Una brecha en la ley seca

La noche del recuento, la fiesta de la victoria de Patsy en el saloon de los hermanos Malley en la calle Beaver, el más grande de la ciudad, fue tumultuosa, con unas trescientas personas que celebraban la elección. Todos los establecimientos de bebidas del estado, incluido el de Malley, habían cerrado el 28 de octubre, después de que el Senado aprobara la ley Volstead saltándose el veto del presidente Wilson, pero aquélla era una fiesta privada y nadie dejaría de alegrarse aquella noche, barra libre, los barriles de Stanwix, por cortesía de Roscoe, almacenados en la trastienda del local de los Malley, la última cerveza fabricada antes de que cayera la oscuridad sobre la factoría. Regalar cerveza era tan ilegal como venderla, pero Roscoe pidió a Bart que hablara con las autoridades federales; aquella noche se mantendrían al margen. Demasiado pronto.

Roscoe vio a Patsy, rodeado de vecinos, políticos del distrito y mujeres que le tocaban y miraban sonrientes. «Oh, Patsy, ahora no pueden pararte los pies», le dijo Mabel Maloy, una belleza de Arbor Hill que había colaborado como vigilante de colegio electoral para él. Flora Pender, que estaba a su lado, una vecina que durante años había llamado la atención a Patsy, y otras tres mujeres a las que Roscoe no reconoció, encontraban irresistible al nuevo tasador de la ciudad.

Roscoe se inmiscuyó para preguntar a Patsy:

—¿Te gusta la fiesta?

—Es mejor que recibir un zapatazo.

—¿Quieres pronunciar un discurso de victoria?

—¿No has oído hablar del político que pronunció un discurso y perdió las elecciones?

—Pero tú las has ganado.

—Gracias a que no he pronunciado ninguno.

Roscoe vio a Elisha entre la multitud, con Veronica, de perenne hermosura, a la que él había perdido sin que, al cabo de cinco años, hubiera remitido su dolor. Saludó a Elisha agitando la mano, hizo una inclinación de cabeza a Veronica y miró hacia otro lado. Craig Leland y Frank Rice iban al encuentro de Patsy, dos jóvenes banqueros que habían apoyado a Townsend Blair y anhelaban romper el vínculo del Ayuntamiento de Barnes con los bancos tradicionales. ¿Podría Patsy allanar el camino para esa ruptura? Podría, lo cual daba a la velada una importancia que rebasaba el simple hecho de haber conseguido el cargo de tasador. La gente empezaba a creer que aquélla era la brecha en el dique y que pronto se produciría la inundación. Corbett Atterby, un joven abogado con pedigrí de riqueza, a quien había decepcionado el clientelismo de Barnes y ahora prestaba sus servicios a Patsy, estaba al lado del héroe, explorando a uno de los excedentes de Patsy: una rubia sin prejuicios que trabajaba de secretaria en el bufete de abogados de Matt, el hermano de Patsy, el aislado abogado cuyo bufete llegaría a ser el más importante de la ciudad al cabo de cinco años. Y Matt estaba allí con Liza, su bella esposa que no caía bien a nadie. Tim Wiley, cuyo Sindicato de Moldeadores apoyaba a Patsy, estaba presente, así como Louie Glatz, ayudante del maestro cervecero de Stanwix, que ocupó el cargo después de que el maestro Franz Prediger, que había trabajado durante muchos años para Felix, viera que se acercaba la prohibición y encontrase trabajo en Argentina. Roscoe examinaba los rostros y veía innumerables desconocidos. ¿Quién los había traído? ¿A quién le importaba? Unios al partido, muchachos, el nuevo partido. Vio a Hattie Wilson y fue a su encuentro. Hattie había organizado la celebración, preparado la carne en conserva, el pollo, el jamón, todo, colocado la pancarta de la victoria sobre la barra (¡PATSY HA GANADO!), traído los platos y los cubiertos (también se ocupaba de las meriendas en el campo y la playa), era la mujer más organizada de la ciudad, y a Roscoe le parecía muy seductora: los senos voluminosos, cubiertos aquella noche por el vestido que le llegaba hasta el cuello, con las caderas a juego y la cintura delgada, unas proporciones que, desde luego, no se diseñaban en el cielo. No podías decir que fuese bonita, pues su cara estaba demasiado llena de experiencia para emplear un término tan delicado, pero sus curvas suaves, llenas aunque no carnosas, encerraban una promesa, un deseo de placer, o ¿acaso Roscoe lo imaginaba? Lo descubriría uno de aquellos días. Su primer marido había muerto en el Argonne, y ahora salía con Louie Glatz, quien, a juicio de Roscoe, no le convenía.

—¿Has preparado suficiente comida para esta multitud? —le preguntó Roscoe.

—Ni siquiera tú podrás comerte las sobras —respondió ella.

—Tienes demasiado buen aspecto para ser cocinera.

—También hago otras cosas.

—Me gustaría ver esas cosas.

—Apuesto a que te gustaría.

—¿Cuánto apuestas? Quiero ver lo que escondes.

—Tendrás que convenir una cita.

—De acuerdo. Esta noche. Aquí.

—¿Aquí? ¿Dónde?

—Buscaré el lugar —respondió Roscoe.

—¿Aquí?

—Aquí.

Hattie enarcó una ceja y fue a ocuparse de la comida. ¿Era ésa una respuesta afirmativa? Roscoe se abrió paso entre la gente hacia Bindy y un desconocido que, de ser Moishe (Tierno) Trainor, de Nueva Jersey, estaba a punto de procurarle a Roscoe el dinero que tanto necesitaba. Clausurada la fábrica de cerveza, los ingresos de Roscoe se habían desvanecido de la noche a la mañana. Podía continuar de abogado de la acería de Elisha, pero ese cometido le aburría mortalmente, de la misma manera que a menudo la acería aburría a Elisha, y ambos preferían el nuevo vicio de la excitación política, la acometida de la sangre durante la campaña, la resaca vital de toda aquella fraudulencia creativa y la expectativa del poder según Patsy McCall, quien insistía en que Packy McCabe incluyera a Elisha y Roscoe en el comité del partido que controlaría las siguientes elecciones. Aquí estamos, Packy, y podemos ver la luz del día. Además, como político, Roscoe ha de hacer uso de su polivalente ingenio. Y aunque todos sabemos lo inteligente que es Patsy, no puede dirigir por sí solo este grupo político. Desea hacer amigos y tiene talento para ello, así como una profunda comprensión de la proclividad humana a engañar, pero necesita un abogado activo tanto como necesita dinero, a fin de crear un futuro político tan sólo a partir de la voluntad de poder.

A Roscoe le parecía que, de improviso, el dinero estaba a mano, si salía bien el plan fraguado por Bindy con Patsy y Tierno Trainor como socios. La extinta fábrica de cerveza de Roscoe, el peculiar legado que recibiera de Felix, tenía nuevas razones para resucitar, y tal vez incluso medrar, en aquellos tiempos de ley seca. Cuando su pulmonía empeoró y ya no pudo cuidar de sí mismo, Felix se trasladó a su casa desde el hotel Ten Eyck: casi veinte años después volvió a su vieja cama metálica en la casa de piedra caliza de la calle Ten Broeck, y Blanche le recibió como si sólo hubiera estado fuera el fin de semana. ¿Por qué hizo tal cosa?

—Hubo tranquilidad durante su ausencia —comentó la mujer— sin escupideras ni políticos. En casa era un inútil y conmigo nunca llegó a ninguna parte. Pero venía a visitarme. Nos daba cualquier cosa que le pidiéramos y nunca nos pedía nada, todo para poder vivir solo en ese hotel lleno de corrientes de aire. Entonces, un día me dice: «¿Puedo volver para morir en casa, Blanche?». ¿Y cómo podría haberme negado?

Blanche y las chicas Conway, Cress, Marianne y Libby, comprobaban su respiración para ver si seguía con vida, y O. B., el doctor Lynch, y Roscoe le acompañaban durante parte del día. Pero él aguantaba, negándose a morir hasta tener la seguridad de que Patsy había sido elegido y Blair no. Roscoe le dio la noticia en cuando se enteró y le explicó las eliminaciones de Blair y Straney.

—¿Lo habéis amañado por ambas partes? —preguntó Felix.

—Así es —respondió Roscoe.

—Qué delicia. Estoy orgulloso de ti. Y también de Patsy.

—Hemos tenido un buen maestro.

—Próxima parada: el Ayuntamiento.

—Es posible.

—Hazlo por tu padre —le dijo Felix, radiante por haber dado a aquel muchacho la educación apropiada, y también por la perspectiva de un retorno indirecto y póstumo al cargo de alcalde, la única forma de redención que le quedaba.

Sí, había criado al muchacho como era debido. Dejó de hablar y sonrió al padre Loonan, de San José, que había acudido para perdonar a Felix sus pecados políticos. El sacerdote empezó con la redención por medio de Jesús, pero Felix alzó una mano para protestar.

—Jesús fue un tipo simpático, padre —le dijo—, pero un estafador.

El sacerdote asintió y le perdonó la blasfemia, y Felix dijo:

—¿Recuerda cuando Satán le hizo aquel trato? «Póstrate y adórame y te daré los reinos del mundo.» El pobre diablo no tenía ni una sola posibilidad, padre. El tongo se preparaba arriba. Jesús le engañaba de mala manera, igual que su padre y aquella manzana. ¿Cree usted que no sabía lo que Adán iba a hacer en cuanto viera la manzana? Claro que lo sabía. Un timador desde el principio, padre, un timador. —El padre Loonan le estaba perdonando esta nueva blasfemia cuando Felix añadió—: No soy nada, padre, y nunca lo he sido, y lo mismo podría decirse de este espléndido hijo mío y de usted mismo. Ninguno de nosotros vale la meada de un viejo y jamás la valdremos, porque el mundo entero está amañado contra nosotros, padre. El condenado mundo está amañado.

Mientras el sacerdote le perdonaba sus insultos y blasfemias, Felix cerró los ojos y se durmió. Al despertar no dijo nada más que tuviera una elocuencia equivalente, y entonces murió, dejando el grueso de su fortuna, casi un millón, a su esposa y sus hijas. A O. B. y Roscoe les dejó la fábrica de cerveza Stanwix, participación mayoritaria para Roscoe, más unos pocos centenares de miles para que los muchachos se los repartieran y tuvieran una posición respetable pero no acomodada, de acuerdo con el razonamiento de que la vida era dura para las mujeres y los hombres debían abrirse su propio camino; y sin duda Roscoe y O. B. encontrarían alguna utilidad a la fábrica de cerveza, aunque la cerveza fuese ilegal. Sed obstinados, muchachos, fue su legado verbal, motivo por el que Roscoe trataba de relacionarse con Bindy y Tierno Trainor, empresarios de la nueva era que alboreaba, en la que la ilusión de la cerveza sustituiría a la cerveza, la ilusión de la ginebra sustituiría a la ginebra y la ilusión de la jurisprudencia y la justicia transformaría a la población en matones, transgresores de la ley crónicos, hipócritas profesionales, borrachos rebeldes y magos políticos, y Patsy sería la sublime y magnífica centrifugadora de todos ellos. Roscoe ya había tenido la oportunidad de vender su fábrica de cerveza por un precio muy aceptable al nuevo consorcio (Patsy, Bindy, Tierno y Dios sabía quién más) y dejarles hacer lo que quisieran con ella. Lo que querían hacer era fabricar cerveza inocua, con un 0,5 por ciento de alcohol, y la gente la bebería y pensaría que se estaba emborrachando. El consorcio no tardaría en hacerles creer tal cosa infundiendo alcohol en la cerveza y vendiéndola por el doble, tal vez el triple, de lo que una jarra de cerveza costaba la semana anterior. Tomadlo o dejadlo, amigos. Roscoe consideró esta oferta y, por razones sentimentales, decidió no vender la fábrica de su padre sino quedarse con las cubas doradas, unas cubas que aportaban una maravillosa tranquilidad a todos los borrachos rebeldes y un considerable beneficio a su propietario. Tocó el brazo de Bindy y éste dijo:

—Bueno, Roscoe. Éste es Tierno, de quien te hablé.

—Hola, Tierno. ¿La gente te llama de veras Tierno?

—¿No te gusta?

—Me parece muy bien. Nunca había oído ese nombre.

—Algunos sí —replicó Tierno.

Tierno era bajo y delgado, un tanto petimetre, con un pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta, chaleco de seda y reloj de oro con cadena. Tenía la voz rasposa y la cara cacarañada por una antigua viruela; los ojos pequeños y azules eran su principal agente de análisis. Mientras Roscoe hablaba, Tierno no parecía tanto escucharle como escudriñar su rostro en busca de fuerza, debilidad, venalidad, estupidez.

—¿Has decidido lo que quieres hacer con la fábrica de cerveza? —le preguntó Bindy.

—Me quedo con ella.

—Podemos aumentar la oferta.

—No está a la venta, Bin. Si funciona, seré yo quien la dirija.

—¿Estás dispuesto a hacer negocio? —le preguntó Tierno.

—Te encargas de comercializar la cerveza para Bindy —dijo Roscoe.

—Ése es mi trabajo.

—La recoges, buscas los clientes y la entregas.

—Eso es lo que haré. ¿Estás dispuesto a hacer negocio?

—Lo estoy.

—Me gustaría ver el local.

—No voy a la fábrica —replicó Roscoe.

—¿Por qué no?

—Sólo iba allí para ver a mi padre. Él nunca quiso que vendiera cerveza. Entonces me dio la fábrica.

—¿Cómo la diriges?

—Con un contable y Louie Glatz, el maestro cervecero. Mi hermano, O. B., estará a vuestra disposición cuando necesitéis a alguien, y contratará de nuevo a los empleados que haga falta para mantener vuestros camiones ocupados. ¿Cuánta cerveza necesitaréis?

—¿Cuánta puedes fabricar?

—Tanta deseas, ¿eh?

—La gente quiere cerveza.

—No será cerveza. Será un brebaje con un 0,5 por ciento de alcohol.

—No importa.

—Si es un poco más fuerte, echarán el candado a la fábrica conmigo dentro.

—¿Qué sabor tiene?

—El mejor de la ciudad; pero no sé a qué sabrá cuando la calentemos para eliminar el alcohol.

—Nadie se quejará. La manipularemos para que tenga el efecto que ha de tener.

—¿Qué sabes de la cerveza, Tierno?

—Nada. Tan sólo la transporto.

—¿Desde cuándo la transportas?

—Dos semanas.

—Vaya, eres todo un veterano.

—He transportado otros géneros.

Se sabía de Tierno que traficaba con joyas robadas (probablemente su reloj de bolsillo con cadena de oro lo era) y era contrabandista de heroína metida en cigarros y en el interior de velas navideñas. Se decía de él que tenía fuertes vínculos con una fábrica de cerveza de Nueva Jersey que se había preparado para producir clandestinamente desde que se supo con certeza que la prohibición iba a entrar en vigor, y ése era el motivo de que Bindy lo hubiera traído a Albany, un mercado grande en el que los hermanos McCall estaban deseosos de competir. Seis meses atrás Patsy había comprado una fábrica de jabón clausurada que ocupaba media manzana de casas en el North End, a fin de utilizarla como garaje de sus camiones para el transporte de cerveza y vender coches y neumáticos como tapadera. Bindy había instalado alambiques en media docena de barrios de la ciudad para fabricar cerveza casera, y estaba construyendo un gran alambique en la isla fluvial Westerlo. Todas esas instalaciones sólo empezarían a cubrir la demanda.

—Tengo entendido que planeas traer la verdadera mercancía —le dijo Roscoe a Tierno.

—Así es. En cuanto controlemos algunos trenes y carreteras. ¿Dónde está ese maestro cervecero? ¿Puede enseñarme las instalaciones?

—Le pediré que lo haga.

Roscoe fue en busca de Louie Glatz, un alemán treintañero, soso, de buen aspecto y pelo amarillento, la tercera generación de cerveceros de la familia Glatz. Roscoe lo trajo para presentárselo a Tierno, y Louie llevó a los nuevos socios a la fábrica de cerveza. ¿Duraría aquella asociación? Probablemente no mucho tiempo, pero en un corto plazo los ingresos de Stanwix aumentarían de forma vertiginosa. Incluso podríamos fabricar la cerveza durante las veinticuatro horas del día, y no habría en ello nada ilegal excepto los distribuidores. Pero lo que haga esa gente no me incumbe, se dice Ros. Que añadan alcohol a la cerveza si quieren correr el riesgo. Roscoe no quiere repetir la experiencia de Felix, expulsado y desacreditado. Roscoe es un hombre honesto, pero ¿acaso existe un solo hombre honesto? Quien se considere a sí mismo como tal es un bellaco. Sí, claro. Para los que se esfuerzan por ser pobres, la honestidad es la mejor táctica, y la palabra de un hombre honesto vale lo que vale su aval de fianza, pero, como cuestión de tipo práctico, si un hombre insiste en tratar sólo con hombres honestos, tendrá que abandonar los negocios. Roscoe sabe cómo piensan los hombres honestos, y es aterrador. ¿No sería mostrarte en parte honesto el camino más inteligente hacia la riqueza, aun cuando una deshonestidad desvergonzada aceleraría los beneficios? Sí. Y un hombre no debería ser simplemente bueno, sino ser bueno para algo, por lo que Roscoe procurará triunfar siendo honesto siempre que sea factible.

Roscoe deambuló entre los asistentes y tomó un poco de Stanwix con muchos de ellos: Neil Tilton y Rob Cooper, jóvenes abogados del Club Fort Orange que también eran íntimos de Elisha, Will Smith y Mike Reagan, exultantes por su reelección como concejal y supervisor del incondicional distrito Noveno, y Cody Gilpin, el enano maestro de ceremonias de los artistas cuando en el local se ofrecían espectáculos de variedades. Cody estaba en el pequeño escenario situado al final de la barra, y tocaba muy bien una serie de tonadas lentas y tristes con su minúsculo piano, Me hiciste quererte (yo no lo deseaba), Ven a mí, mi nena melancólica, y otras por el estilo.

—¿No puedes tocar algo animado, Cody? —le preguntó Roscoe—. Esto es una celebración, no un funeral.

Cody tocó con ambas manos un acorde disonante y se levantó del taburete.

—A paseo la música —dijo, y entonces trepó por el taburete y se sentó en la barra con las piernas cruzadas. Iba en mangas de camisa y llevaba puesto el sombrero hongo que era su sello distintivo.

—No quería herir tus sentimientos —le dijo Roscoe.

Bart Merrigan intervino.

—¿Por qué ha cesado la música?

—Dame una cerveza, Sammy —dijo Cody, y cuando Sam Malley, el copropietario de la taberna, le sirvió un vaso de cerveza muy pequeño, Cody se puso a hablar con Roscoe y Bart de su mujer, Absinthe, que también era enana—: esta mañana se ha fugado con un bailarín tontorrón para volver al vodevil. —Absinthe y Cody habían formado parte de una troupe de canto y danza que actuaba en el teatro Empire de Albany, fue entonces cuando decidieron establecerse allí. La nueva ley seca les había dejado sin trabajo, y Absinthe no quería saber nada más de Albany, pero a Cody le gustaba la ciudad.

—No hay locales en los que trabajar —dijo Cody—. ¿Crees que Patsy me conseguirá un empleo?

—¿Qué clase de empleo? —le preguntó Roscoe.

—Cualquier cosa de poca monta. —Cody apuró el vasito de cerveza y pidió otro—. Esa zorra era mi reina. La quería como un esclavo.

Pobre hombrecillo al que habían dejado plantado. ¿Dónde iba a encontrar en Albany a otra mujer del tamaño de Absinthe? Roscoe, que temía echarse a reír o a llorar, dejó que Bart se ocupara de Cody. Sus ojos se cruzaron con los de Hattie, y fue a su encuentro.

—He venido a nuestra cita —le dijo.

—No tenemos ninguna cita.

—Vamos a convenirla ahora.

—¿Para cuándo?

—Para dentro de dos minutos.

—¿Dónde?

—En la trastienda.

—¿Qué vamos a hacer durante la cita?

—Podrías enseñarme lo que escondes.

—Le has pedido a Louie que se fuera.

—Ha sido inteligente, ¿verdad?

—La trastienda no es un buen sitio para una cita.

—¿Hay alguien en esa habitación?

—No.

—Entonces es un buen sitio. Nos vemos ahí.

Y Roscoe fue a la trastienda, donde había gran cantidad de barriles de cerveza y varias cajas de whisky. Los Malley también guardaban allí fregonas, escobas, la nevera, una vieja estufa de leña y barriles vacíos para echar los envases de las bebidas consumidas. Roscoe encendió un aplique de pared, corrió la cortina de la única ventana y se puso detrás de los barriles, esperando, muy excitado por lo que podría estar a punto de ocurrir; pero parecía demasiado fácil. Ella no acudiría. ¿Por qué había de ceder a una petición tan directa? No le había dicho ninguna galantería, ni una sola palabra de afecto, la había abordado tan sólo con miradas e indirectas. Ella no iría; pero no había dicho que no iría. Roscoe había imaginado el encuentro antes de ir a la guerra, y al regresar a casa la encontró convertida en viuda y todo parecía posible. Es una mujer acaudalada, sabe quién es. No vendrá si no siente nada por ti, Ros. El mero hecho de que acudiera sería un triunfo, a menos que venga para decir: no vuelvas a hacerme esto, ¿quién crees que soy? Pero Roscoe había percibido en los ojos de Hattie un interés recíproco, ¿no era cierto? La trastienda de una taberna llena de gente… tenía que haber un sitio mejor. Sí, pero no ahora.

Hattie entró en la habitación con una llave en la mano. Cerró la puerta, se acercó a Roscoe y, sin mediar palabra, él la abrazó y la besó. Prolongaron el momento, aquella flamante dulzura, y los labios de Hattie en los suyos, las generosas proporciones de su cuerpo, el hecho de que no rechazara el movimiento de la mano de Roscoe en la parte inferior de su espalda, todo ello era delicioso. Se amolda a ti, Ros, y dejó de besarla para que ella pudiera mirarle a la cara y ver el efecto que le estaba causando.

—Veamos lo que escondes —le dijo.

—No sé cómo me has convencido para que hiciera esto. No estaríamos aquí si Patsy no hubiera ganado las elecciones. —Y se desabrochó uno de los cuatro botones de su vestido camisero.

—Entonces esto debe de ser político, como todo lo demás en la vida —le dijo Roscoe mientras le desabrochaba un segundo botón.

Ella se desabrochó los restantes y abrió el vestido, revelando los tirantes y el corpiño de encaje de la enagua, la espléndida profundidad de su escote y el hemisferio norte de sus senos suntuosos. Allí estaba el botín parcial pero exquisito de la guerra política.

—¿Te gusta lo que escondo?

—No podría expresarlo en palabras. —Y la besó en la latitud de México. Ella le alzó la cabeza y se abrochó de nuevo el vestido camisero.

—¿Tan pronto? —le preguntó él.

—Es un comienzo. Ahora sabes el aspecto que tengo. ¿Por qué quieres estar conmigo, Roscoe?

—Ya sabes que quería estar contigo antes de ir a la guerra.

—Nunca me lo dijiste.

—No siempre actúo como más me conviene. Eres toda una mujer, Hattie. Me gustas muchísimo.

—Me caes muy bien, Roscoe. Eres honesto, política aparte. Un hombre ha de ser así.

—No voy a contradecirte.

—Y me gusta tu manera de besar. Sabes hacerlo. Eso indica que un hombre ha prestado atención. —Y volvió a besarle, pero sin prolongarlo.

—¿Cuándo voy a verte? —le preguntó él mientras deshacía el abrazo.

—Procuraré pensar en ello —respondió Hattie.

—¿Crees que la próxima vez pasaremos de la enagua?

—No sería la primera ocasión, desde luego. —Y entonces abrió la puerta y volvió a la fiesta.

¿Qué había querido decir? Que a Hattie le gustaba cierta dosis de aventura y que le consideraba un hombre valioso. Algo peculiar parecía sucederle a Roscoe. Su vida se movía en una espiral ascendente: victoria política, un nuevo Partido Demócrata en perspectiva, la recuperación de sus ingresos y ahora el florecimiento de algo parecido al amor. Era demasiado pronto para amar a Hattie, ¿no? Pero, ciertamente, lo que sentía era algo afín al amor, y lo experimentaba a pesar de sus temores, su fraudulencia, sus profundos defectos. Formaba parte de algo que no sería lo mismo sin él: ¿triunvirato?, ¿grupo?, ¿partido?, ¿fusión de patricios y plebe? Todos avanzaban con la promesa de llegar a buen término, una nueva hermandad surgida de la vieja paternidad, como Roscoe lo consideraba ahora, una creación indirecta del fallecido Felix, quien dijo de Roscoe que era un hijo espléndido y no valía la meada de un anciano, y con esa intención el espíritu Felix se encontraba allí aquella noche, impulsando a Roscoe a una alianza con contrabandistas de bebidas, haciéndole conocer las retorcidas glorias de la política y, por trascendencia política, obligándole a seducir a una mujer encantadora, apartándola de su maestro cervecero, lo cual dejaba a Roscoe lleno de una culpabilidad que no aceptaba. La vida me ha obligado a hacerlo, concluyó. Soy inocente. Jamás haría tales cosas por propia iniciativa. Es un truco. Es una trampa para hacerme poderoso, rico y feliz. No confío en ello.