La llamada

Herman Besch se acercó a la mesa donde Roscoe estaba sentado con Morty y Mac para decir que O. B. llamaba por teléfono y quería hablar con Mac. Era la segunda vez que llamaba aquel día.

—Dile que he ido a Troy a recoger mi colada —le dijo Mac.

—Dice que ahí afuera hay un coche esperando y quiere que vayas a su despacho cuanto antes.

—Dile que he subido al tejado para tomar el sol.

—Yo hablaré con él —se ofreció Roscoe. Y lo hizo. Cuando regresó a la mesa, le dijo a Mac—: Le he dicho que intentaría persuadirte de que vayas.

—No voy a ir.

—Ha dicho que sólo bromeaba cuando dijo lo de que devolvieras la placa.

—Siempre tan bromista.

—Creo que lo he calmado —dijo Roscoe—. Y arreglaré las cosas con Patsy. Cuando O. B. vea que no puede ganar, no seguirá insistiendo. Siempre le he visto reaccionar así.

—Si no entrego la placa, no entrego el arma.

—Quiere hablar. Te acompañaré.

Roscoe llamó a Patsy desde el teléfono de Herman, y Patsy dijo que O. B. daba demasiada importancia al asunto y que él le tranquilizaría. Roscoe transmitió estas palabras a Mac. Joey Manucci condujo a Roscoe y Mac a la comisaría de la esquina de las calles Eagle y Beaver, y Roscoe entró primero en el despacho interior del jefe, donde Roscoe pensaba que O. B. había triunfado realmente. Aquél era el lugar al que O. B. se había trasladado en cuanto se enteró de su existencia, como auténtico creyente en la autoridad que era. Durante la mitad de sus vidas, los hermanos Conway habían trabajado en el mismo territorio, O. B. en pos del dominio, dominio en el que Roscoe no estaba interesado. O. B. se llamaba a sí mismo el Doctor: «¿Tenías un problema? ¿Por qué no has llamado al Doctor?». Sobre su mesa había un pequeño letrero que decía: «El Doctor pasa consulta». El Doctor posee el conocimiento arcano que te elude. El Doctor ve lo que te aflige y puede prescribir un remedio. Y Mac, que camina al lado de Roscoe, es otro de los que han triunfado: el caprichoso Mac, fabricante de fiambres. Tenía una vocación, sabía cómo se hace. O. B. no tenía esa facilidad para asesinar, pero ambos sabían cómo llegar a ser un asesino, y llegaron a serlo; ambos sabían cómo ser, y lo son: versiones definitivas de sí mismos. Era una lección para Roscoe.

O. B. estaba sentado a su mesa, arremangado, una corbata rojo y ocre sobre la camisa blanca con el cuello desabrochado, provisto de bifocales para leer una denuncia. Roscoe y Mac permanecieron en pie ante la mesa. O. B. se quitó las gafas.

—Bueno, aquí estamos —dijo Roscoe.

—Puñetero ingrato —le dijo O. B. a Mac—, después de todo lo que he hecho por ti.

—¿Ingrato? —replicó Mac—. Me rompiste la mandíbula.

—Deja la pistola sobre la mesa —le ordenó O. B., que tenía una costra en el nudillo central de la mano derecha.

—Espera un momento —dijo Roscoe.

Pero Mac sacó la pistola con cachas de nácar de su pistolera en el bolsillo posterior y, en pie a la derecha de la mesa como lo estuviera junto a la cama de Jack, le dijo a O. B.:

—Voy a romperte la mandíbula.

Cuando O. B. vio cómo ascendía la pistola en la mano de Mac, apartó la cabeza, por lo que la bala no le entró en la mandíbula, como Mac se había propuesto, sino en la sien izquierda, lo cual envió a O. B. a un nuevo lugar. Entonces Mac entregó la pistola a Roscoe.

—Lunático —dijo Roscoe—. Maldito lunático. Estás tan muerto como él. —Miró fijamente la cabeza de O. B. sobre la mesa—. Es mi hermano.

—Era el mejor amigo que jamás he tenido —dijo Mac.

Las paredes del despacho de O. B. eran del mismo azul pálido que el rostro de Elisha difunto.