Beau Geste (4)

En el despacho del alcalde, en una esquina del ayuntamiento, sentado en su sillón de piel de respaldo alto a la mesa de roble tallada a mano, enmarcado por las banderas norteamericana y de Albany, con el retrato de Pieter Schuyler, el primer alcalde de Albany, por encima de su cabeza, Alex, con traje gris claro de espiguilla y corbata de reps, se había convertido en un hombre nuevo, había trocado su baja condición de soldado de infantería por la de jefe supremo de la ciudad. Estaba telefoneando y Roscoe permanecía sentado ante él. Le guiñó un ojo mientras hablaba, y al colgar se inclinó sobre la mesa para estrecharle la mano.

—Felicidades, amigo mío —le dijo—. Lo has hecho muy bien.

—Te dije que no te preocuparas.

—Desde luego. ¿Cuál ha sido tu argumentación?

Art Foley, el secretario de Alex, entró en el despacho con el correo de la tarde y lo dejó sobre la mesa del alcalde.

—Éste no es el lugar apropiado para hablar —dijo Roscoe cuando hubo salido Foley.

—De acuerdo, saldremos a dar un paseo. Ah, pero tengo noticias. El Tribunal Supremo acaba de dictaminar que la policía estatal no puede estar presente en los colegios electorales. Intimidan demasiado a los votantes.

—Otra batalla ganada —dijo Roscoe—. ¿Cuál es el siguiente acto de la campaña?

—Un discurso radiofónico mañana por la noche —respondió Alex—, inmediatamente después de Jay Farley. Insiste en las putas y la inmoralidad.

—Ésa es una noticia de la semana pasada.

—Su nuevo lema es: limpiemos la ciudad para los soldados que regresan, démosles una ciudad limpia a la que volver.

—Desde luego, es una excelente idea.

—¿Qué?

—Eso de limpiar la ciudad, darles vacaciones a las putas hasta que hayan pasado las elecciones y cerrar con candado los burdeles.

—¿No cerraron los burdeles después de la redada?

—¿Alguna vez cierra de veras las piernas una puta?

—¿Qué me dices de la clausura del Notchery ordenada por el gobernador? Parece como si él y Jay Farley nos estuvieran dictando lo que debemos hacer.

—Nuestra posición con respecto al Notchery y la opinión que Jay Farley tenía de él es que la clausura obedeció a motivaciones políticas. No podemos permitir que los republicanos tengan la autoridad moral. Debemos proteger a nuestros soldados y jóvenes en general contra la lujuria desenfrenada y la indecencia ilícita. Hacemos redadas en los clubes de striptease abiertos todo el día, el Mother’s, el Bar Blue Jay. Trincamos a Broadway Books por vender las obras de pornógrafos como Henry Miller, Baudelaire, Rimbaud y esas sucias viñetas cubanas, y entonces registramos los quioscos de prensa y confiscamos todas las revistas de chicas que enseñen más teta de lo que es absolutamente necesario en una sociedad virtuosa.

—Eso plantea el problema de la libertad de expresión. ¿Cómo lo solucionamos?

—No acusamos a nadie, y después de las elecciones las cosas volverán a la normalidad. El cierre, entretanto, desvía la atención popular de Jay Farley.

—Esta mañana he visto a Patsy y no me ha dicho que tuvieras eso en mente —observó Alex.

—Todavía no lo ha escuchado. Acabo de inventarme la idea.

—Entonces bien, muy bien —dijo Alex, sonriente—. ¿Cómo se lo tomará Bindy?

—Bindy no puede poner objeciones. Pende sobre él la acusación de relacionarse con prostitutas. Lo organizaremos todo con Burkey y Donnelly. —Melvin Burke había sido nombrado jefe de la policía en funciones tras la muerte de O. B., y el fiscal del distrito, Phil Donnelly, encausaría—. Haremos las redadas mañana por la tarde, a tiempo para que hables de ello por la radio.

—¿Sexo en la radio?

—Una idea cuyo momento ha llegado. Lo llamaremos de alguna otra manera.

—¿No deberíamos informar a Patsy del plan?

—Estará encantado. Se lo diremos después de dar nuestro paseo.

Salieron del ayuntamiento y caminaron por la calle Eagle, pasaron ante el tribunal de apelación y el palacio de justicia del condado y subieron por la calle Elk, con sus antiguas casas unifamiliares, en otro tiempo el barrio de la élite, comparado a veces con la elegancia del Gramercy Park de Manhattan. En el siglo pasado, la Mansión del Gobernador estuvo en el número 13 de la calle Elk. Ahora la calle entera estaba envejeciendo mal, dos clubes nocturnos en la manzana y un hermoso edificio desfigurado por una fachada art decó, blanca y negra, y muy kitsch. ¿Qué habría dicho Henry James?

En la calle Alex le reveló la noticia de Patsy. Los dirigentes del partido en el estado pensaban que Alex podría ser un buen candidato a gobernador en 1946: veterano de combate condecorado y licenciado por Yale, un hombre del norte del estado con facilidad de palabra y la manera de pensar correcta, un joven apuesto con una espléndida sonrisa. ¿Qué más puedes desear de un gobernador? Bien, ¿conseguirá algún voto? Oh, sí, claro. Y ahora Patsy tiene otro motivo para aumentar los totales de este año: ahí están los números, gobernador, fastídiate y mira cómo quieren a nuestro joven Alex.

—Sé que a Patsy le gustaría una victoria arrolladora —dijo Roscoe—. Lo tengo en el orden del día. ¿Qué te hace sentir tu candidatura a gobernador?

—Creo que me gusta. ¿No debería ser así?

—No te hagas demasiadas ilusiones. Es difícil que nominen a un ciudadano del norte del estado, pero podemos tratar de ser la excepción una vez más. ¿Recuerdas lo que ocurrió en 1932?

—He estado pensando en ello durante toda la mañana.

—Seis delegados más y tu padre podría haber sido gobernador.

—Quizá la historia se repita.

—Y quizá te ofrezcan ser vicegobernador.

—Yo no lo aceptaría.

—No digas eso. No sabes dónde podría conducir. Tu padre lo aceptó por deber. Es más, nunca deseó ser gobernador. Si hubiera puesto todo su empeño en ello, podría haberlo logrado. Y habría sido un gobernador memorable. Hizo su papel de número dos tan bien como el que más.

Roscoe sentía algo nuevo en la garganta, una náusea que podría asfixiarle, una resistencia a repetir aquello. No podía meter a Alex en semejante situación, no podía contemplarlo; sería muy difícil desbancar al gobernador vigente el año próximo. Alimentos a cambio de pólvora, Alex, de eso se trata. Cruzaron el parque por detrás de la antigua Academia de Albany hacia el Capitolio, y Roscoe percibió la larga línea de gobernadores que se cernían sobre sus vidas: Cleveland en lo alto de los escalones del Capitolio contemplando el desfile a la luz de las antorchas (Lyman al frente de la marcha) que avanzaba por la calle State, iluminando su camino hacia la Casa Blanca, tras haber superado un escándalo de paternidad: «Mamá, mamá, ¿dónde está papá?»; y Teddy Roosevelt, retando a un periodista a subir corriendo los setenta y siete escalones del Capitolio, dispuesto a conceder una entrevista en exclusiva si pierde, cosa que no sucede, pues la prensa es el enemigo; y nuestro amigo Al Smith, con cuello de pajarita y chaqué, posando para su retrato de perdedor presidencial en 1928; y FDR entrando en la Cámara Ejecutiva, con un ayudante que lo sujeta por la axila, haciendo girar sus piernas insensibles provistas de abrazaderas, simulando el avance hasta la mesa a la que se sentará para juzgar a Jimmy Walker, el juicio que destruirá a Tammany; nuestro delicioso gobernador actual, tratando de hacer lo mismo a los demócratas de Albany; y, por supuesto, el gobernador Elisha Fitzgibbon dirigiendo su mensaje sobre el estado del Estado en una sesión conjunta de la asamblea legislativa: «Mis queridos neoyorquinos: me pregunto si hacéis un fondo común para las apuestas, si os repartís las ganancias».

Estas imágenes no eran ni nostálgicas ni aleccionadoras, pero Roscoe pensó que quizá estuvieran tratando de revelarle que todo lo familiar era ilusorio y debía ser evitado, y que sólo valía la pena ocuparse de los misterios de los galimatías de Eli y de su ambigua muerte, pues Eli suministraba a Roscoe munición para la batalla contra el olvido. Éste no es el final, decía Eli. Un hombre imaginativo encontrará la manera de superar lo imposible. Después de todo, Roscoe, ahora eres el héroe del tribunal, el inventor del ayer y el mañana, el Profeta de la Fraudulencia, y ¿qué obstáculo podía levantarse en tu camino?

Se detuvieron a la sombra del Capitolio, la fortaleza del enemigo. Roscoe no podía prever cuándo el partido volvería a tener a la Cámara Ejecutiva como aliada. Le deprimía pensar en emprender vanas batallas para reconquistarla. ¿Cuándo debería un viejo soldado poner fin a la lucha? ¿No deberías abandonar mientras eres victorioso, Ros? Y entonces le contó a Alex el caso judicial de Gilby.

—¿Empleaste de veras la palabra «violación»?

—Es mejor que «incesto» —respondió Roscoe—. De esta manera es un instante de arrebato sexual, no un vicio de la familia.

El rostro de Alex se tensó, entrecerró los ojos, sus labios formaron una línea. Su parecido con Gilby era tan evidente como su enojo.

—No tenías ningún derecho a hablar de violación —dijo Alex—. Deberías habérmelo consultado. Maldita sea, Roscoe, esto deshonra a mi padre, lo convierte en un animal. Y me humilla. Sabe Dios cómo podría afectar a Gilby.

—Se trataba de confundir al abogado de Pamela. El análisis de sangre ha destruido su argumentación, y nuestra amenaza de demandarla nos garantiza que ella no vuelva a las andadas.

—Ha sido asqueroso. Apesta.

—Trata de recordar por qué se suicidó tu padre.

—Nunca lo he comprendido.

—Lo hizo por la familia.

—Dices eso, pero nunca has estado convencido.

—Lo hizo por el partido, por ti.

—¿Por mí?

—El escándalo podría haber estallado en medio de nuestra campaña, pero él eliminó esa posibilidad al eliminarse a sí mismo.

—Creo que estás sacando unas conclusiones excesivas.

—Pues yo creo que no. No sólo se libró del chantaje de Pamela, sino que se proclamó a sí mismo padre de Gilby. Sabía que tenía la misma sangre que el chico… el grupo AB. Encontramos su análisis de sangre entre los documentos que dejó sobre su mesa cuando se mató. ¿Para qué iba a dejar el resultado de un análisis de sangre allí aquella noche? Su última oportunidad de hacernos saber quién era el padre, de admitirlo para todo el que supiera leer. Sabía lo que la Iglesia y el público dirían y no quería que se culpara a nadie más.

Alex no dijo nada. Probablemente no había sabido cuál era el grupo sanguíneo de su padre. ¿Por qué habría de saberlo? Tampoco Roscoe lo había sabido. Elisha no había dejado ningún análisis de sangre entre sus papeles. Ese análisis había sido una creación suya para el litigio, y también había creado el grupo AB como el de Elisha por su compatibilidad con Gilby. Y Alex.

Al oír la mención del grupo sanguíneo, la ira desapareció al instante de las facciones de Alex, sustituida por una nueva actitud vigilante. Miró a Roscoe con inquietud y respeto, sabiendo, tal vez, que aquel nuevo hecho tenía futuro, y que Roscoe había encontrado la manera de decirle lo que jamás se había dicho y jamás podría decirse.

—Revelar la violación cerró las negociaciones —dijo Roscoe— y transformó el asunto en un melodrama clásico. Un solo polvo y la pobrecilla queda preñada. ¿No prefieres que un miembro de la familia bebido fuerce a una mujer en vez de una intriga incestuosa que se prolonga durante meses, como Pamela dijo que había ocurrido?

—¿Pamela dijo eso?

—Así es.

—Esa mujer es maligna.

—Es lamentable que tenga tanta necesidad de ser mala.

—No se merece en absoluto nuestra compasión —dijo Alex.

—Poca es la compasión que recibe. La hemos derrotado con la ayuda de Elisha. Ella ha dejado de ser un factor, pero la guerra continúa.

—¿Qué guerra?

—La guerra entre el amor y la muerte.

—¿El amor y la muerte de quiénes?

—Buena pregunta —respondió Roscoe.