ROSCOE ENTRE LOS SANTOS

Cuando Elisha se apeó del tren y permaneció solo en el andén, Roscoe le llamó desde la ventanilla del vagón, pero Elisha se limitó a dar golpecitos en el suelo con el pie derecho mientras el tren se alejaba. Entonces Roscoe entró en el establo donde la Comunión de los Santos patrocinaba su mercado de las pulgas perenne. La gente iba de un puesto a otro y compraba pestañas de santa Teresa, fragmentos de la espinilla de san Pedro, puntas de flecha de san Sebastián y, una novedad este año, las curvadas uñas de los pies de la diablesa tentadora de san Antonio. Roscoe dijo que quería ver a Elisha.

—Aquí no hay nadie con ese nombre —dijo el jefe de registros civiles.

—Bajó del tren aquí.

—¿Ha realizado algún milagro póstumo?

—Está trabajando en ello.

—Muchos son los llamados, señor, pero incluso los hombres más santos rara vez reúnen las condiciones, debido a las severas exigencias de la ley moral.

—Elisha no sabía gran cosa de la ley moral. Ni siquiera era católico.

—El desconocimiento de la ley moral no es ninguna excusa.

—No, pero es una manera de ganarse la vida.

Roscoe quería decirle a aquel individuo que no es la moralidad, sino la fraudulencia, lo necesario para la existencia humana. Nada es, o no lo ha sido jamás, lo que parece. No cometerás honestidad. Elisha murió siendo un mártir de ese credo.

—Aquí esta manera de pensar es inaceptable —dijo el jefe de registros civiles.

—Me alegro de que estemos de acuerdo en algo —replicó Roscoe.