El candidato

La idea de que Elisha hubiera huido por cobardía era absurda. Deberías haberle visto cuando tenía auténticos enemigos, cuando presentamos su candidatura a gobernador. En 1919, cuando todos nos alineamos con Patsy, nadie sabía que el resultado iba a ser tan espectacular. Nos encantaba el juego y estábamos empeñados en el cambio. En aquel entonces Al Smith era un actor clave. Todo el mundo en Albany conocía a Al, tanto en el lado este como en el oeste, pues había vivido aquí con intermitencias desde que la maquinaria política conocida como Tammany Hall lo eligiera para la Asamblea en 1904. Sirvió durante seis mandatos y llegó a ser portavoz de la Asamblea y luego gobernador. Cuando presentó su candidatura a gobernador en 1922 y 1924, nos ocupamos de que ganara Albany por amplia mayoría. Tras su victoria en 1926, Al nombró a Elisha presidente del comité estatal del partido demócrata, y Eli recorrió el estado para hacer los preparativos de la candidatura presidencial de Al. Mientras Al se comía con los ojos la Casa Blanca, nosotros nos comíamos con los ojos su escaño en el Capitolio, y nuestro alcalde Goddard era un buen candidato a ocuparlo.

Goddard, un banquero de credo baptista con un gran atractivo público, había logrado unas mayorías tan impresionantes en 1921, 1923 y 1925 que la gente decía de él que era invencible, un verdadero candidato a la sucesión de Al en 1928. Los candidatos de fuera de la capital son siempre una posibilidad muy remota, pero el favorito en los sondeos de opinión, Franklin Delano Roosevelt, estaba fuera de la carrera, allá en Warm Springs, tratando de recuperar la movilidad de las piernas tras su ataque de polio. Tammany Hall, al servicio de Charlie Murphy y luego de George Olvany, siempre nos había considerado una familia del norte del estado, lo mismo que John McCooey, el líder de los demócratas. Eran los más numerosos en las convenciones demócratas, y estaban de nuestro lado, por lo que teníamos realmente la oportunidad de nominar a Goddard para gobernador.

El alcalde Goddard, Roscoe y Elisha siempre habían sido bien recibidos en la Mansión del Gobernador cuando Al vivía allí, pero Patsy, que no se llevaba bien con Al, nunca había estado en aquel lugar. Ya en 1923, Al mostró su desacuerdo con Patsy por la implicación directa de éste en el contrabando de cerveza, y en 1927, cuando Al se veía cada vez más presionando para que clausurase las quinielas de béisbol en Albany, pidió a Patsy y Roscoe que acudieran a la Mansión de la calle Eagle para mantener una charla privada. Cuando subieron los escalones, Al los estaba esperando en la terraza. Indicó un par de mecedoras que había hecho colocar allí y se sentó en una tercera mecedora, frente a ellos.

—Los republicanos vuelven a armar jaleo sobre esas apuestas —les dijo Al. Estaba en mangas de camisa, con ligas en los brazos, y fumaba un cigarro—. Y los agentes federales están husmeando la venta de quinielas más allá de los límites del estado.

—¿Qué diablos he de hacer al respecto? —inquirió Patsy.

—Cerrarlas —respondió Al.

—No, de ninguna manera.

—Entonces, ¿por qué no dejas que alguien gane de vez en cuando? —planteó Al.

—¿De dónde crees que saca el dinero el partido? —replicó Patsy—. ¿Crees que preparamos la ciudad y el condado para ti pasando el sombrero en la calle Pearl?

—¿Cuánto podéis necesitar? ¿Por qué no dividís parte de la riqueza? Hasta los comunistas lo hacen.

—Siempre he sabido que eras un rojo —dijo Patsy.

Al se puso en pie, entró en la casa, cerró la puerta y echó el cerrojo contra los intrusos.

—Bueno, has ganado —le dijo Roscoe a Patsy.

A pesar de Al, aún parecía que el sueño de Patsy de celebrar una fiesta en la Mansión en honor de su propio gobernador sería posible, pero en 1928, cuando se hallaba de vacaciones en La Habana, Goddard se cayó de una limusina descubierta, sufrió lesiones en la cabeza que le ocasionaron erisipela toxémica, y la muerte se sentó en el porche de la mansión con la que tanto soñaba Patsy. Sin titubear, Patsy eligió a Elisha como sustituto de Goddard para la nominación.

—No quiero —dijo Elisha.

—Tienes dotes naturales para el cargo —replicó Patsy.

—Soy presidente del partido en el estado. Eso es suficiente.

—Si te elegimos poseeremos el puñetero estado.

—¿Quién dice que podéis elegirme?

—Lo digo yo —dijo Patsy.

—Pues no quiero.

—Aceptarás.

—No lo creo.

—¿Vas a dejarnos solos?

—¿Por qué no presentas a Roscoe?

—¿Y quién dirigiría Albany si lo hiciera?

—Tú.

—No soy lo bastante inteligente —dijo Patsy.

—Elige a otro para que sea gobernador.

—Elijo a quien deseo que lo sea.

—Pues yo no quiero.

—Llegará a gustarte, ya verás.

Al aceptó a Elisha como su sucesor, pues un protestante que había estudiado en Yale equilibraría su desventaja principal, el hecho de ser católico, en la carrera presidencial. Además, Elisha tenía todas las credenciales. Era demócrata desde antes de nacer, lo apreciaban en todos los sectores económicos y niveles sociales apropiados, dirigía con mano maestra las finanzas de Albany. Como presidente del partido, estaba en íntimas relaciones con los líderes políticos desde Yonkers a Buffalo, y tenía estrechos contactos con grandes fortunas, tanto añejas como recientes, en todas partes. Elisha y Al contaban con seis millones de amigos, y ambos tenían fama de honestos, Al con cierta reputación de santidad, pese al apoyo que le había dado Tammany, mientras que a Elisha le consideraban demasiado rico para ser personalmente deshonesto, y los dos eran amigos incluso antes de la guerra: junto con sus respectivas esposas, tenían una intensa actividad social y cantaban juntos en el local de Mike Quinlan. Durante meses creímos que Elisha, apoyado por Al, podría conseguirlo.

Aquéllos eran unos acontecimientos emocionantes para Elisha: presidente del partido y gobernador en potencia. Al mismo tiempo, Acería Fitzgibbon, que tenía infinidad de pedidos, se estaba convirtiendo en otro horizonte brillante. En 1927, Elisha y la empresa Krupp de Alemania convinieron en unir sus patentes para fabricar una nueva aleación de acero cementada, y la Acería Fitzgibbon tendría los derechos en exclusiva para Estados Unidos. Elisha puso a un triunvirato (un contable de análisis de costes, su metalúrgico jefe y el tenaz Kyle Glockner) a cargo de la atareada acería y se mantuvo en contacto con el negocio por control remoto.

Elisha estaba centrado en la política y vivía con una imprudencia que no era del todo nueva, pero sí más expansiva que nunca, y Roscoe percibió que, por primera vez en su matrimonio, tenía escarceos con otras mujeres que iban más allá del simple coqueteo. Elisha no le confesó nada a Roscoe, pero lo cierto era que le perseguían damas afectuosas, y ahora Roscoe piensa que si tuvo relaciones con Pamela, fue entonces cuando comenzaron. En esa época de fabulosa prosperidad, su buena suerte avanzaba con mucha rapidez en todas direcciones, y entonces Elisha hizo lo que los jugadores y la gente con demasiado dinero suelen hacer: tratar de conseguir más.

Se hizo socio de Burdett y Compañía, un grupo de banqueros y encopetados industriales como él que crearon un fondo de inversión que no poseía nada más que valores de diversas corporaciones (Acería Fitzgibbon entre ellas) en la bolsa. Burdett te vendía acciones a diez dólares, y cuando la cartera del fondo ganaba dinero, tú también. En menos de un año, las acciones de Burdett triplicaban su valor inicial. Era la clase más pura de especulación, y Roscoe la comparaba a los beneficios que procuraban las quinielas de béisbol de Patsy, otra ganancia segura, clara como el agua, pero con una diferencia: aquello era legal, lo cual estaba muy bien, y al año siguiente, sin ningún percance, serías tan rico como tus amigos. Hablamos de invertir en la fe de personas convencidas de que Dios, la suerte y el dinero van juntos. A esa clase de personas puedes venderles cualquier cosa.

Entonces, en el verano de 1928, Tammany y Al llegaron a la conclusión de que iba a ser un duro año electoral para los demócratas y apremiaron a Franklin Delano Roosevelt, el mejor candidato del partido, que había sido candidato a la vicepresidencia en 1920, para que dejara su terapia contra la polio y se presentara a las elecciones de gobernador. Y allá fue FDR, galopando por la recta final sin una pierna con la que caminar, y ése fue el final para Elisha y todos nosotros. Elisha no vertió lágrimas. Había aceptado sólo porque no sabía decirle que no a Patsy, quien estaba furioso con Al; pero no se trataba de Al, sino de la época que se definía a expensas de Elisha y Al. Éste obtuvo el mayor voto popular en la historia presidencial demócrata, pero el voto anticatólico acabó con sus aspiraciones. Perdió el estado de Nueva York, contra Hoover, por más de cien votos, mientras Franklin Delano Roosevelt lo ganaba por veinticinco mil.

Aquel año el viento maligno sopló en la vida de Elisha. Rosemary, su hija de cinco años, sintió dolores de vientre, y Veronica, como de costumbre, le dio leche de magnesia. La niña vomitó durante cuatro horas, y cuando el doctor Deacy acudió a Tivoli diagnosticó apendicitis y dijo que un laxante era un remedio muy perjudicial. Tramitó una intervención quirúrgica inmediata en el hospital de Albany. Seis horas después de que comenzara el dolor, extrajeron el apéndice reventado de la niña, y Elisha y Veronica velaron a la cabecera de su cama y esperaron que la aliviaran los cuidados de médicos y enfermeras. Pero no pudieron aliviarla. Veronica permaneció sentada a su lado y observó a la enfermera, que llegó con el gotero que administraría un nuevo medicamento en la vena de Rosemary. A la tarde siguiente la niña vomitó sangre y su tensión sanguínea descendió bruscamente. Le introdujeron tubos en el estómago para eliminar la sangre y le hicieron una transfusión. La tensión volvió a la normalidad y recuperó el color, pero el dolor persistió.

Roscoe la visitó dos veces, pero no podía hacer nada más que estar dispuesto para lo que hiciera falta, y su buena disposición fue innecesaria. En la tienda de Farnham compró los bocadillos de pavo con mayonesa casera que le encantaban a Veronica, y nadie los probó.

El doctor Deacy examinó a Rosemary y confirmó su temor: sufría peritonitis, un shock tóxico del organismo por sus propias sustancias nocivas. El dolor era constante, vomitaba sin esfuerzo y tenía el abdomen distendido; y cuando Roscoe oyó al médico susurrarle a una enfermera que el estado de la niña era crítico y le preguntó qué fármacos se empleaba para combatir la peritonitis, el médico respondió que había muchos, pero que ninguno de ellos surtía efecto.

La mañana del tercer día, cuando Veronica ya no podía aguantar la vigilia, cerró los ojos contra su voluntad. Elisha había dado cabezadas en ratos de diez y veinte minutos, pero Veronica sólo podía dormitar unos instantes antes de despertarse bruscamente. En esta ocasión durmió dos horas, durante las que su hija pasó del dolor implacable al estado de shock.

Cuando llegó Roscoe, vio que una enfermera salía a toda prisa y que Elisha lloraba al pie de la cama, contemplando la respiración superficial de su hija inconsciente. La enfermera regresó con un interno y preparó nuevas inyecciones. A Veronica, hecha un ovillo en un sofá demasiado pequeño para ella, la despertó el frenesí del médico y la enfermera, y entonces se dio cuenta de que se había dormido mientras su hija perdía la conciencia. Se arrojó al lado de la cama, sus rodillas chocaron con el suelo, una genuflexión en el infierno, se golpeó la cabeza dos veces contra la pata metálica de la cama, levantó la cara y la ocultó en la sábana, gritó y lloró por su pequeña e insultó a su marido.

—Maldito seas por haberme dejado dormir.

—No podías mantenerte despierta.

—Me has engañado.

—No podrías haber hecho nada.

—Sí que podría. Me está abandonando.

—Los médicos no pueden hacer nada. Y sigue viva.

—No puede oírme.

—Es posible que se recupere.

—Se está muriendo y ni siquiera puedo despedirme de ella. Me has engañado.

Veronica se levantó y agitó los brazos, histérica, los ojos arrasados en lágrimas, y golpeó a Elisha en la cara. Aunque el golpe no fue intencionado, no le pidió disculpas. Roscoe vio en su rostro una amargura que no reconoció, una furia más allá de la aflicción. Se arrodilló de nuevo, y Elisha no pudo consolarla. Roscoe era testigo de aquella escena de distanciamiento y del nuevo cambio de medicamentos intravenosos que no surtían ningún efecto en la niña. Llegaron las hermanas de Elisha a la sala de espera, y el hermano, Gordon, trajo un clérigo episcopaliano para administrarle los últimos sacramentos. Veronica se negó a dejarle entrar en la habitación.

—No se está muriendo —le dijo al religioso—, y aunque lo estuviera, es demasiado inocente para necesitar plegarias.

Al iniciarse la mañana del cuarto día de vigilia, Rosemary falleció sin haber recobrado la conciencia. Veronica maldijo de nuevo a Elisha: «Cabrón. Me la has arrebatado, maldito seas». Lloró y no quiso que Elisha la tocara. Sólo los aullidos mitigaban la pérdida y su sentimiento de culpa por el laxante que había dado a su hija y el fallo de su propio cuerpo. ¿Cómo se había atrevido su cuerpo a exigirle el sueño? Lloró hasta la extenuación y contempló fijamente el lecho mortuorio. Elisha se arrodilló al pie de la cama, pero más adelante le confesó a Roscoe que no pudo recordar una sola plegaria. Sólo se le ocurrió una cosa juiciosa que decirle a Veronica: «Lo único que ves es la pérdida. ¿Acaso borra eso las alegrías que nos dio cuando vivía?».

Al cabo de media hora, llegaron dos enfermeras para llevarse a Rosemary, pero Veronica las despidió. La vigilia continuó una hora más, hasta que se presentaron dos internos con la enfermera jefe, quien pidió disculpas pero dijo que, si era necesario, tendrían que sujetar a Veronica. Roscoe replicó que, si hacía tal cosa, sería su último acto como empleada de aquel o de cualquier otro hospital de Albany. Tomó del brazo a Veronica y le dijo: «Os llevaré de regreso a Tivoli, donde vuestra hija vivirá para siempre».

Entonces Roscoe acompañó a los señores Fitzgibbon al aparcamiento del hospital. Ocuparon los asientos traseros del nuevo Studebaker de Roscoe, quien los condujo a su tan vacía mansión.

Dos días después del funeral, Veronica entró en la sinagoga Beth El Jacob, en la calle Herkimer, donde estaban cantando el cantor litúrgico y sus cuatro hijos, tres de ellos con sombrero. Los rostros de los hijos no reflejaban mucha experiencia de la vida, pero sí mucha piedad. Veronica se detuvo junto a la puerta y escuchó. Cuando terminó el canto, el rabino Horwitz habló a los feligreses de bancarrota y la equiparó a la bancarrota moral.

—La gente gasta de una manera desaforada, pero entonces llega el arreglo de cuentas y no podemos pagar.

—Tiene usted toda la razón —dijo Veronica en voz alta, y entonces avanzó hacia el rabino y se sentó entre los hombres de la congregación.

El rabino Horwitz se interrumpió, y un hombre se levantó de su asiento y le dijo a Veronica que debía sentarse arriba, con las mujeres.

—Eso no puedo hacerlo —replicó ella—. No tengo la culpa de ser madre.

—Lo siento, pero debe salir de aquí.

Veronica se puso en pie y abandonó la sinagoga. Condujo hasta la iglesia del Sagrado Corazón, en el North End, donde había rezado su madre católica. Encendió las trescientas velas votivas eléctricas, se arrodilló en el comulgatorio y contempló el altar de mármol blanco. Will Logan, el sacristán, que estaba barriendo el suelo en el fondo de la iglesia, vio que Veronica abría la puerta de mármol y subía los escalones del altar, tomaba la llave del sagrario, oculta debajo de la tela que cubría el altar, sacaba el copón medio lleno de hostias, se comía un puñado y empezaba a comerse otro. Will echó a correr, llegó a su lado y le arrebató el cáliz. Lo devolvió al tabernáculo y le dijo:

—Será mejor que se marche, señora. No puede hacer esto.

Al final de aquella semana, Veronica asistió a su primera sesión con Nadia, la mística, que le permitió conversar con su hija muerta.