El juego intrépido
Patsy y Bindy McCall habían mamado desde la infancia las peleas de gallos «de hoja corta», llamadas así porque las navajas puntiagudas como agujas que llevaban sus aves para pelear tenían la modesta longitud de tres centímetros. El abuelo de los chicos, Butter McCall, había sido propietario de la taberna Bull’s Head, en la carretera de Troy, donde, desde mediados de siglo, pelearon tanto gallos como boxeadores sin guantes, y su padre, Jack McCall, se tomó muy en serio las peleas de gallos desde pequeño. Con todo, en 1882, Butter vendió la taberna a Bucky O’Brien, quien conservó a los boxeadores sin guantes pero prescindió de los gallos, que le desagradaban. Lyman, el abuelo de Elisha, también criaba aves y las hacía pelear en la Bull’s Head, el lugar donde se entrelazaron por primera vez las familias McCall y Fitzgibbon, la alianza que controlaría la política de la ciudad hasta bien entrado el siglo siguiente.
Después de que su padre vendiera la Bull’s Head, Jack McCall hizo que sus gallos pelearan en el reñidero de Roble Joe Farrell, en el North End. Allí Bindy y Patsy aprendieron el funcionamiento del juego y maduraron hasta convertirse en criadores tan entregados a su trabajo que eclipsaron la fama de su padre en la localidad. Roscoe entró en ese mundo a través del vínculo estrictamente político que Felix Conway tenía con Roble Joe. Los únicos animales que interesaban a Felix eran los caballos que tiraban de sus carretas para transportar la cerveza, y las aves le gustaban asadas. Como mataba el rato en casa de Roble Joe, Roscoe trabó amistad con Patsy, Bindy y también Elisha, que en su adolescencia había tenido algunos gallos de pelea, pero que dejó de interesarse por el reñidero de gallos para convertirse, como Roscoe, en espectador de la rivalidad entre los hermanos McCall y sus batallas con otros pájaros del mundo.
En su época de máximo apogeo, Patsy y Bindy probablemente llegaron a poseer ochocientas aves. De las variedades Albany y semi Albany de Patsy procedieron algunos de los grandes gallos de pelea del nordeste en las décadas de 1920 y 1930, y Patsy afirmaba que sus luchadores eran los mejores del mundo. Algunos aseguraban que no exageraba. La variedad de Bindy se mostró inferior hasta finales de los años treinta, cuando cruzó sus Collares Blancos y Azules Tachonados con gallos españoles de Cádiz y Jerez, aves que compró en Puerto Rico y transportó en avión. Entonces empezó a vencer a los mejores, incluidos los de Patsy, lo cual intensificó las guerras en el ámbito de las peleas de gallos hasta el momento actual.
Para Roscoe, asistir a las peleas de gallos había supuesto una lección, prolongada durante toda la vida, de tensión, cobardía, reveses imprevisibles y valor. Las aves, criadas para el combate, no luchaban ni por Dios ni por la gloria, ni por alimento ni por amor. Luchaban para conquistar al otro, para imponer la muerte antes de que se la impusieran. Roscoe pensaba que era igual que en la política, pero sin la sangre. Bien, a veces sí que hay sangre. Una idea definía el objetivo de aquel deporte: tener intrepidez, comprenderla y ser testigo de ella, y beneficiarse de ella físicamente, económicamente o de ambos modos. Roscoe había visto a Patsy adiestrar a un gallo de raza Blueface en su finca campestre para que fuese intrépido, enfrentándolo durante cinco, diez o tal vez veinte minutos a seis aves en una secuencia sin descanso. Lo desgarraron, le horadaron la cabeza, lo dejaron impedido de un ala, le cegaron ambos ojos, lo acribillaron con sus navajas hasta que casi se quedó exangüe, pero él siguió luchando, hirió a los seis, y sólo murió cuando ya no pudo patear o tenerse en pie. Dio un último picotazo al enemigo número seis poco antes de que su cuerpo finalmente dejara de obedecer a la voluntad. Patsy obtuvo sus Albany de los parientes de aquel valeroso gallo y creó una línea de ganadores agresivos hasta el suicidio, uno de ellos el abuelo de El Rubí, que sería el gallo de Patsy en la próxima pelea.
Pero los ganadores no vencen sólo mediante la agresión suicida. Como de costumbre, el triunfo también podía engendrarlo un fraude imaginativo. Cierta vez Patsy le dijo a Roscoe: «Cuarenta y cinco años de enseñanza por parte de sinvergüenzas significa que siempre tienes que obtener un campeón». ¿Cómo lo harán los sinvergüenzas y cómo enseñaba Patsy a su campeón? Dejemos que lo cuente Roscoe. En el instante en que un «soltador» sinvergüenza (que trabaje para el otro tipo o para ti) toca un gallo, puede romperle en secreto un muslo con el pulgar, o causarle dolor por medio de presión en los riñones o el ano, o restregarle los ojos para cegarlo. O bien, si tu gallo tiene clavada en el pecho la navaja de su contrincante, cuando el soltador los separa puede arrancar la hoja de modo que desgarre la carne del ave y ésta se desangre hasta morir. Tu soltador puede hacer lo mismo con tu propio gallo, si prefieres apostar contra ti mismo. También puedes adiestrar a tu gallo para que pierda: ponte botanas cuando practiques con él para que se acobarde, quítale las proteínas o el agua, dale una vela para que se la quede mirando toda la víspera de una pelea y así se le paralicen las pupilas, cáusale diarrea con sales Epsom, drógalo con cocaína, átale las navajas de modo que estén muy prietas o bien demasiado sueltas y se le desprendan, o de manera que su ángulo le impida alcanzar el blanco; y si ha perdido un ojo, échalo a reñir por el lado ciego para que no pueda ver al enemigo. O, a la inversa, unta las espuelas de tu gallo con curare para paralizar al enemigo; ponle grasa en la cabeza, o gotas de la piel de un limón calentada, para que sea resbaladiza y el picotazo del enemigo no penetre; ponle cocaína o lidocaína en las plumas, para que cuando el enemigo le picotee se le duerma la boca y pierda precisión; aplica grasa, harina u hollín de cocina a la cabeza de tu mejor luchador para que parezca enfermo y la gente piense que no puedes ganar; alimenta a uno de tus gallos cobardes con zumo de tomate para que esté bronceado, con el color de los ganadores, pero apuesta a que perderá. Si tienes paciencia, haz que uno de tus mejores gallos sufra hemorragias: adminístrale lentamente un anticoagulante, cumarina, por ejemplo, hasta que un golpe en la cadera o el muslo cause un hematoma, y entonces estarás preparado. Obra de acuerdo con otro propietario para que los dos gallos lleven navajas unos milímetros más cortas de la longitud regulada, de modo que tu gallo con tendencia a las hemorragias no pueda golpear fatalmente la arteria carótida de su enemigo, pero sangre cuando éste le golpee. El cuello se le hinchará de sangre y se pondrá cianótico, con aspecto de muerto. El hábil soltador le masajeará con rapidez el cuello para eliminar la sangre y lo hará revivir antes de que sufra un shock irreversible, y entonces lo hará de nuevo en el banco de primeros auxilios, y el gallo se recuperará, pero ahora lo conocerán como un perdedor. Deja de administrarle cumarina y ponlo a luchar de nuevo, con las probabilidades contra él ahora que es el perdedor, pero esta vez llevará navajas de la longitud apropiada para matar, habrá luchado y vivido, y tendrá la seguridad de un superviviente. Cuando mate, recoge tus ganancias.
La guerra de los gallos de pelea entre los hermanos McCall tenía lugar en el local de Fogarty, en South Troy, que, en opinión de los aficionados de los cuatro puntos cardinales, era el reñidero más famoso del nordeste y tal vez de toda Norteamérica. Tommy Fogarty, propietario de una tienda de ultramarinos, una carnicería y un hotel, que había llegado a ser inspector del Mercado Público bajo el mandato de los demócratas, había estado inmerso desde su infancia en el ambiente de las peleas de gallos, ilegales tanto entonces como ahora. Pero, desde que inauguró su reñidero en 1917, nunca había sufrido una redada. Actuaba en el barrio irlandés que bordeaba las fundiciones de hierro del siglo XIX en la ribera del río que pasaba por Troy. A mediados de los años veinte, aficionados a las riñas de gallos acomodados y humildes, madereros, abogados, metalúrgicos, banqueros, albañiles, políticos y jueces, llegaron en tropel a South Troy con dinero y gallos, pues aquel lugar se había convertido en el cuartel general: allí se celebraban más peleas de gallos de alto rendimiento económico que en todos los demás reñideros de Estados Unidos y Canadá juntos, o eso decían. Bajo las luces de cien vatios en el reñidero de Fogarty, se pavoneaban, sangraban y morían los gallos más intrépidos que podía criar la humanidad: cuarenta y cuatro peleas de mil dólares, algunas de las cuales atraían a un millar de espectadores, casi una pelea a la semana sólo en 1928, el año en que el reñidero llegó a su apogeo. Incluso ahora, en 1945, un año de declive para el deporte, se habían celebrado diecisiete peleas, y sólo estaban en agosto. La reputación de jugar limpio que tenía Fogarty y su rechazo a los tramposos hacía de su reñidero un lugar donde los dueños de los gallos presentaban a los mejores y donde esperaban y obtenían un trato justo.
Patsy, que conocía desde la infancia a Tommy Fogarty, había presentado sus gallos en el reñidero de Fogarty desde su inauguración. Si Patsy tenía un amigo más íntimo que Roscoe o Elisha, era Tommy. Nadie superaba a éste en honestidad, y su conocimiento de los gallos de pelea era asombroso, pues, según Patsy, podía palpar un ave joven y saber hasta qué punto su carne era firme, lo fuertes que tenía los muslos y el pico, lo musculosa que llegaría a tener la pechuga, hasta qué punto sería o no sería como un muelle enroscado en el momento de la pelea. Patsy jamás había conocido a un soltador tan inteligente como aquél. Tommy y él hablaban de la crianza, la alimentación y la pelea de gallos hasta cinco veces a la semana. «Quiquiriquear», llamaba Patsy a aquellas conversaciones.
Bart Merrigan detuvo el coche cerca del local de Fogarty y, después de que Roscoe se apeara, fue a aparcarlo en un solar de una fundición abandonada, donde ya había un centenar de vehículos estacionados. Dos detectives de Troy estaban sentados en su sedán, garantizando la tranquilidad de Fogarty. Roscoe, sirviéndose del bastón que le había comprado Bart, se dirigió lentamente al edificio que otrora fuese el hotel de cuatro plantas de Fogarty, donde ahora tan sólo podían alojarse algunos criadores de gallos privilegiados, y fue al bar, tras cuya barra se encontraba Kayo Kindlon leyendo The Sporting News y donde no había ningún cliente, pues las peleas habían empezado. Roscoe cruzó la sala del fondo y entró en una estructura de madera independiente, con las vigas expuestas y sin pintar, y una pista de tierra circular de tres metros y medio de diámetro rodeada por una pared de lona acolchada de un metro de altura. Unos quinientos hombres y tres docenas de mujeres se sentaban en gradas de madera y miraban la pelea, un público más nutrido que de ordinario, pues no todas las noches se veía a los hermanos McCall, sus fajos de billetes y sus feroces razas de gallos luchando entre ellas.
Roscoe vio el borrón de dos aves en el aire, una que caía, sangrando por la cabeza, y aterrizaba de espaldas, con un ala torcida hacia fuera. Patsy y Bindy estaban frente a frente, a los lados de la pista, y Bindy sonreía. Roscoe se sentó junto a Tommy Fogarty y le estrechó la mano.
—Siete a seis, Patsy —dijo Tommy—, pero el gallo de Patsy está patas arriba.
—¿Cuál es la apuesta?
—Yo apuesto cuarenta mil por encargo, y hay muchos apostantes.
—Se lo toman muy en serio, ¿eh?
—Esta noche saltan chispas. No hablan.
—Así es desde hace tiempo —dijo Roscoe.
Cy Kelly, el canoso soltador de Patsy, que por las mañanas trabajaba de actuario del juez Rosy Rosenberg en el juzgado de guardia de Albany, entró en la pista, plegó el ala extendida del gallo caído y lo enderezó, pero estaba claro que el animal no se tenía en pie. De todos modos, el ave de Bindy se mantenía a distancia del gallo derribado de Patsy, cuya cabeza seguía todos los movimientos de su enemigo. El gallo de Bindy hizo un amago, y el de Patsy lanzó la sangrante cabeza contra él con una fuerza tremenda, una acción intrépida pero fatal. El ave de Bindy, con una celeridad sensacional y una fuerza inesperada, atrapó con el pico el cuello extendido de su enemigo y apretó, apretó, hasta que acabó por seccionarlo. Entonces se apartó del cadáver y cacareó su victoria. Una parte del público rugió.
Siete a siete.
Roscoe avanzó poco a poco hasta la primera fila de las gradas, donde Patsy estaba sentado entre su chófer, Wally Mitchell, y Johnny Mack, que regía el White House de la calle Steuben, el salón de juego más antiguo de Albany. Johnny, el corredor de apuestas personal de Patsy, estaba pagando las apuestas contra el gallo muerto.
—¿Cómo va la vida, John? —le preguntó Roscoe.
—La vida parece muerta, Roscoe, pero siempre hay otro gallo.
Algunos miembros del público iban al bar para tomar un trago durante la pausa de diez minutos, y Cy Kelly llevó el gallo muerto al rincón donde estaban amontonados los cadáveres.
—Tengo entendido que estás ganando —dijo Roscoe, sentándose detrás de Patsy.
—Con ése no. ¿Por qué usas bastón?
—Una protección contra las mujeres que me encuentran irresistible. ¿Aún no te has enterado de que han asesinado al Holandés? —Patsy sacudió la cabeza y aguardó—. Veinticuatro cuchilladas. Era confidente de la guardia estatal.
—¿Sobre qué informaba?
—Putas y chulos, no sabía más que de eso. Quisiera saber qué piensa Bindy de este asunto.
—Pregúntaselo. Yo no voy a hablar con ese estúpido cabrón. Anoche mantuvo abierto el burdel. Tuve que pedirle a O. B. que pusiera delante un radiopatrulla. Eso detuvo el tráfico.
—Creo que nos vincularán con el Holandés, aunque sepan que no tenemos nada que ver —dijo Roscoe—. Que esto haya ocurrido después de lo de Roy Flinn no puede ser una coincidencia.
—Eso de coserlo a puñaladas parece un crimen pasional. —Cy Kelly iba hacia ellos con el gallo en los brazos—. Aquí llega el Rubí —dijo Patsy—. He de prestarle atención.
—No te veré luego —dijo Roscoe—. Voy a ingresar en el hospital de Albany por mis dolores.
—¿Necesitas ayuda?
—Bart me lleva.
—Dile que me mantenga informado.
El público regresó del bar, y Roscoe fue al lugar donde Bindy estaba sentado con su chófer y guardaespaldas, Poop Powell, y su soltador, un hombre al que Roscoe no conocía. El soltador sujetaba al siguiente gallo de pelea, un ave pinta de pechuga negra y alas marrón oscuro, uno de los Socaliñeros de Bindy. El orgullo de Bindy por aquella nueva raza era lo que le había impulsado a desafiar a Patsy, su primera pelea de gallos en un año.
—Bindy, viejo —le dijo Roscoe—, te está yendo muy bien. He visto la pelea anterior.
—Vamos a irnos —replicó Bindy—. ¿Qué te pasa por la cabeza, Roscoe?
—El Holandés. Anoche lo acuchillaron. Y un guardia estatal le ha dicho a O. B. que era uno de sus confidentes. Después de lo ocurrido con Roy Flinn, dudo de que esta muerte sea una coincidencia.
Bindy se limitaba a mirar el ave que sujetaba su soltador. Por tu aspecto, gallo, no se diría que podrías estar a punto de morir. Apuesto a que al Holandés le ocurría lo mismo. Y, desde luego, a Elisha.
—¿Sabías que el Holandés era un confidente? —le preguntó Roscoe.
—Ese tipo habría delatado a su madre por una cerveza —respondió Bindy.
—¿Se te ocurre alguien con quien deberíamos hablar?
—Lo pensaré.
—¿Rondaba por el burdel?
—Cuando Pina empezó a trabajar para Mame, él fue a buscarla.
—Tal vez Pina tenga alguna idea —sugirió Roscoe.
—Había roto definitivamente con él. No la metas en esto. Siéntate y mira los gallos. ¿Quieres un caramelo?
Le ofreció a Roscoe la caja de un kilo y medio llena de dulces de nata y chocolate Martha Washington, un gesto notable. Durante un viaje a Saratoga con Roscoe, Bindy se había comido una caja entera en veinte minutos, y cuando Roscoe le pidió uno, Bindy le respondió: «Cómprate tus propios dulces».
—Estoy a dieta —le dijo Roscoe, rechazado el ofrecimiento—. ¿Quién es tu soltador?
—Emil. Saluda a Roscoe, Emil.
—Hola, Emil —le saludó Roscoe.
Emil alzó la vista, dijo «Hmmm» y volvió a concentrar la atención en el gallo que tenía en brazos.
—Emil ha trabajado con gallos en Nueva Orleans, San Francisco, en todas partes.
—¿Este gallo tiene nombre? —preguntó Roscoe.
—Éste es el Socaliñero —respondió Bindy—. ¿Te han socaliñado alguna vez?
—Un gallo no, desde luego —dijo Roscoe.
Bart se le acercó.
—¿Cómo te encuentras, Roscoe? ¿Quieres que nos marchemos?
—Me siento fatal, pero ahora no puedo irme.
—Estaré en el bar —dijo Bart, que detestaba a los pollos, incluso en bocadillos.
Roscoe se apartó de Bindy para colocarse en una posición central entre ambos hermanos, sin decantarse por ninguno de los dos. Jack Gray, el promotor de luchas deportivas y árbitro de Fogarty, pesó a los gallos por segunda vez aquella noche en la balanza del rincón, el Rubí dio un kilo seiscientos diecisiete gramos y el Socaliñero un kilo seiscientos tres, una pareja casi perfecta, y Jack declaró que estaban preparados para luchar. Emil alzó al Socaliñero de la balanza; Cy Kelly tomó en brazos al Rubí y entonces ambos hombres dieron una vuelta a la pista para que los espectadores vieran de cerca a los combatientes. Los gallos, con las navajas fijadas, descansaban tranquilamente en los brazos de los hombres, saludables, con el color de los ganadores. La apuesta era seis a cinco por el Rubí, veterano de una sola pelea, ganada en los primeros veinte segundos. El Socaliñero también había ganado una vez, una pelea en la que sufrió algunos cortes pero bailó mejor que su contrincante.
—Quinientos por el Rubí —dijo Johnny Mack.
—Entendido —replicó Bindy, y dio comienzo el diálogo de la apuesta, la obertura de gruñidos y gestos por parte del público, dedos alzados, dedos hacia atrás, dinero, dinero, y más tratándose de aquella clase de público, una vibración en aumento, la música eléctrica de las expectativas crecientes.
—Me gusta el pinto, cincuenta dólares —dijo una mujer, y Roscoe reconoció a Bridie Martin, que se ganaba la vida limpiando casas y era una jugadora pertinaz.
—Para ti —dijo un hombre—, pero si gano yo, vamos a tomar un trago.
—No me gustan las chucherías —le dijo Bridie a su pretendiente.
—Estás invitada de todos modos —replicó el hombre.
—Preparad los gallos, muchachos —dijo Jack Gray, el tercer hombre en la pista.
Emil y Cy se situaron detrás de las líneas trazadas con tiza, uno frente al otro, cada gallo sujeto con ambas manos. Movieron el pico hasta que cada uno picoteó al otro, las plumas erizándose, picotearon de nuevo, y entonces los dos soltadores se acuclillaron detrás de sus líneas respectivas. Jack dijo «preparados», y las patas de las aves tocaron el suelo de tierra y quedaron en pie; Jack dijo «enfrentadlos», y cada gallo, liberado, se lanzó contra la cabeza, la garganta y la pechuga del otro, revoloteó y agitó las patas una y otra vez, y a cada movimiento de aquellas agujas volantes, los apostantes rugían, sabían distinguir el castigo ante sus ojos, y pateos tan veloces que eran invisibles, zas, zas, y el Rubí recibe un tremendo picotazo, vuela hacia atrás, cae, pero se levanta de inmediato y se abalanza sobre ese hijo de puta, ahora chocan con violencia, ruedan por el suelo, cada uno hunde su fina hoja en el otro, y quedan inmóviles, los dos con navajas clavadas en la pechuga, los muslos, en todas partes, y Cy y Emil se acercan a la masa y retiran las navajas… Cuidado, chicos, no hiráis a nadie.
—Enfrentadlos —dijo Jack Gray, y los soltadores llevaron sus aves a las líneas mientras Jack contaba hasta veinte.
—Allá vas, Socaliñero —dijo Bindy. La verdad es que ese pájaro tuyo no está nada mal, Bin. Patsy, no estás contento, pero qué diablos, así son los gallos. Sólo crees conocerlos.
—Cien a ochenta por el Socaliñero —ofreció alguien.
—Anotado —replicó Johnny Mack.
—… diecinueve, veinte —dijo Jack, y la vibración eléctrica aumentó de nuevo mientras los gallos reanudaban la danza, el Rubí con las alas extendidas para golpear al Socaliñero de arriba abajo.
Pero ¿adónde diablos ha ido ese Socaliñero? Ahí está, arriba, arriba, y dando tajos con ambas patas a la cabeza y la pechuga del Rubí, pero él también nota el acero en su carne… en la garganta, ¿verdad?, y cae de costado, el pico del Rubí aferrándole el cuello, rómpeselo, Rubí, pártelo por la mitad, pero el Socaliñero se levanta del suelo y chas, chas, vas a ver, cabrón picoteante, y se ensartan mutuamente y caen, el Socaliñero sangrando por la garganta y presa de convulsiones, pero mira ahí, mira al Rubí ese, cómo le mana la sangre del pecho y forma un charco.
—Enfrentadlos.
—Quinientos a doscientos cincuenta por el Socaliñero —ofreció un apostante.
—Anotado —dijo Johnny Mack.
De modo que es dos a uno, Patsy. Tu chico es intrépido, pero ¿qué me dices de la fuerza y la astucia legendarias de esos gallos de Albany?
—¡Dale fuerte, chicarrón! —gritó Patsy.
—… dieciocho, diecinueve, veinte.
Las aves se levantan y vuelan, llegan a la altura del abdomen de Jack Gray, dos agrestes seres alados que se picotean, se rompen las alas, nacidos para volar pero ni lejos ni alto, esos espolones ensangrentados sacudidos ahora al caer, moviéndose más rápido que ángeles bailarines, plumas desprendidas que revolotean en el aire, un ala rota… ¿del Socaliñero o del Rubí? Del Rubí… pero, alto ahí, eso no detendrá al muchachote, que, con ala o sin ella, tendido boca arriba, agita las patas y es como si dijera: «te la he clavado, Socaliñero, despídete de ese ojo». Ah, cómo vibramos todos mientras el tuerto Socaliñero se mueve y patea, pero con demasiada lentitud, ¿adónde habrá ido ese imbécil de Rubí? Ahí está. Vuela hacia él y le hunde una aguja en el corazón… no, no ha sido tan certero, pero se ha acercado, y el gallo se queda inmóvil una vez más.
—Enfrentadlos.
Extrae la aguja de la carne, Cy. ¿Qué tal está tu Rubí? No muy bien, pero no vamos a darlo por perdido.
—Doscientos cincuenta a cincuenta —dijo un jugador.
—Anotado —replicó Johnny Mack.
—… quince, dieciséis…
Patsy se limpia las gafas con un gesto repetitivo, y Roscoe sabe que eso significa que está preocupado. A Roscoe le preocupa el dolor de su pecho, tal vez lo mismo que siente el Rubí con esos agujeros alrededor del corazón. Roscoe se ha quedado ahí más tiempo del que se había propuesto (planea esas cosas), pero ¿quién podría irse ahora? Sujeta el poste de madera al lado de su asiento. No te caigas, Ros, y no, no te estás identificando con el Rubí herido. Nada de maléficos simbolismos con la muerte de los animales, eso ya lo hiciste con las ratas. Basta de ofrecer tu martirio a la ineptitud. Pero si quieres que te diga la verdad, Ros, si tuvieras un poco de juicio, irías al hospital.
—… diecinueve, veinte.
El jaleo que arma el público dejará sordo a Roscoe. Ésta es una pelea fuera de lo corriente, una de esas peleas que te deja mudo de asombro, los dos gallos están muertos, voy a apostar diez contra uno por el Socaliñero, ese corajudo cabrón, y, mira por dónde, Bindy está ofreciendo ahora quince contra uno. Vamos, gallito.
El dolor desgarra el corazón de Roscoe, y éste se pregunta una vez más si él mismo es el causante: toda esta tensión con chulos, policías, juicios, putas, votos, gallos. La misma vieja historia, Ros. No puedes alejarte de ti mismo. Si le fuese posible, si pudiese levantarse siquiera, haría saltar por los aires este tugurio, pero no puede apartar los ojos del Socaliñero, enfrentado a ese muchacho, el Rubí, los dos gallos demasiado fatigados para emprender el vuelo, así que golpea esa pechuga, Rubí, sácale el otro ojo, mata a ese mamón. Pero el bueno y viejo Rubí ya no tiene fuerzas. Ha asido el cuello del Socaliñero, tratando de rompérselo. «Rómpelo, rómpelo», y se están moviendo, el Rubí arrastrando un ala, y la sangre vuela. ¿De quién es la sangre? ¿Quién sabe? El Socaliñero tiene una navaja clavada en el pecho del Rubí, éste patea, los dos ruedan por el suelo, y entonces la navaja del Socaliñero ya no está clavada, pero la segunda ala del Rubí ha quedado inútil y está tendido de lado, como muerto, así que allá va el Socaliñero, su último vuelo de la noche, asciende y se abate sobre el caído Rubí, y el murmullo se convierte en un rugido mientras las navajas penetran, ¿una de ellas en el corazón? ¿Le ha alcanzado? No importa. Da un picotazo a la cabeza del Rubí, directamente en el bulbo raquídeo, y el Rubí queda inmóvil, pero el Socaliñero le picotea una y otra vez. Bueno, Socaliñero, ya basta. Tu trabajo ha terminado. Oigamos lo que dice el vencedor.
Y cacarea, en efecto, pues ya se ha enterado de la situación, y se yergue y se arregla las pumas con el pico, el flujo sanguíneo constante. ¿Dónde has aprendido a pelear así, muchacho? El cacarea su victoria. El Rubí ha muerto, viva el marchoso Socaliñero.
Y Roscoe lo ha visto todo, incluso la manera en que Patsy sacude la cabeza por su pérdida, y a Emil que recoge al Socaliñero, que sigue cacareando la noticia en los brazos de su soltador. Cy Kelly recoge al Rubí muerto y se lo da a las Hermanitas de los Pobres. Johnny Mack paga las deudas de Patsy, y los ganadores sonríen mientras los perdedores se retrepan en sus asientos. Birdie Martin recibe sus cincuenta, Tommy Fogarty le da los cuarenta mil a Bindy, quien ya está a medio camino de la puerta en cuanto los tiene en la mano. Roscoe debería seguirle, pero Bart le pregunta:
—¿Qué te pasa, Roscoe?
No le responde. Lo único que sabe Roscoe es que la gente se marcha llevándose el ruido consigo. Se hace el silencio, lo cual resulta agradable, y los gallos han desaparecido. ¿Y sabes qué más, Ros? De repente, también se ha ido la luz.