Amor negociable

No hay nada como la trastienda de un bar débilmente iluminada en una tarde de verano, cuando el calor asfixia a la ciudad, y, así, Roscoe ha ido a un rincón privado y cercado a medias por las paredes en la oscura mazmorra del bebedero de Mike Quinlan para superar el calor poco habitual para la estación del año, 37 grados, cuando el calor veraniego debería haber finalizado. Una cerveza fría en un vaso corto y luego otra remedian el calor que atenaza el corazón de Roscoe, y la condensación del vaso le refresca la palma. Lentamente la dulce placenta le cubre el cerebro y la tarde avanza ingrávida, mientras aguarda lo que sucederá a continuación en su plan para dar rienda suelta al nuevo Roscoe.

Ha perdido siete kilos desde que le hicieron la punción, se ha recuperado provisionalmente, no está por completo fuera de peligro, pero ya no necesita la silla de ruedas, y ha querido refugiarse en el local de Quinlan, cuyo nombre es The Capitol Grill, en la calle State, frente al Capitolio, un balneario para legisladores, políticos y periodistas donde Roscoe ha tenido en su mano vasos de cerveza desde que Mike Quinlan inauguró el local dos días antes de la revocación de la ley seca. Era aquí donde los políticos vencedores celebraban banquetes en la gran trastienda, y también era un reñidero donde obtenían consuelo los perdedores: música de piano por la noche (a menudo Al Smith cantaba acompañándose al piano). Sus paredes estaban cuajadas de fotos de políticos de categoría superior, inferior y menos que inferior (Franklin Delano Roosevelt, Wendell Wilkie, Jim Farley, Thomas E. Dewey, Patsy, Elisha y Roscoe, entre otros muchos), y caricaturas de gobernadores, senadores, presidentes con sombreros napoleónicos, capirotes, uniformes de almirante, trajes de Santa Claus, togas romanas y ropa interior, a lomos de asnos, elefantes y caballos muertos, al mando de barcos que se iban a pique. Dondequiera que mirases, veías imágenes de la política de ayer que iba desvaneciéndose.

Pero el lugar también le había proporcionado a Roscoe placer, canciones, melancólicas aventuras románticas y, fuera de las horas punta, paz y soledad, que es lo que ahora busca, una hora a solas antes de que llegue Mac con sus noticias difíciles. Mac ha llamado al cuartel general y ha pedido un encuentro con Roscoe, por primera vez, un ejemplo de confianza en sí mismo, y cuando Roscoe le ha preguntado cuál era el problema, Mac ha respondido: «Los gallos» y Roscoe ha comprendido que la enemistad entre Patsy y Bindy se está caldeando.

¿Qué diablos le pasa a Bindy? ¿Por qué timaría a Patsy al cabo de tantos años? Claro que está el habitual problema del dinero, nunca suficiente, más el cierre del burdel, lo cual le recuerda que él sólo es un segundo de a bordo en esta ciudad, como Mame le dice a menudo. Patsy da las órdenes, Patsy controla la riqueza, Patsy tiene los gallos famosos, y por eso Bindy necesita ganar, como suele ocurrir: ocho vencedores en ocho carreras en su hipódromo favorito en julio pasado, cuando Roscoe le acompañó; nueve victorias con sus propios caballos en nueve pistas diferentes en la misma temporada. No puede apostar en Albany, porque todo el mundo sabe que no puede perder (sus dados, sus cartas, sus traficantes, sus garitos, su ciudad) y los jugadores abandonan cuando él entra. Incluso cuando el juego es honesto, Bindy gana. Por eso sale de la ciudad para jugar, y tal vez se va a Troy, al local de Fogarty.

«Bindy siempre hace exactamente lo que quiere», dijo Patsy una vez. Bien, eso es cierto, pero ¿cómo se le ha ocurrido pensar que podría engañar no sólo a Patsy sino también a un hombre difícil de estafar como Tommy Fogarty? Parece propio de su carácter creer que la estafa se impondrá, pues aprendió pronto a practicarla. A los diez años voceaba el periódico en la calle, y también trabajó de vigilante (informando de la proximidad de las patrullas policiales) para el joven Mosquito Kresser, mientras Mosquito jugaba al monte de tres cartas delante de los hoteles de Broadway. Bindy creció entre estafadores y jugadores partidarios de la seguridad… Como Tierno, por ejemplo, que le enseñó a rellenar con una esponja uno de los ollares del caballo de carreras, lo cual aumenta sus posibilidades de derrota. Él y Tierno subvencionaban a fulleros que trabajaban en los trenes y los barcos nocturnos. Una noche, en Saratoga, ganó veinte mil dólares a los dados y entonces lo detuvieron por utilizar pedazos de metal en vez de fichas para llamar desde un teléfono público.

Sin embargo, Bindy no es un tacaño, sino un hombre a quien le satisface engañar. Siempre estaba alegre, un tipo como es debido, sí, generoso, pagaba sus deudas; buena compañía en garitos como aquél, invitaba a los parroquianos a beber, pagaba a los perdedores la tarifa del taxi para volver a casa; siempre dispuesto a hacerte un préstamo, si se lo devolvías. Roscoe bebía muchas noches con Bindy, le gustaba y sigue gustándole; pero entonces el hombre se avinagró, engordó más después de que la banda de Thorpe irrumpiera en casa de Tierno, que todavía era el socio de Bindy, y le quemaran los testículos con una vela para que les diera la combinación de la caja fuerte, cosa que Tierno hizo a cambio de unos testículos entre al punto y poco hechos.

Los Thorpe también trajeron desde Newark a Lorenzo Scarpelli para que matara a Bindy por la cuestión de la cerveza: él y Tierno (el verdadero poder estaba en manos de Patsy, pero éste siempre permanecía en segundo plano) manejaban todo el flujo de cerveza que se consumía en Albany, y los Thorpe no tenían acceso al mercado. Scarpelli disparó tres veces a Bindy en el porche de su casa, errando por muy poco. Bindy se escabulló entre los arbustos, y le traicionó su perro, que se detuvo meneando la cola delante de donde estaba oculto. Scarpelli disparó al arbusto y falló de nuevo, Bindy contraatacó con la pistola que guardaba en la caja de las botellas de leche y Scarpelli emprendió la huida. Hambriento de acción, Scarpelli cruzó el río hasta Rensselaer, atracó un banco, mató a un guardián y lo sentenciaron a la silla eléctrica. Tierno, Bindy y Roscoe, todos ellos amigos del director de Sing Sing (que iba a Albany para someterse a la terapia de la ginebra después de cada ejecución), fueron a la penitenciaría para ver cómo se chamuscaba Scarpelli.

Era tal la tranquilidad de la tarde que Roscoe oía el ruido de Georgie Moisedes al abrir la espita para que la cerveza, todavía Stanwix, se vertiera en un vaso y luego en otro. Divino LaRue y Eddie Brodie estaban sentados a la barra cuando entró Roscoe, y les oyó hablar.

—Vamos a contarle a Roscoe el plan de la campaña —dijo Divino.

—No te conviene que te vean hablando con Roscoe —replicó Brodie—. Es el enemigo, ¿no?

—Sí, no molestes a Roscoe —dijo Georgie—. Si quiere compañía ya vendrá aquí.

—Quiere estar sólo —dijo Divino.

—Está calculando —dijo Georgie.

—¿Calculando qué?

—Lo que haga falta.

Inteligente. Georgie es inteligente, aunque no del todo; cuando al fin obtuvo suficiente dinero para abrir su propio salón de billares y naipes, lo apostó con Tierno contra Billy Phelan en una partida con nueve bolas. Ganó Billy, y Georgie le dio a Tierno las llaves de la puerta y volvió a servir cerveza a políticos como Roscoe, cuyo vaso estaba ahora vacío. Ros se levantó, fue al bar y se detuvo al lado de Divino. ¿Es éste un país libre? ¿Divino no puede hablar conmigo? ¿De qué nos acusarán, de conspiración para confundir el proceso electoral? Divino no puede ganar de ninguna manera, ¿por qué se presenta, entonces? Debe de ser un truco de los demócratas… Le vi hablando con Roscoe. Los republicanos ya están diciendo esas cosas.

—Señor Brodie, señor LaRue —dijo Roscoe, empujando su vaso hacia Georgie mientras miraba a otro.

—Me alegro de verle restablecido, Roscoe —dijo Brodie—. Ha sufrido usted un asedio en toda regla.

—Soy un mártir del capricho de viajar en automóvil —replicó Roscoe.

Edward Brodie había iniciado su profesión de reportero en el Sentinel, y más adelante, después de que Patsy hubiera obligado al periódico a cerrar, pasó al Times-Union y logró su consagración en el altar mayor de Patsy al rechazar un informe federal según el cual Albany, una ciudad incorregible llena de bares clandestinos, era también una de las ciudades más abiertamente pecadoras de la nación, con numerosas casas de lenocinio y prostitutas. Brodie llevó a cabo una investigación de agencias cívicas y municipales, más entrevistas al hombre de la calle para su artículo, y descubrió que en diez años nadie se había quejado del vicio en la ciudad. En 1928 se realizó una detención por proxenetismo, al tiempo que se condenaba a cuatro mujeres por prostitución, se las encarcelaba y luego la policía las desterraba para siempre de la ciudad. Los hombres de la calle le dijeron a Brodie: «Albany es una ciudad limpia… Albany no es tan mala como dicen ni mucho menos». Tres semanas después de que se publicara ese artículo, Brodie fue nombrado inspector de obras benéficas y comunicación de Albany, y redactaba los discursos de todo político a quien Patsy le permitiera pronunciar uno. Roscoe le llamaba «El Oráculo».

—He oído que querías hablar conmigo, Divino —dijo Roscoe.

—Verás, Roscoe, como en estas elecciones estás en la oposición, quería advertirte de que estamos organizando fuertes ataques. Me propongo hacer una campaña como el Tío Sam, con un traje de barras y estrellas, barba y chistera, y os informaré a ti y al alcalde Fitzgibbon de que lo que digo acerca del buen gobierno lo digo en serio.

—¿El Tío Sam hace discursos? —le preguntó Roscoe a Brodie.

—Los hará. Insistirá en bajar el precio de la carne, pues, como sabes, el Tío Sam fue carnicero en la guerra de 1812. Hará campaña por el derecho de los soldados a abandonar el ejército, ahora que la guerra ha terminado, y exigirá que se planten más árboles de sombra en el centro de la ciudad. El Tío Sam también cantará Dios bendiga a América al final de cada mitin.

—Parece que ésta va a ser la más dura de las confrontaciones que hemos tenido jamás —dijo Roscoe.

—Ten cuidado conmigo, Roscoe —replicó Divino.

Mac entró por la puerta abierta, en mangas de camisa y con sombrero, y al aproximarse hizo una inclinación de cabeza a Roscoe. Miró a Georgie, Brodie y Divino, y de nuevo a Roscoe.

—¿Cerveza, Mac? —le preguntó Georgie mientras empujaba el vaso de Roscoe a través de la barra.

—Agua de Vichy —respondió Mac. Ya no bebía, excepto un poco de oporto de vez en cuando con Gladys.

Georgie sirvió a Mac Vichy Saratoga con hielo. Cuando Roscoe pagaba la ronda, tomaba su vaso de cerveza y volvía a su mesa, un gorrión entró por la puerta y, presa de pánico, voló a lo largo de la barra, regresó y fue de un rincón a otro, perdido, atrapado.

—Jesús, María y José —dijo una mujer de edad mediana, sola y sentada en el extremo de la barra, con un Martini ante ella. Roscoe la conocía, pero no de nombre: una reportera que cubría el Capitolio para los periódicos del sur del estado. Buscó en su bolso, sacó un rosario y lo agitó en dirección al pájaro que seguía volando con frenesí de una pared a otra—. Que un pájaro entre en casa trae mala suerte —añadió, levantando más el brazo para agitar el rosario como si fuera un lazo.

—Sólo quiere librarse del sol —dijo Brodie—. Invítale a una cerveza, Georgie.

—Tiene usted razón en eso de que los pájaros traen mala suerte dentro de casa —intervino Roscoe—, pero no ocurre lo mismo en un bar. —Observó al pájaro enloquecido, que se cernía y cambiaba de dirección, en un vuelo rápido y sin rumbo. George sacudió un trapo y el gorrión se asustó todavía más.

—No le hagas daño —dijo la mujer—. Sería peor.

—Sólo quiero que vaya hacia la puerta, querida —explicó Georgie—. Es la primera vez que nos entra un pájaro aquí.

—¿Bromeas? —dijo Roscoe—. Aquí vienen muchos pájaros. —El pájaro siguió volando de un lado a otro—. Bueno, calmaos todos, quedaos bien quietos y no habléis. No le pongáis más nervioso de lo que está. Silencio.

Nadie se movía ni hablaba. Todos miraban al pájaro que volaba erráticamente. Cuando en el local hubo un silencio y una inmovilidad extrañas, el gorrión se posó en una lámpara. Aleteó, miró arriba, abajo, a los lados. Entonces, con las coordenadas bajo control, partió en línea recta desde la lámpara a la puerta abierta. La mujer besó su rosario y se lo guardó en el bolso.

—Gracias, señor —le dijo a Roscoe—. Entiende usted a los pájaros.

—Sé lo que uno siente cuando se encuentra en el lugar equivocado —replicó Roscoe.

—Bueno, cuéntame la guerra de los gallos —le pidió Roscoe a Mac. Estaban solos en el rincón de Roscoe.

Mac respondió en un susurro:

—Patsy quiere hacer una redada en el Notchery con Bindy dentro. Quiere a Bindy entre rejas.

—No es posible que quiera algo así. Eso es una locura. ¿De dónde lo has sacado?

—O. B., al que Patsy se lo dijo anoche, me lo ha dicho esta mañana. Soy el primero en saberlo.

Roscoe había hablado con Patsy y O. B. por la mañana y ninguno de los dos había mencionado a Bindy. Así pues, Roscoe, en este asunto Patsy no confía en ti. Teme que encuentres la manera de impedir la redada antes de que se produzca. Y O. B. se le une en una segunda conspiración fraterna.

—¿Estáis organizando la redada? ¿O. B. no va a ir contigo?

—Estará fuera, pero no importa —respondió Mac—. Quería una segunda opinión antes de hacerlo. La tuya es la única segunda opinión en esta ciudad.

—¿Cómo sabes siquiera que Bindy estará en el Notchery?

—Le hemos visto entrar esta mañana y no ha salido.

—¿Todavía tienes ese radiopatrulla delante del edificio?

—Se ha ido. Le hacemos creer que nos hemos marchado, pero le estamos vigilando desde dos casas.

—¿No crees que él lo sabe?

—Es posible.

—Entras ahí con tus hombres, derribas la puerta, registras las habitaciones y te llevas a Bindy, Mame y los demás.

—Exacto.

—¿Quién está ahí?

—Pina, de tres a ocho chicas, las sirvientas, el gorila y el barman de Mame, más Bindy y tal vez algunos clientes.

—Tienes que trincar a Pina.

—Increíble, ¿verdad?

—Pero no puedes hacerlo. Por eso estás aquí.

—Sí que puedo —replicó Mac—. Mac hace lo que le piden que haga, pero Patsy y Bindy discuten así desde que los conozco. Se pelean y hacen las paces. Si vuelve a ocurrir después de que haya trincado a Bindy, ¿en qué posición quedo?

—Muy astuto, Mac. ¿Cuándo va a ser?

—Esta noche.

—¿Y si Bindy no está ahí cuando eches la puerta abajo?

—No lo sé. ¿Le compro a Mame una puerta nueva?

—¿Te imaginas lo mucho que se alegrará el gobernador? ¿Y cómo afectará a la campaña de Alex?

—Sólo soy un teniente, Roscoe. Tengo una orden y he de cumplirla. A menos que sepas cómo pararlo.

—Iré allí contigo ahora mismo. Tomaremos una taza de té con Bindy y hablaremos a fondo. ¿Qué te parece?

—Una taza de té.

—A Bindy le gusta su taza de té. Cuatro cucharadas y media de azúcar.

—Hay algo que deberías saber, Roscoe —dijo Mac, y le acercó la cara para hablarle tan bajo como pudiera—. Pina se cargó al Holandés. Sus huellas estaban por todas partes en su habitación. O. B. y Patsy lo saben, pero nadie más.

—Nadie excepto tú, yo, los técnicos de las huellas dactilares, la misma Pina, que se lo dijo a Mame, y ésta se lo dijo a Bindy, y a estas alturas todas las putas de la ciudad lo saben.

—Ni la policía estatal ni el FBI saben nada de las huellas.

—Esperemos que sea cierto —replicó Roscoe, y se puso en pie, preparándose para el desagradable incidente que le esperaba.

Consciente de sus deberes, Ros, que debería estar en otra parte, sigue ahí. Y nota alrededor de su cabeza el aleteo de la depresión.