Beau Geste (2)
Veronica se sentó en el compartimento trasero del coche y le dijo a Gilby que se sentara delante mientras Roscoe conducía desde el palacio de justicia de regreso a Tivoli. Aún no le había agradecido a Roscoe la victoria. Gilby le había dado las gracias con la expresión de alegría de su cara, pero ahora, al reflexionar en el misterio, se volvía inquisitivo.
—¿Por qué hemos ganado? —le preguntó Gilby.
—He convencido al juez de que tu padre te facilitó una clase de vida mejor que cualquier otra que pudieras haber tenido —respondió Roscoe.
—¿Y qué me dices de ella? ¿Volverá a intentarlo?
—Ni en broma. Se ha ido.
—¿Y qué hay de ese hombre, Yusupov?
—También se ha ido.
—¿Adónde?
—Ha salido de tu vida.
—¿Yusupov no es mi padre?
—Nunca lo ha sido.
—¿Por qué dicen entonces que mi apellido es Yusupov?
—Eso lo dijo ella. Estaba casada con ese hombre.
—¿Sigo llamándome Yusupov?
—Nunca te has llamado así. Rivera es el apellido que figura en tu partida de nacimiento, pero también está mal y lo cambiaremos.
—¿Quién es Rivera? ¿Fue mi padre?
—Una mujer llamada Rivera era la señora de la limpieza de Pamela en Puerto Rico, cuando naciste.
—¿Me puso el apellido de una señora de la limpieza? ¿Por qué?
—Por la misma razón que arrojaba huevos duros a su caniche.
—¿Cuál es mi verdadero nombre?
—Gilbert David Fitzgibbon, como siempre.
—¿Quién es mi padre?
—Tu padre sigue siendo tu padre. Aún es el hombre principal en la familia.
—¿Alex es mi primo?
—Es tu hermano.
—¿Mi padre es su padre?
—Así era, así debería ser, así será.
—Mi padre no estaba casado con Pamela cuando nací.
—No, gracias a Dios.
—Eso significa que soy un bastardo, ¿no es cierto?
—¿Quién ha dicho tal cosa?
—La gente.
—Tu padre se moriría si te oyera decir eso.
—Ya se ha muerto.
—Tal vez, pero no dejes que te oiga decirlo de nuevo. Aunque esté en Tristano, puede oír esa clase de cosas.
—¿Vamos a ir a Tristano?
—Eso espero, desde luego.
—¿Cuándo?
—Coméntaselo a tu madre.
—Si vemos allí a mi padre, podremos preguntarle quién es mi verdadero padre.
—Dudo de que lo sepa —replicó Roscoe—. Dudo de que nadie lo sepa.
—La gente dice que me parezco a mi padre.
—Lo mismo le ocurre a tu bulldog.
—No tengo un bulldog.
—No, pero si tuvieras uno se parecería a tu padre. Así son las cosas.
—¿Cómo murió mi padre?
—Su corazón le abandonó. Creo que lo dio.
—¿A quién?
—A ti.
—No comprendo, Roscoe.
—Eso es porque pareces un bulldog.