Roscoe y Alex (2)

—Estoy preocupado por ti —le dijo Alex con un querubín de mármol a sus espaldas. Alto y anguloso, con una corbata negra sobre el cuello gris de la camisa, estaba recuperando su antiguo peso—. Esto es casi insoportable. Presenciarlo, haberlo facilitado tú mismo. Dios mío, Roscoe, lo siento muchísimo. Quería decírtelo en el funeral.

El cansado Roscoe estaba sentado en el sarcófago de mármol de Ebel Campion, el director de la funeraria de North End, una buena persona. Ebel no consideraría un abuso que se sentaran en su tumba. Probablemente le alegraba la visita.

—Te lo agradezco, muchacho —le dijo Roscoe a Alex—. Me siento confuso. O. B. era un buen hermano, pero un hombre necio. Estoy tratando de entenderle.

—Y yo trato de entenderte a ti —replicó Alex—. Estás en el centro de cada desastre: mi padre, lo que hubo entre Patsy y Bindy, el ataque a un director de periódico, el escándalo del Notchery, el Holandés y esa puta asesina, y ahora el pobre O. B. y el loco Mac. ¿Qué harás a continuación, Roscoe, vender opio al por mayor? ¿Dedicarte a la trata de blancas? No sería yo quien te vendiera una póliza de seguros. Eres demasiado arriesgado.

—Desde luego, parece como si cabalgara sobre un rayo —dijo Roscoe.

—Me preocupa. Estoy preocupado por el caso de Gilby. Estos no son buenos augurios.

—Ah, sí, el caso de Gilby.

—Será dentro de un par de días. El juez podría llegar a la conclusión de que tú mismo eres un maleante, un gran amigo de la infamia.

—Sólo un bribón judicial podría dictaminar tal cosa, y no tenemos a nadie tan imprudente en Albany.

—¿Estás preparado para enfrentarte a Marcus Gorman? Es un gran embaucador.

—Dios y la maternidad natural están de su lado. No podemos perder.

—No te entiendo.

—La rectitud no tiene ninguna posibilidad contra la imaginación, Alex.

—Me gustaría creerlo, pero si mi madre pierde a Gilby, se derrumbará.

—No permitiré que suceda.

—Esa puñetera hija de puta…

—Una frase muy expresiva. Créeme, Alex, Roscoe está preparado para lo que ella ofrezca, sea lo que fuere, y ya verás que no sólo Roscoe es capaz de cambiarse a sí mismo, sino también de cambiar al mundo. Es cierto que soy un hombre solitario, pero al mismo tiempo soy muchos hombres en uno. Estoy envejeciendo, pero la sal antigua es el mejor envoltorio.

—Hablas con acertijos.

—La poesía de los gigantes, muchacho. Tienes ante ti una transfiguración, un hombre tan escarmentado por la experiencia que ha desviado todos sus viejos defectos a la tumba de su hermano. Está profundamente avergonzado. Se ha comprado varios cilicios y hasta es posible que vaya a la iglesia.

—No vayas demasiado lejos, amigo mío. El rayo podría incendiar la iglesia.

—Un nuevo día se levanta desde la tierra fresca, y un nuevo Roscoe monta a horcajadas en él.

—Pareces un viejo borrachín que jura no volver a tomar alcohol —dijo Alex.

—Tu lengua tiene talento para expresar verdades brutales.

—¿Acaso no son brutales todas las verdades?

—No sé qué decirte —respondió Roscoe—, pocas veces me encuentro con una.