¿Verdad que es romántico?
Cuando Roscoe bajaba por la cuesta del cementerio, llegó a la conclusión de que el desdén no es una conducta saludable, de que, en realidad, es un mecanismo de defensa, y debía conseguir que Alex cambiara de actitud. Expresarse con acritud no es apropiado en un candidato. Además, Alex había evocado a Pamela, y Roscoe, contra su voluntad, la rememora ahora en el Ten Eyck. ¿Por qué? Y Elisha está con ella, y Veronica, ah, ahora ve el día con claridad, Patsy se halla en la cima, O. B. y Mac están diez meses más allá de Diamond, el joven Alex observa y Jimmy Walker, Al Smith y Franklin Delano Roosevelt están en crisis. Han pasado trece años, pero es ayer, y Roscoe debe de tener sus razones para recordar la escena.
Es la tarde del martes 4 de octubre de 1932, el día que Elisha, el gladiador renuente, avanza por la carretera hacia la gloria. Pamela, que acaba de llegar en tren y parece salida de Vogue, con un vestido de seda granate Schiaparelli que le realza el busto, irrumpe en el concurrido cuartel general de Elisha, en la primera planta del Ten Eyck, y se queja de que el recepcionista no le da una habitación. Roscoe, que ya no lamenta haber conocido a Pamela y ahora la considera su principal mentora con respecto al amor desastroso, le explica que la totalidad de las dos mil quinientas habitaciones de los diez principales hoteles de la ciudad están reservadas durante un mes, que el Trojan, el barco nocturno que viene de Nueva York cargado con quinientos delegados de Tammany Hall que han viajado para asistir a la convención demócrata, este fin de semana es un hotel flotante, que la compañía New York Central alquila literas en coches cama detenidos en apartaderos y que incluso Al Smith carecía de habitación hasta que el jefe de Tammany, John Curry, privó de la suya a un delegado para proporcionarle a Al una cama en el hotel DeWitt Clinton, el cuartel general tanto de Tammany como de la organización de John McCooey de Brooklyn, hermana siamesa de Tammany.
—En estos momentos la ciudad tiene un exceso de unas diez mil personas —le dice Roscoe a Pamela.
—Mi cuñado va a ser gobernador —replica ella—. Quiero una habitación.
—¿Por qué no te alojas en Tivoli?
—Quiero estar donde suceden las cosas.
—Tivoli se encuentra a quince minutos en coche, y eso, teniendo en cuenta los semáforos en rojo.
—Maldita sea, Roscoe, quiero una puñetera habitación. Dame una de las que retienes para vuestras malditas y ladronas celebridades políticas.
—¿Cómo podría resistirme a una petición tan encantadora?
La envía a una habitación pasillo abajo, al encuentro de Hattie, que se encarga de alojar al personal excedente: aloja a la gente en sus casas de habitaciones de alquiler o en alguno de los seiscientos hogares particulares que sus dueños han puesto a disposición de los visitantes, mil seiscientos de los cuales ya están alojados. Al cabo de diez minutos, Hattie se reúne con Roscoe.
—No me envíes a nadie más como ella —le pide.
—No hay nadie más como ella —dice Roscoe.
—Menuda zorra. No quiere la casa de nadie, no quiere un alojamiento sin sala de estar, no quiere una planta baja y no ha de estar a más de cinco manzanas de aquí. Le he dicho que tengo una casa que no iba a alquilar pero que puedo cederle, un tercer piso sin ascensor en la calle Jay, y que lo tome o lo deje, pero no hay nada más.
—¿Y lo ha aceptado? —respondió Roscoe.
—Sí. No le he dicho que antes era un burdel.
La ciudad estaba sumida en un frenesí político desde el sábado, cuando empezaron a llegar los demócratas para nombrar un gobernador que sucediera a Franklin Delano Roosevelt, ahora candidato presidencial. Se enfrentan a dos alternativas: el vicegobernador en ejercicio, Herbert H. Lehman, la alternativa de Roosevelt, el gran favorito, y Elisha, la elección de Patsy, el candidato con menos posibilidades y que ni siquiera desea el cargo. Serán necesarios 464 votos para ganar, y el domingo Lehman afirmó que tenía 480 y Elisha 469, ambos bandos mintiendo, incluso a sí mismos. Ninguno puede ganar sin el voto de la ciudad de Nueva York, que ya no es lo que era desde que en 1924 la muerte de Charlie Murphy, el líder de Tammany, dividió los distritos. El Bronx ha estado en posesión de Franklin Delano Roosevelt desde que éste nombró a su líder, Ed Flynn, que era su secretario de Estado, una treta para que la división de Tammany fuese permanente. Queens y Richmonds seguirán la iniciativa de Tammany, Elisha tiene seguros los 154 votos de esa maquinaria política, y los 159 de Brooklyn están entre dos aguas. Hoy es martes y, pese a tres días de discusión y de tira y afloja sobre la futura influencia política entre los grandes y los pequeños jefes de la ciudad, ninguno de los candidatos tiene la mayoría, pero las apuestas contra Elisha están disminuyendo. Johnny Mack, decano de los corredores de apuestas de Albany, incluso ofrece dinero a quien haga una; y el bando de Franklin Delano Roosevelt y Lehman está desconcertado por la fuerza del advenedizo de Albany.
El vestíbulo del hotel Ten Eyck es un cruce de centenares de delegados, los leales a Elisha, visitantes que buscan pases para la convención, fieles del partido que hacen acto de presencia, más la prensa y todo el que quiera escuchar lo último: «se ha terminado. Brooklyn ha votado por Lehman… Olvidadlo. Catorce votos más y gana Elisha». Un grupo de voluntarias demócratas saludan a los recién llegados con el regalo de grandes insignias de Elisha Fitzgibbon y folletos con sus brillantes credenciales, y en la pared, por encima de las mujeres, Elisha mira desde un cartel del tamaño de media pantalla de cine. Las voluntarias acompañan de inmediato a delegados y suplentes al rincón de Conway, en presencia Roscoe, que los examina sobre Elisha: sí, no, quizá. Roscoe tiende a contar los quizá como síes, y el total de Elisha va en aumento. Durante una pausa, Roscoe sube al cuartel general, en el primer piso, y compara las cifras con Elisha, que está oculto en un despacho interior, exhausto al cabo de tres días vendiéndose a desconocidos y todos los dirigentes de los condados en el norte del estado a los que en otro tiempo cortejara para Al Smith, muchos de los cuales ahora le prometen un apoyo inquebrantable.
—En las últimas dos horas he añadido dieciséis que probablemente me apoyarán —le dice Elisha—. Empieza a preocuparme la posibilidad de salir elegido. ¿Qué dice Patsy de McCooey?
—Desde el sábado anterior, Patsy se ha reunido con representantes de Tammany, Brooklyn y los jefes claves del norte del estado para salir del punto muerto.
—McCooey está con nosotros, pero los suyos temen que perdamos el voto judío si se deshacen de Lehman.
—¿Saben que mi mujer es medio judía?
—Lehman es judío de pura cepa. Al viene a la próxima sesión, la de las cuatro y media. Estaré allí con Patsy.
—¿Qué opina Al?
—Nadie lo sabe.
Elisha apoya la cabeza en la mesa.
—Estoy cansado —confiesa.
—Eso no está permitido —dice Roscoe.
—De acuerdo, abandono.
—Eso tampoco está permitido.
—Entonces sólo tengo una cosa que decir. Estamos viendo a demasiados debiluchos cuando lo que necesitamos son hombres de verdad, briosos, capaces de encajar una presión extra.
—Tomo nota —replicó Roscoe.
Jim Farley, el presidente del partido con FDR, convoca a los delegados en el Décimo Arsenal de Infantería a las 12.30 del mediodía, pero no todos los delegados se molestan en asistir. Y a media tarde, cuando cinco de Brooklyn acuden al rincón de Conway deseosos de ver a Elisha, Roscoe no da con él. No se encuentra en el cuartel general ni en el restaurante, y el teléfono de su habitación está descolgado. Roscoe entretiene a los candidatos, les dice que volverá en seguida y toma el ascensor. Llama a la puerta y dice: «Elisha», y Veronica la entreabre.
—No está aquí.
—¿Dónde está? Háblame; abre la puerta.
—No estoy vestida.
—Estupendo. Déjame entrar.
—Compórtate.
Ella abre la puerta con el cabello y el rojo de labios aptos para aparecer en público, pero sin nada más que una combinación de satén rosa y zapatillas.
—¿Dónde está Elisha? Cinco nuevos delegados de Brooklyn están abajo, esperando para prometerle lealtad. Son importantes.
—Es probable que esté en el Arsenal. La última vez que le he visto ha sido cuando pronunciaba un discurso para las mujeres del Partido Demócrata. Pamela se acercó a abrazarlo.
—Ésa abraza a la mitad de la población. No te lo tomes como algo personal.
—He subido aquí a dormir la siesta y a vestirme para asistir al té de Eleanor. —La esposa del gobernador ha invitado a todas las delegadas a tomar el té en la Mansión, esta tarde a las cuatro y media—. Disculpa mi déshabillé.
—Tienes el mismo aspecto que tenías en mi época. Nunca te lo quitabas todo.
En los días veraniegos más intensos de su relación amorosa, Roscoe la desvestía en el Pabellón de los Trofeos de Tristano hasta dejarla en enaguas, que se convertían en el uniforme del abandono parcial de Veronica. Él podía levantarle la enagua, pero no quitársela. Creía que podría tolerar esa situación hasta que se casaran.
—No puedes quedarte aquí —le dice ella. Toma una bata del armario y se la pone.
Él la mira con fijeza mientras ella se anuda el cinto de la bata.
—Podría amarte ahora mismo —le dice.
—Sé que podrías. Siempre lo he sabido.
Roscoe se le acerca más y le acaricia la garganta con el dorso de los dedos.
—No puedes hacer esto —le dice ella.
—Antes lo hacía.
—Eso fue hace años.
—Tengo que amarte, Vee. La presión es intolerable.
—Todavía no.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Algún día, tal vez.
—Antes hacía esto —dice él, y le desanuda la bata.
—No, Roscoe, no puedes —insiste ella, atándosela de nuevo.
—Hacías lo que querías hacer cuando querías hacerlo.
—He dejado de hacerlo.
—Puede que no lo hayas dejado del todo.
—¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí ahora?
—Creía que Elisha estaría aquí, pero debo de haber escuchado a los planetas. Tal vez he visto algo en tu mirada esta mañana, o puede que me hayas invitado con tu música silenciosa.
—Crees que sigo queriendo ser de esa manera. Basta con llamar a la puerta, y ya está.
Él le abre la bata, pero ella se da la vuelta y se detiene junto a la cama.
—No puedes hacerme nada, Roscoe. Ya no lo hacemos.
—No tengo la culpa de que no lo hagamos.
—No podemos volver a eso.
—Vuelvo a ello todos los días de mi vida.
—No podemos. He tomado una decisión acerca de ti.
—Quieres decir contra mí.
—Tengo que atenerme a ella.
—Lo lamento, como lamento que el aire de nuestras respiraciones jamás se confunda —replica él—. ¿No te sucede a ti?
—¿Cómo puedo hablar de eso?
—No lo sé. Sólo puedo pensar que es la primera vez en dieciocho años que estamos así a solas. No puedo creer que estés aquí y tengas este aspecto.
—Yo tampoco.
Él le abre la bata y le sube la combinación.
—Esto lo recuerdo.
—No podemos hacerle una cosa así un día como el de hoy, Roscoe.
—Ámame —dice él, tocándola como en el pasado.
—Me encanta que me quieras, Roscoe, pero no podría hacer esto aunque quisiera, y parece ser que quiero. Pero no lo haré. —Retira su mano, y él vuelve a ponerla donde estaba—. Y no me dejaré tentar, Roscoe, ya no. —Una vez más aparta la mano y ésta regresa—. Por favor, Roscoe, basta, gracias, pero basta ya. —Se baja la falda de la combinación.
Él ve que unos mechones le han caído sobre un ojo al sacudir la cabeza para acompañar su negativa. Los coloca en su lugar con un dedo, la besa en la boca.
—Vuelvo a poseer algo de ti.
—No. No puedes poseer nada de mí. Nadie puede poseer a Veronica.
—Mi memoria puede poseer lo que sea.
Ella se anuda la bata de nuevo.
—No debería haber hecho esto. Eres encantador, Roscoe, pero vete, por favor.
—¿Seré encantador cuando me haya ido?
—Sí, pero no vamos a hacer nada. Una vez en la vida, Roscoe.
Mientras baja al vestíbulo en el ascensor, Roscoe piensa que ningún diablo del octavo círculo puede castigarle de una manera tan exquisita como Veronica. Podrían transcurrir años antes de que vuelvan a estar tan cerca, y oye el ruido de la puerta de Veronica que se cierra. Cuando llega al vestíbulo, los delegados de Brooklyn se han ido.
Se encamina al Arsenal, que está adornado con banderas, banderines y carteles, donde hay unas siete mil quinientas personas y en cuya atmósfera suena una ruidosa música de banda militar. Quiere encontrar a Elisha y los delegados perdidos, así como la última votación de los delegados que le facilitaría Bart Merrigan y su equipo de agentes electorales, pero Elisha no se encuentra ahí y las sillas de la delegación de Brooklyn están medio vacías. Bart le dice que las últimas cifras no parecen haber variado, lo que está muy bien, pero es imposible conseguir la votación de esa multitud, más de mil delegados y suplentes, un rebaño caótico. Han escuchado a Thacher, el alcalde de Albany, que les ha dado la bienvenida a la ciudad, y a unos pocos oradores teloneros que inflan la lista de FDR-Garner y la plataforma demócrata, sobre todo su punto del programa favorito: devolvednos nuestra cerveza. Han esperado horas a que lleguen sus líderes con un candidato al que votar y, todavía esperando, ahora hacen sonar cencerros, castañuelas, silbatos y agitan letreros y pancartas. Y entonces, por decisión espontánea, acompañan con voces roncas la música de Las aceras de Nueva York que toca la banda del 10º de Infantería, la canción de Al; Aquí están de nuevo los días felices, para los demócratas de todo el país que esperan librarse de Hoover, y Levando anclas para Franklin Delano Roosevelt, que fue subsecretario de la marina a las órdenes de Wilson. Mientras cantan, Roscoe ve volar sus cabezas de un lado a otro de la espaciosa sala del Arsenal, una multitud de delegados de prêt-à-porter, una talla sirve para todos. Si conocieran a Elisha votarían por él, pero, naturalmente, no le votan, bailan descabezados siguiendo la melodía escrita esta tarde en el DeWitt.
Los delegados de Albany, el alcalde Thacher, unos pocos concejales y supervisores del condado, abogados del partido, un cuadro de mujeres demócratas, siguen las órdenes de Patsy y permanecen en sus sillas, preparados para levantarse e iniciar una manifestación inmediata a favor de Elisha si se llega a una discusión en el foro[3]. Roscoe ve que Alex está sentado en un pasillo con el grupo de Albany.
—¿Estás aprendiendo cómo elegimos a un gobernador? —le pregunta Roscoe.
—Sí, te sientas y cantas —responde Alex—. Creía que tal vez alguien podría discutir algún punto.
—Están discutiendo, pero no se nota.
—De todos modos me encanta, Roscoe. Es una manifestación de la auténtica democracia norteamericana.
—Yo no iría tan lejos —dice Roscoe.
—¿Qué ocurre esta noche, cuando finalice la convención?
—Lo celebraremos. La ciudad espera una fiesta.
—Estoy preparado para ser el hijo del nuevo gobernador. —Y Alex muestra a Roscoe su petaca de licor.
—Qué precoz —dice Roscoe—. Pero tómatelo con calma, jovencito. Va a ser una larga noche.
A continuación la banda toca ¿Me querrás en diciembre como me quieres en mayo? para los delegados de la ciudad de Nueva York, el tema musical popular de su ex alcalde, Jimmy Walker, que la escribió. Ah, Jimmy, que no está aquí y no estará, pero es una figura clave en este punto muerto de la convención. Este año Jimmy se ha encontrado con serias dificultades, tras dos años de investigaciones, iniciadas por Franklin Delano Roosevelt y llevadas a término por el juez Samuel Seabury, sobre la corrupción de Tammany. Y ciertos jueces de Nueva York, el sheriff y una serie de agentes de prensa han caído, víctimas de los pensadores de derechas. Pero las acusaciones de Seabury también han desembocado en la citación de Jimmy para comparecer a juicio en Albany, una vista en la que FDR será el solitario juez de las probadas «faltas graves» de Jimmy: cuentas bancarias secretas, respuestas evasivas, un millón inexplicable en una caja de seguridad; lo habitual. La verdad es que FDR podría destituir al alcalde, y sería la primera vez que sucediera tal cosa en la historia del estado, y una herida de extrema gravedad al poder de Tammany.
La noche de agosto de 1932 en que Jimmy se apea del tren en la Union Station de Albany para su confrontación con FDR, estallan cohetes por encima de las vías y le saluda el clamor de diez mil personas —«¡Jimmy, Jimmy, Jimmy!»— en los andenes, de una pared a otra en la explanada de la estación, en las aceras de Broadway, gente que Patsy quería reunida y a la que Roscoe convocó a través de los dirigentes de distrito y los jefes de los departamentos municipales, la mayor concentración política desde que Albany recibió al derrotado Al Smith en 1928.
Patsy, Elisha y Roscoe tienen una relación con Jimmy más estrecha que con cualquier otro político de Nueva York, Al incluido. Jimmy pasó dieciséis años en Albany como miembro de la asamblea, senador y finalmente líder del Senado hasta 1925, cuando Tammany le designó para la alcaldía de Nueva York. Ha cenado a menudo en Tivoli, ha pasado muchas noches en vela con Patsy y Roscoe, ha apoyado las iniciativas legislativas de Patsy; en una palabra, es un gran tipo que se ha convertido en el adorable y de nuevo elegible caballero Jimmy, el elegante playboy político con una corista por amante y el personaje detrás del que Tammany podría saquear metódicamente la ciudad, un arreglo que se remontaba a William Tweed, el líder de la maquinaria política en el siglo XIX. El personaje elige, el dinero perpetúa.
Desde su juventud, Patsy ha sido un apasionado estudioso del método Tammany y ha evolucionado hasta convertirse en el más firme aliado de Tammany en el norte del estado. ¿Por qué no habría de darle a Jim una regia bienvenida? Patsy nunca perdonará a FDR por ocasionar todos esos trastornos. En 1945, el año del fallecimiento de FDR, y tras haber apoyado su presidencia durante cuatro mandatos, Patsy seguirá diciendo: «No me gustaba. A él no le gustaba Tammany Hall, y eso era lo único en el mundo que me importaba».
En primera plana del Times-Union aparece una fotografía de Jimmy, Patsy y Roscoe caminando por Union Station aquella noche de agosto de 1932. El petimetre Jimmy lleva una chaqueta cruzada de cuadros escoceses con un solo botón, su mejor chaleco y pañuelo, el canotier elegantemente ladeado sobre la oreja derecha. Patsy también lleva su canotier, pero encasquetado, como si temiera que el viento pudiera llevárselo, hinchado como un bejín, sus carnes rebosando del cuello de la camisa y el traje… Demasiado puré de patatas, Pat. Y Roscoe, un poco a la derecha, parece casi delgado junto a Patsy, el sombrero de ala curva levantado como el sombrero de fieltro de un diplomático, y aunque la modestia nunca le permitirá decir tal cosa, su presencia evoca cordialidad e inteligencia al lado del brío de Jimmy y la gordura de Patsy.
Es una foto bélica: tres guerreros que van al combate contra lo que Roscoe llama la Plaga de la Moralidad, de la que Seabury sólo es su última manifestación. La Plaga sale del olvido cada siete u ocho años, como la langosta, construye sus casas blancas en cementerios públicos y propaga, con una maligna sencillez, la «verdad» y la «honestidad» como virtudes políticas. Esto tiene el atractivo popular del chocolate y la capacidad distorsionadora de la cerveza. Pero Roscoe se pregunta: ¿desde cuándo la verdad ha sido una virtud política?, ¿puedes nombrar una verdad que sea bien recibida en todas partes? Desde luego, ninguna interviene en la búsqueda o la defensa del poder político (el de Jimmy, por ejemplo), pues el poder se basa en la profunda comprensión y el amor perverso por el engaño, sobre todo el autoengaño, y todo hombre que busca poder por medio de la verdad o bien es un necio o bien un perdedor. A Roscoe no le consta que algún candidato haya hecho la promesa electoral de poner al descubierto su autobombo, todos esos motivos codiciosos, envidiosos, lascivos, venales y violentos que impulsan cada una de sus acciones en política y que seguirán haciéndolo si resulta elegido. Ciertamente, Roscoe no se ha inventado las perversas fuerzas que impulsan a los seres humanos, y no es capaz de explicar ninguna de ellas. Cree que son un misterio de la naturaleza. Concede que una sociedad moralmente pura, con candidatos que no estén marcados por el pecado y el vicio, podría existir en alguna parte, aunque jamás ha visto ninguna ni ha oído hablar de su existencia, y la verdad es que no puede imaginar cómo sería. «Pero seguiré mirando», concluye.
El alcalde Jimmy se acerca a la barandilla de la tribuna desde donde se abarca Broadway, saluda y silencia a la multitud que le aclama, y entonces hace que le aclamen de nuevo al decirles: «Estoy aquí para luchar». La banda musical de Castellano avanza entre la multitud y le precede escaleras abajo y a través de la explanada hacia la limusina que aguarda para llevarle al Ten Eyck.
—¿Dónde está Patsy? —le pregunta Jimmy a Roscoe mientras caminan.
—Nos espera fuera.
Algunas de las personas que están ahí oyen la pregunta y gritan: «¡Patsy, Patsy, Patsy!», y Pat se separa de la multitud, su sonrisa tan grande como su sombrero, y los dos viejos amigos se estrechan la mano con un afecto excesivo.
—Una magnífica asistencia, Pat —le dice Jimmy.
—Todos te quieren, Jim. ¿Estás preparado para enfrentarte a ese hijo de puta por la mañana?
—Si me elimina, lo eliminamos en las elecciones y perderá el estado.
Cuando llegan a Broadway, Jimmy se vuelve y dice a la multitud:
—Confío en que el gobernador Roosevelt no me excluya.
La gente vuelve a aclamarle, y él une las manos y las alza en el aire como un boxeador triunfante, antes de acomodarse en el asiento trasero de la limusina Packard.
FDR considera la idoneidad de Jimmy durante tres semanas, y su postura contraria a Tammany refuerza su campaña presidencial, de la misma manera que el vínculo de Al Smith con Tammany afectó negativamente a su intento de presentarse a las elecciones presidenciales. Desde el prisma histórico, la trampa sin salida que era Tammany Hall hacía que los esfuerzos de solución no lograran más que agravarla. Pero FDR también conoce el riesgo de eliminar a un alcalde de Nueva York con una enorme popularidad y no va a precipitarse antes de tomar semejante decisión. Entonces Jim, que se ahoga en las pruebas en su contra que tiene Seabury, resuelve el dilema abdicando antes de que FDR pueda despedirle, y huye a España para ocultarse. De repente se desdice de su abdicación y vuelve a casa, donde Tammany decide presentarlo a la reelección, y al diablo con FDR. Pero la turbina de su trasatlántico se rompe a la altura de Gibraltar.
Ahora, mientras la banda del 10º de Infantería toca su tema musical en la convención, Jim navega rumbo a casa en otro barco, pero tal vez demasiado tarde. No deberías haberte marchado, Jim. Su nueva nominación a la alcaldía, aunque no sea segura, sigue siendo la mayor prioridad de Tammany y Brooklyn, pues su restauración es la clave de todo el maldito reino. Si eligen gobernador a Lehman, éste, como es natural, se hará eco de la hostilidad de FDR hacia el regreso de Jimmy, pero Patsy asegura tranquilizadoramente a Curry y McCooey que Elisha, como gobernador, jamás actuará contra Jim, y que el clientelismo estatal bajo Eli se abrirá como los pétalos de una gran flor dorada, y los gemelos Tammany-Brooklyn, junto con Albany, heredarán la tierra.