El primer movimiento

El capitán Townsend Blair, del 51 Regimiento de Pioneros, apretó el paso al frente del desfile celebrado la víspera de las elecciones, doscientos de sus camaradas pioneros y otros quinientos participantes en el desfile detrás de él, más treinta mil espectadores en las escalinatas de acceso a las casas y las aceras que le reconocían por las fotos de los periódicos y los anuncios de pago, siempre de uniforme, con la gorra y los galones de capitán. Se expresaba bastante bien, su aspecto era agradable y tenía dinero: la fundición de su familia había sido la principal competidora de Lyman Fitzgibbon en la época de las cocinas de hierro. También era protestante, y eso, más la riqueza, se juzgaba esencial en un alcalde, pues ya se sabe lo que sucede cuando eligen a un católico. ¿Os acordáis de Felix Conway? Lo expulsaron por fraude electoral. ¿Quién ha expulsado jamás a un protestante?

Blair contaba también con el apoyo de Arthur T. Grogan, que era desconcertante y una mala noticia fiscal para Patsy. Arthur Puñetero Grogan, le llamaba Patsy. Grogan había iniciado su carrera en la adolescencia trabajando de abridor de ostras en la Delavan House de Albany, ascendió a barman, compró, con fines especulativos, un gran cargamento de té a un viajante y cuadruplicó la inversión. Acrecentó su capital como contratista con relaciones políticas, primero pavimentando calles, luego construyendo alcantarillas y puentes, hasta que llegó a poseer una compañía de gas, líneas de trolebuses y compañías eléctricas, y finalmente construyó líneas de metro en Brooklyn, Queens y Chicago, y todo ello conseguido por medio de la política, muchachos. De ese modo se convirtió en el hombre más rico de la ciudad, un caballero de Malta católico que apoyó a Felix Conway cuando éste aspiró a la alcaldía en 1890 y 1892…

Grogan prefería a los que ya estaban en posesión de cargos públicos, le gustaba el dinero, no la lucha, y cuando llegaron los republicanos, en 1899, permaneció con ellos durante veinte años. Sin embargo, no perdía de vista a los elegibles, y aquel año de cambio potencial hizo un discreto pero considerable regalo a Packy McCabe a favor de Townsend Blair, que había obtenido el apoyo de los trabajadores y la mitad del Club Fort Orange, el santuario social de los pares financieros de Grogan. El año 1919 podría ser otra temporada más para los demócratas, como 1918, cuando elegimos a Al Smith gobernador. Ahora se aproxima la prohibición, y la gente no la quiere; van a culpar a alguien, y aquí quienes mandan son los republicanos. La ciudad está cambiando. Si Blair gana este año, y es posible que así sea, Packy McCabe se encontrará con un alcalde electo y también con Grogan, su benefactor absurdamente rico, y se instalarán por Dios sabe cuánto tiempo en el Ayuntamiento, en el que Patsy tiene puestas sus miras, de modo que esto le plantea a Patsy un problema especial.

Grogan era un problema de distinto orden para Roscoe y Elisha. Recordaban la visita que hizo a David Morgan, el padre de Veronica, quien, en 1914, compró la mansión de un comerciante de prendas de confección en la calle State, en una elitista manzana frente al parque Washington. Cuando la casa se puso en venta, Morgan la compró y trasladó allí a su familia, porque la casa de ladrillo y tres plantas en el South End se les había quedado pequeña. Aquel año Roscoe cortejaba a Veronica, y ella le contó la visita de Arthur Grogan a la mansión. El Buick de Grogan se había detenido ante la casa y el chófer fue en busca de David Morgan para que hablara con su patrono.

—Mi padre le conocía, por supuesto —dijo Veronica—. Todo el mundo le conocía.

Grogan vivía a una manzana de distancia de la nueva casa de los Morgan, en la calle State, la vivienda más grande y lujosa de la ciudad. David Morgan se detuvo junto al coche.

—¿Sabes quién vive en la casa al lado de la tuya? —le preguntó Grogan.

—No —respondió David Morgan.

—La familia del obispo —dijo Grogan—. La familia del obispo católico.

—Tengo ganas de conocerlos —afirmó Morgan.

—No puedes vivir ahí —replicó Grogan, tajante—. No puedes vivir al lado de la familia del obispo. Eres judío.

—¿Sabe el obispo que estás hablando en su nombre?

—No te las des de judío impertinente —dijo Grogan—. Vete de esta calle. Éste no es tu sitio. Ve a vivir donde viven los judíos.

—Vivimos en todas partes.

—No, eso no es cierto.

Al día siguiente Grogan compró sigilosamente acciones de la empresa de limpiador en polvo de David Morgan con el propósito de controlarla. Su agente de bolsa informó a Elisha de la treta y, actuando con más rapidez gracias al acceso de la familia Morgan a los registros de las diversas compañías tenedoras de valores, compró las acciones a nombre de Veronica y entonces se las dio todas al padre de ésta, como un préstamo. La amenaza de Grogan se evaporó, David Morgan estuvo muy agradecido y su hija todavía más, hasta el extremo de que puso fin a su noviazgo con Roscoe y se casó con Elisha. Un aguafiestas a diversos niveles, el señor Grogan.

Los Morgan permanecieron en su mansión de la calle State, y David Morgan llegó a tratar superficialmente a la familia del obispo que vivía al lado.

A Roscoe le olía a victoria, incluso por una gran mayoría de votos. Desfilaron ante la multitud que aplaudía y docenas de fogatas que iluminaban la noche y se sumaban al fuego que todos tenían en las entrañas; avanzaron por el centro de la ciudad, desde Arbor Hill hacia el Mercado de los Agricultores en la calle Grand, al ritmo del cuerpo de pífanos y tambores de la Academia de los Hermanos Cristianos, la institución donde estudió Roscoe. Cantaban:

¿Quién se comió las judías? Blair.

¿Quién trajo el beicon a casa? Blair.

¿Quién nos llevó a la cima? Blair.

¿Quién consigue el voto del soldado? Blair.

Elisha no participó en el desfile, pero contribuyó a su financiación. Su acería había obtenido varios millones gracias a los contratos durante la guerra, y por sentimiento de culpa y amistad, así como por su amor a la política más que al acero, gastaba pródigamente en los mítines de campaña de Patsy, en tarjetas electorales, pancartas tendidas de un lado a otro en docenas de calles y pagos a los trabajadores que desgastaban sus zapatos recorriendo los distritos electorales para promover la causa de Patsy. Al día siguiente recompensarían a los hombres que les habían dado su voto con dinero, y a las mujeres, con medias de seda. Habían aparecido abundantes anuncios de prensa, costeados por Elisha, con la imagen de Patsy en uniforme sobre su carta al Club Municipal Femenino en la que prometía una reforma de las tasaciones y se mostraba de acuerdo con cuanto el capitán Blair hubiera dicho.

Roscoe desfilaba junto a Patsy, medio paso por detrás, al frente de la división Tercera, seguido por una columna de un millar de personas (los propios secuaces de Patsy, gentes de North End, de Arbor Hill, compañeros de armas) y el cántico repetía «Patsy, Patsy, Patsy». Diablos, hasta asistían mujeres y, por primera vez en la historia, trabajarían, al lado de los veteranos y los partidarios de la reforma política, de vigilantes en los colegios electorales impidiendo las miradas a hurtadillas de las papeletas, los espejos en el techo, los matones en los distritos de Donnybrook que bloqueaban la puerta y, o bien te echaban a la fuerza, o bien te obligaban a pelearte para llegar a la urna. No consentiremos ninguna de esas infracciones en el año de nuestros héroes: el capitán Blair y el cabo Patsy.

Marchando en cabeza de aquella multitud de leales, Roscoe sentía la vibración de los participantes en el desfile y los espectadores, su gran número, el ruido sordo de su música planetaria. Al volver la cabeza para mirarlos, mientras el desfile se extendía hasta la mitad de la calle North Pearl, sentía el impulso de bailar aquella danza de amor: demuéstrame que me amas, vótame. Ah, el poder del número. El poder de todas las cosas y todas las personas moviéndose en el lugar apropiado del planeta. Puedes oír la absoluta armonía de su movimiento, la música celestial de las esferas.

—¿Qué opinas, Roscoe? —le preguntó Patsy mientras avanzaban juntos—. ¿Vamos a ganar?

—He apostado por ello —respondió Roscoe.

—Podrías ser el nuevo fiscal del distrito. ¿Por qué diablos no te has presentado?

—No busco un cargo.

—No se trata de un cargo, sino de política.

—No quiero seguir los pasos de Felix.

—Hizo una buena labor. Construyó varias escuelas, amasó una fortuna.

—Nunca superó la deshonra. No puedo vivir de esa manera.

—¿Qué diablos quieres decir? ¿No vas a quedarte con nosotros?

—Estoy con vosotros. Sólo me mantendré apartado del candelero.

—La única manera de sortear a McCabe es salir elegido.

—Lo sé, y lo conseguirás —dijo Roscoe.

—Es posible. Hemos hecho el trabajo. Creo que están conmigo.

Patsy siguió saludando, llamando a muchos por su nombre, repartiendo sonrisas. Los hombres se adelantaban para estrecharle la mano, las mujeres, para besarle la mejilla. «Patsy, Patsy, Patsy», entonaban, lo mismo que oíamos en los partidos de fútbol americano, cuando Patsy corría y pasaba pero sobre todo avanzaba a empujones por el centro, la estrategia dominante que mantuvo a los Spartans invictos durante ocho años. Harto de ganar, Patsy abandonó el equipo y éste se disolvió. Roscoe veía ahora esa misma energía atlética en aquel hombre mientras desfilaba, dando forma a la imagen de héroe militar que abandonaría en cuanto terminase el desfile, un hombre público que amaba el candelero incluso menos que Roscoe, pero que iba resueltamente hacia él y más allá para derrotar a aquellos hijos de perra. ¿Por qué?

En el Mercado de los Agricultores, Townsend Blair pronunció su último discurso de la campaña ante lo que parecía ser una fiesta de barrio, pero las nubes cargadas de lluvia se abrieron y sólo logró decir: «Vamos a superar al alcalde Watt con una mayoría que excederá las predicciones más entusiastas. Nuestras predicciones nos aseguran los tres mil votos». Mientras lo decía, alguien acertó a darle con una patata y le derribó el sombrero. Su optimismo quedó ahogado por las risas y un trueno mientras la multitud corría a guarecerse sin que nadie se hubiera molestado en detener al atacante. Al día siguiente, en el Albany Argus, Willie Ryan, el comerciante de frutas y verduras, publicó un artículo que decía: «No sé quién lanzó la patata, pero sé dónde la compró».