendió un medio galope hacia el bosque.

Elisha miró sonriente a Roscoe.

—Parece ser que el chico está preparado para ser un buen jockey, nos hará ganar mucha pasta —le dijo.