El genio del jarrón

Después de que Veronica le informara de que vendrían visitantes para una corta estancia, Cal Kendrick, perteneciente a la segunda generación de conserjes en Tristano, amontonó tres hileras superpuestas de troncos para encender un buen fuego en la gran chimenea del Pabellón de los Trofeos. La casa era el edificio original de Tristano que Lyman Fitzgibbon levantara en 1873.

Lyman contrató al padre de Cal, Zachary, que era guía en las montañas Adirondack, de primer portero residente de Tristano. El edificio principal y el Chalet Suizo, donde se alojaba la familia, estaban cerrados desde finales de septiembre, y Cal y su esposa, Belle, hicieron lo mismo en las construcciones secundarias cuando llamó Veronica y les pidió que mantuvieran abierto el Pabellón de los Trofeos. Así pues, Cal encendió el fuego al amanecer para eliminar el intenso frío y calentar las paredes de piedras sin labrar que retendrían el calor mucho tiempo después de que el fuego se hubiera extinguido. Belle hizo las seis camas de los tres dormitorios con mantas adicionales, sábanas de franela y botellas de agua caliente para los pies. Más de treinta años atrás Veronica y Roscoe descubrieron, en todas aquellas camas, diversas intensidades de lo que consideraban amor, así como las emocionantes dimensiones de la mayor parte de sus cuerpos respectivos, un descubrimiento que llegó hasta cierto punto y no pasó de ahí. Roscoe no esperaba que ahora ninguna de las camas tuviera una utilidad comparable, pero Veronica había decidido que se alojaran allí y no en el edificio principal, por lo que no había ninguna razón para perder toda esperanza, cuantos entráis.

—Quiero ver la familia de visones y los fantasmas —dijo Gilby.

Estaban en la furgoneta Buick 1942 de Veronica, Roscoe al volante, la parte trasera del vehículo llena de maletas, una nevera con bocadillos y Tru-Ade para Gilby, más cuatro botellas de Margaux de la bodega de Tivoli. Cuando se detuvieron en Chestertown para tomar café, Roscoe dijo que tenían que llamar a Alex por la mañana para averiguar cómo había recibido la prensa su impío discurso de contenido sexual, pero Veronica le dijo: no, no le llames. ¿No? No. Y Roscoe: de acuerdo, pero ¿por qué? Y ella: no cambies de tema, vamos a pasarlo bien sin política, esto es una visita familiar, es el momento de Tristano, ¿verdad? Claro que lo es, respondió Roscoe.

—¿Veremos esta noche a los fantasmas? —preguntó Gilby.

—Tal vez —contestó Roscoe—. Ésa es mi respuesta definitiva e inapelable a tu pregunta.

—Dijiste que los vería.

—Lo dije y lo mantengo, pero no creerás que sé exactamente cuándo vienen y se van los fantasmas, ¿no es cierto, Gil? Nada puede impedirles que deambulen por la casa cuando se pone el sol o al amanecer o a mediodía o no aparecer en absoluto. Nadie conoce los horarios de los fantasmas.

—En cualquier caso, los fantasmas no son reales. Eso es un juego. Los fantasmas son muertos. La gente no vuelve en forma de fantasma cuando se muere.

—Bueno, es cierto que los fantasmas son muertos, pero te equivocas al cien por ciento, Gilbino, y también aciertas al cien por ciento. Yo diría que probablemente aciertas más que te equivocas y que lo más probable es que no veamos ningún fantasma porque, como dices, no existen. Pero si hay fantasmas y los vemos, entonces estarás un cien por ciento más equivocado que acertado. Y si nos sentamos en el Pabellón de los Trofeos y los fantasmas salen de donde sea que salgan y se sientan y charlan entre ellos, entonces te equivocarás de medio a medio, y me iré a la tumba diciendo que jamás he conocido a nadie más equivocado de lo que estaba Gilby sobre los fantasmas de Tristano.

—A mí también me gustaría ver a los fantasmas —dijo Veronica.

—No me digas que nunca los has visto —replicó Roscoe.

—Una vez vi algo, pero Elisha no me creyó. Otra noche teníamos que verlos, pero me quedé dormida en la silla. Al despertar me dijeron que los fantasmas habían venido y se habían ido. Como Santa Claus. ¿Te acuerdas de Santa Claus, Gilby?

—Era un farsante —respondió el niño.

—De medio a medio —dijo Roscoe—. Yo creí en él hasta los cuarenta y dos años.

—No es verdad —protestó Gilby.

—El Times-Square publicó una noticia sobre mí. El creyente en Santa Claus más viejo que existe. Nada podía destruir mi creencia. Veía a aquellos flacos Santas del Ejército de Salvación tocando sus campanillas y sabía que sus barbas eran falsas, pero creía que todos ellos eran Santa Claus. Menudo lelo. Por otro lado, no puedes afirmar jurídicamente que todo lo que hay son imitaciones. Podría demostrar la existencia de Santa Claus ante cualquier tribunal de este país si alguien me contratara. Aunque no aceptaría el caso, porque ya no creo en él.

—¿Por qué dejaste de creer en él?

—Encontré otra cosa en la que creer. Me enamoré de nuevo. ¿Tienes novia, Gilbo?

—Tengo cinco o seis.

—Vaya. Tanteas el terreno, ¿eh?

—La gente dice que tienes muchas novias, Roscoe.

—La gente se equivoca.

—¿Cuántas tienes?

—¿Quieres decir legalmente?

—De todas las maneras.

—Sólo una.

—¿Quién es?

—Eso sólo lo revelaría en el estrado y bajo juramento.

—Nunca dices la verdad, Roscoe, ¿no es cierto?

—Siempre nunca —respondió Roscoe—. ¿O es nunca siempre?

En 1938, cuando el transbordador dejó de navegar por el lago, Elisha mandó construir dos puentes, en el este y el oeste de la isla de Lyman, e hizo que Tristano fuese accesible en coche por la carretera de macadán hasta que la nieve cerrase la carretera durante el invierno. Cuando aparcaron ante la casa y descargaron la furgoneta, Belle les informó de que para cenar había pavo silvestre asado y becada que había cazado Cal. Veronica se apresuró a deshacer el equipaje, y Gilby pidió que fueran a cazar pájaros. Roscoe le dijo: no, Cal ha cazado lo suficiente; hoy no mataremos nada más. ¿Iremos a pescar? No, Cal ha guardado todas las barcas en el cobertizo, donde estarán durante el invierno, y hoy hace demasiado frío para ir de pesca; todos los peces se mantendrán calientes en el fondo del lago. Por la mañana, cuando el sol esté alto, pescaremos desde el embarcadero, ¿de acuerdo? De acuerdo, pero ¿qué vamos a hacer hoy? Caminaremos por el terreno, miraremos lo que hay y trataremos de ver cosas que nadie quiere que veamos. Y así los tres se abrigaron bien y fueron primero a la roca que estaba cerca de la casa para visitar a la familia de visones que, según había visto Gilby, vivían debajo.

—Se han ido —dijo el muchacho.

—¿Cuándo los viste por última vez?

—En verano, eran cuatro, de color marrón.

—¿Qué estaban haciendo?

—Nada.

—Eso lo explica —dijo Roscoe—. Se aburrían y fueron en busca de acción.

Caminaron hasta Seneca Rock, donde Veronica dijo haber encontrado las grandes astas de ciervo que ahora estaban montadas en el Pabellón de los Trofeos, el ciervo de Veronica que se escapó. Avanzaron hacia el norte por la orilla del lago y a lo largo de los zumaques muertos, con el fruto carmesí que los pájaros comerían en invierno todavía en algunas ramas. Los helechos rodeaban la pequeña rebalsa de límpida agua procedente del pozo que proveía a la casa y se derramaba en el lago. El bosque por el que caminaban casi llegaba a la orilla del lago, altos pinos blancos cuyas agujas habían formado una alfombra a través de la que nada crecía, y lo único verde era el musgo en las rocas y los árboles caídos. Gilby dijo: no vemos nada. Y Roscoe replicó: no miras bien. Puedes ver todo lo que hay, la vida secreta de las urracas, los faisanes, los búhos y los petreles si tienes cuidado y no te entrometes. Permanecieron sentados un rato en silencio, mirando y escuchando. Oyeron los trinos de un ave, unas pocas notas musicales agudas y chillonas, las oyeron de nuevo y Roscoe dijo: parece un estornino, uno de esos diablillos negros. Viajan en grandes bandadas, como los demócratas de Albany. Sigamos mirando y tal vez veamos algunos patos que no hayan ido a Cuba a pasar el invierno. Contemplaron la vasta cadena montañosa que se alzaba a lo lejos, al otro lado del lago.

—No veo nada —dijo Gilby.

Roscoe les precedió por una pendiente hasta una meseta rocosa que ofrecía un panorama del bosque y de una zona pantanosa bordeada de olmos, arces y abedules y una maraña de árboles muertos que habían caído, o tratado de caer, en las direcciones de la mayor putrefacción o del viento más fuerte. Unas pocas ranas encontraron motivos para croar un poco; y había sedosas telarañas intactas en los árboles que permanecían en pie, signos de vida. Muchos tocones en putrefacción y árboles caídos: la corteza desaparecida, las ramas desaparecidas, el miserable resto inútil por completo. La decadencia y la muerte que reinaban allí podían asfixiarte. El terreno seco que podían ver estaba cubierto de hojas marrones muertas. Desde el borde de la meseta se veían, allá abajo, las aguas oscuras y tranquilas del lago.

—Sigue mirando la orilla —dijo Roscoe—. Un día estábamos sentados así y vimos un zorro y sus cuatro cachorros que salieron de su madriguera e hicieron payasadas durante diez minutos. Era como estar en el cine. Otra vez vimos una cierva y dos cervatillos que hacían cabriolas en la playa, como cachorritos, y la madre no dejaba de vigilarlos, ¿verdad, Vee?

—Las madres suelen vigilar —respondió Veronica—, pero me parece que ese día no estaba contigo.

—Claro que no estabas. Admito que a veces, aunque no puedes encontrar la vida oculta, sigues buscando. ¿Sabes dónde encontrar enormes percas en este lago?

—¿Dónde?

—En cualquier sitio donde no estés. Una vez vimos un banco de percas que nadaban frente a esta roca, allá, tan lejos como alcanzaba la vista. No podía creer que hubiera tantas percas en el mundo, pero las vimos. ¿No es cierto, Vee?

—No creo que estuviera contigo.

—Claro que no estabas. Era Elisha. Me preguntó: «¿Qué hacemos con todas estas percas?». Y le dije que deberíamos invitarlas a cenar. Siempre invitábamos a los peces a cenar. Pero sí que estabas aquí el día que capturamos aquella famosa perca, nadie podía creer lo grande que era.

—Sobre todo yo —dijo Veronica.

—Lo peleaste mucho.

—¿Cómo era de grande? —preguntó Gilby.

—Tan grande que sigue siendo un récord mundial en Tristano. El récord anterior era de un kilo setecientos gramos, pero la de tu madre pasaba un poco de los dos kilos. La pusimos en la balanza y la enseñamos a todo el mundo. Hicimos que la montaran y pusieran una placa con los nombres de todos los testigos. Puedes verla en el Pabellón de los Trofeos, en la pared cerca de la mesa grande. ¿Recuerdas aquel día, Vee?

—Oh, sí, un día especial.

—Un día fantástico. Ése fue un trofeo y medio. Aquella tarde pesqué con mosca una trucha plateada. Los dos tuvimos un buen día.

—Tienes buena memoria —comentó ella.

—Jamás olvido nada —dijo Roscoe—. ¿Recuerdas el día que te encontraste con el castor en el arroyo de la acería?

—Sí, y recuerdo la perdiz con sus polluelos que encontramos en una bifurcación de la carretera —respondió Veronica—. Uno de los polluelos tenía el tamaño de tu pulgar.

—Elisha encontró un huevo de somorgujo en la isla de Adler —dijo Roscoe—. Seguimos buscando y encontramos un somorgujo. Elisha estuvo hablándole durante diez minutos para averiguar quién era el propietario del huevo.

—¿Qué dijo el somorgujo? —preguntó Gilby.

—Nada. Sólo se rió de Elisha porque trataba de hablar con un pájaro.

Siguieron caminando y pasaron ante lo que Roscoe llamaba la carretera de los ciervos. Se sentaron un rato a esperar que pasara tráfico, pero no apareció ningún astado. Entonces dos aves remontaron el vuelo por encima de la orilla del lago, y Roscoe dijo: no os mováis, no habléis, y contemplaron la mayor de las aves que volaba bajo. Se zambullía en el agua somera y emergía con una anguila muerta. Ambas aves volaron a un afloramiento llano de esquisto donde al ave dejó caer la anguila y la sujetó con una garra mientras el ave más pequeña comía la anguila, y entonces el ave mayor también se puso a comer.

—Son águilas —dijo Veronica—. ¿Habías visto alguna vez un águila, Gilby?

—He visto un halcón peregrino, pero no un águila.

—Son águilas de cabeza blanca, probablemente padre e hijo —dijo Roscoe—. Los emblemas nacionales de nuestra democracia, almorzando tarde. ¿Alguien tiene hambre?

Después de la cena, Roscoe intentó sintonizar la emisora WGY en la radio de onda corta para escuchar el discurso de Alex, pero no aparecieron más que canadienses que hablaban en francés y una emisora de algún lugar de Escandinavia.

—Estamos fuera de la civilización —dijo Roscoe—. Podríamos estar en el siglo XIX. No me sorprendería que Lyman cruzara la puerta.

Veronica y Gilby ya habían agotado el recurso a las damas, y a los libros de 1903 sobre plantación de árboles y arbustos de hoja perenne, y al de Audubon sobre los halcones y las águilas. Veronica le leyó a Gilby un tomo de 1908 de Las mil y una noches, la historia del pescador que encuentra un jarrón en el mar y, al abrir la tapa, libera a un genio. Éste, en absoluto agradecido por su liberación, se encoleriza tanto por haber estado prisionero que dice que debe matar al pescador. Pero le concede un deseo: puede elegir cómo ha de morir. Puesto que no puede evitar su muerte, el pescador conjura al genio, en el nombre de Alá, para que responda sinceramente a una sola pregunta: ¿estabas realmente dentro de ese jarrón? El genio, obligado a decir la verdad, responde que sí. El pescador no le cree y dice: este jarrón no podría haber contenido uno solo de tus pies. Entonces, para demostrarle la verdad, el genio se convierte en humo y entra de nuevo en el jarrón. El pescador lo cierra con la tapa y lo arroja al agua. Adiós, genio.

—El pescador era listo —dijo Gilby.

—Me alegro de que lo creas —replicó Roscoe.

—Juguemos a cartas, Roscoe —le pidió Gilby, y entonces Roscoe perdió dieciocho mil dólares jugando a blackjack con fichas de quinientos dólares.

Veronica encontró el cuaderno en el que se anotaban las grandes capturas y avistamientos de aves, peces y animales de caza.

—«Intenté disparar a una tortuga gigante cerca del embarcadero —leyó—. Disparé a un ciervo, pero sin suerte. Maté a una hembra de oso negro de cien kilos, detrás del Chalet Suizo.» Ahí la tienes, Gil, en el suelo. —La osa, que llevaba veintidós años muerta y ahora era una alfombra, negra, canela, con manchas grises, yacía ante la chimenea, el morro, los dientes y las uñas intactos, pero el pellejo agrietado, raído, pelado, un caso penoso.

—¿Quién la mató? —preguntó Gilby.

—Roscoe —contestó Veronica.

—Eso te lo estás inventando —dijo el muchacho.

—Roscoe es un gran tirador, ¿no es cierto, Ros?

—Lo fui. Ya no disparo gran cosa. No quiero matar a ningún ser vivo. Maté a esa osa por el peligro que representaba. Salió del bosque, detrás de la casa, y atacó a Wilbur, un perro lobo que tenía tu padre, Gilby. La abatí antes de que hiciera más daño.

—¿Qué le pasó a Wilbur? —quiso saber Gilby.

—Murió. La osa lo había dejado muy malherido.

Gilby dio una patada a la cabeza de la osa que servía de alfombra.

Al final del viejo cuaderno, Veronica encontró una lista de los regalos navideños que ella y Elisha habían dado a los amigos en 1928.

—Ese año a Patsy le regalamos un juego de cuchillos —comentó ella—. A ti, Roscoe, te dimos un reloj de bolsillo.

—Lo usé hasta que me regalaste el reloj de pulsera —dijo él, alzando la muñeca para mostrar el Elgin que llevaba desde 1936—. Y son las nueve de la noche en mi reloj, muchachito. Es hora de acostarse.

Veronica se levantó.

—Eso es cierto, y nosotros también tenemos que ir un rato a la casa. Quiero recoger algunas de las pertenencias de tu padre.

—Puedo traértelas —dijo Gilby.

—Si quieres estar en condiciones cuando lleguen los fantasmas, será mejor que duermas —replicó Veronica.

Roscoe le dijo al niño que Cal tenía preparado el material, las cañas de pescar y el cebo para el día siguiente, y que en vez de pescar desde el embarcadero convencería a Cal para que sacara uno de los botes. Gilby dio su aprobación y Veronica calentó el agua para la bolsa, lo acostó y lo arropó con las mantas.