Algunos tienen que irse
Mediada la tarde, Bart Merrigan fue a casa de Hattie en busca de Roscoe y se aseguró de que éste no había muerto de retórica y calor. También traía la noticia de que el testamento de Elisha había sido presentado para su autenticación en el tribunal testamentario, los hermanos de Elisha lo habían visto y su abogado quería hablar. Roscoe estaba exhausto tras el desastre del Notchery y Pina, y su dolor de pecho empeoraba. Había dormitado un par de horas en casa de Hattie, un tiempo insuficiente, y ahora sólo deseaba retirarse a la tranquilidad de sus habitaciones en Tivoli hasta que el mundo cambiara. Pero, como de costumbre, su ardiente sentido del deber se impuso y tuvo que olvidar la elegante paz e ir a su despacho para enfrentarse a los hermanos de Elisha.
La noche de su muerte, Elisha le había mostrado a Gladys el documento que nombraba a Roscoe albacea de sus propiedades, y le había dicho que si llegaba a ocurrirle algo, se produciría una lucha encarnizada en el seno de la familia, pero que Roscoe encontraría «la llave» para resolverla. Gladys supuso que se refería a que Roscoe sería imparcial con todas las personas involucradas en el control de la fábrica, pero Roscoe llegó a la conclusión de que «la llave» no se relacionaba con la imparcialidad, sino con la protección de Veronica. ¿Cómo podía suponer Elisha que Roscoe sería imparcial? Jamás lo había sido, ¿y quién lo sabía mejor que Elisha?
Incluso antes de su muerte, los hermanos de Elisha (Gordon, el banquero, Antonia y Emily) habían tratado de dirigir la fábrica y frenar lo que les parecía que era su decadencia. Su plan consistía en sustituir a Elisha, descuidado y poco interesado en la rentabilidad, por Kyle Glockner, un hombre brillante que había ascendido desde el taller de laminado de metal hasta convertirse en importante vendedor, director de ventas y finalmente vicepresidente, un hombre a quien los hermanos creían el más capacitado para dirigir el negocio. Cuando murió Elisha, Glockner se puso, en efecto, al pie del cañón, y no se produjo el caos como había temido Gladys. Después del funeral, los hermanos presionaron a Veronica para que aceptara la dirección conjunta, con Glockner como titular.
Gracias a la cartera de valores de Elisha, Veronica controlaba la mitad de las acciones con derecho a voto. Los hermanos tenían el cuarenta y cinco por ciento, pero con el cinco por ciento de Glockner, que éste recibió cuando Elisha le nombró vicepresidente, era posible un empate. Sin embargo, Glockner, un protegido de Elisha, no era ni tan maleable ni tan amigo de los hermanos como ellos habían esperado, y cuando el sueño de los hermanos, tomar el control de la empresa, se desvaneció, y el declive de la fábrica en la posguerra siguió imparable, los hermanos instaron a Veronica a que la vendiera antes de que todos ellos sufrieran la bancarrota.
Bart condujo a Roscoe a la sede del partido, donde estaba también el bufete de Roscoe, un cajón de archivador que contenía la totalidad de sus casos: los expedientes de Elisha y Gilby. La atmósfera del día soleado era tonificante, pues la brisa se había llevado el calor bochornoso. Roscoe, con la ropa arrugada, se sentía sucio en la tarde brillante.
—A todo el mundo le ha encantado tu discurso sobre Pina la puta —le dijo Bart.
—Me gusta considerarla una cantante —replicó Roscoe.
—¿Va a pasarse una temporada en la cárcel?
—Claro que no. ¿Es que no tienes moralidad? Esa mujer fue una víctima, no una asesina.
—Tengo entendido que el Holandés sigue muerto.
—¿Se ha quejado alguien?
En la sede del partido, Roscoe revisó los documentos sobre las propiedades de Elisha, y entonces llamó a la señora Pringle, que hacía de secretaria cuando la necesitaba, y dictó una carta al abogado de los hermanos Fitzgibbon, detallando los bienes: sólo medio millón en bienes personales de Elisha, más la finca Tivoli, que valía más o menos un millón y debía ser tasada. Roscoe les decía que sus tarifas mensuales como abogado y albacea testamentario serían de mil quinientos, más cinco mil para Bart Merrigan como tasador. Por otro lado, la participación de la empresa en otras propiedades requeriría la contratación de más abogados y tasadores. Roscoe concluía: «Lamento decir que los tribunales que se ocupan de estos casos tienden a retrasarse muchísimo, y no debemos esperar una resolución definitiva antes de entre tres y cinco años. Ciertos casos destacados han proseguido durante veintiocho y hasta treinta y cinco años».
Roscoe envió a Joey Manucci para que entregara en mano la carta al abogado de los hermanos, Murray Fish, un experto veterano en el tribunal testamentario, quien sabía bien que el juez Harry Crowley estaba casado con la sobrina de Patsy. Entonces Bart condujo a Roscoe a la finca Tivoli. Cuando llegaron, había un taxi en la entrada, y Roscoe reconoció a la mujer que lo tomaba: Nadia, la espiritista sin apellido. Bart le ayudó a bajar del coche y subir los escalones, desde donde Roscoe avanzó por sus propios y escasos medios. Buscó a Veronica en los salones delanteros, pero estaba en otra parte. Deteniéndose a cada escalón, tanto le costaba respirar, subió la escalera hasta su suite en el segundo piso, y entonces se desvistió y dejó caer la ropa sucia en un canasto. Se enjabonó y se duchó lentamente, se sentó en la cama y se puso con dificultad unos calzoncillos limpios, y a las cinco de la tarde, en su sublime refugio, se metió en la cama de matrimonio con cuatro columnas. Según una leyenda de la familia Fitzgibbon, Alexander Hamilton había sido propietario de aquella cama. Durante toda su vida Roscoe había estado vinculado a la familia, y debido a ello, debido a Veronica, había permanecido en Albany y había seguido en la política. Así pues, ¿acaso su enfermedad era otro fraude para seguir en la misma casa con ella? La idea le resultaba indiferente, pero no, Roscoe no retendría la respiración sin ningún motivo. Lo cierto es que le gusta hallarse aquí. Incluso cuando se casó con Pamela y, como el novio que era, besó a Veronica, la dama de honor, le dijo que ella debería ser la novia. ¿Qué habría supuesto para Roscoe no estar cerca de ella durante toda su vida? ¿Quién sería su amor? ¿Podría haber soportado la política sin su presencia? Hundió la cara en la almohada e imaginó a Nadia en la sesión espiritista, en el salón a oscuras, diciendo que veía a Rosemary, la hija de cinco años de Veronica, entre las nubes, y que la niña era hermosa y parecía feliz con su vestido y su lazo rosa. Eso emocionó a Veronica, y comentó: «Así es exactamente como vestía la víspera de su muerte». La jeta de Nadia se asomó por el desagüe del lavabo, pero Roscoe hizo correr el agua y desapareció. Se asomó de nuevo, por lo que Roscoe abrió los dos grifos, dejó que el agua corriera y Nadia desapareció por la cañería, al río y bamboleándose hacia el mar, perdida su capacidad de amenazar a Veronica. Y entonces Roscoe pudo conciliar el sueño.
Cuando se despertó, la luz del sol se filtraba en la habitación y el dolor sólo era soportable si no se movía. El reloj sobre la mesilla de noche indicaba las nueve de la mañana. Tenía la sensación de haberse pasado una semana durmiendo, pero sólo habían sido dieciséis horas. Veronica le miraba desde la maciza mecedora al lado de la chimenea. Junto a ella, en un carrito de roble con cuatro ruedas, había dos platos cubiertos con tapaderas de plata, una comida misteriosa. Veronica por la mañana: sonriente, blusa blanca escotada con rosas bordadas, pantalones de montar de color canela y botas marrones, un ligero toque de lápiz de labios, el cabello recogido en la nuca.
—Alguien me ha matado y estoy en el cielo —dijo Roscoe.
—Has estado en alguna parte. Anoche vine tres veces a llamarte para cenar, pero estabas comatoso.
—Me observas con atención.
—La gente sabe que no estás del todo bien, ¿verdad?
—Algunos. ¿De veras son las nueve?
—¿Qué importa la hora que sea?
—He de situarme en el cosmos. El tiempo es importante, lo mismo que la comida. Me estoy muriendo de hambre y tú sigues ahí sentada, bromeando sobre la hora y atesorando una misteriosa comida bajo tapaderas de plata.
—No puedo creer que estés hambriento. Tú no.
—Llevo semanas sin comer. Se niegan a alimentarme.
—¿No puedes sentarte?
—Lo intentaré. —Y al hacerlo el dolor le atravesó el estómago, el pecho, el corazón. Volvió a tenderse—. Me duele —dijo.
—De acuerdo, te daré de comer. —Empujó el carrito al lado de la cama y levantó las tapaderas para revelar salmón ahumado, crema de queso, alcaparras, cebollas, nata agria y compota de manzana—. Hay café en el termo y bagels y blinis en el calientaplatos, si te apetecen.
—Claro, me apetece todo.
Ella tomó un bagel y un blinis del calientaplatos en la parte inferior del carrito, calentado por dos latas encendidas de Sterno, y le sirvió una taza de café.
—Me estás dando un desayuno judío.
—Era el preferido de mi padre.
—¿Hasta ese punto te recuerdo a tu padre?
—Cuidas de mí como él lo hacía. Ha llamado el abogado de Gordon. Recibió tu carta y quieren llegar a un acuerdo. ¿Qué les dijiste para que estén tan bien dispuestos?
—No quiero hablar de eso. Quiero un bagel.
Ella se sentó en la cama, partió un bagel por la mitad, untó una parte con crema de queso, añadió alcaparras, cebolla y una loncha de salmón ahumado, y se lo acercó a la boca. Él mordió y masticó mirándola fijamente, engulló, tomó un sorbo de café, esperó otro bocado, lo masticó y la miró.
—Presióname el brazo con los pechos mientras me das de comer —le pidió.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué no?
—Es descarado.
—No es descarado. Es un gesto amistoso.
—Es más que amistoso.
—Somos más que amigos. Tus pechos no me son desconocidos. Los recuerdo bien.
—Entonces no necesitas que te presione con ellos.
—El recuerdo tiene sus límites. Necesito la plena, la rotunda realidad.
—Eres un fresco.
—Como tus bagels.
Ella cortó un blinis, lo untó de nata agria y puso encima compota de manzana. Se lo acercó a la boca y una pizca de compota quedó adherida al mentón de Roscoe. Veronica se inclinó hacia él y lo lamió. Él la atrajo hacia sí y la besó, los brazos de ella sobre sus hombros, sus pechos contra él; habían pasado años, largos años desde que ella le cediera la suave boca de una manera tan total, un recuerdo que permanecía en la memoria de Roscoe con una nitidez increíble. Pero ¿son éstas reacciones verdaderas, Ros, o emociones ritualizadas que enciendes como la radio? ¿Es ésta la misma mujer de la que te enamoraste? Bien, sigue respondiendo del mismo modo en tus brazos, por lo que el verdadero interrogante es si seguirá haciéndolo. No lo eches a perder. No vayas demasiado lejos. Si ha de ocurrir, podría ocurrir en Tristano, si alguna vez vamos allí. Además, en cualquier caso no serías capaz de nada. Apenas puedes moverte. Le lamió la parte superior del pecho.
—Ten cuidado con lo que hay ahí —le dijo ella.
—Me has lamido. Me estoy desquitando.
—Vuelvo a estar en deuda contigo.
Gratitud. ¿De eso se trata? La gratitud es rastrera. Cierto, pero si eso ha puesto el motor en marcha, no lo atasques. Y ese numerito del esclavo que siente adoración, tan agradecido por sus dádivas… déjalo de lado. Ninguna mujer es tan perfecta. Ella tiene la vena corrupta de los ricos, el dinero es la tonada de su música. ¿No ha sido la llamada telefónica sobre el acuerdo de la acería lo que ha provocado este afecto? Y en su hermosa cabeza sigue anidando cierto grado de chifladura, pues cree que una estafadora como esa Nadia tiene respuestas. No la llames chiflada.
La rodeó con ambos brazos y la estrechó, sus mejillas entraron en contacto, la abrazó con fuerza, aunque le dolía, un dolor que le dejaba sin respiración pero al que podía amar. Mantuvieron el íntimo abrazo, el momento de sus vidas en que estaban más unidos, por lo menos desde 1932, otro año que enloqueció a Roscoe, y éste volvería a hacerlo, sin ninguna duda, este abrazo que hacía sonar en ellos dos timbres de alarma. Puedes notarlo en ella, ¿no es cierto, Ros? Veronica le estrechó de nuevo. Él la besó en el pelo. Le besaría el alma si pudiera encontrarla.
—Eres un hombre maravilloso —susurró ella.
Él estaba a punto de decir algo excesivo y fatuo cuando vio a Alex en el umbral, vestido de civil, con traje gris, camisa blanca y corbata azul, la chaqueta doblada sobre el hombro. No sonreía.
—Alex —dijo Roscoe—. ¿De dónde diablos vienes?
El joven entró en la habitación.
—Llegué anoche.
Veronica se puso en pie y miró a Alex.
—Lo guardaba como una sorpresa —le dijo a Roscoe—. Por eso vine a buscarte una y otra vez.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Alex—. Mi madre dice que no estás bien.
—Tengo problemas. Debería verme un médico.
—Llamaré a uno para que venga. ¿Puedes andar?
—No lo creo —respondió Roscoe—. Apenas puedo respirar, y el dolor ha aumentado mucho de la noche a la mañana.
—Voy a telefonear —dijo Alex. Salió del dormitorio y bajó la escalera.
—Creo que podemos haberle escandalizado —dijo Roscoe.
—Sabe que somos amigos íntimos —replicó Veronica.
—Parecíamos algo más que eso.
—No hemos hecho nada malo. En absoluto.
—Por desgracia.
—Déjalo correr.
—¿A qué ha venido esa adivina?
—Ah, ¿Nadia?
—Sí, Nadia.
—Pasaba por aquí. Nos visitamos de vez en cuando.
—Ya te has gastado una pequeña fortuna con esa farsante. ¿Le estás pagando de nuevo?
—¿Por qué habría de pagarle? Sólo charlamos.
—¿Hablas con tu hija muerta?
—Eso lo he superado, Roscoe, ya lo sabes.
—Pero algo debe de hacer. Te está leyendo el futuro.
—Si debes saberlo…
—Quieres averiguar cómo irá el proceso. Temes perder a Gilby después de haber perdido a Rosemary.
—Eres inteligente.
—¿Por qué no me preguntaste a mí por el futuro? Te habría dicho que vamos a ganar.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque Yusupov no fue el padre de Gilby. Tengo el resultado de un análisis de sangre que lo demuestra.
—No es posible. ¿De dónde has sacado un análisis de sangre de Yusupov?
—Soy un ciudadano con recursos.
—Pero ¿qué significa eso?
—Todo señala a Elisha como el padre.
—Chist.
Él susurró entonces:
—Elisha debía de saber que no era Yusupov, y ¿por qué no iba a saberlo? Era a él a quien Pamela chantajeaba.
—¿Cómo puedes saber una cosa así?
—¿Qué otro sentido podría tener lo que ha dicho ella: «Niño sabio es el que conoce a su padre»?
—Eres de veras el hombre más inteligente que existe. Eso es del todo cierto. Primero ella quería dinero o nos demandaría. Le ofrecimos cinco mil dólares, pero no fue suficiente. Y dijo que si no pagábamos, diría que él era el padre y escandalizaría a la familia. Él se echó a reír, y ella puso la demanda.
—Lo que no previó fue que Elisha no iba a quedarse quieto como un blanco inmóvil —dijo Roscoe—. Le ganó la batalla. Imagino lo furiosa que se puso ella.
—No puedo creer que se suicidara por eso —replicó Veronica.
—¿Un hombre enfermo que intenta protegeros a ti y a Gilby y que examina las pocas probabilidades que tiene? Ésas serían dos razones muy buenas.
Roscoe vio que ella trataba de asimilar la teoría, sin presentar ninguna oposición a la posibilidad de que Elisha fuese el padre de Gilby. Había albergado esa idea durante años, y ahora Roscoe la proponía sobre la marcha como algo lógico, para explicar el significado del análisis de sangre de Yusupov. Lo del análisis era auténtico. Lo demás… bueno, Roscoe es abogado. Podía dar crédito a su propia teoría, o a parte de su teoría, o a nada de nada. Era su teoría. Decidiera lo que decidiese, seguiría las instrucciones de Elisha. Ya estaba descodificando lo que le parecía un mensaje urgente, uno que Elisha no podía redactar ni del que siquiera podía hablar. Roscoe entendía que Elisha, por una buena razón, sólo podía señalar el núcleo de su misterio con ese código silencioso, totalmente convencido de que Roscoe y Patsy sabrían lo que quería decir, pues ¿no eran ellos los traductores y los guardianes de todos los secretos?
—Su muerte sigue siendo un misterio —le dijo Roscoe—, pero el misterio no es tan profundo como hace unas semanas. Sólo te pido que me hagas un favor y no sigas consultando a esa adivina. Si quieres conocer el futuro, pregúntame. Y no digas nada del análisis de sangre. Ésa es mi sorpresa.
Ella asintió y le besó en los labios.
—Voy a ver si me entero de cuándo va a venir el médico —le dijo.